martes, 30 de marzo de 2010

TENGO UNA CAPACIDAD DE SENTIMIENTO INTACTA Y GRANDE


Todavía, y por eso necesito un verso en cada soledad para explicarla. Hace días pedía una felicidad humilde y última porque la vida la voy sintiendo demasiado adulta. Aquí en la red, que es algo así como su nombre dice de la mano de María Moliner, una “malla de hilo, cuerda, alambre, de forma adecuada para contener o retener cosas, o para cualquier uso.”, la usé y me usaron en ella. Yo creo que la red de Internet es de un material especial, es casi un espionaje de sentimientos del que no te puedes librar, una industria monumental que se crea alrededor de las personas cautivándolas.



Preguntarme a mí mismo o a quienes me leen qué es a estas alturas, me deja sin respuesta. La gasté por muchos motivos entre letras: para pedir perdón hasta cuando no debía; estar con alguien mientras me querían o eso creía; que fuera placer o casi placer esa ternura difícil pero mutua. Llevo tiempo anunciando mi partida, desenredado de la red, con escasas letras ya cursadas fuera de estas páginas, voy a irme unos días junto al mar, allí donde es más fácil hacerse poeta, pero he pensado antes de hacerlo que es preciso confesar, que dentro o fuera de esta red me queda todavía una capacidad de sentimiento poderosa y virgen.


Viene el buen tiempo, se termina el invierno de nuestros descontentos, haré que me venga bien para sentirme mejor a pesar de que acumulé demasiados motivos para estar peor. Voy a contar de nuevo cómo es eso que yo supe hacer bien muchas veces: tener quien cruzaba mis palabras con las suyas como unas memorias intemporales sin destino, sin dueño, lo mejor que poseo, lo que he regalado demasiadas veces sin merecer su destinatario el destino que les di: mi coraje de vivir, mi rabia, mi ternura que siempre tiene un apellido. Es como una proximidad desnuda, descarada e imprevisible. Son más cosas: la lentitud del tacto que tuve escribiendo, mi avalancha en ocasiones por no saber esperar, mi atractivo como un coche viejo que provoca cada vez subirse en él.


Pues eso, habrá sido cosa del buen tiempo, de que ya estoy harto de quejarme cerca o lejos y que era incapaz de dormir por haberme olvidado de escribir un e-mail, o haber mirado a ver si llegaba un sms de quién ni tan siquiera llevaba encima el móvil. O haberme dado cuenta yo solo que este capazo de sentimiento vale casi tanto al darlo que al notarlo yo por dentro.


Me hace mucha falta hacer como he visto esta mañana en la calle, sin hacer caso alguno, a que se abriera o no el paso de peatones, una mujer y un hombre, macho y hembra para la realidad de cualquier tema abierto, besándose en la calle apasionadamente. Era más bien la boca de ella, quién buscaba la de él al separarse; era un beso prolongado con el secreto del éxito puesto. La gente que pasaba no sé si les censuraba o los envidiaba, yo era del último grupo, seguro. Ese beso tenía que tener causa o a lo mejor eran dos personas con capacidad de sentimiento, con historia que se le notaba en los cuerpos.


Pertenezco a esa asociación de besos y cuerpos, de falta de decoro si no encuentro las palabras decorosas. Voy a agrietarme de nuevo cuando escriba, a volver a ser joven, a que la memoria me deje de una vez ya libre para siempre. A enredarme en la red y la malla de hilo pero yo solo, la cuerda o el alambre: serán lo suficientemente fuertes para no desenredarme. O sin ella, tanto da.


Voy a ser placer otra vez, narrable, provocación, instante. ¿Para quién? Para mí mismo, para esa humille felicidad última que aún me queda por sentir dentro de mí, que me la merezco más que nadie. No debo nada a nadie, ni tengo peticiones pendientes, me lo debo a mí que he querido siempre entregando hasta lo puesto y lo que tenía por poner.


Noto recogido el tacto entre las manos y la ternura llegándome a la espalda. Me brillan los ojos viejos cuando miro a una mujer merecida y verdadera. Me queda entre los dedos la verdad del deseo cuando es deseo. Estoy seguro, encontraré ese imborrable y propio verso de la soledad que necesito con la desgana que siempre tienen los poetas, encontraré el amor, ese cuando no se dice nada.


Gozaré con mis propios recursos, con la riqueza de mi letra, la alegre protesta de la vida, las luces matinales, la cultura de oro de la tarde que dura, la urgencia que ya tengo de vivir, el lenguaje que aprendí desde niño para ayudarme a ser hombre con lo que he leído.


Tengo bastante. Escribo recién inaugurada la mañana porque nunca me he sentido triste una mañana, me da lo mismo que no me espere nadie al otro lado de mi propia escritura. Haré que no sean ciertas las palabras de Juan Cruz, ya que llevo leyéndole hace días, cuando afirma que “lo que la vida devuelve es el invencible fracaso del porvenir.”


Que la vida no me devuelva nada. Me anclaré en el poeta Caballero Bonald: "Prefiero equivocarme sin ayuda de nadie. Verme situado en el porvenir siempre ha sido una de las versiones de mí mismo que menos me han gustado." Pues el presente solo y propio con esa capacidad de sentimiento intacta todavía..

miércoles, 24 de marzo de 2010

"TANTOS AÑOS, TANTAS TARDES, TANTAS PALABRAS"


La expresión es de un magnífico periodista, Juan Cruz, de su libro de memorias “Egos revueltos”, escritas escuchando “el mar tronante de Tenerife.” El añadido propio: PARA NADA. Cubriendo donde las puse esos episodios de vida mal contados, pero sentidos con la intención de una recepción noble que eliminara imperfecciones propias, cualquier tipo de desaliento y me provocara el entusiasmo como un espectáculo de futuro todavía.



Pero no me ocurrió así. Hasta en mi última intervención pública, rodeado de excelentes escritores ya lo dije: primero mi titulación, lector, de esa vida que como dice Juan “se lee y se queda, es como una piel que se te adhiere”. Yo la traje aquí, la fui contando con las páginas de cada libro, desde el suelo si hizo falta como la imagen que encabeza este suelto, con manos hacia arriba que no tuvieron duración verdadera, fueron gestos al aire, una postdata al final del propio texto de las que me había olvidado.


Ya lo sé que estoy insistiendo: nunca fue como quise para poder decir luego “era”, aunque quizá la verdadera cuestión es si debía haber un era, si aporté lo suficiente, si no di la imagen de amordazado yo mismo antes de alzarme por no tener –más allá del oficio de la lectura-  otro signo de vida más hermoso, una continuidad de comportamientos, un trazo limpio y entendido para cubrir cualquier espacio incómodo, utilizando los órganos más útiles.


Hablamos otra ocasión de ellos –y me repito- quizá porque yo mismo noto mis carencias, los huecos que tengo, cómo los fui contando y sin ser escritor, me atreví a veces a escribirlos y la propia escritura “manda y hiere”. Me fue ordenando lo que os he ido contando desde “inventándome la vida” que puse como título a mi primer blog, hasta este presunto “mi privilegio” que ya por mucho que lo busque, nada responde a su nombre, sino rutina, insistencia, como una queja monótona derivada de años, tardes y palabras.


Con estos años, ¿qué he hecho? Ni siquiera la dignidad del envejecimiento, mi edad del tiempo, las manchas de mi cuerpo y hasta opiáceos que van destruyendo el cerebro. No son medicamentos, son acompañamientos para hacerte peor viejo, con ellos. Para poder vencer las madrugadas, llegar al fin a ese sitio de la mañana que siempre será mi único válido espacio donde sentirme hombre leyendo, poder así enterarme de cómo eran los demás, llego ya por senderos que me traen malos recuerdos al ser yo mismo ahora quien se encargue de repetirlos.


No poder dormir, no poder emplear el pedazo de descanso que me queda cada noche, recorrer yo solo los espacios de una casa vacía y fría, sin los 21 grados a que le obligo de día; terminar en la cocina que han dejado ya limpia y buscar cualquier intento de comida con el único objetivo de volver luego a la cama como si viniera del final del día. Y si continúa la manía de no poder dormirse, remediarlo ya mal. Me lo callo, no sea caso que me estropee la mañana que viene algún día. Se me ha escapado demasiado contarlo.


Para qué si los años que aquí he puesto hace más de veinte años ha sido como contar los sueños de estar donde no estábamos. Me gustaría el borrón casi completo, empezar a contar otra vez los años pero no por vivir más tiempo, sino por hacerlo mejor y por procurar que ahora, “tantos años, tantas tardes, tantas palabras” me hubieran servido aquí para algo.


Ya que le he robado a Juan Cruz el título para meter aquí estos pensamientos, de sus excelentes “Egos revueltos”, compartiré con él su entusiasmo por ciertos libros que también he leído con la pasión de leer apasionado: “Tres tristes tigres” de Cabrera Infante, dice en su primera página lo que afirma Lewis Carol: “me gustaría saber de qué color es la luz de una vela cuando está apagada.” Digo yo: ¿De qué color será la propia vela?

miércoles, 17 de marzo de 2010

NO TENGO ALIENTO


Al igual que la imagen, con su mismo texto. Para seguir insistiendo sobre lo que quiero. Hace ya 5 años, le puse una palabra delante a los libros a la hora de crear en la red una página web de literatura, donde iba a contar lo que estaba leyendo, sabiendo que un libro es tan propio que ni se lo puedes recomendar a nadie.

acércatealoslibros.com sólo pretendió insistir en que aquella tremenda parte de mi vida iba a seguir siéndolo, compartida con los que quisieran conmigo venir a leerse un libro. Para eso aún me queda aliento, hábito, y un enorme cariño.


Y quise luego en estas pegatinas del sentimiento, llegar hasta más terreno. Ya lo sé que nadie acepta a nadie como es, se puede competir o comprender, y con esa agarradera humana he desnudado muchas veces mis debilidades más ocultas para llegar así hasta la gente y tener un coito humano y glorioso a la vez. Como sacando de esta manera la vida secreta que todos llevamos dentro, la preciosa vergüenza de la intimidad. ¿Para qué?


Casi parecido a tomarse un café a media tarde con alguien e intentar decir cómo eres, y averiguar cómo es quién tienes cerca. Todos estamos pensando a la vez que en las relaciones humanas, no existe estar solo, cuando es verdad no está solo nadie.


Cuántas veces me he acercado para nada pensando que estaba casi todo, que yo era ese hombre con la página del libro siempre abierta para estimular el cariño, inventárselo cada vez si llegaba hasta que me dijeran basta o me quedara sin aliento, como en esta ocasión por ese hermoso poder y esa tremenda fuerza de la comunicación. Evitar así y evitármela, la tristeza de estar solo muchas veces hasta que llegara la verdad de mi mentira, lo que antes explicaba: la certeza que no está solo nadie.


Pero puede tener uno ya, el derecho por las veces que he hecho míos esfuerzos o necesidades ajenas –mal qué bien, pero hechas- a una vez más quedarme quieto, equivocado con los propios vicios que no vienen ni en los diccionarios eróticos quizá, pero sin agobios. Me gané, creo, mi sitio, mi lugar, mi identidad, con el documento acreditativo además en la mano. Y sobre todo, me gané, me parece, en ese espacio, también otro derecho: una empatía y un reconocimiento que normalmente no hace falta tanto pathos para obtenerlo.


Creo que aún puedo pedir más, voy a insistir en un derecho a amar con el más amplio reconocimiento; salir ganador –como si la hubiera habido- de la hazaña bélica que tienen los amantes antes de la cama y una cosa muy hermosa: ese recurso que deben tener las citas en el campo de batalla, caídos ya los estímulos de la empatía y el vestido. Dije ya hace mucho tiempo en aquellos foros de debate tierno, necesito un cariño que hasta yo mismo le pueda bajar los tirantes.


Todo viene quizá desde que llegaron las pantallas enormes de Internet, nos fueron viendo todos, los que nos podían ver y los que no debían, y llamarnos luego o pensaron en la intención de hacerlo. No supe desfigurar el rostro, ni mucho menos los valores para una continuidad.


A mí me faltó, encontrarme del todo bien en un sitio. Había un sendero de búsqueda, de proceso. No se trata de sentirse entonces mejor persona, sigues fallando en los mismos esquemas cuando surgen, sino al menos simplemente mejor, no sentirme de pronto agobiado y que tenga que decir como en la imagen, me falta el aliento.


Porque soy persona de mucho aliento y de reconocer insistentemente el valor de quien tengo al lado. Insisto en las admiraciones que estoy admirando siempre. A lo mejor empiezo como todos con lo fácil, la belleza, ese injusto atributo de la naturaleza humana, pero siempre sigo más hondo porque me sorprende y rechazo las distancias.


Es sugestión cada vez más para mí esa comunicación del ser humano en la que hay tantos vacíos, pero lo que ocurre, o lo que más me destruye, es que luego detrás del misterio existe el deterioro por hacerlo. Chejov ya avisaba que cualquier relación de pareja es un misterio.


Cuando escribo y lo que he escrito aquí, también ya hace años, no hay un cálculo: das, recibo, con tarjeta de crédito admitida. Porque mi crédito siempre ha sido amplio, gasto bastante, luego pediré un precio alto, pero no quiero llegar, cobre el importe que cobre, a esa sensación de no tener ya aliento de eliminar yo mismo un día las palabras que siempre las acababa de leer y poder así llegar a un silencio reposado y viejo donde no quepa nada más que la soledad, sin espacio para que no sea cierta.

sábado, 13 de marzo de 2010

AL FINAL SOLO QUEDA ESO


Los versos de Uribe: “”no quiero promesas, no quiero disculpas/tan sólo un gesto de amor”. Hay explanada suficiente en la vida para darte cuenta quien aporta ese gesto, esa manera de ser, no hace falta ni tan solo decirlo. Parece sencillo, pero escasea.



Ando ya de finales, que viene a ser lo mismo que plantearse las cosas que uno no hizo bien desde el principio, no dar ni una frase gratis, otra vez Uribe, “mientras tanto cógeme la mano.” Lo he pensado, nadie hemos sido perfectos ni en la cama, ni en el sueño, ni desde un lado al otro hemos demandado y otorgado demasiada convivencia, tan sólo saberse las cosas y estar dispuesto a aceptarlas.


Pues escribiendo por estos andurriales hice lo mismo y pretendí que hicieran igual conmigo. Aquí entre las palabras pueden estar dos seres juntos y qué daño se pueden hacer dos personas y qué placer se pueden dar. Depende del tiento, como dije de las maneras, de esa espera dándose la mano del poeta vasco.


Yo que vine por aquí para estar menos tiempo solo me voy sintiendo más solo. Ya sé que la soledad es una buena condición para enamorarse o para perderse. Estuve mucho tiempo apuntado a lo primero, a ese lance hermoso como insistentemente dije un día: necesito la desnudez de una mujer que se quiebre, basta, muchas veces, una palabra para abandonar una vida y penetrar en otra. A veces la calidad del mundo depende de un simple monosílabo: económico, de absoluta discreción. No lo he tenido, ni un abrazo, sin dominio, libre, promiscuo, inmoral a los ojos ajenos, el de la mujer que sólo sabe murmurar te amo en el momento en que se siente hembra abierta. Pues el hombre, abriéndola.


Expliqué en post pegados varias veces la medida, que es difícil en casi todas las ocasiones pero que la tenemos todos por igual: veinticuatro horas, para querer a alguien, para soportar el dolor, para entenderlo todo el tiempo, pase cualquier cosa a la que le dimos toda la importancia si cabía la posibilidad de pensar que no iban a entenderla, se iban a quedar sólo precisamente con la importancia..


Y como todo eso me ha ido fallando, y me puede seguir fallando a la vez que he fallado yo, pues hay que recurrir al cuarto propio donde gritar a solas en silencio sobre todas las cosas; donde te das cuenta que la vida ha sido sólo eso. Se me ocurre un símil –ya sabéis la manía de las metáforas que tengo- : la desolación de desnudarse en la oscuridad junto a una mujer que no se va a despertar únicamente pensando en ti.


Pero a mí me queda todavía, la honestidad de los adultos que quieren algo de los demás y estuvieron dando mucho rato; sostengo la percepción del amor como un secreto propio que tengo; una fortaleza vulnerable y previsible pero fuerte. Abandono si me viene alguna desgana triste, permanezco con mi historia, eso que siempre no se cuenta. Todo esto me pasa, lo siento porque ya es media tarde, con su extraño y particular silencio de cuando estoy solo en casa, me sustento de algún buen recuerdo leyendo el castellano de Castilla de Miguel Delibes, recién muerto. Le pudo a la salud escribiendo, ni eso fue una derrota, a lo mejor su mejor victoria.


Para mí un gesto de amor es entender todo esto: que la vida no me ha dejado más que eso: sin promesas, sin necesidad de disculpas, cogiéndome la mano, mientras tanto, yo la miro dormir porque siempre tengo tiempo para dormir yo después.


Para que me pertenezca eso, tres recuerdos que tengo como un ofrecimiento: un sentimiento tan conmovedoramente arrugado como un pezón todavía arrugado; tocar como se debe tocar (lo que dije el otro día del tacto) y sentir que es cierto, y que siempre hay un aquí estoy yo, aquí estás tú, el que sea, el más propio. Igual que si la vida no le soltara a uno nunca. A mí ya no me suelta aunque al final sólo me quede esto: iba a empezar a escribirlo pero esta tarde es demasiado tarde, perezosa como una novela que no se acaba nunca.


No he conseguido explicarlo, luego nadie podrá juzgarlo. Va de poetas, fijaro que para terminar mi explicación cualquier otro día empleara los versos de Erika Martínez, de su “Color carne”: "Me gusta que me mientas/no permitas que se te note.”

martes, 9 de marzo de 2010

MI SECRETO ES EL TACTO


Lo explicaré, y de ahí me vendrán las palabras, algunas que pueden cubrir todo un idioma. Por eso Kirmen Uribe en su novela “Paris-New York-Paris” cuando habla del viejo proyecto de estudiar euskera, dice que sólo recuerda una palabra: “goxua”, dulzura.



Cuando la pierdo, o no la tengo a mano, o no me viene de algún sitio, no soy yo, ni parezco serlo. Me puede cercar un contexto extraño que no lo entenderé jamás, con el que me daré después golpes en el muro siempre a mano para cualquier desesperación que tenemos todos los hombres. Sentí desde niño como la creación propia de un mito: la historia inagotable de la mujer, y pagar el precio que haga falta por su profecía para unirse a ella. Por eso los hombres acabamos siendo siempre de nuestras mujeres, de cualquiera que sintamos cerca, de sus caderas donde jamás se pone el sol (qué inverosímil pero qué cierto), de lo artísticas que pueden ser sus miradas, siempre tienen una belleza aunque sea a trechos.


Por eso no quiero perder jamás la “goxua” de los vascos para ellas. Vengo a pedir perdón a la hoja de papel sin destinatario o con él, da lo mismo, por cada instante inexplicable y quieto, en que la perdí, se me hizo pedazos, se produjo la distancia, la propia negación de mí mismo, la pérdida de las palabras que podían ser perlas en mi boca.


Quiero recuperar de nuevo el tacto para sentirme bien, quieto, callarme un rato, saber que haya quién me pueda haber leído hace años y no defraudarle jamás. Creo que tengo todavía señales de ese tacto, prolongado y joven, sé dar la mano, nada menos que la mano con la inmediatez y la esperanza con que escribo un post suelto, lo pego en el pasillo junto a más de seis mil libros para que se haga viejo como yo pero que acabe siendo un astro.


Sabéis de sobra cómo me levanto, (lo he explicado al menos cien veces) y cuando me acuesto -¡qué terrible secreto!- ya leo poco rato y eso que estiro el sueño antes que el libro me deje a mí en lugar de ser yo quién lo apoye en la mesilla, apague la luz de un día menos de los que tenía y haga esfuerzos por recordar dónde dejé ese tacto, en lugar de un roce inclinado que es capaz de cambiar a la persona con crueldad, con desmemoria, dejarla sin tacto.


Tengo pues un proyecto de vida que no se lo he contado a nadie: lo que vengo haciendo. Por la mañana volverme a enamorar bien pronto de toda la mañana, estar fuera un buen rato, irme hasta donde vendan la prensa más lejos de mi casa; pasar por mi librería y enseñarle a Bea la copia de la sobrecubierta de la próxima novela de Mercedes Castro, “Mantis”, que me ha hecho llegar ella hasta mis manos en un correo electrónico, como cuando nos escribíamos por aquella su primera obra, “Y punto”, que tanto me gustó. (Tengo 32 citas señaladas, ¡qué mal he dejado el libro, o qué rico!). Luego me he ido más contento, he tomado una cerveza fría porque hacía frío, en la calle, al sol y la chica insistentemente rubia que me la trae, siempre me dice “amor mío, verás cómo está muy buena”.


Ya por la tarde, era tan urgente recuperar el tacto que luego de leer un rato “La humillación” de Roth, con “vídeo train” he juntado tres imágenes –una casa, un grafiti y un cielo nublado- y Photoshop y yo nos entendemos tanto que ha quedado divino poner el grafiti en la pared de la casa y cambiarle el cielo tan claro y tan falso por el que yo llevaba bien nublado.


Ya no tengo más cosas, más día que contaros, sino reclamar el tacto que se me escapa a veces para que venga y se me quede dentro de las entrañas para siempre el idioma de la dulzura, el derecho a la soledad, la renuncia a la indignidad de esa falta de tacto a veces. Así toda la tarde, así toda la vida.

lunes, 1 de marzo de 2010

SOY UN HOMBRE CÁLIDO QUE BUSCA REFUGIO


Lo dije el otro día en una respuesta a un comentario, enviando a alguien besos. Podría aplicarlo ahora porque tengo todavía una comarca vacía donde buscar ese refugio. Han pasado los años y ya no me quedan respuestas contundentes y totales, tan sólo saber que hubo un momento en que debí conservar la más pura esencia de la dignidad que tiene detrás el propio lenguaje y no lo hice, quizá porque me quedé demasiado rato. Pero hay que seguir desde cualquier parte.



He buscado refugio a veces en las propias palabras y cuando yo he escrito de amor, de pasión, en estas páginas nunca fueron palabras con destino concreto, era cómo definir los sentimientos, cómo ponerles un lenguaje propio con una intencionalidad sana y hambrienta. Era oír a Bach o a Wagner y saber que eso era la música; o como hace un rato en la voz de Serrat la poesía imprescindible de Miguel Hernández que le dice a su esposa: “eres la medianoche de la sombra culminante/donde culmina el sueño, donde el amor culmina.”


Porque debe haber una especie de sitio, de culminación, igual que la mañana con el café y los libros donde uno sea el mediodía para la gente de bien, para quien de verdad quiera saber cómo me siento. Y el porqué de esta propia estancia, aquí, entre los silencios del ordenador abierto, mi caminar incierto, inseguro, doloroso pero con una gravedad en los gestos obscenos, nobles y generosos que debieron servirme y tampoco me sirvieron.


Estaré equivocado, habré preguntado las cosas a destiempo pero traje seguro como entre dientes de las propias palabras una imborrable educación, en mi caso, heredada y conquistada. Me ha pasado como a ese personaje, “Pumuky”, que Lucía Etxebarría ha construido en la red de Facebook durante años y del cual ha derivado su última novela “Lo verdadero es un momento de lo falso”, que explica claramente como “uno no se hace adicto a una sustancia o a una persona: se hace adicto a una conducta.”


Yo llevaba, como todos, la conducta puesta y me fueron apareciendo las adicciones: una tan hermosa como es la del amor esa “negra tormenta que se desencadena en estación equivocada.” (Etxebarría) Otra fue quizá la de contar las cosas con esa obligación que me he creado de necesitar las palabras pero con una gramática del miedo, de no poder escribir nunca todos los versos que tengo dentro; las palabras con el lenguaje del cuerpo que debe haber detrás. Y cuando me callaba, ¿sabéis qué me pasaba?: que estaba buscando más palabras.


Todo para qué: para tener ese refugio y esconderme allí dentro, saber de algún cariño honesto y tierno done hacerme viejo, de un espacio clandestino pero honesto que tiene la propia cama. Todo para poder luchar como hice al principio desde cuando tenía tan solo cincuenta años con esa especie de sufrimiento que se nos viene a la cabeza, que no está ni en los huesos ni en las cosas que nos van apareciendo. Es verdad, la mente no te engaña: estás mal cuando te empeñas en estar mal.


Y no encuentro ese refugio para este animal cálido con formas quebradizas de niño, porque eso soy, me lo dijo un médico famoso que fue humano y grandioso hasta el último instante de su vida; se lo dijo mi hermano Antonio a la mujer con la que me voy a terminar mis días: cuídalo, que es un chico muy bueno y muy frágil.


Da lo mismo, sin refugio, seguiré ofreciendo cada vez que escriba frente al néctar de una flor nocturna la claridad que tiene el día; me empeñaré en decirle bien pronto a la gente: “que tengas un buen día”, para quedarme aunque sea con poco porcentaje de oído pero mucho para escucharlo, esperando eso, que me digan lo mismo.


Pues aquí estoy, sin refugio, da lo mismo, pero recuerdo haber estado antes, a lo mejor sólo quiero sentir una mirada encima de la mía.