jueves, 24 de diciembre de 2009

Como un cuerpo desnudo sin sorpresas




Ya soy. Y poco queda esperar de él. Aquí he desarrollado la capacidad de decir la verdad de lo que siento, de no dejar de contar y contar, como si cara a cara me lo exigieran, me dijeran, no olvides de hacerlo. Ya he dicho alguna vez que tengo la sabiduría de haber perdido tres o cuatro momentos que valieron la pena; si me quedé quieto antes de tiempo, no podía ya competir por kilómetros nuevos como siempre hice, de ahí me vino esta cadencia hacia una desnudez sin recursos casi, aquí


Ni más hermoso ni menos, planté mi pequeña envergadura en el uso de la palabra para beneficio ajeno. La supe y la sabré seguir diciendo a tiempo, pero es escaso el canon de mantenimiento ya que tengo, muy agotada la más difícil de las licencias románticas: satisfacción ajena antes que la propia, o al menos inferior porque anda ya viciada y deteriorada. Lo que ocurre con este comportamiento es que empiezas por quedarte atrás, no ser tan sugestivo, pero a cambio uno sabe hacer aquello en lo nunca pensó: poder poner punto final y quedarse quizá con resacas de mala recuperación, con memorias de peor caligrafía porque la memoria es poco inocente y a veces retiene lo más doloroso del pasado o al menos lo menos brillante.


Es indudable que el roce, la convivencia en este aparcamiento de palabras, te desnuda, te saca hasta las vergüenzas al descubierto, enseña tu carácter y te lo compran como una mercancía. Pero al pensar en todo esto, uno decide honestamente que antes de cerrar un día la rendija de sus pensamientos tiene cierto derecho a pedir lo mejor. A eso vine, o me voy como vine, de aquí o de cualquier sitio, desnudo, pero sin complejos. Llegué a este taller propio de privilegios para poder tener alguno de ellos, sólo se pueden pedir en convivencia, o sólo se puede sentir su ausencia del mismo modo que nunca se sabe lo que es una mujer hasta que vives con ella.


No quiero cinco centímetros por encima del dobladillo, quiero la enagua entera, quiero tener simplemente, nada menos, que el amor de quienes amo. En estas fechas que se exhiben anhelos de todo un año, yo los necesito para lo que reste de una vida; quiero hasta el escándalo si es necesario porque nunca fui un hombre a medias: o me comí la tierra o me subí hasta el cielo. Perdí hace tiempo la capacidad de ser prudente por lo que no me queda nada más que la imprudencia. No conduzco bebido, bebo luego, voy despacio pero quiero siempre sentir el tacto ajeno, recogido entre las manos como una ternura sobrada desde el último abrazo.


Así deseo empezar el año, así voy a hacer durar el año. Ya lo he explicado, con mi cuerpo desnudo sin sorpresas. Pero evitaré  que no me llegue nunca el momento en que no sienta nada, prefiero la excitación -¡qué lujo de antesala prolongarla con obscenidades obscenas-. Todavía soy un hombre que goza de esa especie de protesta de la vida por unos pechos bien llevados; siento la urgencia de las cosas urgentes para acudir enseguida porque hay un símil muy cierto que me explicó una tarde mi maestro Umbral: “el amor es siempre urgente. Cuando el amor se demora ya es otra cosa.”


Ese necesito que siga siendo mi idioma o no puedo seguir utilizando el lenguaje, eso, que es mi ropa de andar más cómodo, mi manera de llegar hasta donde quiera. Me es imprescindible una continuidad con el mismo tono, el mismo entusiasmo, la misma certeza entre los demás que tuve la primera vez que expliqué que con el amor no te impacientas, no dejas a merced el cuerpo desnudo sin sorpresas, cumples antes.


Te queda así la ilusión, como una belleza en mi caso acentuada, cansada, pero bien expresada.

martes, 15 de diciembre de 2009

Aporto mi bienestar animal


A raíz de mi último post sobre el entusiasmo me regalaron con inusual generosidad, un calificativo: me dijeron que poseo: “la tenacidad de un jardinero”, pero tendría que responder enseguida, precisamente por mi carencia de perfeccionismo alguno , así me defiendo, detrás no hay nada más, tan solo considerar que tengo un mundo entero después, luego del comienzo de cada día .Quizá, nada menos.



Mi posible tenacidad, mi esfuerzo diario es un tono en la vida: entre dos cuerpos, acostumbrarse uno al otro, la proximidad a no perder lo que tengo próximo, no aspirar a un deseo voraz ya, basta un bienestar animal. Ahí quiero ir a parar. Estoy bien, respondo a una hermosa aunque poco frecuente pregunta para el doliente crónico, nunca hay que entrar en detalles, es suficiente acercar la mano, insistir en un roce porque siempre lo he hecho ante una mirada dulce o un simple buen tratamiento.


Aquello que también puede definirme y hacer que me aferre como cultivador de mi simple esfuerzo, es la necesidad que tengo de buscármelo por mi cuenta, tener siempre dispuesto ese tacto amable de que hablaba antes. Vendo mi producto desde un puesto de vendedor ambulante, no arruino a nadie, hasta al más carente le busco su mejor abundancia, la comparto, la convierto en lenguaje, hago de esa persona, que conmigo se sienta más persona, le doy parte de mí si es necesario, sin derecho a retorno, presto sin avales para que de inmediato no sea sino una donación.


Busco siempre, no ser intercambiable. ¡Vaya presunción y vaya duración! Terminar un instante si es con alguien, como un éxtasis. No es fácil, por la simple razón de que existen muchas experiencias en la vida decepcionantes, apáticas o nulas. Pues tengo que ofrecer la insistencia, la instrucción que deben de tener siempre los amantes. Ese es “mi taller de privilegio”.


Me voy a tener que explicar un poco: he nombrado los amantes porque mi blog es una metáfora continuada de las formas de amar, hable de lo que hable. Me queda la adolescencia de los sueños, viejo; el empeño de buscar un erotismo propio por alguna razón: me aburre no tenerlo, y eso viene a ser siempre un éxito. A lo mejor de alguien, basta con que conquiste su color; transmito la certeza que dentro de mí todavía queda mucho por contar sin decoro; por fin la memoria me ha dejado libre y solo me acuerdo de lo muy reciente e inmediato: que la habitación está libre cual una vida abierta y yo dispongo todavía de la destreza de cómo dejar las manos. O bastaría llamarle delicadeza. Es válido el decreto de copular con la vida porque abre siempre un camino y le quita asperezas a todo el mundo.


Me explico: así -casi siempre, esa es la verdad- aquí quise responder al elogio de mi tenacidad, mejor al calificativo, porque elegí en la vida pasos fuertes frente a todo lo que nos va a volver vulnerables. Crecer es una lucha y no cabe otra alternativa que dejarse la piel para que no quepa la derrota. Lo más que admito son las esperas, con el poder de los libros luego para saber contar después de dónde saqué energía y poder darme a pedazos. Porque me importa lo ajeno, no tengo más secreto: el espacio que crean mis libros es vuestro, vivir es estar cerca, no escribo una sola palabra que no sienta como propia.


Es la mejor manera de estar con los demás, es dejarse la vejez fuera; es saber que la noche aporta nobleza entre los pechos de una mujer; que mi alijo ya es pequeño: mis amigos, el mejor pintalabios que le robo al día, no perder un instante, si es posible, en un mundo de dualidades muchas veces

jueves, 10 de diciembre de 2009

La nobleza del entusiasmo


He echado en falta muchas veces el verdadero entusiasmo, el gusto, el vicio por lo que haces o por lo que quieres hacer. Pero es que para eso hace falta una enorme nobleza, no pasar por la vida de paso, ni con glorias ni con lo que pueden ser errores, da lo mismo. Quiero entusiasmarme de verdad o dejarlo estar, ahondar en la vergüenza y el error, que me produzca esa especie de entelequia que es el arrepentimiento, pero lo suficientemente poderoso para no dejarme vivir ni dormir.


Hace días contaba mi entusiasmo por una extensa novela de Muñoz Molina, que como a él mismo le digo he leído lenta y profundamente, de seguido, ojala hubiera podido ser de un tirón. Libro que viene a continuación: “El mundo después del cumpleaños” de Lionel Shriver, una periodista y escritora norteamericana, de besos increíblemente brillantes, interminables, diferentes. Por eso siempre cuando escribo jamás me quedo tibio, o tengo vergüenza luego o me viene lucidez.


No vayamos por la vida, nada más que por la vida, aunque sea en un tranvía lento y viejo y las arrugas y los pasos me delaten, voy a dar el engaño, voy a enamorar hasta enamorarme; y a la inversa me creeré el engaño ajeno, decidido pero con el paso más inocente con que pueda andar por la vida. Buscaré como tantas veces la obscenidad con el recurso mínimo del escándalo que aportan las palabras, pero pasivo a ver qué pasa, no lo estuve, no lo estaré.


Ya sé que el entusiasmo trae muchas veces decepción y tristeza pero la transformaré a base de caricias. Nos hemos preguntado cada momento ¿por qué es todo tan difícil? Porque debe de serlo, porque arranca así lo mejor propio: historias de amor que incluyen necesariamente amor, siempre hay una vida ajena que produce el delirio blanco de los celos, aunque suframos con ellos, dejémoslos como un símbolo, un desierto de emociones, una incapacidad de tener miedo.


Entusiasmo es la extraña sospecha de la emoción, de lo imprevisto; entusiasmo es no poder llorar más y llorar luego, una llamada pidiendo o dando protección, una búsqueda de todos los frentes habituales y de todas las web por descubrir. Hoy me lo ha producido, en una pequeña llave de memoria de 4 Gb donde conservaba escritos de hace años, una extrañeza de cómo fui capaz de explicarle a una mujer el hermoso animal que suponía y la cima obscena de salud y belleza, del suspiro de su blusa de encaje desabrochada hasta lo impensable.


Fui capaz de sentir un rato para entusiasmarme a solas a falta de motivos de entusiasmo, desgastado, casi hasta la perfección. Me noté inspirado para poder escribir algún día sobre el amor exacto e infinito de los tristes, de las cosas pequeñas que nos esperan cada día, de las sílabas que hacen palabra y verbo, de los propios rincones del entusiasmo.


Me casaría eternamente con él, lo amaría para siempre, no lo dejaría al borde de la vida jamás, estoy seguro que me enseñaría la nobleza que entraña la postura idónea de un abrazo.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Quiero volver a la novedad del silencio



Porque la falta del mismo ya me agobia. Como si se me hubiera escapado de pronto y no lo recupero ya que las pérdidas son inevitables y permanentes. ¿Cómo es posible percibir un sonido que no existe? Os aseguro que sí, escucho como un chorro de agua que viene alimentar mi existencia. Debí dejarme la Trompa de Eustaquio abierta, tengo ya a estas alturas una capacidad de recepción demasiado abundante y por esas rendijas he perdido lo mejor: mi silencio, el íntimo silencio alimentando la tremenda soledad de la lectura o de la propia escritura.



Pues lo quiero recuperar de nuevo, nuevo. Como si fuera una utilidad y me permita de nuevo sentirme así amante, esa extraña cadencia que a veces tiene el cuerpo, crear un ritmo propio hasta precipitar los sentidos. He de reconocerlo: guardo silencio al quitar una blusa empleando a la vez esa habilidad de tacto viejo; guardo silencio, muy temprano cuando ando descalzo por el parquet de muchos metros como pisando un caldo lento con el pijama que llevo puesto que me hace sentir como si, guardando silencio, asegurara la propiedad de una casa de hace más de treinta años. Además guardo silencio como hacen los poeta, con la armonía final que tienen sus versos.


Recuperarlo nuevo, o si no puede ser como estaba de viejo pero propio, explicando el origen, la distancia enorme de lo que me ha ido pasando, mi sutileza, mi éxito a veces. En cuantas ocasiones callarme era difícil, como regalar mi historia, mi manera de pensar, mi forma de contar. ¡Ya lo sé! Le estaba dando vueltas a lo que era el silencio, y es un pliegue particular cuando estás leyendo, es mi habitación más madura donde aunque os parezca mentira aún me quedan cosas que hacer y lo que es más complicado decidir la mejor manera de hacerlo.


De los viejos temores que aún persiisten -que puede que no sepan casi nadie- lo solitario no es narrable, puede como mucho ser una relación entre dos, un orgasmo impreciso y mutable, pero esas angustias enormes con ruidos que no vienen de fuera, que son propios (no me engañará nadie, son lagunas cerebrales, son espacios viejos), con ellos dentro manejo cada vez peor la mecánica propia.


Hasta en cada ocasión, con los acufenos estampados en el fondo del oído, sería un mal amante, eso que se es o no se es, lo que cuentan en los cuentos de las estanterías de adultos. Ni esos bellos instantes me volverían a proporcionar la novedad del silencio, la he perdido, no la encuentro, no me deja ni un instante de reposo, duermo, sueño y siguen existiendo los sonidos. Ni tienen la categoría de dolor, ese rango mínimo que a estas alturas yo le pido a la vida porque detrás siempre está la vida. Aquí hay una escasez absoluta y una duración permanente.


Venir a hablarme al menos, con palabras vuestras tendré el valor de palabras ajenas, aunque vengan de lejos llegan siempre, y me hago luego dueño de ellas. De esta manera, ahora, es como si estuviera a la intemperie, en un umbral interno reticente, insistente. Tengo deseo de sonidos vuestros, no me saciaré jamás y seguro que servirán para defenderme con una forma cómoda y ancha y paradójicamente, con voces, silenciosa.


Ya sabéis tengo un rincón, ya sin demasiado prestigio, pero cómodo, solitario y ahora con la más absoluta falta de silencio. Me acompañan siempre los acufenos, no me dejan desnudarme del todo, de todo. Me impiden hasta percibir ese hermoso susurro de la tela sobre la piel todavía con los pies en el suelo, a falta incluso de que intervengan los dedos. Yo los tengo ahora caídos, imprecisos, hasta sostengo mal el libro que estoy leyendo; sólo tengo un aprendizaje nuevo, una vida donde he perdido esa vieja creencia que siempre tuve: que el silencio siempre tenía una reserva, pues ni esa me queda.


Tengo sonido propio, indecente e indebido hasta desnudándome en la oscuridad, solitario y en silencio.





martes, 1 de diciembre de 2009

Un día intacto



Lo he dicho muchas veces, necesito esa hora de la mañana en que siento todavía el día intacto, una propiedad adquirida al instante de acercarme al café y al libro. Así le llama Muñoz Molina -con quien ando enviciado en un millar de páginas- al día, y mejor al libro: “un viaje y una morada para la que tal vez no hay sustitutos” Que nadie pretenda cambiármelo, además de ser el momento en que me siento más limpio, casi tan nítido como el propio día, sin nadie. Entonces he de pensar sólo en bondad y admiración.

Yo traigo dentro demasiados años una lucha interna propia, donde se coló hasta la del cuerpo, que hace demasiado daño y que ya se aproxima al momento del silencio. Tengo que apartar, pues, cualquier cosa que le reste al día su capacidad, su integridad. Me quiero dedicar a mirar y admirar, a dejar ileso el tacto, que ninguna realidad me reste sueño, que los poemas que llevo aprendidos y escritos desde niño tengan la capacidad y el sonido que siempre llevan dentro. El poema es lo único que puede ser perfecto, el poema es el deseo porque la poesía puede ser la mejor vía para andar más sereno por la vida.



A eso me voy a dedicar, pues, a esa búsqueda sin que sea importante la ayuda ajena: para ser bueno me basto solo, para torcer los acontecimientos también yo mismo y luego echarle la culpa a la vida. Es siempre una empresa difícil: este ajetreo que aporta la red en donde soy capaz de escribir un correo para devolverle la sensualidad a una mujer; de dejarle desde la palabra, sin mirarla, un rastro de ternura en los ojos; de preguntar cada vez por el amor para provocar la espera, los celos y el deseo; de dibujar para mi propio ocio inquieto la imagen estática de ese amor que nunca pierde fuerza; de llenar territorios desconocidos por habitar y una vez dentro quedarme con el asombro, desde abajo que puede ser futuro, hasta arriba para cruzar los labios con una enorme caricia como una lluvia de oro detenida y difícil.


Día intacto para hacer luego con él lo que más me plazca. Ya he dejado dos horas después el libro, su memoria, su lectura como una hembra abierta. Me digo a mí mismo, nadie me lo quita, voy a darle la forma que me satisfaga por lo menos a las horas suficientes para que en cada una de ellas, el día tenga destino, pudor, que me vengan, que las sienta cerca las palabras para explicarlo luego. Ese día es mi único asilo, me he apropiado de él, del roce de su piel para obtener el resultado apetecido.


No estoy diciendo nada simple, un día entero para uno sin que finjas pasado ni te importe el futuro, que éste sea inmediato, desde que abres la puerta y te cruzas con alguien. Te van a salir nuevos hasta los gestos, las mentiras viejas que más te convengan y cuando hables sientas propia e inevitable la calentura verbal.

Contaré si es preciso aunque las lágrimas persistan qué hice mal cada vez, cual fue la desdicha y por qué existió sin que yo la buscara. Pero desde el día lleno, íntegro. No debe importarle a quien me vea la comisura de mis labios vencidas por la edad, los besos quebradizos pero propios. Es mi herencia, mi esencia, soy ese mismo que os cuenta cada vez lo que piensa y hoy ha sido el sueño de tener ese día intacto de que hablaba Muñoz Molina y hasta soy capaz cada vez de salir de esa morada, de ese cobijo para tener aventura, para llenar todo el día.


No conozco el tedio, ni el ocio del aburrimiento, lo que sea vengo y lo cuento, busco los reflejos de las más de doscientas imágenes que miro en el ordenador cada vez. Ayer con Photoshop, desde las de un fotógrafo que había hecho cien fotos del mismo momento, ese hermoso pastor alemán que miraba y dejaba de mirar a la chica, una veces con los ojos cerrados, otras abiertos. Del escote enseñaba lo suficiente, el arranque (no os habéis dado cuenta las propias mujeres que el escote lo mejor que tiene es su aviso, su indiferencia, su reclamo desesperado de belleza y a la vez, lo mejor, su exigencia). Al final de la fotografía cambié la postura del perro, le exigí que mirara a la mujer, a ella no le toqué los ojos, incitaban a sentarse a su lado, a mirarla, sólo mirarla.


Pero en cambio de su boca sí que cambié los labios, casi como si tuviera en mis manos su propio lápiz facial con un tono de saturación y diferencia, y la dejé natural, como llamándome, era parte –dos horas más o menos me costó este trabajo- del empleo del día voluntario, para seguir luego haciendo que siguiera siendo pulcro, intacto, mío.

martes, 24 de noviembre de 2009

Mi más vieja destreza




Que además no entraña la constante vocación del ser humano de adquirir. De niño la tuve y nunca la dejé. Además ha sido mi interacción social por excelencia, el punto de partida para llegar a casi todo, para luchar incluso sobre los escombros volantes que siempre nos va dejando la propia vida. Es muy sencillo: cuando un libro me embauca, me enamora, parece un gesto de humanidad sana porque prometo no seguir leyendo para no enamorarme más. Cosa que, naturalmente, incumplo enseguida.


En coloquio informal con Antonio Muñoz Molina me habló de su próxima novela, una historia de amor desarrollada en tiempos de la guerra civil española. La tengo en mis manos: “La noche de los tiempos”, con sus cerca de mil páginas. En las cien primeras que he leído en dos ratos, ya me proporciona un motivo justificado para mí -que no soy escritor porque no he tenido cualidades ni voluntad suficientes para ello, pero sí con la destreza de lector- una cita que incluye de un verso de Machado: “lleva quien deja y vive el que ha vivido.”


He vivido y llevo en mi vida entera esa destreza de la cual hablo, leyendo, mi sueño cada vez que elijo un libro, mi estante propio en mi habitual librería acumulando elecciones; cada momento en que ojeo un libro, como esa profesión azoriniana, que sí que sé cumplir. Cada libro “pendiente” y las comillas tienen el mismo deseo, como la guía canal de un escote; cada libro es una tentación que me incita a ir demasiado lejos como la figura de cualquier personaje, su lenguaje mordaz, su sensualidad de aprendizaje para que luego yo lo vaya amanerando con mi propia destreza. En palabras del propio Muñoz Molina, “intensamente carnal y a la vez intangible como una promesa.”


Esa promesa sí que se me cumple siempre y sé darle cobijo, no media ninguna otra intención, llena mi exigencia de soledad, la reitero una y otra vez incumpliendo la de no tener un nuevo enamoramiento. Me siento más limpio y más humano entre los personajes ajenos, son capaces de borrar hasta la más reciente debilidad, ya no lo cambio por nada ni por nadie.


Lo digo humilde y convencido pero necesitado como de un recogimiento nuevo cada vez. Soy ya mayor para cosas menores, ni me vale el posible papel de héroe en ninguna circunstancia, desde ahí me brota una sinceridad que no se puede poner en duda; venzo cualquier derrota provocada o propia. Noto, leyendo, fascinación, atropello que yo mismo me provoco; me invento ese tiempo de los abrazos verdaderos que todos tuvimos, disposición, dueño de mis secretos, los que no soy capaz ni de contar aquí.


De verdad que es destreza, como un oficio aprendido de pequeño. Con la mitad de mis conocimientos tengo bastante, voy a ir acumulando la otra mitad que me falta. Leyendo tengo corazón de amante, el mismo quizá que pongo luego explicando cada mes los libros que he leído en una página que no puede tener más claro significado: pido acércate a los libros, que es acércate a mí. Leyendo tengo una luminosidad que permanece hasta en una vista vieja, es una manera de luchar contra la oscuridad que nos trae tantas veces la vida.


Leyendo soy muy joven, hasta hermoso, venir un día a verme. Son mis soledades más absolutas y más felices, pero como cualquier puerta de mi casa, de par en par abiertas; leyendo justifico todo y si alguien está cerca se le quedan mis huellas, mis más íntimas señales, de los pies a la boca. Cada vez que estoy leyendo me acuerdo de una carencia que tengo pendiente: leer en voz alta a alguien, que sea la forma de decirle quédate, desabróchate el deseo conmigo si hace falta con las palabras y las metáforas que nos deja otro, una especie de adjetivo para volver a empezar de nuevo.


Quédate, no te de vergüenza, con mi destreza más antigua y ahora que pienso menos vieja. Todos llevamos algún pedazo de vida equivocada con una soledad aparentemente tranquila por delante, pues leyendo ofrezco la parte más emocionante y la convierto en la mejor compañía, ya verás te sentirás adorada y adorable. No me he dado cuenta pero como estas palabras no pueden tener mejor destino que el de una mujer, me acuerdo de unas palabras de Iribarren: “las mujeres son como el alumbrado de la vida, lo máximo.”


Yo leyendo soy casi lo máximo.

jueves, 19 de noviembre de 2009

El mejor núcleo de mi ser



Lo he dicho varias veces, la vida además de degradar, desgasta, pero buscando es posible hallar, el núcleo del ser que lo soporta casi todo, un residuo parecido, cual un arco de placer y gratitud profundo y eso que yo me exijo ser más lacónico que hipérbole, pero en ocasiones manda el motivo que anda por detrás.


Pueden ser muchos momentos bien distintos: el tono y la forma de intercalar modos de ser en una conversación agradable y sincera; la palabra que siempre queda entre un hombre y una mujer; la resistencia a envejecer como en una especie de reconciliación con los griegos, una dad sin número donde incluso la amenaza de la pérdida de una felicidad material, te hace más fuerte, te obliga a sentirla antes de perderla como con más insistencia. Ahí hay partículas de ese mejor núcleo.


Hay ratos malos, pero otros en cambio en que te sientes bien en el acto, amas las posibilidades, los intentos, resistes cualquier tipo de dolor como un estado previo a tu mejor lenguaje: callártelo. Te llega casi todo lo bueno boca a boca, quien te quiere entrecruza los besos como una señal inevitable de cariño, escondiendo en el fondo algo que el otro necesita, que te lo devolverá enseguida. Te llega en la epidermis de la vida, la posición, empedernida, inevitable.


Puede estar ahí ese mejor núcleo, ese rincón de tu propio misterio como si entraras en cada ocasión en el primer bar de alterne de tu vida, la primera vez que supiste lo que era la ternura, el coloquio que hay detrás de las caricias, la manera de solventar cualquier rencilla, la curva de una cintura, ver descruzar bien las piernas, demorar el instante, el destino final.


De todo eso me acuerdo con el inevitable retraso de veinte o treinta años que los tengo metidos en mi mala memoria para todo lo malo. Me dio susto el amor que al principio se te escapa por todos los lados, pero te acabas haciendo con él como un futuro que ahí sí que importa porque se adivina y se anhela. Eso es una piña, no sé cómo llamarle, lo ideal, cuando piensas que a pesar de este tiempo insistente y dañino hay algo que ha quedado, que aguanta cualquier envite, junto con un entusiasmo recordado incontenible, y te permite a ratos, estar muy bien, una especie de pathos tranquilo que a los demás les cuesta entender.


Me acuerdo y lo conservo, es la parte que debiera estar oxidada y no consiento que así sea. Me acuerdo escribiendo como ahora y me aferro como a una barandilla alta, hago que se canse la mentira de las cosas mal hechas. Están en el recuerdo –y es un apoyo más- los mejores libros que he leído, los que formaron colecciones inolvidables como aquella Biblioteca Formentor que fundaron Victor Seix y Carlos Barral; las novelas policiacas del comisario Maigret, de Georges Simenon, donde daban igual los muertos porque existía en su narrador la vida por delante; o el Lorca con las hojas por cortar de Losada. ¡Vaya si me ayudan los libros! Más que núcleo deben ser fortaleza para que ahora me defienda.


Dice Amos Oz que en el mundo hay una alquimia que es también la melodía interna de la vida. Esa química mágica que pretende ser la piedra filosofal, yo no la busco, me viene a las manos cada día, la escucho, se encierra en mi persona con la harina limpia con que amaso cada vez lo que viene, lo que va a ser. A medida voy cumpliendo años siento menos ganas de opinar y aún menos de juzgar, prefiero observar lo que venga y narrar, por ejemplo, lo que le estoy leyendo a Isabel Fonseca, lo mejor de la sensualidad: “lo esencial de los triángulos blancos”.


Ese tono inevitable propio, lo dejo aquí cada vez como el núcleo más importante de mí ser.



lunes, 16 de noviembre de 2009

ME PINTO PARA EL PLACER

Ya dije una vez que me he sentido muchas veces como un poeta sin versos, un poeta de intenciones, en litigio con el lenguaje pero dispuesto siempre a buscar en el fondo el rumor, las maneras del placer. Que no me busquen en la desdicha, que cuando venga la callaré, será un viaje que no tenga relato y si tampoco destino, mejor me lo ponéis. Irá todo viniendo a menos, ya lo sé, pues yo durante el momento que puedo le otorgo dosis positivas añadidas a la vida, propio sitio: en la boca ociosa dispuesta siempre para el deleite; en el sobrante del amor diario, como dice la poeta Erika Martínez a “pezón desorientado”; errante –como perdido- a falta de una matriz que me oriente cada vez, o “encender las velas de mi boca” en palabras, éstas, de la Vaccaro.

No lo sabéis, yo también como Fernández Malo, tengo un proyecto, os cuento: escribiendo, la mejor metáfora –no la que más me acerque a la realidad-, sino la que produzca ruido a los besos y risa luego; el milagro de las cosas sencillas y que dure lo que dure el día, no hacerlo más largo de lo debido, me bastan los que prolongan la mañana antes de que llegue el vacío de la tarde antes que la vaya notando perdida.

Me he prohibido de viejo las malas noticias, precisamente porque mi decoración no me lo permite, prefiero los sueños que llevan emparamentados los sexos libres, que me cuentan que están libres. Tiene todo que ver con el placer, con una calidad de vida que se la otorga uno mismo en un ordenador portátil que no debe leer nadie; incluso lo inevitable en el prodigioso film “Despedidas” que hasta te convence de la belleza de la muerte, no estropea tu propia decoración placentera, hay un lavado después, una pintura en los labios, una belleza en las cejas depiladas que te hacen asombrarte, hasta pensar en ponerte en primer lugar y ser tú el protagonista.

Pero viviré lo bastante para decíroslo más veces, me salva la decadencia, la mujer que deviene en mujer con insistencia, su profecía que para mí será siempre repetición, lentitud y deseo; hay una espera, un olor luego, una mentira que me creo siempre que me la transmitan sus manos cuando señalan las estrellas, sus territorios escondidos, ¡hallarlos!, caer rendido, explorar lo que ni encontramos, dejarlo por no tener ya palabras. Esas llegaron antes, esas son mi salvación, mi mejor expresión.
Es mi ventaja, lo digo bien claro, decorado para el placer, no me cuentan los años, sino las intenciones, las veces que supe explicar lo que fueron mis fascinaciones porque las sentí antes. Es ventaja también la literatura que ahora leo, las novelas que más me creo, suelen no tener más de treinta años quienes las escribieron. Si alguien me escoge un libro siempre me dice, este es lascivo pero prometedor como el final de la mujer que miraste, de espaldas a la vida al irse, pero presente en esa mirada propia que llevaba caricias destinadas.

Conservarme, pues, el placer, me pinto adrede, tengo dependencia –alguna hay que tener- mecanismos para no extinguir nunca los sentimientos. Si no puedo, exploro los cuerpos con palabras, se puede hasta ir más lento y más satisfactorio que con los labios. No me explico esta vocación para el placer, pero es que no suele haberla para lo que más ansiamos tenerla. La voy a dejar ahí, sin que se caiga y si cayese la recogeré cuantas veces haga falta aunque acabe rendido pero sin competencia.

Es mi verdad y mi ficción, es mi escritura de las tardes antes de que se haga tarde; es vestirse para el placer y tener placer; es como el instante que puede ser un reclamo abrasante pero que lo vengo haciendo durar como un privilegio, un gesto parecido a una felicidad definitiva. Me sacia así la vida, se me hace impensable e inagotable, es un compromiso de futuro sin tener casi futuro, ¡qué más da! Tengo presente que es como una forma de no perder nunca la decoración que hemos adquirido.

La mía ya la sabéis; es el placer: tener vértigo a veces, fuego en la piel, como un nudo de sensaciones secretas, un vaivén. El solitario es narrable, el de fusión escapa, aunque pienses mientras, que unos labios succionen en los mástiles oscuros de los senos y que alguien aprieta y levanta luego el vuelo sin destino.

Queda la palabra, como la sombra que siempre deja el placer.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

ME CORROMPO ADREDE EN LA RED


Porque todo lo cálido lo encuentro y tengo la templanza de decir que en mis palabras hay dosis suficientes de un ardor oculto, todavía por contar. En este hueco mío de escritura del que tantas veces he hablado, del café, de los libros que siempre tengo abiertos esperándome en la cómodas butacas para leer y ser, dónde en él podríais hasta tocar la piel de mi cadera, ahí he encontrado una corrupción, una falta de vergüenza propia como un ritmo pegado desde la red hasta mi propio teclado. Son, palabras de leyla: si no es mucho pedir, dejarme que termine aquí mis días, en este espacio que he creado con amor y tolerancia, como una especie de enajenación por la felicidad que no llega apenas. Lo construí yo diría que con tinta y desgarro, desprevenido cuando empecé a escribir sin importarme que por saber de mí iban a buscar quienes me leyeran, hasta mi glande.


Aquí, ya lo veis, cada vez con más frecuencia, soy quien soy y resulta que quienes vienen a leerme ya lo saben porque la soledad no se encuentra se hace, se hace sola. Me la voy fabricando cada vez y os la cuento, hago pausas para hacerme ilusiones, son posturas, son maneras de ser insistente llenando las paredes de algún post. En esos intermedios de la vida me preguntan a veces, y yo contesto: todo esto puede ser un intento que se abre paso; ir a ver lo que hay fuera; no saber despertarme y ponerme a escribirlo, no sé, suele ser cualquier cosa, explicar cómo se entra en una mujer para saber sus propios límites o medir su cintura con los labios.

Pero lo que es indudable es que me vine aquí, llegué una tarde “inventándome la vida”, luego quien pintaba la caseta le cambio de repente el nombre y le puso “Mi taller de privilegio”. Aquí vengo a estar más cómodamente, pero sobre todo, como dice mi amiga Leyla, dejarme que termine aquí mis días. Nunca preguntéis por mí si no estoy en el “taller”. Si eso ocurre es que he terminado escribiendo esa reacción prematura de la vida que es la muerte. Y como al final solo queda el amor y la propia muerte, dejarme como muestra de vuestro amor, en este mi escritorio, algún libro vuestro. Siempre han sido sus páginas las flores que mejor he olido.

Me siento cada tarde y es como si dijera a todos llámame cuando vuelvas a la red, tú que sabes lo que es exigir el respeto a internet. Nuria Labari en sus cuentos “Los borrachos de mi vida” ya lo advierte: "Como cualquier otro lugar sagrado. Internet no se ha de compartir con aquellos que no lo respetan." Ella treinta añera en Telecinco que se enfrenta a un mundo como el que tenemos agresivo y complejo, hace llegar la sacralidad de nuestra defensa frente a él.

Yo en mi rincón de invitaciones, con mi café o mis cervezas compartidas, en este sitio donde cuando cuento cómo me han parecido los pechos de aquella muchacha los he sentido llenos y enhiestos para unas manos quietas; siempre supe leer con una sexualidad contundente porque la otra no me interesaba; quiero leer de un hembra como un libro abierto que arde por entrar en danza.

El otro día me reclamaban esta escritura mía como un ojete agresivo y tierno. Que nadie dude que mi debilidad siga aquí quieta, donde debe ir a parar y si escojo simplemente la mirada a los ojos, habrá que hacerlo para que quede rostro contra rostro; para que la cultura de mi propio erotismo permanezca detrás de cada palabra, de cada pensamiento.

Me corrompo desde aquí y para los que están aquí porque saben entenderme; me corrompo adrede para que no se me haga viejo el vicio, para llevar mis palabras con el mismo garbo necesario que necesita una mujer al abrírsele la falda. Este “taller de privilegio” es precisamente mi privilegio, mi jerarquía, la magia que le pongo a veces al verbo, la metáfora suelta que siempre viene de alguna otra metáfora. Es un lugar como si fuera una época de vida humana, un punto de encuentro para lo que quiero, una instancia al instante, la arroba de la dirección de correo electrónico insaciable, llena de palabras e intenciones.

Queda claro, me imagino, es la parte humana de mi ser humano, una racha de aire, mi mejor manera, mis desengaños, lo común que no es que no sea de nadie, es que es de cada uno.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Sin preámbulos


Soy hostil al concepto de aperitivo, de preparación, como si fuera una manera de reparar antes el “dèja-vù” de después. Cada momento que siento, que explico, es vaciar la memoria ya, encogerse como algo usado o lavado muchas veces. Sin más preámbulos, como en el film “New Yory, New Yory, yo te amo”, donde ella sale del restaurante, con la misma misión que el hombre que encuentra a su lado, fumarse la prohibición, le pregunta”¿has hecho el amor con una desconocida? Tiene la audacia de pensar eso, imprevisible, porque luego cuando vuelva a la mesa con su marido él no se dará cuenta que bajo de su vestido no lleva ropa interior.


Las cosas sin tiempo previo, una declinación recitada por en medio, ni un esquema ortodoxo, como haciendo el amor –ya que estamos en ello- con una mujer pensando en otra. Ni hasta sabiendo bien en cual. Y al terminar habrá que lavarse los dientes con un cepillo viejo. Esa posible indecencia es como una incertidumbre –sin ávidos ya- parecido a la duda que tenemos con el tiempo si creemos en algo o ya no lo hacemos.


Para hacer el amor, para poderle responder con la verdad a ese personaje de película de Nueva York, habría que decir simplemente que lo único que hace falta es el deseo, notar que va a haber físico por todas partes. No hará falta antes ni la conversación, ni la copa ni el cigarrillo. Dos ojos quietos pueden ser suficientes. Y resulta conveniente tener poco tiempo para hacer el amor lentamente. Es la hermosa contradicción de la habilidad y la hermosura, o quizá sino la memoria fotográfica, instantánea, que traemos, la desnudez de hace un momento. La cortedad de tiempo viene a ser como un principio del placer saciado y lleno desde antes, dictando así la vida siempre.


Y si se trata de escribir, habrá que hacerlo con lengua eterna, ni la interpretación ni el paso del tiempo nos va a cambiar la intención de las palabras. Hoy me traje de botín mañanero, ese al que os invité -y bien que tengo en mano la aceptación de Bolboreta- una persistencia al vaciarme. Me lo voy a creer yo todo tanto que empezaré por un ejemplo con el que he conseguido vencer el estrés de tantos días: ese lenguaje html de mi página web de literatura a la que le he tenido que cambiarle la contraseña porque los piratas informáticas querían robarme el dominio. A alguien le escuché por la tele un símil perfecto: si te roban el dominio, es como si te roban la casa o el negocio, vas a entrar un día y los ocupas ya tienen su derecho sentado y firme ante un juez.


Pues como os digo, me lo creo todo esta mañana. Me tomaré, con un aperitivo cierto de cerveza y compañía –imaginaros la cordialidad, que hasta la dueña del bar, la Voll Dam doble malta, siempre me la pone llamándome cariño y de alguna manera apoyando su mano en mi brazo. Porque le he trasmitido esa creencia, escribiendo no me gustan ni los preámbulos; sino llegar en todo tan a tiempo antes que haya llegado nadie: las obscenidades al momento; las culpabilidades propias ya no existen porque no creo en el pasado y solamente están allí. En cambio sí, en las maravillas del presente: que un coche ande, que me mire insistentemente una mujer, que la última novela de Landero la compré el primero ayer por la mañana, que decir te quiero sea el chantaje más perfecto, que me quedé con la paciencia infinita del libro abierto, el temor del desencanto luego.


La cita pendiente ya no es cita, ni previo anuncio en los pedestales: es directamente sincronizar intenciones, idea, captación, la hermosura de una axila que aún recuerdo, sin recovecos, todo lo más los que hicieran los besos. Desde ahí brotó todo enseguida, libre de terminaciones nerviosas.


Sin ese prólogo que me asusta, he pensado, que no sé lo que espero de la vida. No sólo cómo habrá que hacer el último equipaje, sino estos de ahora cumplirlos a su debido tiempo. De verdad en esos momentos que todos tenemos, solos, llenos de gente, no sé qué haré para ser lo más endeble posible, ajustado a mis caderas, pero con lo más hermoso que me quede, con todas las calorías, hasta si es preciso a veces imprudente, con las sensaciones que siempre tuve, jamás leves, todas hondas y llenas.
Voy a vivir hasta que me quede, una especie de vida de famosos, me leeréis en los papeles más tiernos de la tierra; miraré todos los escotes, los de todas las categorías existentes, me quedaré dentro de la vida lo mismo que si fuera una mujer. Lleva razón Levé antes de suicidarse a los 42 años, cuando escribe: “Tardo menos en penetrar a un mujer que en salirme de ella.” Bromeabas con la muerte y espero tu libro “Suicidio” que dejaste con las galeradas terminadas.


Me quedaré a ratos, leyendo, escribiendo, para asomarme a cualquier cita que me traiga la vida, en mi sitio permanente, dispuesto siempre, sin aviso previo.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

He vuelto a la rima de la carpeta vieja

Si es que alguna vez tuve rima, que viejas sí que se me están haciendo las carpetas donde escribo, donde al menos tomo notas, cosas sueltas, en esas horas libres, recién despierto con los libros que estoy leyendo. Habrá que decir aquí, qué es lo que tengo, lo que conservo después de visitar una ciudad capaz de imponerme su recuerdo.

Es curioso, he vuelto al humo de los cigarrillos luego de vivir en una ciudad donde fumar lo hacen imposible. Guardé mi tabaco, mi impulso de fumador, mi vicio mal llevado y volví prácticamente con el mismo tabaco que me había traído. Mis amigos, sin embargo, se quedaban en la puerta del Hotel al regresar, unos minutos, para calmar su dependencia justa, su consentimiento. He vuelto a la ilusión de encontrarme lo mismo y que sea lo mismo y lo mejor; al viejo tacto y al sentimiento, a la ilusión del entendimiento entre quién escribe y quién te lee, como un terreno propio que dejé antes de irme. He vuelto porque nunca abandoné ni a las metáforas ni a las vocales largas como tiene que ser, a las palabras, que son ellas las que vuelven, tercas e insistentes, con la belleza de la obscenidad a veces como quien mira siempre que puede algún escote breve pero prometedor.

Necesito un acomodo discreto ya en la vida frente a la terrible realidad diaria que nadie me ha explicado bien lo que es, en qué consiste, pero existe. Cuando me marché de viaje dejé lo suficiente para recoger y añadir a la vuelta: mis capacidades frente al posible abandono que a veces cometemos. Es preciso sentir la necesidad de donación de afecto a los demás y a su vez provocar las ganas ajenas.

A eso he vuelto, pues, a lo de siempre, pero noto más –que alguien sea capaz de explicármelo- por qué envejezco yo más rápidamente que las cosas que tuve siempre, como si fuera que las manos poseyeran una pátina más seca y lo notara al tocarlas y al mirarlas. Con la edad me he vuelto mucho más breve para todo, más corto, llego a menos sitios y me canso antes, habrá que irse de viaje pronto para invertirlo, cansarse menos y después, siempre tener tiempo para la última copa, en este especie de club de alterne que tengo montado con los sueños en el teclado.

En suma, carpetas también viejas, pero no siento admiración por ninguna edad, son las que eran, tengo una gran variedad, a veces me confundo, me pongo a escribir donde no debo, continuo donde no había empezado por que el comienzo estaba en otro sitio. Es, como si fuera una especie de intercambio de parejas, de no saber bien lo que vas a decir y en cambio estar seguro de lo que estás sintiendo.

Alguien dijo una vez que nuestra casa es un museo, notaba belleza y perfección, en los sitios donde buscar los sitios, en una especie de acomodo, que antes lo dije, me hace falta discretamente ajeno a los demás un poco. Voy por casa, saboreando cada paso lento, tengo sitio siempre, zonas propias y allí un presente que no solo me interesa más que el pasado, sino que es el más hermoso hueco de diario que poseo.

Me gustaría invitaros a un café, a leeros algo del libro que estoy leyendo, a comprobar que el ordenador siempre lo tengo encendido; invitaros a una de las butacas de cuero viejo, cómodas para leer, interesantes para pensar, para querer. Yo no sé cocinar, sólo sé hacer cafés, de esos que aportan vida para estar de pie, para escribir, para leer, para mirar los ojos de una mujer. Vivo en esta casa y sin salir mucho de ella gano cada día en energía, en madurez o en vejez, da lo mismo. Mi casa es mi finca de recreo con alguien a mi lado y a la vez con rincones de soledad propia que no me quita nadie.

Mi casa viene a ser casi todo mi tiempo, lo intento aprovechar como si el tiempo se fuera a dejar, pero sin embargo es mi pago al contado siempre, mi edad propia, mis medidas o incluso como dijo Proust la dimensión trágica que nunca se recobra.

No obstante, creo que eso es lo que he recobrado cuando he vuelto, dentro de una carpeta vieja.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Ya todo me daba alegría

Habría que empezar por decir como final de este viaje a Nueva York, que ya todo me dio y me daba alegría. La vuelta fue dura y larga, al cruzar el aeropuerto Charles de Gaul para poder coger el vuelo a Valencia, las cintas del suelo con obbejo de evitarme caminar parecían más lentas todavía que mis pasos como si se repitiesen o fueran hacia atrás intentando devolverme la nostalgia de un sueño propio, fascinante, inquebrantable, una pequeña guía lenta del recuerdo para no terminar del todo.

Y en cambio no sabía que aquello que iba a escribir sobre lo mejor de este viaje a Nueva York, estaba en lo que aquí dejé. Y ya que tengo que dejar en este escritorio un post de despedida del viaje para que lo entiendan todos–vaya género más completo esta vez, todos-han sido quienes comentan mis palabras, mis esperas, mis pausas hechas adrede, con mimo, eso que no estropea a nadie, que me devuelve muchas veces la transparencia de los ojos al escribir para recuperar siempre el color que tuvieron. Será verdad que a los adolescentes les salvan los sueños como a los viejos la memoria. Yo acabo de vivir un sueño con una lentitud que ya no me dejaba tiempo, ahora que es memoria, para contarlo, para recordarlo.


Me gustó de mi viaje lo que me estáis escribiendo, vuestros comentarios, dos palabras, la misma confianza de hace años, el único y hermoso contacto de este sitio para expresarlo. Me gustó que me esperarais como una tarde alargándose, un tiempo de sobra, como prestado, para decirme cualquier cosa, más o menos a cuento. Qué más da.


Me gustó, sobre todo, esa especie de interrupción, de seducción entre la sorpresa y lo previsible; esa necesidad que hizo que me gustara la ciudad, las avenidas, las razas, la compañía de habla hispana cuando escuchaban tu lenguaje; conquistarlo con aquellos días, acumular así más defensas para la vuelta, maneras de estar más a gusto en lo cotidiano luego.


Me gustó de Nueva York la ternura con que hablé a quién quería, me tenía a mi lado y sin embargo empleaba con ella las vocales largas, el sueño de ese instante, todo lo que destilaba como propio, mi regreso al tacto enriquecido que lo tenía por ahí suelto, compartir en ese lugar sólido del mundo, su silueta, digna y justa.


He vuelto con lo propio, con lo de toda la vida, que resulta que va a ser la vida. Ese recorrido de seis días enteros para ver lo que era imposible ver fue una especie de pedazo de vida que sembramos allí y lo pasamos sin problemas por el control de Aduanas. ¡Oiga es todo nuestro! Es haber estado allí y querer volver con los años que tenemos como si fuera una hipoteca que pidiéramos para más de treinta años y que el Banco nos la diera por aquello de que habíamos vuelto más ricos, más jóvenes, con una llamarada que se nota enseguida cuando la tienes dentro hasta con los ojos apagados.


Os lo digo, me he traído del viaje como una prenda corporal para llevarla siempre; una posesión tenaz de seguir estando vivo. Voy a afrontar lo imprevisible con palabras comunes, como si fueran los pantalones vaqueros de siempre que envejecen, palidecen pero no encogen. Hablar de Nueva York será por mucho tiempo como esas declinaciones que me enseñaban en el colegio y se quedan grabadas para gastarlas como un cepillo viejo.


He venido como me fui: me sigo sintiendo atraído por las mujeres como dice Levé en su “Autorretrato” “con las sonrisas, con la conversación, con el afecto”. Por eso he entrado en mi librería de casi todos los días, con un post del Metropolitan de pegatina en la nevera, para mis dos amigas que me limpian a diario el estante donde tengo los libros apartados, esos que me esperan, ya son casi míos, recién salidos de las cajas de los distribuidores.


He notado la vida que dejé como la dejé: debe ser una cuestión de piel, de querer a mucha gente con la que no tienes que tener explicaciones; que anhelo lo mismo que anhelaba: una sensación continuada verdadera y sonriente, sin tener que hacer nada especial para estar siempre a flote con una sonrisa de viento favorable.

jueves, 22 de octubre de 2009

Busqué un acomodo suficiente


Siempre lo hago, y más luego de llegar desde el atardecer del “River Café” que te deja la noche prendida de cualquier situación: Nueva York, mi viaje, mi sueño; y entonces acoplamos los cuerpos suficiente. Fue la culminación de lo que en el otro post comentaba, una vez cruzado el puente de Brookling con todo Manhatan ofreciéndose, inexplicable. Son esos momentos que tienen una lentitud espontánea, sin intención de terminarlos, una fiesta sin preámbulos, un tiempo en que creamos entre dos la ilusión de permanencia. Nuestra cena, nuestra fiesta, la insistencia de los cuerpos, las pequeñas cosas imprescindibles en un cuarto de hotel luego: hasta la colcha medio rota, cinco estrellas en que alguna faltaba pero que no le hicimos demasiado caso. Fue un encanto, fue un estilo, una manera de ser un hombre y una mujer que se quitan entonces veinte años.


Los mismos que me quitaba, bien temprano, hasta alguna mañana que me defendía antes con la propia cafetera del cuarto, y acudimos luego a un desayuno de "parejitas" –que decía Mónica- con las tostadas más completas, los zumos, los expresos para atenuar el sabor del café americano. Me quitaba veinte años cada vez con el cansancio. Ya me acuerdo de aquellas zapatillas rojas, con forma de botines que quería regalar, buscándolas tienda tras tienda, por la calle 42. Hasta que nombrando en pleno semáforo el nombre de la que nos habían dicho que las tenían, lo de siempre, el habla hispana –nada une más que el propio lenguaje- te indica hasta casi con satisfacción y con cariño que es allí, bueno, dos o tres manzanas más abajo y menos mal que le había quitado antes del salir del hotel esos veinte años a mis caderas bien escaneadas en los controles de seguridad. Porque esas dos o tres manzanas pueden ser un pedazo de tu propia ciudad alargada de inmediato.

Me he ido trayendo de Nueva York, más que recuerdos, que los puedes tener fácilmente de tus hábitos diarios, sensaciones que casi no tienen nombre, poco me importa cómo se llaman los locales, si el “Metropolitan”, o el ”Moma”, son Museos que por nombre famoso ya ni necesitan nombre, la puerta te arrastra, las colas te llaman, la larga escalera para su acceso en el primero; y junto al arte como no, por la noche, los espectáculos de Braodway, juntos, recorriendo con ellos una vida nocturna que vas a elegir si quieres al momento comprando a mitad precio sus entradas en los puesto off o bien saliendo, a decisión ya tomada, del mostrador del Hilton de Tour y espectáculos.

Pero me daba lo mismo, únicamente quería más que un musical, en repetidas ocasiones visto en España, el tono, el sonido que engancha, que brilla, que se mezcla con la humedad de la boca en una cena íntima, jazz completo. Rindo la palabra por la música del saxo de Ray Gelato y todos sus acompañantes, en el “Blue Notes”. Me sentí aprendiz del movimiento de las manos de cualquier otro espectador, mientras cenaba como yo, como un registro propio ya, como una mística sin final, sin respuesta, casi sonaba igual que la música que escuchas cuando estás solo y no te aporta nada más que la música, una física privada, una danza imposible de seguir, una cadencia de los cuerpos que rompen definitivamente el silencio y precipitan los sentidos.
Ray Gelato empezaba con su música cuando se habían terminado las palabras, un concierto propio y acompañado entre los músicos y los que los oíamos, ignorantes muchos pero acompañados de las manos que se movían de aquellos que la sentían dentro, de las caderas que exigían la realidad de los vestidos, un desarme de la ignorancia propia del mejor jazz que he oído en mi vida en aquel pequeño restaurante –corrían para pagar las tarjetas de crédito en la oscuridad del local- y al salir, como ahora me quedé con las palabras que no supe decir pero con la música que sí que supe escuchar y admirar.

Nos retrasamos intencionadamente en encontrar un taxi. Quería recorer las calles del sitio, llevármelas un poco porque tenían un sabor indecente, sobresaltado, con la audacia propia en cada local. Casi éramos perversos porque no pertenecíamos a ese mundo, tenía un registro tan propio, sanatorios del alcohol sin humo, como cuando la piel es piel, o una tejida promesa de la penúltima caída.

sábado, 17 de octubre de 2009

Como una cintura ajustable para tener más espacios


Así he recorrido Nueva York, sus lugares nunca se terminan porque es una ciudad que puede ser lo que uno quiera. Aquí, en mis post sobre este viaje contaré mi turismo del asombro, del sueño, haré mía la famosa frase de Simone de Breauvoir que estando allí me recordaba Manuel García Rubio en su novela “Sal”: “Parce que je réve, je ne sui pas. Parce que je réve, je réve.” Allí estaba esa ciudad, más allá de mis sueños y para mis sueños.


Fui siguiendo la ruta de llegar hasta ella en el pequeño vídeo de la butaca del pasajero del avión que me precedía. Crucé así el Atlántico, tenía una cita breve e inmediata: “la Quinta”. Amaba la Quinta Avenida antes de llegar a ella por eso aquella misma tarde nada más dejar el equipaje en el mundo del Hilton –la negación de un Hotel, la similitud con la ciudad- quise empezar mi amor por esa ciudad a través de dicha Avenida. Para las mujeres el amor es más bien guardar cosas, para el hombre es robar. Igual que arrancas de una mujer su esencia más profunda, su lluvia de oro, amaba ya la Quinta, amaba ya Nueva York como puedes pensar en una noche de besos entregados.

Caminé por esa inmensa Avenida nada más llegar aquella tarde, seguro de mi esfuerzo, de mi búsqueda, de mi entrega, convencido que porque había soñado, soñaba. Se juntó ante mi vista el inagotable mundo del dinero en aquellos edificios de los grandes bancos, de las multinacionales del capital, incapaz de que mi vista alcanzara su final porque las posibilidades de mis vértebras cervicales ya no llegaban a más; junto a los inmensos edificios, los pobres puestos de venta callejera con camisetas “I love New York” a 1$ y perritos calientes o cuencos de extrañas frutas cortadas, todo a la vez, porque es eso esta ciudad, una primera Avenida sufrida por mis pies donde todo estaba unido, era un mundo completo. Os juro que estremecí, que apreté mis manos para que no se me escapara el sueño de mis sueños, que se quedara una huella en mi boca, igual que luego de dar un beso entregado y profundo. Eso fue ese paseo: besar una historia en lugar de una mujer.

Quizá la primera o la última tienda que se puede visitar es Tifany’s, (luego de regatear lo indecible en el Soho sus maravillosas falsificaciones, o la auténtica ropa Calvin Clain en Century a precios irisorios). Precisamente, el famoso joyero Tifany, con el emblemático Atlas sujetando un reloj encima de la entrada, parece querer ganar cientos de corazones, sus pequeñas cajas azules encierran sueños de muchas mujeres; a otras en cambio les basta la imagen de su presencia en la puerta, véase sino aquellas muchachas que observé fotografiándose simplemente en la puerta de la joyería, que no necesitaban anillo alguno.


Cuando al salir me preguntaron por aquellos tres pisos que visité como un espectador extraño y ajeno, no me atreví a decir que lo más bello me pareció el asilo de las visitantes de fuera, la desgana de sus caderas recorriendo la entrada, sin atreverse a cruzar el umbral, por supuesto. ¡Quédate, por favor! Decía cada joya en aquellas vitrinas a cada mujer, quédate con este anillo o con esta alianza para ver si el oro y los diamantes hacen posible que sea una alianza entre un hombre y una mujer precisamente. Los colgantes de corazones plateados “Elsa Peretti”, no aseguraban la generosidad que debe tener un corazón. Yo lo he buscado por otro sitio en mi vida, por cualquier otro sitio, sin principio ni fin, entre las partes repartidas de otra piel y la mía.

Voy a contar de la ciudad, parte a parte, cosas, seres, maneras de la gente que me llamaron la atención. Guías de turismo hay demasiadas. Con una bajo el brazo y una excelente compañía de quién ya había visitado la ciudad, Teresa, yo llegué a Nueva York para fijarme, para notarla, para caminarla porque me lo iban a permitir mis caderas. Aparqué mis deficiencias en las ocho horas de vuelo, entré de lleno, supe buscar mis momentos de pausa, cumplir los trazados con conocimiento, disfrutar en los perfectos cruces de calles y Avenidas numeradas con el rigor inequívoco que tienen los números. Nueva York además está trazada de tal forma que es sencillo ir cubriendo sus distintas partes.


Desde la primera tarde al sueño que traje libre le quité el pudor, borré de la memoria lo que no me convenía que había pasado, dejé libre y limpio el camino, llegué con un amor imprudente hacia una ciudad pero a la que no quería amar precisamente como a una mujer porque ésta debe conservar siempre lo que tiene de mujer. Y yo a Nueva York, no se lo iba a permitir.

La iba a robar entera. No volveré a escuchar en Blue Notes a Ray Gelato mientras su voz, su saxo mágico, los seis magníficos músicos que le acompañaban; ni tampoco volveré a vivir la más hermosa noche de celebración en la vida de un hombre y una mujer, en el River Café, dónde fue aún más exquisita que la cena y el servicio, el maravilloso local, cruzado el puente de Brooklyn con toda la vista de Manhattan desde el atardecer. Y hasta quién hizo la reserva desde España –nuestra imprescindible Mónica- recibió un e-mail al día siguiente preguntando por nuestro grado de satisfacción y qué es lo que se podía mejorar. ¡Inolvidable!

Esos momentos que os contaré se los he ido robando a Nueva York y muchos más que tengo pegados en la piel, en mi retina, que quisiera que me sobraran como una mirada siempre lenta, como un destino, como un vestido ligero y sugestivo en una mujer que apenas se nota, pero está ahí hasta que unas manos lo quitan, lo hacen suyo como yo hice míos muchas horas los espacios de Nueva York.

martes, 6 de octubre de 2009

Volveré a recogerlo todo


Ya lo dije la otra vez, el cambio de horario cansa al principio y al final, pero yo volveré para recoger todo lo que dejé, más bien a quedarme donde estaba, donde estoy, aunque hay un tema al que no le he visto solución, que al regreso será como si hubiera vuelto a cumplir los mismos años que tenía. De ahí que he eliminado casi todas las fotos viejas que no tienen ni arreglo ni con Photoshop, le he mandado una a una amiga para que la mire con la mirada ganadora de quién quiere ganar algo, precisamente, a lo mejor esa especie de paz que llega luego de un esfuerzo, el mío tendrá ese tono seguro de las cosas viejas.


Ahora que lo pienso, este viaje va ser como para hallarme mejor, a dónde voy, en la cortina del atardecer, que se me note menos hasta en la piel con la supresión en seis días de una parte de mi biografía, cambiarla por otra bien distinta, insistente, que la tenía ya hace años por cumplir y le tenía miedo. Ando haciendo pruebas estos días, me recorro mi calle toda entera en lugar de parar en sitios cerca, y me digo, ves, una cosas así debe ser la Quinta Avenida, pero mucho, mucho más enorme y más larga y con la experiencia sensorial, antes de que se me hagan viejas las ganas acumuladas tanto tiempo, tantas veces de pasearme por ella.

Suprimiré, pues, allí, las fronteras del esfuerzo como en una fiesta sabia de amantes maduros, un almanaque desnudo para que cada día dure más de lo que pienso que debe durar. Va a ser un viaje grandioso e íntimo, una forma de sabiduría que no tienen los libros, un anillo sin fecha, un horizonte que lo voy a notar hasta en los labios. Descansaré de mis otros asombros, de la beligerancia de la vida, de algún viejo beso que he escrito muchas veces poder saber darlo, rotundo y lento, y como escribió un poeta -más mujer aún que poeta- “quiso que fuera suya como nadie lo ha querido.” Descansaré de los sueños, de la complicación de entenderse con las bocas, de sentirme solo.

Pero prometo como ese viejo amante de un prodigioso cuento de Nuria Labari en que él le dice a ella: "Voy a dejarte en esta gasolinera. Volveré a recogerte dentro de veinte años. Yo tendré setenta y cinco y tú treinta y siete. Me reconocerás y todo habrá ido bien. ¿Entendido? Sal del coche."

Yo en este caso estoy seguro que a mi vuelta “todo habrá ido bien”; se me habrán terminado las preguntas que ya no me quedaban, traeré una nueva biografía, como dice mi amigo Leo, desde New York, New York, del
www.birdlandjazz.com , alias Charlie Parker (o el mejor saxofonista que ha parido la historia), situado en la calle 44ª entre la 8ª y 9ª avenida; muy céntrico y seguro también, actúa la CHICO O'FARRILL'S AFRO-CUBAN JAZZ ORCHESTRA.
En el Blue Note http://www.bluenotejazz.com/newyork toca -únicamente ese día- el 12- RAY GELATO WITH THE CITY RHYTHM ORCHESTRA, que es absolutamente recomendable. Ray es un vocalista genial; y hay posibilidades también de acudir a esos y/u otros sitios similares para degustar un BRUNCH, que es una especie de desayuno-almuerzo con Champagne, cocktails y música de Jazz que suelen darse los domingos.

Como veis llevo el programa en la mano, pero es seguro que volveré aquí de nuevo a recogerlo todo, a saber otra vez, luego del cambio endocrino y cultural de cualquier mala tarde o del cansancio callado y elegante, quizá note menos ese cansancio como esa especie whisky que emborracha lentamente: de la mujer con la inteligencia natural del cuerpo y la intuición del sexo. Volveré a la carne blanca y decadente con la oleada de Esencia Loewe que me pongo siempre; a partir de ceros otra vez, a hacer las cosas como se hacen y en la misma medida que se hacen, que ya son.

A imponer mi vida con la debilidad de mis palabras pero que me curan tantas cosas, tanta cosa. Volveré a recogerlo todo otra vez, sin dejarme nada. Junto a las personas y todas esas cosas, el deseo, esa tautología que tiene el deseo, ese pleonasmo, esa repetición, sin la que no puedo pasar sin ella.
Hasta la vuelta.

martes, 29 de septiembre de 2009

La vida no sé dónde la dejé


Para que sea cierta la cita de Rimbau, en el “Babelia” del 19 de Septiembre pasado traída por Muñoz Molina, de que “la vida siempre está en otra parte.” Yo ahora la tengo con ese tono impaciente de la espera de un viaje soñado con demasiada insistencia. Sé que a la vuelta tendré demasiadas cosas que contar, como dice mi amiga Mónica, que trenza los horarios de los vuelos y hasta engaña a las compañías –aquí te compro, aquí te vendo- para que salga más barato. Pero ya no es eso, ya no es el viaje, ya es la decisión de poder hacerlo no con las posibilidades de los jóvenes, pero da lo mismo, al cansancio lo engañaré seguro y como dice un familiar, psicóloga de lujo, es cierto que me pasará como al escritor, que sentado en un banco de un pequeño parque, miraré el cielo y sentiré ese estado mágico, cuando recuperas la vida que no sabes dónde la dejaste, “Too Much Happiness”.


Mientras pienso, como hago cada día, que mi doble café Nespresso a la espera del libro abierto de las mañanas, me da lo mejor que puede darme la vida, que ahí está, ahí se quedará para siempre, es lo que tenemos las neuronas que ya no funcionan como una maquinita; pero aportaré, en cambio la calidad del cuero viejo, de la resistencia como una arcilla perfilando los bordes y la elocuencia de las manos con una manicura francesa que no nos lleva lejos.


Me voy a Nueva York para volver luego como veinte años antes, echarle la culpa al cambio de horario, y junto a mí una mujer, delgada y elegante para que sigamos viviendo juntos. Me voy a Nueva York a gastarme las preguntas que siempre me hice en las películas, a saber qué son eso de las Avenidas, de todas las razas enredadas por las calles, de su misterio, de la iniciativa, del enorme deseo, de quedarme embobado con la boca de una mujer negra, con su color seguro y exigente.


Y de paso en el viaje conseguiré como quien encuentra un manojo de llaves que no sabía dónde estaban, pues eso, la vida que no sé dónde la dejé. Por eso le llamo a este viaje una sensación, un hallazgo, una manera de ponerse, un compartimento estanco del otoño para sentirse menos solos, hacerle menos caso a los libros, al roce de una mujer en un semáforo, un cristal empañado, un objetivo.


Hacer que no me falte nunca el deseo, la vehemencia, esa manera de contar las cosas sin la facilidad del poeta, pero con todo alejado de la realidad de las cosas. Cambiar las trampas que tiene la vida por otras más fáciles, intentar ser feliz, eso que lo hacen todos y lo más llega a ratos para irse luego.


Ya sabéis –no hace falta confesarlo- que me falla la memoria, no me acabo de creer que es cosa de viejos. Antes era la reciente, la de las cosas que había hecho hace poco rato: el nombre de un amigo, la cara de quién me acababa de saludar por la calle. Mi defensa estaba que conservaba, la lejana, los libros que había leído hace veinte, treinta años. Ahora son las dos, cogidas de la mano, no te creas, me vienen a decir, tiene el mismo mal arreglo de no acordarte también dónde dejaste la vida.


Pero prometo ir por la Quinta Avenida con el lápiz en la mano para acordarme luego, prometo contaros los recuerdos más bonitos de la tierra, ir diciéndolo a tiempo nada más volver para no tener que recordarlo. Como un poema de amor que siempre empieza en el cuerpo desnudo de ella, los trazos de mis letras serán de recuperación y de aliento. Habré hundido mi boca en las páginas más bellas que tiene una ciudad con la que he soñado siempre verlas. Os traeré, os lo prometo, el exotismo y la imaginación de encontrar de nuevo, la vida que no sabía dónde la había dejado. O mejor dónde se me había quedado.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Vámonos donde quieres ir


Me dijo mi mujer. Me lo ha cumplido ella. Y supimos enseguida cómo era tenerlo todo hecho: el difícil OK de las reservas; las plazas de un avión que tienen un precio diferente en cada momento; un hotel que el lujo se le sale hasta fuera; un sitio en “The Riber Café” para no tomar nunca café, situado bajo el Brookling Bridge sino poder divisar hasta la Estatua de la Libertad con la mirada, allá lejos, casi al alcance de la mano, cierras un poco los ojos y luego se deja ver, casi se deja hacer.


Me lo hicieron muy fácil, me mandó enseguida una chica que su placer en la red es organizar viajes, diez o doce e-mails con todas las confirmaciones que quedan en la tierra, lo que podría ver luego desde la memoria. Hasta ya casi a las doce me envió un sms con más maneras de decirme que sí, que me podía ir dónde quise ir siempre. Me tuve que contener para no contestarle doce veces. Luego me mandó algún seguro para que estuviera seguro de no quedarme en tierra, un saludo, y yo un beso simplemente. Al final he conseguido que me envíe un abrazo.

Qué bello sueño: organizar viajes aunque no los fuera a hacer nadie, hay cosas que se aprovechan pensando cómo hacerlas aunque no se consuman. Le prometí un día mandarle los números de una tarjeta sin dinero, en lugar de la mi mujer, para que haga lo que quiera o una de esas mías con oro hasta los bordes que dan miedo porque ya te la están cobrando antes que la vea nadie.

Todo está organizado en pocas horas por la hija de un hombre que lo tuve a mi lado trabajando, los mejores años que fueron muy pocos porque la vida se lo llevó con impaciencia, con esa luz de falta de paciencia que nos moja los ojos y nos quita al mejor compañero. ¡Ché, no podías haberme quitado otro!

Supe de ella, supe de su hija, nada más nacer, ahora ella me dice que han pasado muchos años y a mí me parecen muy pocos porque ya me deben quedar pocos. Pero pueden ser unos días que supongan lo poco que a veces cuesta tener la gloria, cosa de un otoño, de seis días y seis noches en Manhatan, en el Hilton New York, es la ventaja de ir con un médico glorioso y exigente. Y su pareja, que es la única mujer en mi vida que me ha enviado flores.

Hacer este viaje puede servir como dice el poeta José Luis Piquero para “morirse con algún objetivo”. Ha coincidido: yo llevo también los mismos años, más o menos, esperando, él en su silencio tras su último libro ha estado aguardando como yo “lo que viene antes y después del poema”. Yo no tenía versos pero estaba dispuesto a no tachar más páginas a ver si de una vez me hacía poeta. Me he quedado tranquilo, no hace falta porque “la poesía no son los versos, sino la mirada, la sensación, el hallazgo.”

Voy a viajar, por la ruta de la mujer que organiza viajes para que a lo mejor no viaje nadie; la mujer que ayer me decía, no te extrañe que te envíe un día de estos un mail con algún posible viaje que tenga mirado, aunque no vayas a ir, solo para soñar un poco…

Esta vez –mujer que organizas viajes posibles e imposibles a la vez- que hasta noto el roce de tu vestido cuando los haces, voy a cumplir un sueño de hace tiempo: pasearme despacio por la Quinta Avenida. No tenía quién me hiciera las reservas sin habernos dicho antes ni una sola palabra en la tierra.

Dejaré por unos días las mañanas que comienzo en que yo siempre quiero ser el libro que estoy leyendo. Mi mujer anda durmiendo, me deja que me emborrache leyendo sin haber probado el vino. Entre los dos vamos a arrancar la vida aún a tiempo para hacer ese viaje que siempre más que hacer, hay que tener. Siempre detrás de las palabras no me había dado cuenta que iba a amanecer un día que podría traerme el goce casual que iba a dejarme exactamente donde quise ir, gracias a ella.

Añadido me trajo, como haciendo el camino, la belleza imposible de un sueño hecho destino, un destino que me lo iba a buscar una chica que hasta ya está pensando conmigo, un nuevo camino. Tú lo haces lentamente, seguro que habrás pensado, no te preocupes, yo sabré hacértelo exactamente a tu medida, de ti y de quién ha construido su vida junto a la tuya tantos años.

Eso cuesta, hay que tener gestos y libertades al mismo tiempo, hay que saber entender por parte de mi propia mujer lo que quizá entre estos papeles nadie hubiera entendido, absolutamente nadie.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Espera, que tengo que terminar una cosa


Es lo que te dicen. Y lo dejas estar. Te quedas, no obstante, con la sensación de estar intacto, pierdes el miedo de soltar el equipaje y eso que hay algo del mismo que siempre nos pertenece. Por eso sigo escribiendo, casi sin equipaje, con mis papeles y mis dudas, utilizando este puente del lenguaje que permite llegar a todas partes, hasta en ocasiones te inventas un poema que no cuelgas.


Siempre alguien a quien yo me acercaba estaba terminando una cosa; las mías en cambio las tengo terminadas, sino no hubiera ni acercado la cara, no hubiera dicho que soy una persona amable, con la falta que hacen, no hubiera traído la huella del último libro leído en esa hora de la mañana en que me sirve lo que le pasa a esa chica de su edad para la que la música “es un sitio” y nos explica esa “parte donde nunca nos abrazan”. (“Deseo ser punk” de Soledad Puértolas) A mí han dejado de abrazarme muchas de las otras partes, las que todavía tengo libres. Yo escribo desde aquí y me invento casi todo el sueño, pero de repente, como dos o tres años antes alguien quiso ser una reina, y es verdad que en ese caso, la tenía a mi lado y además del abrazo intenté besarla. Pero no pudo ser. Y ahora, luego de ese tiempo transcurrido, en una especie de no sé qué seguimiento que está siguiendo, le han peguntado y ha dicho sí, sigo con Romero.


Tengo las cosas terminadas, no están del todo mal hechas, es cuestión de volver a pasar el trapo por dónde debes, de asumir las responsabilidades propias porque puedes hacerlo –tengo crédito para ello- y desde la zona donde no te abraza nadie, eres un hombre que se aferra a la vida porque es razón suficiente para seguir viviendo. Cultivas a ratos el pecado solitario de la propia escritura, hay veces que se me notan hasta los pelos y señales, da lo mismo, y hasta si lo contaran por ahí no quedaría tan mal, siempre tuve los modos y maneras, tienen un coste adicional muy elevado y lo exijo a los demás, valga lo que valga tenerlo. La honestidad de quien se entrega no la puedes engañar nunca aunque estés en la miseria.


Volveré cuando haga falta y a quién haga falta a pedirle la necesidad del momento, pero pediré, como una obscenidad permanente la oportunidad de los muslos abiertos. Respetaré los ojos ajenos, su estilo, su observación y si en algún momento niega mi ropaje, me bastará el mensaje del error para dejar de cultivarlo. Volveré y en esa vuelta buscaré con matices de permanencia que el futuro que esté por venir, no nos lo inventaremos, se lo tiene uno que buscar cada vez y ni yo mismo pienso que me va a faltar tiempo.


El futuro es construcción, esfuerzo, de la misma manera que lo hizo uno anteriormente y que sirvió para ganarse el estilo, la señal de estar en muchas cosas en lo cierto y en aquellos que no, ponerse a averiguarlas. El futuro no viene de repente, no es la primitiva de los jueves, yo estoy en ello todavía porque ando convencido de que me queda ese futuro, seguimiento, las cosas más cerca que puedan ser ya casi una certeza.


Tengo un huequillo en la nuca, detrás del pelo que espero, igual que yo un día intenté dar un beso, pueda ser el acoso de la ancha capacidad de una mujer que quiera que esto mismo salga bien y entonces sale bien, así de sencillo. Que no tenga que terminar ninguna cosa, su postura sea una cercanía, mirarme a los ojos, no dejar de mirarme, a los ojos nada más, nada menos. Lo aviso, mi vejez suaviza, pero de verdad ni llega a ser vejez porque no hay nadie que lo sea sino quiere.


Voy a tener yo también mi propio seguimiento igual que intenté una vez dar un beso y no pude hacerlo. No sé si voy a ser feliz, pero al menos voy a intentar serlo, aún me queda mucho tiempo, ni tendré el dolor de llegar tarde porque sabré que me están esperando.


Quiero seguir, tengo curiosidad por saber lo que dejo luego.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Muchas veces cierro hasta los párpados


Porque el cariño de los ojos, suele ser en ocasiones duro e imposible, como un adverbio que se te ha quedado escribiendo, y a veces tienes que volver la vista atrás por esa dureza que tienen los ojos, que se te quedó hasta en la propia mirada. Cuánto talento hemos de tener para poder salir adelante en cualquier circunstancia. Y cuánto duelen las palabras que no pueden salir.

Se me ha quedado, al fin y al cabo, lo peor, un retorno cansado que no se lo puedo atribuir todo al verano, es algo como una lluvia propia provocada por mí, hasta ajena por completo a cómo está el cielo, la opacidad la tengo yo. De todos modos, aunque llueva, ya que opino como Umbral que la lluvia es un sentimiento que debiera figurar en los catálogos de la psicología sentimental. Porque llueve por dentro, digo yo, en esos momentos de la vida en que no tienes tiempo de mirar el tiempo, sólo tus propias esencias.

Voy a ver con las novelas cómo me las arreglo para que esa ilusión decore la piel de mis semanas, la invariable falta de posibilidades de mi cuerpo que sólo uno mismo tiene en cuenta. Tendré que escribir despacio, desnudo de fracasos y arrepentimientos, muy solo, pero no evitará que me vuelva a inventar el rumor de un cabello de mujer como en un salón de violines lentos; sabré besar de nuevo entre palabras con un presente triste y pálido porque sigo creyendo, sigo creyendo en la bondad del ser humano como si fuera un dios en seco.

El alcohol del pensar lo proporciona la soledad y esa la tengo como quiera. Debe ser que como yo temo a la noche, me vienen los crepúsculos ya manchados, en cambio tengo, a la mañana –muy a la mañana- cual una antorcha blanca por haber pasado ya la madrugada.

Nunca tuve en cuenta la numerología de los abrazos, las veces que dejé los brazos tiernos, la exquisitez de saber poner las manos aunque luego nunca supiera del pecado, como un género desprestigiado que nombrarlo ya te hace ante los demás, viejo. Me da lo mismo, antes perdonado, mis manos siempre demandaron el presente porque no es una medida de tiempo, es sólo lo que pasa.

Cierro los párpados y me visto de soledad como un mendigo. Se me van terminando como si fuera mi última gloria, las noches mal dormidas, no es que no quede sueño, es que puedo ya no hallar la propia noche, por eso hasta me noto inseguro escribiendo.

Porque tengo un sombra ya cansada, hasta de escribirla, como el color violeta venido a menos para amarme al menos yo a mí mismo y que me quede tranquilo luego, más despacio, y pueda comprenderlo todo lentamente, sin ayuda de nadie. Tengo el suficiente talento para seguir adelante, lo único que hemos de procurar es que no afecte a nadie. Porque jamás lo tuve tan claro ni pienso que haya ningún secreto: la vida es agua y fuego, es mantenerse y consumirse quieto, esperando a ver qué ocurre.

Debe ser una cuestión de no poder cerrar los párpados, pero no voy a insistir en hacerlo, sólo me interesa el presente porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida. Y ya lo dijo Borges que todo amanecer nos finge un comienzo. Quiero ese amanecer para hacerme mucho más dispuesto de nuevo, la tremenda eficacia que tiene de silencio se descubre más tarde, por eso el viejo siempre es menos brillante pero escribe como vive, es inevitable. Gasto muchas metáforas porque es la única elocuencia que tiene mi universo de los libros, mi vicio, mi seducción, mi manera de sostenerme, mi libertad.

Aunque a la libertad como a la felicidad nunca se llega, se intenta averiguar cómo se va a ella. Me queda todavía la vida, razón suficiente para seguir vivo.