jueves, 26 de junio de 2008

El olor de cuando llegas

De mi sitio, el hueco de mis micro relatos, con la particularidad que no traigo nada especial dentro de ellos, me interesa más saber hasta dónde llegan sus alcances porque hay gente amiga que quiere sentirse bien con ellos. Explicar lo que pienso de cualquier sentimiento puede tener apenas repercusión propia, pero me valen, por eso los cuento y procuro sobre todo buscar su hueco más cálido.

Me llega el verano por varios sitios a la vez: en la página de los libros que he leído me adhiero a Bolaño -el chileno de 1953 y muerto bien deprisa en el 2003, con su asombroso alarde de audacia y poderío narrativo de su “2666”. Estoy de acuerdo con él cuando dice que uno nunca termina de leer, igual que “uno nunca termina de vivir aunque la muerte sea un hecho cierto.”

Me aplaza la vida el verano cambiante de mis lugares eternos y conocidos por otros que al menos no son tan propios; me aleja de esas caras de casi todos los días que toman vacaciones sin permiso porque yo necesitaría seguir mirándolas; o los hábitos, y eso que los hombres no tenemos por costumbre quedarnos, huimos, olvidamos, no sabemos cómo.

Me ha creado una pausa esta mañana la riqueza de un abrazo emocionado, tener que buscar una dirección postal para que “Pan de mendigo” pudiera de nuevo estampar la agonía de su palabra seca y honda con las dos clases de tragedia que él cuenta que la vida tiene encima: “una, es lograr lo que te propones; y la otra él no lograrlo.” Tanto da porque es lo mismo. Me lo dejó por escrito unos minutos antes, antes que alargáramos un abrazo en éste sitio cálido donde todo puede durar, eso, más de diez minutos.

Hemos dejado entre medias la hendidura por donde contarnos nuestras cosas porque se han quedado pendientes demasiadas, esa rosa estampada de rojo para su “dulce de membrillo” o las charlas heroicas de salud, hoy te empeñaste en convencerme de tu secreto para ti: “creer que no se está enfermo y vivir como si se estuviera sano.” Me hubieras hecho falta esta tarde, “Pan de mendigo”, para no tensarme otra vez inútilmente en esas ásperas salas de espera, donde no se sabe nunca bien lo que esperas.

Y mientras, aquí también este verano, estará no ya por temperatura sino por ganas de acogida y de aventura, éste sitio cálido que he inventado para un grupo de amigos y amigas, este escritorio para escribir como a dos velas lo que pienso, lo que termino de creerme, lo que ha estado muchas veces y sigue estándolo en las palabras de respuesta o en los silencios que hay detrás, tan callados como hermosos de quienes a la vez que me leen, me entienden y me quieren.

No me hace falta nada más en este sitio diferente, propio, anhelante, único: la mano ajena que me toma la mano; querer y que me quieran con esa inquebrantable tautología del deseo; soñar en el día siguiente si es posible desde hoy antes de que se haga tarde; ya no vivir más hacia atrás, sino por delante aunque me duela hasta el aire que respiro, seducido por el sueño –se me ocurre arrimando el ascua a las metáforas, de una mujer mal desnuda y soñante.

Nada más, que me aplacen lo que sea pero que no me roben el amor ni a empujones, de mi sitio que conserva hasta el olor que tiene cuando llegas.

DULCE DE MEMBRILLO


Por Pan de Mendigo

Salíamos de misa, de la misa de 12 del domingo, de haber estado media hora muertos, sentados en los bancos de espaldas a la puerta, a la vida, dando cara al altar flanqueado por dos sepulcros, dando frente a la muerte. Nacimos para vivir y nuestro credo nos hace vivir para morir.

Y salir de aquella penumbra cirial al sol radiante en el cenit, de la atmósfera viciada e insana de saumerios y coños sin ventilar, a la brisa del mar en las acacias, nos deolvía el alma al cuerpo, secuestrada que nos había sido durante media hora.

La misma casucha de la familia inmigrante contrastaba con nuestro hábitat, con nuestro comedor-estar, donde no come ni está nadie nunca. Ellos se juntan eb la cocina, junto al hogar, el corazón de la casa. Allí andaba todo manga por hombro, cada cosa estaba en el mismo lugar donde quedó la noche anterior, el día, el mes en que se utilizó por última vez. Que lo natural es el desorden y dejar de lao el orden al cuidao del Universo; el pequeño, retozando en tierra con un pajarraco que le picoteaba el culo, en plena interacción de las especies.

Veo al abuelo en el corral absorbido en la tarea de juntar ramas de olivo para el vareo de la aceituna, mientras en la cocina la vieja cuece el membrillo en almíbar. El runrún del viento en el choperal, el lento y simétrico mecido de las hojas en los álamos del río, como el flujo y reflujo del mar al atardecer lamiendo la orilla, les marcan la pauta, el ritmo vital que nosotros perdimos tiempo ha y de una vez para siempre.

Lo queremos todo. Y soplar y sorber no puede ser. La vida en la aldea anda totalmente involucrada con lo natural, que es la única forma de poder vivir sin ayuda de vecino. Cada fin de semana, mi hijavacila ante el espejo entre tomar un estimulante que le permita estar haciendo el indio hasta la madrugada, o tomarse un sedante, acostarse y poder dormir. Los Tarahumara se acercaban, de vez en cuando, a las grandes ciudades, para ver cómo eran los hombres que se habían equivocado; de uvas a peras, que todo se pega menos la hermosura. Y yo ando en quejido constante, pidiendo cada vez más y de balde. Que gracia perdida, velas encendidas; gracia lograda, ni velas ni nada. Sin saber que en la vida hay dos clases de tragedia: una, es no lograr lo que te propones; y la otra, el lograrlo.

La perla del Papaloapan


Colaboración de Rubén

Enjuto de carnes, chupado de huesos, ceniza de pelo, de luna tostado, mostrando un torso desnudo escamas por pecho, desbriznándose a modo de fina escarcha mezquinos pelos. Salvador de Aristofanes, más conocido por los niños en el pueblo de Tlacotalpan como Gavilán el del puerto.

-A mi me alumbró la mar- espetaba con una alegría boba y sin rodeos.
Prolijo de habla se inventaba palabras que solo él entendía dejando restos de espuma entre la sutura vencida de sus labios. El tiempo se le había comido los dientes mascando cada una de las voces que salían de su garganta. Perfilándose con flojedad su rostro al cielo se vanagloriaba de su propia ceguera perjurando no haber visto nunca las estrellas. De párpados caídos, trémulos al hablar, de improviso se le derrotaban lágrimas huérfanas.

-Saladas- farfullaba cuando las recogía con su lengua.
-A mi me alumbró la mar- repetía de nuevo en una mundanal salmodia, llevado por una inhalación tan profunda que el oxígeno atolondraba las sienes de su cerebro y al exhalar, su aliento había agarrado el vaho del salitre y las olas desgastadas del mar.

Se desvivía contando historias. Sus dedos cenceños garabateaban danzando en el vacío, recostada su cabeza ligeramente hacía el infinito, como leyendo en las nubes o si las rescatara husmeándolas del Sotavento, algunas eran de trazos increíbles, otras celosamente desesperanzadoras pero todas, imposibles sin duda alguna.

-Hoy os voy a narrar la historia de un marinero ciego enamorado de las alas de una gaviota…-.

Él siempre declaró que lo trajo el huracán Gilberto, que andaba pescando cuando los fuertes vientos despedazaron su barca y lo arrancaron del mar enviándolo río adentro dejándole por herencia una sanguínea nostalgia de filiación marina.

Un día sin sol, ni sombras, ni luna desapareció como se vino, nadie pareció echarlo de menos. El mismo Sotavento casi barrió su nombre y los febriles restos de su memoria. Pero de vez en cuando, después de la temporada de huracanes, de aquellos que fueron niños y aún de los que todavía se atreven a serlo, de repente se asoman cuando alumbra el atardecer perfilándose sus siluetas en el puerto, allí, en la orilla de la perla del Papaloapan, pensando que tal vez el mar lo devolverá río arriba de nuevo, con racimos de historias, todas imposibles eso es cierto.

*rio de las mariposas (Veracruz).

P.D: Dedicado al Gavilán de la calle Rumbau.

sábado, 21 de junio de 2008

Sólo cuenta la intensidad del instante

Porque mi futuro ya no es importante, pero aún así, viviendo del presente seguiré confirmándolo en cada escrito, en cada comportamiento que muchas veces no se han merecido los demás: la explicación siempre ajena era mi falta de entendimiento ante otra postura diferente, pero no hay normas preestablecidas como válidas o inválidas, la mayoría de las veces se trata simplemente que son las que nos convienen.

Pues en mi presente una y otra vez, la insistencia de la mano tendida, vieja como un libro de segunda mano pero reclamando leerlo de nuevo. Y en esa mano al aire instantánea, confiada, el área más hermosa y más difícil del comportamiento humano: sin saber exactamente dónde existe la fuerza extraña que vuelve cálido un texto, me lo va diciendo luego el tiempo –quizá por eso me pasó más deprisa, pero sí siempre pude averiguar donde reside la intención de crearlo: en el ámbito del sentimiento.

Ahí no he tenido ni he tendido trampa ni engaño, he mirado a lo lejos, hasta me he imaginado compañías que no fueron verdaderas, nunca les di la negativa –y bien cierto que hubieron ocasiones que debí anticiparme al hacerlo. Pude parecer pecar de incauto, de necio y yo lo único que estaba poniendo eran eyaculaciones de mi temperamento: tierno, alargado, extendiendo mi piel, nada temeroso, sólo ilusionado.

Jamás puse un velo o un anonimato, hasta en esos funcionamientos de identidad que suenan a invención mal inventada, cuando detrás en cualquier programa informático hay necesidad de poner una pregunta recordatorio, recurría a la extraña trampa de si era posible estampar mi retrato, palabras tan identificativas que como la lengua, fijaban, limpiaban y daban esplendor. Así he firmado la intensidad del instante porque me lo he creído siempre; si eran sueños los hacía míos con mi sueño de dentro, si deseos su forma y su comienzo, como quien intenta averiguar la piel de una mujer que se extiende y se contrae, invisible, para los hombres.

Cara limpia, tacto a poder ser inmediato, retos importantes para pasar una tarde en rincones de escritura verdaderos, lecturas como oliendo la felicidad del sexo y hasta una melancolía que se me nota pronto como aquella alegría que explicaba Víctor Hugo con maneras de tristeza para que me las quitara alguien. Y siempre lo he arreglado en el peor de los casos, eso, leyendo, conocer una dimensión de la vida tan intensa como enamorarse, lo que viene a ser la hermosa y vieja “Canción antigua” de Mogador” de Ruy Sánchez, ya trilogía:

“Muy adentro acogería
lo que no vi que venía
y que me puso a gemir:
hecha fantasma tu mano.
Date cuenta que no duermo:
dejaste tu huella dentro,
sembraste tu palma en mí.”

Con estos manuales me manejo y volvería a caminarlos de nuevo: la vida es un delirio, pero necesito esa huella, esa palma dentro, es un delirio y es reto tratar de comprenderla luego. Me bendice y me protege muchas veces, me ha abarcado totalmente dentro 50 años como 50 veces el manual inabarcable que me dio una mujer. Difícil conseguirlo, más aún mantenerlo. Para quién no lo tiene, los culpables siempre son los ajenos. Lo disfruto plenamente, pero tengo hueco para con cualquier gesto ajeno: hacer un ritual de acompañamiento sin mirar alrededor si viene alguien, si queda algún resto que debí ser yo quien lo barriera primero.

Todo ayuda a la imprevisión de vivir, es válido cimiento para continuar ese viejo camino que alguien con una autoridad imborrable, me escribía hace días: incluso que “mi cuerpo no contamine tu espíritu, joven, sano, reflexivo y amable.” Siempre diste más de lo que debías amiga, utilizaste la confianza y la generosidad sin temor alguno.

Como dicen los italianos, un “pensieri in luce”.

martes, 17 de junio de 2008

Ser entendido por mis insistencias


Insisto muy poco, soy capaz con facilidad de darle la razón al otro, me dejo convencer, es mi más rica debilidad por la cual cuando miro o cuando escribo dejo el camino abierto al que viene detrás. Por eso, porque insisto muy poco –o al menos no se dan cuenta los demás, quiero ser entendido con el hermoso disfraz de mis insistencias.

Traigo siempre en la mano el equipaje incierto de mis libros. Me detengo un rato, tengo frente a mí, el papel en blanco, la reciente conversación de una muestra de independencia, de autosuficiencia que ya quisiera yo tener. Y me detengo entre dos páginas abiertas –ahora nada menos que de un ensayo sobre arte e igual que su autor lo titula “Pintar sin tener ni idea”, entre cuatro líneas aprendidas, cerca la pátina de la pantalla, (reciente todavía en mi organismo la somnolencia de los mófidos del día anterior, que no entendía y me duraban más tiempo del debido) me voy a ir quedando para mejorar mi tarde, como para hacer lo que quisiera como lo que dijo Apollinaire de “La Musa inspirando al Poeta”, que se trataba de pintura sin ninguna literatura.

Me gustaría explicar cómo pongo el entendimiento en las insistencias, no tengo las soledades solas, sólo algunas a ratos, fuera de cualquier horario también, elegidas por mí y que voy a escribir en cuatro líneas en qué consisten:

Antes que nada, más allá de un posible prestigio de hombre serio, buscar el ángulo donde robe la sonrisa que no me queda, porque lo que diga no procede decirlo en ese momento, desgarro de quienes veo la juventud que ya no tengo, me quedo quieto, escucho, aprendo, es el paso más honesto que puedo dar en la vida.

Pero luego del momento en que me ofrecieron algo pongo detrás mi deseo de siempre ir y nunca de volver, beber los vinos más fuertes del placer y como ahora ando leyendo un libro de Ángel González sobre los que no tienen ni idea de pintura, como yo tampoco la tengo, lo veo todo primario y deseable, no tendría arreglo en ningún taller ni de pintura ni de escritura.

Vuelta a empezar con cualquiera, llevo la razón, por eso la entrego fácilmente, tengo así el camino abierto a las insistencias con un inhabitual ropaje de cariño. Si alguien me dice que no me queda cariño dónde estaba puesto, miente, lo llevo siempre encima, lo disimulo si hace falta porque sé entender a quién no quiera pagar precio alguno, gesto, ni movimiento.

Mi insistencia es llevarme con la ropa puesta maneras improvisadas pero que sé de sobra que van a producir tono y acercamiento. Tengo la insistencia también del tiempo porque me queda poco tiempo, me dejaré convencer fácilmente pero a la vuelta de la esquina ganaré mi opción, descansaré con ella, fabricaré modos nuevos de insistencia para después.

Esta tarde se me hacía larga, aún leyendo de arte sin saber nada de arte. Yo no soy capaz de romper esquemas, se me rompen deprisa si no tuviera la apoyatura de siempre, pocas ganas, pero seguir leyendo. Desgana de lo demás, de lo que a mí también me imponen los años, las rupturas que no entiendo, pero como el que resiste siempre vence y convence, eso es lo que hago, blandengue ante los razonamientos ajenos pero duro de repente como un Goya espeso y primitivo.

Seguiré consintiendo y acabando así las tardes, no sé, sin tiempo porque transcurre
.

MUEBLE-BAR CON TAPA ABATIBLE


Por Malmirao


La noche de Reyes, siendo aún muy niño –cuatro años a lo sumo que tendría, para mejor hacerme creer que los Magos de Oriente pasaron por casa a dejarnos juguetes, mis padres abatían la tapa del mueble-bar, antes de acostarse y dejaban tres copas con restos de Sherry.

A la pobre criatura no le llegaba la malicia a comprobar que, en el borde de las copas, no quedaba huella alguna de labios de rey negro; y se tragaba la píldora. Uno más de la serie de embustes que jalonaron mi vida de aquellos años. Cuando lo que había que hacer era justamente lo contrario, ir depejando, una a una, sus dudas con la verdad.

De modo y manera que, muy poco después, vergonzoso y de buena crianza como era, había de encerrarse en el cuarto de baño y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, encaramarse al borde de la pileta y desdoblarse en dos, verse desde allí desnudo en el espejo, a fin de compensar la falta de soporte que llegara de fuera, de alguien que le echara una mano. Y todo ello, acabados recién los tres años de guerra civil española, celebrando aún la entrada triunfal de las tropas nacionales sobre un campo sembrado de un millón de hermanos muertos.

Es por eso que resulta tan duro vivir; más que hagas y no podrás olvidar. Medio siglo después, la noche de Reyes se me puebla de fantasmas el entendimiento, la tapa abatida del mueble-bar, las copas con restos de Sherry, el niño en bolas en el espejo del baño.

Mazatlán


Colaboración de Rubén


Fue una extraña primavera, abrazado al frío de Enero, crepúsculo de luna llena y por voz, un silencio. Un silbo arcaico y ciego flotaba indolente arrastrándose en un reguero incierto al desamparo indiferente del trasiego humano bajo la luz taciturna, de un sol soñoliento. Reunidos todos los vientos en un manojo de sueños, una brisa ebria barrió los últimos vitrales levantando vahos cobrizos de polvo y hojas podridas desprendidas del cielo. Llovía en algunas esquinas de Querétaro, apenas unas esquirlas de gotas embarradas de ocre viento, una lluvia rala, de compromiso, que ni nubes habían, acaso dos estrellas en el horizonte saeteado de iglesias y de ellas, una, era Venus, el planeta.
Una procesión astillada de semicorcheas me trajo a su vera, sentado bajo la arcada pétrea de una madreselva cuyas flores eran blancas piedras, cuatro pesos era todo el rocío de monedas escampadas en tierra y en el regazo engatusado de su hombro, un violín de tres hebras por cuerdas deshaciéndose en regueros de aserrín, desmoronándose por la carcoma cada vez que raspaba corrigiendo el aura de las notas, dejando guijarros de escarcha, retales fugaces de su alma en las ascuas marchitas de una ausencia.
-Es tierra- me dijo. -Arena de la playa de Mazatlán…-.
Tras su dermis velluda de arrecife el salitre había cauterizado en su mirada una profundidad cósmica. De manos primorosamente erosionadas, sus dedos languidecían como algas desmochadas tocando siempre la misma tonada...
-Es el murmullo del mar de Sinaloa- aseguró. -El violín guarda los sonidos de una caracola. Me recuerda las olas- y sonreía o parecía que lo hiciera con un deje de tristeza infinita.
Antes de alejarme con mis prisas urbanitas le di una miseria de monedas, conchas creyó que eran. Se santiguó al escuchar el repiqueteo del nácar en la acera sin poder evitar el desprendimiento de una lágrima, marchitándose en la tierra.

viernes, 13 de junio de 2008

El erotismo de lo desconocido


Siempre pensé que detrás de un mundo desconocido para mi había un erotismo como un territorio por habitar y que yo mismo, con mis posibilidades, podría alcanzarlo y disfrutarlo, dejando siempre las cosas como estaban, mano alzada, rostro a la vista. Existe indudablemente ese erotismo elegante y propio para cubrir los dos infalibles momentos del cuerpo: uno la inercia y el otro ese camino de riesgo. Pero me lo tuve que inventar siempre con la palabra o el gesto, ni nadie me lo dio, ni me lo permitió, ni tampoco quise tenerlo cerca.

Pero anda perfectamente hermanada con los ojos en los ojos para no estar sólo de nuevo y aún así, se siente uno sólo. Aunque te digan mil veces no te vayas y no tengas además adónde, únicamente el gesto y sobarte el alma en otra alma, hacerte ilusiones de que la visita va a ser linda y fructífera. Nada más lejos, cuatro metáforas y demasiadas veces la facilidad de los propios ojos mojados. Una y otra vez porque me pasa algo así como el personaje, el verso hecho novela de cada página de Pablo Gutiérrez en “Rosas, restos de alas·. Me encanta porque es una chica con los besos mojados.

A mí no se me llegan a mojar los besos, prefiero en el fondo la prioridad de los ojos, el aplazamiento del placer porque no me va a llegar el placer nuevo, el que tengo es bastante, a base de una manera tan elegante, sin imitadores, convivencias de diario, soledades en compartimentos estancos con diferentes imágenes, una hermosa y digna soledad que no suele alcanzarse porque sí que es cierto que es una forma inquebrantable de soledad: una mano en la nuca, seguir durmiendo, oír, “no pasa nada” no deja de ser cada vez esa inevitable soledad del ser humano.

A lo único que puedo aspirar es a acumular en mis arterias la soledad de alguien junto a la propia. Siempre tuve esa vocación secreta sin que eso supusiera renunciar a buscar en las palabras sueltas, las metáforas prestadas, el erotismo insistente de lo desconocido. La soledad es una urgencia como la vejez un momento de la vida, porque sólo dura mientras andabas buscando –insolencia, la del viejo, la que no tiene arreglo.

Me he puesto a escribir de todo esto en un momento en que me falta un poco el equilibrio, no me queda para nada el secreto goce de la espera. Me lo tengo que imaginar, igual que el erotismo: “la noche del oráculo” de Paul Auster el que más sabe de amor: “en cuanto entremos por la puerta, arráncame la ropa, párteme por la mitad”. Habría que dejarse las ingles en el esfuerzo, hacerse la ilusión que estaba todo nuevo, que era por primera vez. Es una colisión hacia lo desconocido, los pechos bien difíciles, o sino -insistente, como Gutiérrez, “perder consonantes y sobar trozos de mujer con los ojos.”

Tampoco es preciso que me lo hagan los ojos sin querer, por inercia, por querer siempre tener a la mujer cerca. Me tengo que callar, me suelo callar y volver a dejar un libro donde estaba.

Jardín Corregidora


Colaboración de Ruben

Hace mucho tiempo que no le veo, pero cada día que paso por la estatua de la Corregidora allì en un jardìn de Querètaro me obligo a echarlo de menos. Cinco o seis años de niño como mucho, nunca podría imaginármelo de viejo, pero hace mucho tiempo que no le veo y no es el peso del tiempo, sino su vacío el que aún en tiempo de la canícula, hace que me consuma de frío. En el desamparo de su rostro tenía labrado el epitafio absurdo de su infortunio, bajo un silencio ajeno e infame nos devolvía al barlovento de sus ojos una mirada de un vacío infinito, mirada de ojos de mundo, el nuestro. Ni respondía a ningún nombre, pero se acercaba despacio si en cualquier ajena mano, encontraba restos de comida o miserables pesos de desconsuelo. Analfabeto para aquellos que piensan que con dominar el lenguaje leído y escrito ya esta todo sabido. Hay miradas que guardan silencios que hablan todos los idiomas del universo. Ser huérfano fue su primer oficio aprendido a los dos años y medio. Nunca conoció el nombre de sus padres y si los tuvo ni le alcanzó recuerdo. Tardó tiempo en descubrir que todo lo vivo tuvo su progenitor, y aún tardó mucho en creerlo y cuando por fin lo asimiló, ya era a tarde para buscarlos, si el destino le proveyó de olvido, el fuego de su espíritu le reveló su condición de humano buscando ese calor perdido, ese cálido aliento innato que todos buscan darlo o como la mayoría, recibirlo.

-¿Qué has comido hoy?-.
-Agua- me respondió.
Yo lo vi, mejor dicho tuve la grandísima suerte de verlo. Una noche sin cielo, crujiendo el velo de nubes bajo el espanto pedregoso de los relámpagos. Completamente empapado, por manto la lluvia cubriendo su cuerpo. Lo desperté preocupado, infeliz e incauto. Vivía de sus sueños, durmiendo sobre los lomos alados de una de las cuatro águilas que cubren los cuatro ángulos del monumento a la Corregidora, diría que tenía un dulce ensueño, o no debería estar vivo, tamaña serenidad yo nunca la he visto entre humanos. Quise engañarme porque dudar me supo a poco, no es de este mundo, pero cuando despertaron sus ojos, desparecieron todos mis miedos. No era de este mundo, afirmé y me volví loco.

De esto ya hace mucho tiempo que no lo veo, pero cada día que respiro el cielo no puedo evitar echarlo de menos, es como si lo llevara en el latir del corazón, en el tuétano de mis huesos, en las lágrimas sin llanto, en la brisa que levanta el silencio. Aún no puedo quebrar de mi pensamiento aquello que cuando me agarró confianza me contó a la sombra de un roto de cielo.

De su pasado no solía hablar y sin embargo su mirada estaba arrasada de una nostalgia ancestral.

-Las águilas me adoptaron- dijo con naturalidad.
Cada noche dormía en los lomos de una de ellas, cada una bautizada con un nombre que no me atrevo a revelar. Según él y a su modo de explicarse, aseguraba que todas tenían su propia personalidad, su genio y su genialidad. Decía que cuando dormía siempre soñaba volar. Él se encargaba por las mañanas de limpiar de suciedad las águilas del monumento, de preservar las hormigas que deambulaban por las escalinatas que suben al mismo, decía que todo el monumento era un grandísimo hormiguero de hormigas rojas, a veces las sentía moverse cuando subía descalzo por los escalones, pero nunca piso alguna y ellas siempre respetaron y compartieron el mismo hogar. Escondía en los orificios de los cañones que están en cada una de las águilas sus cosas personales, muda medio limpia, doblada y cuidadosamente guardada, bolas de trapo con lo que hacía malabares en algún perezoso semáforo del casco viejo de la ciudad y algunos pesos que ya no podía alcanzar. Lo vi sólo dos veces y envejecí toda una vida siendo incapaz de olvidarlo. Desde entonces ya llovió mucho. Una vez, en una de tantas noches de lluvia en soledad, me acerqué sin esperanzas al jardìn Corregidora, las calles relumbraban mojadas, no hube alcanzado la sombra que deja la estatua a la luz de la luna cuando escuché el férreo crujir de unos hierros retorciéndose en chirridos oxidados desprendiéndose del suelo y un desentumido aleteo, sereno, de brillo metálico y cuatro sombras, siluetas esbeltas, recortadas en el sahumerio de las nubes del cielo al contraluz de los luceros dando círculos perfectos y en el eco infinito unas llamadas como si buscaran algo, nunca estuve seguro de ello… Kia, Kia, Kia, Kia.

Si alguna vez fijan su atención en las águilas del monumento, digo, verán como son permisivas con todos los niños, dejando que las suban y acaricien con sus manos. Yo sé de plano que les recuerdan a su hijo al que una vez adoptaron, no como a un hijo ilegítimo, sino como si fuera suyo, el de todos, el nuestro.

domingo, 8 de junio de 2008

La ética del tacto


He necesitado siempre esa sociología que explicaba Josep Vicent Marqués, nunca un feminista militante pero que empezó por encuadernar en libro, aquello “Qué hace el poder en tu cama” para que fuera ganando la mujer reconocimiento en lugar de privilegio. Se nos ha muerto, nunca se atrevió a ejercer de señorito como explicaba Julio Máñez, fue a base de esfuerzo en aquellos tiempos que en cuanto luchabas contra rutinas preestablecidas desde tu sitio enseguida te tildaban, yo que sé, de lo que fuera.

Aquí me gustaría precisar a mí ahora –necrologías no hago aunque sean merecidas, cómo me he esforzado y me esfuerzo en algo tan sencillo como el tacto, la caricia, la incitación a la compañía simplemente. Yo la tengo, pero pienso seguirla pidiendo. Puede ser el origen las palabras que siembro, que necesito, y me vienen así en forma de palabras o como un hibisco, una planta, malvácea, ornamental. Porque ya sabéis, me fijo en cosas de fuera que hago luego mías. Las restriego en internet para saber si valen, las convierto en deseo, público, manifiesto, desvergonzado y sincero.

Me dejo conducir como por un toque de sensualidad que tengo dentro, no sé dónde se queda si en algún sitio como aquel frustrado amante que le han dicho alguna vez, hoy no duermas aquí, mi condición de amante es parecida al que cualquiera tiene: la soledad, más tierna cada vez, la impaciencia del tacto –ese tan hermoso que no suele ser sexo luego, sólo la insistencia dentro de ésa comarca, un oscuro vértigo que siempre tiene la piel, hasta con su sociología, Josep Vicent, tú la explicaste a las mujeres muchas veces, por eso tu escapada me lo ha recordado.

Quiero un tacto singular, inesperado, de cuerpos imperfectos, un pathos del amor parecido a la lectura –¡mira por donde!, a lo antiguo con una simpatía por lo separado, ya quedaron aparte ligaduras, conveniencias, fue la comunicación perfecta, ética, de dos seres que se miran un rato, se inventan ese tacto cada vez como esa parte salvaje y elegante que todos llevamos dentro.

El tacto puede ser una costumbre que tenemos hacia alguien, hasta las mismas personas o cosas que a veces interrumpe la vida y con ello a nosotros; luego todas las aventuras, hasta la de siempre. Prefiero la sensualidad de la duda, argumentos de distintos paisajes porque no hay paisaje, puede ser simplemente la piel mía y de ella, los poemas que recito de memoria porque no tengo versos dónde poner las palabras. No me hicieron poeta, sino respetuoso e insistente.

Ya lo he dicho bien claro, desde la sociología de la muerte de un sociólogo al que escuché y leí tantas veces, hasta esta manía que tengo de quedarme a medias.

Tocaré mientras pueda, mientras me dejen las palabras aunque sea mirando algo íntimo que aderece mi amor para dejarlo suave para el tacto, enriquecido, cálido, pieza a pieza de la manera más tierna posible: yo pondré la imaginación y mis manos si me dejan, precisamente para que no se me olvide el tacto.

Hace un par de noches, noté una mano en mi cuello, mientras yo mantenía unas bellas imágenes delante, en la pantalla de mi ordenador. Eso es tacto, me he ganado ese tacto muchas veces en los huecos más honestos que sólo lo requerían, me lo buscaban, me lo pedían. Yo lo devuelvo porque nunca anduve escaso, un solo y breve roce es encajar las anatomías a tope, bien me vale, donde empiezo me indican siempre que nunca estoy terminando.

Ni yo puse final, ni sabría hacerlo, es la importante sociología de las manos.

miércoles, 4 de junio de 2008

Defiendo mi soledad amando a mi manera


Luego de una mañana triste, tras la pérdida de un amigo, sin conocer allí más que a otros amigos, alguien le dijo a la mujer que había sufrido la más dura pérdida, “ése es Romero”, fue ella la que se volvió dijo sólo gracias y le respondí con la mejor expresión que tengo inventada: te quiero.

Apagué luego yo solo, las esencias tristes que me quedaban leyendo dos o tres “poemas impuros” de Nuria Amat que te obligan a pensar en el amor como un ejercicio antiguo, ya no lo pienso, lo practico a mi manera: basta que luego, al preguntar por un libro a mi librera, como quién busca aún un apoyo más viejo, fue suficiente que intercambiáramos las voces, ella me dijo antes, ¿estás bien?, la respuesta se quedó dentro: la tendré que amar más íntimamente como una sombra serena de mí entre los libros. No sé qué tiene al dármelos, con los ojos profundos y si puede entenderse una sonrisa tan posterior, tan para luego.

A mi manera, como la droga para los elegidos, eterna, igual que si fuera un cuento o una única noche de amor que ya no vendrá más. Como ya lo sé, al final sólo queda el amor y la muerte, el primero es una especie de insomnio, la segunda la seguridad sin ponerle plazo, desnuda y segura. Mi insistente manera hace que los ojos se enganchen, que las casualidades uno las comprenda después, luego de la fiebre amorosa de los cuerpos que ya los noto lejos.

Tengo el amor que no me alcanza y no deja de ser y que me sirve para acercarme a cualquier mujer. Hasta tengo el recurso de las letras o de escuchar palabras que no parecen de amor pero vencen la soledad, la sequedad. “¿Estás bien?", hoy me he inventado cómo comprarme un libro para que me ocurra lo me hace a veces ella, seguirla hasta su sitio, así tengo a la vez a la mujer y al libro.

La vida entera, la soledad que nos inventamos los hombres la vencería siempre el amor, una forma de expresión, de no estarse quietos, lo curaríamos todo porque podemos hacer que ése amor no tenga tiempo de desamor, amando a mi manera no hay retorno, se me queda un mujer dentro, una manera de decirlo, a veces basta un gesto, rozarle siempre la mano como si no hubiera más sitios. Me seguiré sintiendo vulnerable y previsible, cuando escribo, cuando leo, nunca fuerte pero defendiendo la soledad con uñas y dientes.

En cada arteria está la soledad de alguien y también yo tengo para con ella una vocación secreta y eso que nadie me ha enseñado el arte de la soledad, lo he tenido que ir aprendiendo como un estado de ánimo, una forma de girarse hasta que te llaman insistentemente, pero esa misma soledad te trae a veces una protección, una ternura desmedida que siempre la he encontrado amando a mi manera. En esa soledad no hay códigos para acercarse ni alejarse, está uno, se siente uno, sólo, por eso hace falta únicamente que alguien quiera saber si estás bien. Nada demasiado tangible, a lo mejor nada ni para contarlo luego, ya tuve bastante.

Hubiera respondido, en lugar de pedirle que me buscara un libro, explicándole en una tarde interminable, cómo soy capaz de amar a mi manera.

domingo, 1 de junio de 2008

Para todas mis carencias no tengo recursos


Ya no sé cómo decirlo, por eso quizá me quedo siempre a medias diciéndolo. Vengo ya demasiado tiempo escondiendo casi todo con la mezcla del lenguaje más bello que encuentro. Pero ahí queda el enunciado: carencias por cumplir que se quedaron a medias, que no tienen unas manos como las quiero de destino.

Hace días me hundía en un film de Ramón Costafreda, con la inmensa belleza de un paisaje nunca visto: Betanzos -tantas veces soñado, y según su autor, “potente y dulce como un perfume masculino.” Quizá trajo a mi recuerdo, que he dejado mi perfume muchas veces, una esencia de hombre viejo que no puede restarle a la mirada la tristeza de hace tiempo. ¿Será que tengo la mirada definitivamente triste? Empecé demasiado temprano a restar capacidades que no tengo y al menor descuido, uno ya es viejo.

Cuatro días que vivimos y los hacemos pronto malos. Yo me escondo, no termino de confesar los huecos que suponen las carencias y espero el devenir que me proporciona un libro porque cada vez que voy leyendo puedo engendrar conmigo algo que nunca fue leído.

Un recurso es – y en cierto modo lo sigue siendo, a la vez que tengo los libros, perderse en una especie de universo instantáneo que está por todas partes y que nunca lo tuve, ni lo quise, ni sé si me hubiera servido: escribirme tantas veces con quien no podía olerse ni rozarse, ni jamás –si se trataba por ejemplo de una mujer, tenerla un rato abrazada. O si lo hice fue prestado, ni era propio, ni yo quise que lo fuera. Todo obedecía a dos mandatos esenciales: salir fuera cuando no podía para averiguar la gente cómo era, y esos rasgos que formaban mi carácter, es decir mi destino.

Tampoco allí tuve mucho éxito, no podía evitar cual iba a ser siempre el final porque eso es imposible, hacer que nuestro carácter no se convierta en destino ya son cosas antiguas, hasta de Heráclito. Nuestro ser tendrá mil rincones pero en algunos se verá que es conflictivo y trágico –lo contemos o no, nos tiremos a la piscina sin agua o tengamos miedo y hagamos uso de la empatía que nos van a valer más que las pruebas, que las defensas.

Yo siempre he sentido miedo, me escondo entre las palabras, parece que voy a decirlo y no lo digo aunque es cierto que cuando he querido con ellas decir lo más profundo que sentía, lo he hecho, -vox populi, a tumba abierta, pero sin unos brazos luego para recogerme siempre.

Cuando estuve ya fuera, observaba y sigo observando a la gente que estoy convencido que tienen una belleza propia, no sólo en los rasgos, en la forma de estar, en cada vez que se les escapa una sonrisa. Sino en lo más profundo: en el hábito de algún proyecto de la inteligencia. Me ha parecido cada vez, tanto si era un hombre como una mujer, como único y privado, y así junto a alguien siempre he resistido, en algo he vencido, “potente y dulce como un perfume masculino” –yo mismo me lo he notado.

Ya tengo pliegues oscuros en la carne y por ahí deben de andar los demás huecos. Para arreglarlo he puesto juntos el dolor y la vanidad en cueros vivos como en un mercado a ver si me lo arreglaba el tiempo. He confiado en cosas bien sencillas que me inventaba de ese mundo de fuera que no podía ni tan siquiera tocar, pero qué bonito debe ser ese primer beso como un secreto compartido entre los labios. Luego venía hasta aquí y lo contaba.

Por eso la otra tarde me brillaban tanto los recuerdos y explicándolo echaba en falta una mano que sirva para acercarme de nuevo donde quedan caricias. “Eso es lo que hay”. Ya debo saberlo y aceptarlo porque el poder temporal se hace eterno y me siguen faltando los recursos como si fuera un niño de nuevo desnudo pero sin que me queden deseos porque se me acaban terminando, más difíciles que el propio deseo.

EL REFECTORIO DE LOS FRAILES BLANCOS


Por Limón Ceutí


Era el único niño que comía en el Refectorio. Al mediodía, se disparaban los timbres y la chiquillería huía dispersa como hormigas de un nido aventao. Yo, en cambio, atravesaba la puerta cancela de la clausura y me adentraba por entre los muros del Convento, El Claustro gótico de arrayán y boj, limoneros y naranjos bordes cuajados de naranjitas silvestres, de esas que no son de comer, algún que otro pájaro muerto flotando siempre en la alberca, el Refectorio, vacío y penumbroso. Me cruzaba, a veces, con algún fraile leyendo el breviario, medio oculto, apostado –diría yo ahora, al rebusco de sabe Dios qué cosa.

Treinta monjes con el hábito blanco de estameña burda de la orden de Santo Domingo y un niño trigueño, de corto, colorado el rostro como el besuguete, vergonzoso y de buena crianza, un dibujo, sentado en medio de la larga tabla, el único laico, infringiendo la prohibición de las Constituciones de la Orden. Y he tenido que llegar a viejo para comprender que, más que por los cuartos, se permitían la indulgencia como reparo al frío que entraba por las troneras y se te acomodaba en los huesos, para no sentarse solos a la mesa de aquel aquelarre fantasmal de hombres frustrados y sin hijos. Ya tenían a quien mondarle la naranja.

Durante la comida, el Hermano lego leía a los religiosos en voz alta un libro piadoso, a fin de evitar que se intercambiaran palabras de quemazón, de ahuyentar del subconsciente el obsceno pájaro de la noche; que del espinazo del hombre dicen los naturales engendrarse una culebra, que su saliva en ayunas mata al dragón. Y, una vez terminada la pitanza, se permitían al salir alguna licencia políticamente correcta con la criatura –a pagarlo poca ropa. Y subían a encerrarse en sus celdas, yo me lo guiso y yo me lo como caiga quien caiga, cada uno en su casa y el diablo en la de todos.

Un día servida ya la menestra, la campana de la torre tocó a rebato, se pusieron todos en pie, salieron al claustro: se había detectado un fuego, desde allí se veían las llamas salir del piso alto, de la pieza habilitada para desván donde almacenaban, tiempo ha, toneladas de desecho. El Hermano lego, un cabrero tosco del Tremedal de colmillo retorcido, me apretaba contra él para acallar mi pánico, o el suyo, o ve tú a saber si la mira puesta en dos cosas, que el lobo hace entre semana por donde no va a misa el domingo. Me queda sólo el olor a lejía de su faldón negro, a ropa sucia puesta a remojar. Yo no pasaría entonces de los seis años, ni al bajo vientre que le llegaba.

En un santiamén los bomberos se ventilaron aquello, asistidos por la lluvia con sol que se desató al tiempo. La comunidad se quedó en el claustro, a espaciarse y tomar fresco, volvieron las aguas a su cauce, respiramos de nuevo el salitre del mar, el soplo apacible de mitad de junio plagado de manilos de los plátanos de sombra, la luz rosada del atardecer. Era hora de volver a casa y aquietarse.