
domingo, 28 de diciembre de 2008
Querer es mi código

martes, 23 de diciembre de 2008
"La cultura vale la lucha"

EL ABOGADO DEL DIABLO

Después de haber ejercido 38 años de abogado, visceralmente y como es mi deber me pongo siempre del lado del malo, que al fin y a la postre viene a resultar el menos malo; en el noventa por ciento de los casos el bueno acaba siendo peor.
miércoles, 17 de diciembre de 2008
He elegido el ocio de las palabras y el cariño

lunes, 8 de diciembre de 2008
Una aventura no planeada

martes, 2 de diciembre de 2008
Necesito un diseño frívolo cada día

MEMORIA Y DESGRAVIO DE MI MADRE

pinchan el blog de Fran
Mi madre quedó siempre fuera del alcance y demoras de mi memoria, de los atisbos de mi imaginación; no digo ya del Olimpo de mis dioses, sino del círculo de los más allegados a quienes, al correr del tiempo, he dedicado al menos una palabra de amor. De modo que pudiera parecer que en el reparto le asigné la peor parte, el desecho de mis afectos. Si de nilño me preguntaban “¿a quién quieres más a tu padre o a tu madre?”, contestaba invariablemente que a ninguno de los dos. Pero sí a mi padre he venido a comprenderlo al hacerme viejo, a mi madre ni eso.
Si es verdad que “Genoveva Luján” es, de principio a fin, una semblanza de ella, en cierta ocasión se me espetó que ningún hijo ha escrito nunca nada tan despiadado de su madre. Aún dando por bueno el reproche, pude replicar que el relato está enhebrado en la fascinación que ejerció sobre mí una mujer impar, y en el amor inconfesado que le profesé. Porque, al fin y al cabo, qué es el odio sino incomprensión, qué otra cosa que un malentendido.
Y no me quisiera morir sin arañar en los recuerdos y dejar escrito, mal que bien y de una vez por todas, cuatro palabras, que falta hacen, que la desagravien. Porque yo no creo que ella viva, no creo en lo que nos obligaron a creer y ella creía. Pienso, en cambio, que el ser al morir se desintegra. Pero donde quiera que pudiera estar, lo que fuera que pudiera ser, la fuerza más inoperante entre las fuerzas, a menudo le atribuyo algo bueno que me pasa, se me hace como si me devolviera bien por mal; ¿o es que le ocurre lo mismo que a mí, que no puede vivir -quiero decir morir del todo, del remordimiento?
En “Genoveva Luján” me empeñé en dejarla dibujada para siempre en el jardín de Lauria, un enclave frondoso a las espaldas de la finca en que nací y en el mismo corazón de la ciudad, oloroso a magnolios y acacias en flor, a donde bajaba mi madre, al caer la tarde, con la mucama y los niños, joven aún, desdeñosa, fresca y arrogante, falda plisada de mohair, blusa de organza y se sentaba a la amazona, sobre el borde de la alberca, con el mundo a sus pies y su novela rosa.
Pero más que hago y se me vuelven los recuerdos rancios, los dedos se me antojan huéspedes; la veo de mal talante, regañándome, me privaba por sistema de cuanto me hacía feliz, prevalece el lado oscuro de las cosas, su continua frustración por haber creído que la vida es rosa.
Una noche, acabaron de cenar los niños, se hizo hora de acostarlos y la mamá no llegaba. La mucama no se atrevió a suplantarla y meternos en la cama. Nos caíamos de sueño en la salita redonda, cuando se abrió la puerta y entró sin decir palabra, anegada en llanto: había muerto el Notario.
Se le cayó el mundo encima; sin la presencia protectora de su padre se quedaba en descampado y sola, enfrentada al rencor y al desengaño de un matrimonio burgués en almoneda. No le quedó otro recurso que la novela rosa, instalarse en el recuerdo de cuando era hermosa y el chofer del señor Notario la llevaba en la limusina al mar, mientras ella, blusa camisera y falda hasta el borceguí, en pago a su servidor consentía en dejarse mirar por el espejo retrovisor.
Pero no quiero volver a las andadas, que hoy he venido a ver sólo el lado bueno de las cosas, a agachar la cabeza y tragar por dentro. Cuando llegaba el verano, nos íbamos a Valverde del Júcar por tres meses. “Villa Zoraida” era un santuario de mi padre, que construyó piedra a piedra el suyo, poniéndole por nombre el de la niña muerta; con los mismos árboles frutales, el granado, el limonero, un nisperero, que plantara en vida en el jardín mi abuelo. Pero mi madre quiso dejar allí también su impronta. De entre todas las flores, no había para ella otra comparable al jazmín blanco -no el chiquito, amarillento y terso, sino el desalmado y blanco, el nevado, que se desparrama de solo mirarlo. Había hecho plantar enredaderas a diestro y siniestro y, al caer la tarde, el sol ya en menoscabo y la flor recobrando su frescura, los recogía en un pañuelo blanco y enhebraba uno a uno, delicadamente con la aguja en su regazo, hasta formar un tacho, un pomo de blancura perfumada, que adhería a la punta del escote de su blusa, también blanco.
Así la veré siempre. De tal manera que, medio siglo que ha pasado y me basta caminar junto a una tapia en verano y el olor a jazmín, tan frecuente en estos pagos, me trae de golpe el recuerdo de mi madre, arrogante, desdeñosa, todavía hermosa, junto al jazminero blanco.
Y eso fue, en fin de cuentas, su vida: un tacho de jazmín, que dura fresco desde que se pone el sol hasta que cierra la noche; después se achica y degrada, se marchita; y, al rato, no es nada.
miércoles, 26 de noviembre de 2008
Mi deseo de tocar el mundo

Instrumentos a utilizar: los libros son la mejor parte mía, me devuelven la fuerza vital que he ido perdiendo por el camino en mi cruel servidumbre al cuerpo. Ya me puede doler lo que me duela si estoy leyendo. Ese libro será entonces como dije una vez, mi tierra, mi barro, mi agua, mi deseo de una mujer. Y sobre todo, mis palabras, esas que pueden servirme un día para comerme el mundo.
miércoles, 19 de noviembre de 2008
Me abandono a las palabras

sábado, 15 de noviembre de 2008
Necesito la dignidad de rogar

Ray Loriga cuando “ya sólo habla de amor”, pide al final esa dignidad de rogar que debe buscar siempre el hombre. Pues la necesito. Todos tenemos, en efecto, una cuenta de miserias pendientes, pero bastaría que no sólo se contabilicen las miserias y tuviéramos presente la hondura de los abrazos en silencio, de cómo me importaba cada vez más el aroma secreto de una mujer. He sido capaz de soñar demasiadas veces, al menos un instante, con las manos, las caricias y los besos; fui siempre un especialista de enfrentarme así al dolor y a las derrotas, las ignoraba, las dejaba aparte. He necesitado imperiosamente la inquietud del afecto sea cual sea el tamaño o el momento.
Voy a buscar, pues, ese ruego pausado y único en cada línea, con cada libro terminado. Que me devuelvan el éxito de la vanidad que tuve de besar con amor hasta en la calle, estoy esperando todavía que me quiera todavía más una mujer que ya me quiere, tengo en la memoria sus últimas palabras: sentir que te quieren y querer, y eso lo tenemos. Pues me basta imaginar el murmullo que debe tener la tela sobre su piel, por eso necesito en mi desconcierto que me cojan la mano y me calmen así el ardor de las largar esperas.
Que me quede al menos, pues, el sonido de las horas propias, estas que aquí, me permitieron repetir las cosas que hice bien, que saldría todo otra vez, al menos igual de bien o igual a secas, es bastante. En esas horas voy a rogar -habrá que hacer bien la lista, no dejarse nada-: mirar en la mirada de diario con los ojos de diario el momento que empiece la mañana oliendo a colonia tirando a buena; esa posibilidad tan humana de acoplarse a la perfección los cuerpos y las palabras, hablando o rompiéndose las caricias; acercarme a los sueños, esos que antes de venir, ayudan. Esas son mis horas propias, con una estampida tierna dentro, asumiendo el papel de novio de la vida impaciente y antiguo.
A lo mejor en esas horas y dentro de los más necesitados ruegos, tendré que rozar la punta de los dedos para saber de los nervios del otro y encontrar definitivamente la calma. Por ejemplo el amor de toda una vida o el polvo del siglo, una u otra o las dos cosas que viene a ser lo mismo. Qué infinita paciencia, mirando por las tardes una presentación de power point que a lo mejor viene a insistir en anhelos inútiles o en errores que no está uno dispuesto a confesar ni a rectificar.
Pues todo eso constituirá el cúmulo de miserias, aquí estoy yo, aquí estás tú, porque indudablemente -otra vez con Loriga- “la vida se le hacía insoportable sin una mujer en la cabeza.” Oye, Loriga, a mí también, chico, aunque sea para las horas de pausa, cuando ruegue, y ruegue lo que ruegue. Siempre en cada escrito tengo a rastras una inexpresable tristeza que tienen las cosas, pero sigo sujeto a la vida aunque os voy a confesar -con mi derecho al ruego- mi convicción y mi empeño.
Está claro que la vida no te suelta nunca, ni tú a ella, pero los días se me acortan de tal manera que los voy convirtiendo en media jornada. Imaginaros, pues, poder escribir sólo la mitad de lo que quiero; que de las caricias que lleva mi verbo sólo pudiera poner la mitad, y a mí me gusta igual que en el verso y en el beso, la boca entera, la mirada que perturba cuando llegas al final de estrenar las ganas.
Media jornada -me he dado cuenta- solamente por mi manera de abarcar la vida, comparado en cómo me apoderaba de ella antes. Quizá tenga suerte -ya sabéis que me gusta hablar de la mujer al principio y al final- y no tenga que mover un músculo, ni un ruego, ni una hora de espera o de pausa porque puede que sea -ya que dice que eso lo tenemos - del tipo de mujer que le gusta caer sola.
MORIR DE AMOR
“Lo único que me preocupa de morir es que no sea de amor” -le oí decir a mi padre al envejecer. Y fue justamente por entonces, recién terminados mis estudios, que tuve conocimiento de una leyenda ubicada en una aldea próxima a Mosul, en el Kurdistán, sobre una mujer, madre de una sola hija, quien le devolvió el favor de haber nacido dándole ocho nietos. Al último en venir -que se demoró 12 años del parto anterior, se le puso por nombre Gabriel, que significa “esposo divino”, en tanto que fue este el Ángel de la Anunciación y la Concepción. La abuela decía que Gabriel no era de este mundo, sino un enviado del más allá. Y así fue que se le fue tan pronto, como los elegidos, florecido recién.
En el Kurdistán iraquí es compulsivo incinerar los cadáveres y aventar sus cenizas en lugar de libre elección. Pero la abuela logró rescatar las de su nieto a tiempo, las disolvió en vino y se las bebió, enterrándose viva acto seguido. No encontró urna funeraria más adecuada para depositar lo poco que quedó de su Dios.
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En el reino animal supe después de la existencia del calamón, o porfirio, ave de la familia de los rapaces susceptible de domesticar y habitar entre los humanos y al que se tenía por celador y celoso del débito conyugal; de modo que, acogido en lugar ocupado por mujer que sale ventanera y no lo guarda, lo denuncia quitándose la vida. Se le conoce como el pet suicida.
Vivíamos entonces en Kirkuk -fronteriza con Irán y, puerta con puerta, habitaba una familia ucraniana que tenía un calamón. Empezó a mostrar éste signos de alteración de la conducta, descartándose de inmediato cualquier referencia a la santa esposa -mujer de vida monacal y todo un antídoto de la lujuria. Las sospechas recayeron en el vástago, por la más tierna edad que andaba, que escribía torcido y apuntaba hacia sendas que llevan al despeño y precipicio. Una mañana de domingo, cuando la madre entró a despertar al niño, encontró al pájaro -que dormía con él, inerte, cosido al pecho a picotazos y sin una gota de sangre en su interior. A lo visto no halló manera mejor de poner sobre aviso del peligro que corría el hijo de su señor.
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La historia de Nashibia es la de un amor de estrellas cruzadas, judía ella, palestino aquel por el que deliraba. Ocupaba el chico con su familia una tienda en Uasef -un acentamiento de refugiados árabes en el Líbano. Se veían al anochecer y a escondidas, sin ocultar el muchacho su condición, en tanto portaba siempre la jaifa en bandolera en sus encuentros con ella.
En un bombardeo judío de represalia, el acentamiento palestino quedó reducido a pavesas, sin que Nashibia pudiera siquiera guardar como reliquia rastro alguno de su enamorado.
Pasaron los días, los años. Y una mañana, temprano, cuando todo parecía haber quedado en olvido, la chica se encaminó, como de costumbre hacia el mercado de Benalua, tras haberse demorado más de lo común en el ajuste de su corpiño.
Se dirigió al lugar que sabía frecuentado por soldados israelíes en licencia y dónde se vendía droga. Y sin dar motivo ni preámbulo de especie alguna, rompió a llorar. Su porte candoroso movió la curiosidad de los militares judíos, que se acercaron a indagar. Y en el momento se vio rodeada por ellos, introdujo su única mano libre en el pecho y arrancó de un tirón la horqulla de la granada que portaba encorsetada, volando en pedazos junto a ella el corro íntegro de soldados.
Aún con el paso del tiempo -que dicen que arregla las cosas y trae las rosas, Nashibia no fue capaz de olvidar a su enamorado.
lunes, 10 de noviembre de 2008
Mi libido, mi llanto desordenado y propio

miércoles, 5 de noviembre de 2008
De acá para allá

LOS DIOSES PROTECTORES SE NOS VAN
sábado, 1 de noviembre de 2008
Le he contestado, elige tú el sitio, yo prefiero en la boca.

jueves, 30 de octubre de 2008
Aguardo en el lugar de siempre

Que no me cuenten que eso ya pasó porque la vida siempre será hoy y lo que me falta hoy, me falta y basta. Los besos ya son muy desiguales, los momentos de verse nunca sirven de excusa para cualquier tropiezo y hace tan solo cuatro días era bien distinto: yo me sentía una especie de viejo guay para dos niñas preciosas, de las que sólo ya conservo fotos antiguas.
-No, déjalo. Está bien.
viernes, 24 de octubre de 2008
La tarde cae desde el momento que empieza

LANCES DE LA VIDA AIRADA

Cogí el tren en Morón de la Frontera, grandes líneas ahora les llaman, largo recorrido entonces, Sevilla la estación de origen y la de destino La Línea de la Concepción. Vagones con pasillo junto al ventanal y compartimentos estancos con puerta corrediza acristalada.
sábado, 18 de octubre de 2008
Lo que traigo entre manos

Más o menos lo que vengo escribiendo aquí con manos lentas y a veces involuntarias, no sé pues si bien hecho o sin deber hacerlo. Pretendo preferentemente que sea un cántico al esfuerzo que no tenga significado de sacrificio, sino manera de dar a entender, al contarlo, que sólo existimos dentro de nosotros mismos, lo que permanece siempre inmóvil de lo que nos resulta tan difícil escaparnos.
Seguro que no me voy a morir de pena aunque a veces recurra al viejo traje caduco de la soledad y a su mundo de belleza interno, no lo dudemos. A pesar de su dosis de miedo a veces -precisa y fundamental- que podríamos llamar simplemente respeto propio y ajeno.
Entre manos pero como buscando siempre el tacto ajeno, desde ellas, desde donde pueden visitarse todos los sueños, el lenguaje de los territorios ajenos escondidos. Existe una magia allí donde la palabra se detiene y se agosta, sólo queda la corriente que pasa de una piel a la otra. Y en ese tacto, la insistencia para poder así notar la ternura que puede tener en la espalda la forma de un abrazo.
Pero vine a decir que entre manos y entre escritos ando buscando esa especie de paraíso que contando con nuestros dolores, con nuestro tedio, nuestras decepciones, lo tenemos aquí tan cerca que está en este mundo. Mientras, haciendo uso de él, uno no puede morirse de pena cuando tanta gente, cada vez, cada momento, anda muriéndose así mucho antes de hacerse vieja. Ni tiempo tuvo apenas.
Llevará razón Paul Auster cuando dice, muy seguro de él, que no hay necesidad de palabras, no hacen falta apenas cuando sabes lo que te traes entre manos. Uno puede ir así venciendo el mal oscuro de vivir sin tener que dar cuentas a nadie. Ya tenemos un arma poderosa: nuestra propia resistencia, su camino que le dieron trazado y que ya dará cuenta de él, a quienes queden detrás o a quienes están presentes. Resisto como puedo, eso vengo contando, pero sin pena, sin dejar restos que no sean propios, tan inevitables, que no puedo cambiarlos porque desde siempre los llevo entre las manos.
Pongo fuerza y pasión hasta en lo que me resulta extraño, soy capaz de ir entendiendo aquello que no entra entre las normas del más conocido y próspero entendimiento. Me acerco hablo y escucho, nada menos, como si fuera un proyecto adivino y cierto; recibo y admito la entropía que nos pasamos los unos a los otros; me queda como una especie de embriaguez sentimental pero duradera.
Hago posible todo aquello que me emociona, que llega hasta mí con la novedad de un requerimiento con una edad psicológica privada que no inventaron los romanos, se trata de una óptica personal, un paisaje de deseos permanentes con rigor de tiempo y circunstancia.
Y ya estoy de nuevo, más o menos escribiéndolo: tener entre mis manos todos los placeres que nos unen a los demás de una manera o de otra porque en casi todos esos momentos necesitamos estar vinculados a alguien, de cualquier forma, pero que no se nos escape de las manos con la constancia que tienen los días de venir uno detrás de otro.
Antares desterrada

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domingo, 12 de octubre de 2008
Este sitio donde he dejado la vida
Con una belleza acentuada y cansada, la que tienen mis libros, la que yo he puesto en ellos. Hace días de una manera que parecía inagotable, una mujer, junto a ellos les iba quitando el polvo de la vida, mientras persiste, sin embargo, la alta ebriedad perenne de los símbolos que tienen cada uno. Además, puede que contengan, que esté, lo que nunca he sido y lo que quise ser, o en verso del poeta Colinas “o acaso del que fui, o del qué aún seré.” Todo puede ser.
Es mi título, es lo más cierto, me he dejado la vida en ellos y me la han dado a cambio, porque me fueron entregando cada vez instantes y momentos, las horas del ensueño adrede para no poder dormir. ¿Qué pasará luego? Antes de pensarlo tan siquiera, me detuve en páginas gloriosas, en primeras ediciones, en colecciones completas de algún editor romántico que se arruinó con los libros, de autores, que llegaban traducidos, ignorados hasta entonces en el país donde vivía.
He dejado mezclados estos días, la añoranza, el recuerdo de su primera compra, casi en forma de caricia, de anhelo leve de mí propio ser. Le he dado la razón definitivamente a Melania Mazzucco en “Un día perfecto”: “la literatura es lo único que permite soportar esa perversa locura que es la vida”. Fue mi embriagador perfume como si estuviera oliendo permanentemente a una mujer, que huele casi siempre a incienso y a manzana y a deseo.
Siempre se me escapa el símil: al igual que una mujer, los libros me llamaban con urgencia -podría a veces ser la misma cosa, las hojas sueltas de la existencia entera. Y era urgente porque lo mismo que en el amor, cuando se demora ya suele ser otra cosa.
Me dieron el idioma, la forma de acercarme a la gente, la fortaleza que me ha negado el cuerpo tantas veces, me contagiaron como de un humo áspero y unos versos de oro que siempre llevan los poetas puestos. Fueron mi continuidad de estar aquí hablando ahora de ellos, de haber estado quitándoles el polvo que tenían porque siempre tienen su turno y su antigüedad: o no haberlos leído, o estar ya demasiado tiempo en su sitio.
No tiene que volver lo que nunca se ha ido porque es parte de nuestra recóndita riqueza. La mía tiene forma de gratitud y de silencio, es una manera de testimoniar que estamos juntos como cuando a una mujer le he pedido -al igual que ese volumen en la estantería, que me conservara el amor de siempre, que no tuviera impaciencia porque eso siempre quedaba lejos y yo en cambio me notaba muy cerca, como lo hago junto a cada estantería.
No sé quién las vaciará un día, no tendrán tiempo de hacerlo, ni sitio para ponerlos. Ni lo pienso, les hemos ido quitando el polvo que tenían de hace un año más o menos. Al tenerlos así limpios, al haberlos pasado por las manos nuevamente, me he vuelto a enamorar de cada uno de ellos. Su olor ya viejo me ha parecido como a una mujer que le gusta que la enamoren y no sabía cómo decírselo.
No sé qué harán con ellos, da lo mismo, han sido ese sitio donde he ido dejando la vida, esa razón suficiente para seguir vivo.
miércoles, 8 de octubre de 2008
Escribí en una tarjeta que me cuidaran, sólo eso

No quiero incertidumbres de nadie. Cada instante que quiero -que estoy queriendo a alguien, llego hasta al fondo, sé que luego no se puede volver a la superficie, ni lo intento. Me siento como ansioso de cometer un largo y ansioso pecado, que no puede ser nunca pecado al igual que siempre son dueños de su belleza los pezones realzados de una mujer.
Os digo en dos líneas un sueño que tengo pendiente: perderme minuciosamente en las callejuelas de la ciudad que siempre tiene el cuerpo, para soñarlo, para contarlo luego. Queda pendiente que hablemos, pues, del cuerpo.
DOBLE FONDO

En el cuerpo de armariada y cajones de la izquierda, si llegas con la mano al paño con que el mueble cierra por detrás, descubres un orificio circular por donde, al meter el dedo y tirar hacia ti, cede la chapa, apareciendo un espacio vacío a modo de doble fondo o caja fuerte, donde guardar los papeles más comprometidos.
En lugar de documentos o títulos valores, me tropiezo con mi carta de niño desde Ronda -donde hice el servicio militar, con una foto olvidada, un sobre raído rotulado por él “Recuerdos de mi pobre padre”, con recortes de la vida del abuelo, cuatro cosas que, al fin y al cabo han venido a ser tu vida, naderías que te sacaron las lágrimas un día.
Mi carta rezaba así:
“Montejaque, 3 de Agosto de 1956.
Querido papá:
Siento deciros que no me esperéis en la semana de permiso de jura. Se sorteó la permanencia de 13 cadetes para la limpieza del Campamento durante la licencia, y de más de 3000 que somos, me tocó a mí. Mala suetrte.