Vivimos un mundo guiado por el tacto, para dar órdenes
cotidianas en la vida cuando hasta ahora quizá le habíamos otorgado un estilo,
una dedicación para saber más y mejor de aquello a donde queríamos llegar.
Tacto era una forma de dejar huella, de recuerdo, una capacidad de seducción,
una demostración de la mejor ternura.
Ahora es el aviso para comunicarse, hasta un intento de
respuesta a donde queremos llegar. Tacto es situarnos, tomar sitio sin saber
quizá lo que vendrá después. Le hemos quitado a la palabra tacto, su más
hermoso significado, su aire de placer porque ahora es cotidiano su uso, su
necesidad. No necesita ni un umbral de calma, no proporciona previamente
disfrute alguno. Es posibilidad y necesidad.
Necesitábamos eliminar el tejido previo, ganábamos así un
precioso terreno que serviría de paso para otros logros muy hermosos, una
posterior fascinación, una rendición
para darnos derecho a la felicidad que venía luego. Era un pequeño coto, no un
mundo entero como lo es ahora donde tantas cosas a nuestro alrededor ofrecen la
posibilidad de ejercerlo.
Pero a pesar de su amplia aplicación, me lo quisiera
reservar para lo que siempre constituyó la belleza de su éxito: que siguiera
siendo el anticipo para que dos personas lo necesitaran luego, entre sí, como
la forma más hermosa de manifestación íntima. Reservármelo para los grandes
acontecimientos propios, a la vez que para los pequeños detalles seleccionados
voluntariamente.
Es un éxito el roce de una mano, ese intransferible tacto
puede permitir saber ya de las entrañas mismas de su propietaria porque si
ambas manos siguen juntas luego, año tras año, se trata, sin duda, de no
haberse equivocado, significa el triunfo de una vida, su prolongación,
su apoyo. Porque no podemos olvidar la razón del poeta José Manuel Díez, ..."el tacto se perturba en lo que toca."
Una mano en la mano, no suele ser sitio equivocado. Una
mano que cede a otra mano, a lo mejor es como abrir el pliegue de una falda, el
aviso de la capacidad para la caricia. O tener la fortuna de ser convexo para
una mano cóncava porque te sentías algo perdido, sin saber qué hacer con ella.
Una mano lenta y voluntaria, bien utilizada, representa quizá la mejor parte de
la anatomía humana.
Porque a lo táctil, a ese mundo tan amplio que nos
ofrecen ahora se llega con las manos, con los dedos de cada una de ellas, pero
insisto, renuncio a muchas aplicaciones para seguir reservando lo táctil a lo
que hasta ahora ha constituido atracción o hasta perversión, pero nunca
distracción, mera conversación gratuita.
Rechazo, por ejemplo, la constancia habitual en todos los
rincones de la tierra del empleo de los dedos de nuestras manos en ese empleo
de comunicación inmediata que la tecnología ha puesto –precisamente en nuestras
manos- a través de los teléfonos móviles digitales. Para acceder a ellos ya no
piden consignas abreviadas de caracteres, basta la huella de un dedo para
reconocernos.
Pues no quiero que sepan tan fácilmente de mí. Mejor que
me pregunten más para identificarme. Mis huellas me las seguiré reservando como huecos privados de mi piel,
han de ser reclamo y ofrecimiento de
caricias, andan por ellas casi hasta los mismos nervios de mi cuerpo.
Queda claro, pues, definitivamente claro, que el mundo
táctil propio, nada menos que el de mis manos han de seguir teniendo el sitio
reservado para la más digna utilización. Me valen los ejemplos que he puesto, y
no debo olvidarme tampoco de la belleza que tiene mi tacto cuando paso despacio
la última página del último libro que acabo de leer.
No haberlo tenido en cuenta aquí, hubiera sido desentonar
de mi hábito diario, de mi palabra más común.