domingo, 28 de diciembre de 2008

Querer es mi código

Si me paso tiempo sin ejercer mi derecho podría convertirme en una planta que se habría muerto. Por eso mi empeño –si es que tuviera el don del lenguaje- en buscar en la intención de cada rostro, diecisiete maneras de sonrisa o un poco más y poder expresarlo. Querer es mi código para que pueda todo tener un día arreglo, o a medias o algo. En los casos en que no es del todo, queda la cicatriz de la tristeza, que bien mirada nunca tiene fondo porque es algo similar a estar muy cansado y lo estamos muchas veces.

Ejerciendo ese código, lo ideal son ciclos alternativos de obscenidad y de ternura, invirtiendo esfuerzo y tiempo. Me he rendido muchas veces diciéndolo, pidiendo a voces la respuesta adecuada a mi empeño. He gastado lenguaje propio y ajeno, salvando en vano el tiempo que se me ha ido yendo, día a día con pérdidas amargas o con ilusiones que no iban a ser mías. Qué mal he ejercido toda esta legislación entre hombres y mujeres, al menos la mía propia.

Pero me va a dar lo mismo, cuánto más tarde en decirlo va ser peor; tengo una alameda abierta de palabras para que las coja quien quiera, quien me lea, quien me quiera, quien esté dispuesto a practicar las leyes que tienen el amor y sus leyes. Ando sobrado del placer que se necesita, lo expondré con rigor y desvergüenza; veinticuatro horas sin quejarme, sin que nada me duela, veinticuatro horas alargando los brazos para tocar a alguien.

Ya va ser manía, buscaré por todas partes, por sitios habituales en que se me conoce, confortables, casi importantes, o los más oscuros con las mujeres esperando colgarse de lo que no puede tener más significado que un cuelgue: manejo sin incidencias de palabras, esos sitios del deseo –gratuitos para los deseosos- donde esperas justo el tiempo tierno y excitante y averiguas que el universo si está bien hecho anda lleno de placer ilimitado.

No me cansaré de nada que tenga los artículos del código. Ya lo sé que hasta follar cansa, que la seducción puede ser una simple manía; que me ha entrado el viento de la edad por la ventana cuando intento volver a desnudarme lentamente para corresponder así a la otra parte contratante. Una mujer desnuda es una vocación para las manos, una fiesta, un despilfarro, yo lo he leído y confirmado en algún sitio en estos últimos cincuenta años.

Ni me engañaron los libros, ni las ganas que haya sido cierto, era como una estrategia para vivirlo, aprender a escribirlo luego mientras lo estaba leyendo y nunca tenía el final lejos. Junto al código de querer a alguien, puse al lado siempre el de la lectura, la música, los cigarrillos, la cerveza y el sexo. Si se me terminaba la cerveza siempre había un buen vino o lo cataba yo o lo cataba ella para que terminara siendo cosa de dos.

Y entre mis excentricidades o mis necesidades –llámese como se llamen- siempre estuvo gritar para que se notara, relativizar lo que estaba en juego, aprovechar los huecos, la curiosidad de todos esos huecos. Conocerlos, estar dentro de ellos exige un grito, una forma de código, es cuestión de poner entusiasmo y mi propio lenguaje que no se me acababa.

Porque con mis palabras siempre pongo promesas e ilusiones, quiero sobornar con un lirismo preciso, romántico, lleno de resaca de la última vez. Y además intencionalidad, metáfora y la sacralidad de la anatomía de una mujer. Ya me imagino unos pechos erigidos en sistema, un pelo de miel quemada, sus altos simbolismos y al final los ojos cargados de mirada.

Así no lo puedo evitar, mi código es querer.

martes, 23 de diciembre de 2008

"La cultura vale la lucha"


Son palabras de Hemingway, eso es tener lo básico, hasta la manera de poder rebatirle al poeta Valverde “si es que el tiempo se detiene/o eres tú mismo/el que, sin previo aviso/se ha dado finalmente/ por vencido”. Lo he dicho muchas veces y lo voy a repetir de nuevo cuando todos celebramos una insistencia de tener la fiesta encima: no me doy por vencido.

Mi fiesta es un aprendizaje, un desahogo diario que muchas veces no sólo me lo proporcionan los libros de encima de la mesa. Ya que estoy escribiendo en un espacio ancho donde podemos llegar a conocer lo que nunca tendremos y ponemos cariño sin saber bien por qué.

Preguntaremos desde una bandeja de entrada con letras en negrilla, poco sabremos, “gallega y callada”, pero con una aportación a la cultura cimentada y propia que anticipa la lucha y la manera de no darse por vencido nunca.

Pero seguiré el camino comenzado un día hasta hallarla en una cima muy alta donde pueda divisarla desnuda y hermosa. Así podré desarrollar, como dice Manuel Vicent desde mi mismo Mediterráneo esa estética escondida que lleva en su interior “un desorden muy difícil de aceptar”. Pues me captó para siempre la posibilidad de esa estética que podemos llevar a medias sólo con el sueño de la desnudez ajena, pero desde esa cima tan alta y tan llena de fortaleza y sabiduría como jamás conocí.

Y en mi ropaje lo de siempre: la cercanía de los libros impacientes, mi manera de contarlos, de buscarles la imagen de reclamo como un día la generosidad de Jorge Herralde me dio de sus portadas de Anagrama para “acércate a los libros”. “Toma la que quieras, pones el origen bajo y basta, que tú eres librero de entretelas” o "colmenero" como me llamó un día Limón Ceutí.

Uno adquiere moral, maneras de entenderse para toda la vida: es lo mismo modales y cultura. Por eso a mí me pasa que siento como mi mejor defensa, un empuje profundo, actualizado día a día (el pasado para los que lo han pasado) que me lleva a un mar de mi tierra en que solo desnudo sabré si podré sobrevivir. Y digo adrede desnudo porque desnuda la tengo que encontrar.

Se va desgarrando este pozo de escritura y sigue siendo a medias aunque no se note. A la vez me desgranan un poema adrede en esa bandeja de entradas, que leo con pausa, pero lo que siento me resulta inevitable: cómo cada mañana hacíamos a la música querida y compartida. Es verdaderamente único el reflejo de escuchar a la vez dos personas, la voz de Ainoa Arteta que le devuelve la vida a su AMA y a nosotros nos la canta desde “La golondrina”, o el “Lamento boricano”, ó su propia vida antes de un “Ne me quite pas”, inmortal, imborrable. La voz hecha para la ópera en la canción barroca y provinciana. Este compartimiento sí que es el chat del sentimiento, sin palabras ni huecos, no hace falta conexión alguna.

Por todo esto son ciertas y mías las palabras de Hemingway que “la cultura vale la lucha”. Para mí lo es mi propia resistencia, mi insistencia en tener otra vez lo más bello que tuve; de llevar en los dedos la orilla de los libros; de esa verdad de Eloy Sánchez que es la parte con que empiezo mi diario cada día, que “a cierta edad, un hombre no se engaña y sabe lo que ha sido en su existencia de veras decisivo”. Lo repetiré siempre.

Pues venga la cultura y lo que fue ésta en lo decisivo, en lo que tuve y sigo teniendo: repetirse las entregas y las respuestas, ya lo sé. Hata que llegue ese encuentro y tocarse luego, porque ya lo dije en voz de Milena Agus, "es terrible que no toque nunca nadie." Por eso dentro de la sinceridad y la propia intimidad nunca callaré lo que no tiene posible silencio y la necesidad manifiesta de que amen siempre dos, jamás es bastante uno, y si amas lo sabes, lo dices, ya no te aguantas porque lo único que tienes que aguantar es la vida.

Así casi te sientes inmortal para seguir venciendo.

EL ABOGADO DEL DIABLO


Por el Diablo Cojuelo

Después de haber ejercido 38 años de abogado, visceralmente y como es mi deber me pongo siempre del lado del malo, que al fin y a la postre viene a resultar el menos malo; en el noventa por ciento de los casos el bueno acaba siendo peor.

Con anterioridad a que se “inventara” en mi país la separación y el divorcio, en aquellos matrimonios de hostilidad declarada y guerra sin cuartel en casa en que la madre demonizaba al padre frente a la prole, le resultaba a aquella un gol en la propia portería, porque al fin de la jornada, el hijo, en su subconsciente –y a veces a conciencia, se quedaba siempre con el padre. La vida es paradójica: de la aridez brotó el caudal y de la aspereza dulzura.

Sí; el malo es el menos malo. Y, si no, fíjate en lo que te voy a contar. En el pueblo donde pasábamos los veranos cuando era niño –la que luego resultó ser la etapa más importante de mi vida, había un lerdo, un pobre infeliz, al que la parroquia tenía entre ceja y ceja porque decían que molestaba a los niños. Hoy es mucha moda. Aunque nos lo habían pintado como el mismísimo Belcebú del que debíamos huir tras santiguarnos tres veces como exorcismo, yo tenía por entonces la edad de los tebeos y amí nunca me importunó. Bien, por el contrario, lo veía tímido e inocente, me daba lástima cuando pasaba, una y otra tarde, por frente a su casa y lo encontraba meciéndose en una silla de enea ensimismado, como ido. Adiós Eustaquio, le decía al pasar; y él levantaba una mano.

Pero el personal erre que erre: que molestaba a los niños. Hasta que un día, con ocasión de las fiestas patronales, se organizó una cacería, día y noche, en la que tomó parte todo “macho” de la comarca; y comoquiera que Eustaquio apostaba por el malo y les espantaba la caza, acabaron cosiéndolo a perdigonazos, dos pájaros de un tiro, dijeron, que hemos librado al pueblo de un bujarrón de mierda.

Los autores de lo que llamaría “el magnicidio”, debían de haber paseado después por todo el vecindario –como hace el que mata a una alimaña, en una bolsa la cabeza de Eustaquio y en otra ir recogiendo la voluntad por el servicio prestado.

Al médico, que rendía visita a la aldea dos veces al mes, se le oyó decir por lo bajo que Eustaquio era retrasado mental –si no subnormal profundo. Por su parte el cura se refirió en el sermón a “un desgraciado accidente” –ellos siempre con la verdad por delante; y en el entierro, tras el cadáver, figuraron con su traje de domingo la fuerzas vivas: el Juez, el Regidor, el Reverendo y demás…, no sé lo que iba a decir: los buenos Bienaventurados los que padacen persecución por la Justicia.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

He elegido el ocio de las palabras y el cariño

Quiero salvar aunque sea en vano el tiempo que se ha ido y no perder el que me queda y para eso no queda más recurso que enriquecerse con el ocio porque ya estamos en la madurez, lo adulto, lo consumado. A lo mejor eso ni existe, llevábamos el mañana dentro y eso ha sido el tiempo que ha avanzado. Pues en ese tiempo de luego que solo retiene los restos del recuerdo, me he plantado entre medio –erguido, me aconsejaron para vencer mi forma de caminar- y elegí entre tanta confusión: las palabras y el cariño. Siempre insisto: para no llegar a verles nunca su final.

El cariño es fácil: una mujer puede ser a la vez la verdad y la belleza. La verdad porque puede decirme lo que necesito escuchar, ya me encargaré yo de darle tinte verdadero porque proviene siempre de la intención; la belleza en esa vida más alta que todos buscamos. En cuanto a las palabras, estaremos de paso con ellas, duermen, hasta que alguien quiere, las despierta, les da sentido, las necesita.

Se me van cerrando carpetas, sitios que podía llegar y ahora no llego y lucho porque se me abran huecos nuevos. Todo tendrá sentido si con ayuda del cariño que pongo al decirlo, acaban siendo formas nuevas de mantenerse en la vida, el ocio elegido con esfuerzo y empeño. Que no me robe nadie tiempo porque me falta tiempo, elegiré las maneras de darle mejor sentido, riqueza y atractivo. Así voy haciendo el camino para el rito del cariño porque ganadores son sólo los queridos hasta la empuñadura, vamos haciendo sueños, palabras hasta desbaratarnos, siendo capaces de alimentar un escritorio público descarado y tierno.

No puedo pasar ningún amanecer quieto sin pensar en que alguien me esté queriendo, cierro a veces el libro y eso es lo que creo para que cada palabra tenga su sustento verdadero, la que estoy leyendo, la que voy a escribir luego. Así me voy imaginando el propio cuerpo ya, con el que después le pide sitio, la excitación que necesita seguir siendo excitación.

Necesito inventarme para cultivar ese ocio algún disparate, lo que diga la razón que no debe ser cierto, donde falle el cálculo, la prudencia, hasta el miedo. No, nadie nace terminado y yo estoy así de esa manera en eso, en ir terminándome pero con la mejor resistencia a que se acabe.

Agotaré siempre que pueda ese fácil sistema de no pensar más. Haré lo contrario, pensaré en lo que viene porque me lo habré fabricado, me lo estoy haciendo a ratos: el libro siempre abierto, la apagada música como si viniera de lejos que me pongo cada mañana en compañía persistente.

Quiero el aprendizaje de quedarme, de aquí no me tira nadie: os lo dije de la mujer verdadera y bella, el ruido de los besos y la risa que viene luego; las debilidades de uno y otro que juntas ya van siendo menos debilidades; el problema y placer de contarlo luego. Por eso, para que me basten las palabras para poder penetrar en cualquier otra vida, preparando –ya que estoy en el ocio- el abrazo libre y promiscuo.

Más o menos todas las vidas acaban en derrota, se anticipa el físico y lo otro viene luego cuando se sabe de verdad quién eras. Pues yo quiero que la mía no se acabe, que se entretenga: con la lectura, ese vicio impune que decía Larbau, con el silencio de una madurez que se resiste a que la llamen peor; la piel que puede ser necesaria para la lealtad con otra piel.

Siempre termino en el mismo desvergonzado camino, como en ciclos sucesivos de obscenidad y ternura. Podría ser una forma de titulación a todas las palabras: la obscenidad del empeño, diciendo, escribiendo; la ternura de la penúltimo caricia porque nunca se me acabará el cariño.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Una aventura no planeada


Con una melancolía propia y repetida, cada uno saca lo que saca, porque me aterra estar solo, una forma de expresar el amor. Aquí vine con restos de palabras no siempre desperdigadas al quedárseme los ojos insólitos ante cada respuesta, cual una bruma que se me abrió de pronto y me puse a escribir como en este escritorio más de cerca, que podía ser compartido; y eso no es un oficio, se parece a una enfermedad. Terminas de decir en cuatro líneas lo que no puedes contener por dentro, así -al primero a ti mismo- ya no le debes nada a nadie. Enfermedad o aventura, tanto da, nada te va a salvar la vida, pero la apoyas cada vez que escribiendo le vas dando a todo tu propio sentido.

Aportas entre las líneas -dentro de mi desconocimiento- pequeños puntos de contacto, esos que son como media vida luego. Cada vez que escribo no concluyo, empiezo ese polvo de verbo que todos tenemos dentro. Estreno cada vez y cada día una ilusión, al menos porque es la del día. Cómo la cuento, cómo la escribo no se va a repetir, no sé si es una forma de intentar ser feliz -caso que quiera realmente serlo- pero tiene la entidad del arranque, del instante. Detrás de cada escrito está mi vida, la forma en que la vivo o la quisiera vivir, nadie me la va a medir, ni podré saber de su talla ni de su medida.

Escribiendo, me parece, que me llevo el lujo a los labios -sitio, por excelencia, para saborearlo porque es lo último que suele ir madurando-. Uno empieza a escribir para escaparse de la vida, luego sin dejar la literatura -con ella a tu vera- vas encontrando los caminos de esa aventura no planeada que te lleva desde los labios, donde tú quieras.

De verdad no escribo ninguna historia propia pero siempre se escapa en la manera de ponerme, las señales que todos llevarnos a medias al menos en alguna mirada. Escribiendo noto rasgos que antes no sentía por no saber contarlos: una especie de serenidad hasta en momentos en que pienso, me sigue faltando palabras ajenas. Quiero así encontrar el sitio justo, inmediato, donde más se ponen las mujeres para entender aventuras con los signos ortográficos justos y medidos, pero la ilusión de esas aventura siempre estará pendiente.

Todo me ayuda a conseguir esa ilusión y unos pocos poemas ajenos ya que no me he aprendido los propios porque hubo un rato ya hace tiempo que supe romperlos, hacer tiras de papel con ellos, mejor preguntar por esos ajenos donde está “el latir de la vida y lo que las cosas dicen.” (Eloy Sánchez Rosillo)

No le demos más vueltas, la osadía me beneficia, la respuesta me reconforta, el eco de que haya una sola palabra que le sirva a alguien es motivo suficiente para aparcar debilidades que siempre se tienen. Ni una sola línea está escrita con la intención hacia fuera si ésta no es buena. Las arrugas que cruzan por mi cara -que se notan entre las palabras- son el mapa de mi vida y la necesidad de una respuesta es una muestra de entendimiento que me llega más cerca, desde cada esquina de la vida, las marcas que van dejando los años, todo se cruza, es un espejo para mirarse cerca.

Pero lo puedo asegurar, no estaba planeada esta aventura. Ha sido cosas de leer tantas veces tanto rato, de buscar los alrededores de una bella cintura, la dimensión de su plaza menor para saber que una vez allí, sin embargo, no hay nada mejor: esa cercanía.

Ni fui nunca poeta ni aprendí a ser narrador, pero mi tozudez con las palabras casí se puede parecer al empeño de la carne cuando tiene destino y motivo. A veces con esos motivos literarios me he dado cuenta de querer de la vida -sensual, propia, íntima-lo que no me va a pertenecer nunca. Hasta los escritores le llaman deseo, la renovación de la vida o al menos un universo leve pero de momentos de placer ilimitados.

Tienen forma de aventura no planeada.

martes, 2 de diciembre de 2008

Necesito un diseño frívolo cada día


También puede ser una razón por la que duermo siempre con las persianas subidas para que entre la vida que me queda tan bien. No sé si me va realmente bien pero busco en cada amanecer el estilo perfecto de la novedad, esa frívola razón -alguna tendré que seguir contando- que me hace sonreír al menos en busca de un humor que nunca tuve, siendo como es la más admirable cortesía entre los humanos.
Me defiendo con la frivolidad, con mi manera de comunicarme que sé que atrae, que produce a veces hasta un gesto sensual, una intención suelta que en ocasiones me vale la pena explicárselo a aquel con quién estoy. Porque a mí nada me va a sorprender, le voy a sacar todo el partido posible hasta el beso en un saludo o el deseo en mi despedida de que pase un buen día quién está un momento conmigo. Casi parece como una invitación a que lo pasemos juntos.

Le saco partido, disfruto cualquier instante porque lo necesito desde bien temprano, recién amanecido, voy así en busca de mi paraíso: la otra mañana cuando en mi reino de una papelería de barrio, le desordenaba los bolígrafos y los lápices para ocultar mi nerviosismo a quién con una sutileza y un belleza extraordinaria por dentro y por fuera, dibujaba la dedicatoria de un cuento diseñado por ella, que le compré para mi gente más pequeña. No tuve beso de llegada y despedida, lo supe substituir entrelazando las manos. Ya sabéis es mi defensa para que no se me quede el tacto viejo: seguir sabiendo de la piel de una mujer.

Esos instantes dan la fuerza, la terquedad para que tengas un cierto paraíso cada día, una frivolidad llena de vida que parece que no viene a cuento, pero que sirve para que me digan luego: ¿te quedas? Y palpo entre las palabras como buscando una nueva cintura porque la vida tuvo siempre para mí forma de cintura de mujer. Es una manera infalible de estrenar cada día como si fuera a ser tu mejor día, que te iba a traer sueños que no te trajo nunca, una resistencia a que la vejez fuera una derrota. No renuncio a nada, a nada que no pueda, sin comprobarlo muy bien antes y preguntándoselo, sobre todo a cada amanecer sin persianas en la ventana del cuarto para que quepa todo.

Sino la felicidad, un cierto nerviosismo por tenerla hasta el último segundo que puede que venga. Dará lo mismo que me equivoque otra vez, lo importante será el poder elegir: ya que hablaba el otro día del abrazo, abrazarse desnudos para enriquecer la piel; volver a mirar a una mujer como si no la hubiera visto nunca y quisiera saberlo todo de ella; hacer el amor asumiendo hasta la dureza del final, otra vez las caderas suaves y los pechos sin prisa; abolir todas las fronteras y apuntarse a la fiesta de los amantes adultos; que el amor sirva para eso, para saber cómo va a venir el día, volver a aprenderse la vida boca a boca hasta que vuelvan de nuevo las nostalgias de las biografías y el silencio.

Eso quiero que me traiga el diseño frívolo de cada día para tener así los centímetros cuadrados favoritos
.

MEMORIA Y DESGRAVIO DE MI MADRE


Por Corazón de quita y pon

A las internautas que habitualmente
pinchan el blog de Fran

Mi madre quedó siempre fuera del alcance y demoras de mi memoria, de los atisbos de mi imaginación; no digo ya del Olimpo de mis dioses, sino del círculo de los más allegados a quienes, al correr del tiempo, he dedicado al menos una palabra de amor. De modo que pudiera parecer que en el reparto le asigné la peor parte, el desecho de mis afectos. Si de nilño me preguntaban “¿a quién quieres más a tu padre o a tu madre?”, contestaba invariablemente que a ninguno de los dos. Pero sí a mi padre he venido a comprenderlo al hacerme viejo, a mi madre ni eso.

Si es verdad que “Genoveva Luján” es, de principio a fin, una semblanza de ella, en cierta ocasión se me espetó que ningún hijo ha escrito nunca nada tan despiadado de su madre. Aún dando por bueno el reproche, pude replicar que el relato está enhebrado en la fascinación que ejerció sobre mí una mujer impar, y en el amor inconfesado que le profesé. Porque, al fin y al cabo, qué es el odio sino incomprensión, qué otra cosa que un malentendido.

Y no me quisiera morir sin arañar en los recuerdos y dejar escrito, mal que bien y de una vez por todas, cuatro palabras, que falta hacen, que la desagravien. Porque yo no creo que ella viva, no creo en lo que nos obligaron a creer y ella creía. Pienso, en cambio, que el ser al morir se desintegra. Pero donde quiera que pudiera estar, lo que fuera que pudiera ser, la fuerza más inoperante entre las fuerzas, a menudo le atribuyo algo bueno que me pasa, se me hace como si me devolviera bien por mal; ¿o es que le ocurre lo mismo que a mí, que no puede vivir -quiero decir morir del todo, del remordimiento?

En “Genoveva Luján” me empeñé en dejarla dibujada para siempre en el jardín de Lauria, un enclave frondoso a las espaldas de la finca en que nací y en el mismo corazón de la ciudad, oloroso a magnolios y acacias en flor, a donde bajaba mi madre, al caer la tarde, con la mucama y los niños, joven aún, desdeñosa, fresca y arrogante, falda plisada de mohair, blusa de organza y se sentaba a la amazona, sobre el borde de la alberca, con el mundo a sus pies y su novela rosa.

Pero más que hago y se me vuelven los recuerdos rancios, los dedos se me antojan huéspedes; la veo de mal talante, regañándome, me privaba por sistema de cuanto me hacía feliz, prevalece el lado oscuro de las cosas, su continua frustración por haber creído que la vida es rosa.

Una noche, acabaron de cenar los niños, se hizo hora de acostarlos y la mamá no llegaba. La mucama no se atrevió a suplantarla y meternos en la cama. Nos caíamos de sueño en la salita redonda, cuando se abrió la puerta y entró sin decir palabra, anegada en llanto: había muerto el Notario.

Se le cayó el mundo encima; sin la presencia protectora de su padre se quedaba en descampado y sola, enfrentada al rencor y al desengaño de un matrimonio burgués en almoneda. No le quedó otro recurso que la novela rosa, instalarse en el recuerdo de cuando era hermosa y el chofer del señor Notario la llevaba en la limusina al mar, mientras ella, blusa camisera y falda hasta el borceguí, en pago a su servidor consentía en dejarse mirar por el espejo retrovisor.

Pero no quiero volver a las andadas, que hoy he venido a ver sólo el lado bueno de las cosas, a agachar la cabeza y tragar por dentro. Cuando llegaba el verano, nos íbamos a Valverde del Júcar por tres meses. “Villa Zoraida” era un santuario de mi padre, que construyó piedra a piedra el suyo, poniéndole por nombre el de la niña muerta; con los mismos árboles frutales, el granado, el limonero, un nisperero, que plantara en vida en el jardín mi abuelo. Pero mi madre quiso dejar allí también su impronta. De entre todas las flores, no había para ella otra comparable al jazmín blanco -no el chiquito, amarillento y terso, sino el desalmado y blanco, el nevado, que se desparrama de solo mirarlo. Había hecho plantar enredaderas a diestro y siniestro y, al caer la tarde, el sol ya en menoscabo y la flor recobrando su frescura, los recogía en un pañuelo blanco y enhebraba uno a uno, delicadamente con la aguja en su regazo, hasta formar un tacho, un pomo de blancura perfumada, que adhería a la punta del escote de su blusa, también blanco.

Así la veré siempre. De tal manera que, medio siglo que ha pasado y me basta caminar junto a una tapia en verano y el olor a jazmín, tan frecuente en estos pagos, me trae de golpe el recuerdo de mi madre, arrogante, desdeñosa, todavía hermosa, junto al jazminero blanco.

Y eso fue, en fin de cuentas, su vida: un tacho de jazmín, que dura fresco desde que se pone el sol hasta que cierra la noche; después se achica y degrada, se marchita; y, al rato, no es nada.


miércoles, 26 de noviembre de 2008

Mi deseo de tocar el mundo

De no ser sólo como un individuo y puestos a ello superar todos los límites, fungirme en otro ser, para juntos poder calmar así mi sed ilimitada de la vida, mi propio talento de vivir. Viene a ser lo contrario de lo que tengo: quería escapar de la soledad y no buscar ya nada más. Y es en ese mundo que quiero tocar, por el que he de caminar a solas, majestuoso e indiferente, orgulloso y exigente para obtener así la manera de vencerlo todo. Para ello hace falta, una gran individualidad y hacerte con una historia detrás.

Instrumentos a utilizar: los libros son la mejor parte mía, me devuelven la fuerza vital que he ido perdiendo por el camino en mi cruel servidumbre al cuerpo. Ya me puede doler lo que me duela si estoy leyendo. Ese libro será entonces como dije una vez, mi tierra, mi barro, mi agua, mi deseo de una mujer. Y sobre todo, mis palabras, esas que pueden servirme un día para comerme el mundo.

Ésas que aquí me abren camino tantas veces para que una mujer diga: eres el único hombre que has sabido abrazarme, porque el abrazo tiene un misterio y un rito que hay que aprenderse antes, cuando vas por la calle inventando la manera de poder tocar al mundo y a una mujer.

Sin hacerle caso a nada: ni al tiempo, que lo cambia todo, crea nuevas conductas, modas y maneras cuando ya te habías aprendido alguna y hasta era cómoda y bonita la chaqueta de pana que llevabas puesta por un camino libre y ligero, de la mano del lenguaje, lo único verdadero que me queda al final de cada tarde.

A pesar de todos los pesares, amo tanto la aventura de la vida que me basta, comiendo hoy sin compañía, con una revista informática que dejaba poner mal el plato al camarero, quiero buscar, junto con ese abrazo tierno y único -no hay contradicción- la certeza como dice el poeta, de “estar solo para hallar lo que importa.” He hecho mal a estas alturas demasiadas cosas, no tengo vuelta atrás porque ni me he planteado que existe: solo está lo que hice, lo que dije, lo que sueño con la ventana subida cada noche.

Y después de los libros, de estar un rato aquí, me imagino de una vez aquello que fue y no pudo ser, ni es verdad: que esa chica con la ropa de marca que devolvía varias veces, se paseaba con tacones por la casa, se empeñaba que yo lo había leído casi todo, me hacía compañía con la puerta cerrada porque tenía otra razón distinta que la mía y con esa otra razón se fue un día. Así tuve que decirlo en un salón entre risas y una simple pregunta de curiosidad. Así lo contesté, ya no está, ya no está.

Tampoco ha sido verdad que me puse a rellenar una tarde este cuaderno con todas las cosas que sentía, que quería decir y no me atrevía a hacerlo hasta que alguien me dijo hazlo. No se qué lo que tenía dentro en el camino imposible entre su belleza, su sabiduría y su forma de entenderme. La parte que es verdad de todo esto está escrito, casi más la puso ella dándome el aliento, una fuerza que yo pensaba que era imposible que la tuviera una mujer junto a un mar muy distante del mío, un mar tan bello que no me puedo quedar sin ir a verlo a su lado. Ya lo conozco, pero necesito saber cómo es estando a junto a ella.

Hace díaz leía una cita de de Juan Carlos Onetti “que le gustaría sufrir de amnesia para olvidar los libros que amaba y volver a leerlos con la misma placentera sorpresa que la primera vez.” Pues es lo que tengo con ellos un pacto distinto de placer: saber los que me quedan por leer. He hecho un cálculo: los mismos más o menos que he leído en todos estos años.

Bueno, pues eso viene a ser querer tocar y comerse un poco el mundo: una vejez así, con la pequeña sabiduría del esfuerzo, del estudio, del empeño, del sueño, del deseo; una tarde alargándose, tiempo de sobra, casi prestado. Y escribir cualquier cosa que no venía a cuento.

Pero no me podido evitar, además de contaros mi deseo de poder tocar el mundo, mirar una habitación vacía, no sé por qué.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Me abandono a las palabras


Porque en ellas está mi horizonte, mi energía, la manera de borrar mis errores, todos los ideales que me sirven hasta para la salud del cuerpo. Palabras que me salvan una y otra vez como una especie de sortilegio erótico para hablar de los libros. Busco en ellas al mismo tiempo el problema y el placer, la llamada salvaje para ver si ese adorable ser me calma o aumenta mi embriaguez. Con ellas puedo prometer y prometo un año entero de caricias y escribir con la tinta guardada desde ayer las palabras que no supe decir jamás. Me temblaba el misterio de lo que vendría luego, me acogía la lucidez de hacerme nuevo, de poder cumplir aquello que ya debí hacer, un especie de sentimiento asimétrico de viene y ven.

Además, a la vez mi palabra quiero que sea ventisca y pasión, seguro que la aportaré, no haré nada más: o a falta de papel la cara cerca de una mujer; o la debilidad de ser este hombre que aquí digo que soy porque las debilidades aproximan, dejan más quieto, se alarga como estés y si luego te preguntan cómo estás tendrás el suficiente talento para convencer que te falta solo un punto para terminar en el abandono de quién quiera saberlo.

Siempre escribo con café, humo y melancolía, estoy también de acuerdo con la cita de Pascal en el “Dietario voluble” de Vila-Matas: “la mayoría de los problemas de los seres humanos vienen de no poder quedarse tranquilos en su habitación.” Pues yo tengo una habitación para estar tranquilo, el humo, el café y la melancolía, la fe en cada palabra que pongo al lado de quien se inventó las suyas para crear este cuaderno de bitácora que dice la Moliner que es un blog, la alianza de web y logbook.

Quiero obligarme a necesitar las palabras con una gramática del miedo que casi no necesita el verbo porque si pongo el verbo me quedaría conjugándolo todo el día. Y siempre estaría jugando con su compañía, con el yoismo y el tuismo de nuestra lengua, escuchándola y dándola a escuchar al borde de las cosas, siempre, constantemente.

Me abono pues a mi lenguaje porque me vale, porque me lo estuve construyendo con miles de horas leyendo, porque detrás de él para quién supo conocerlo está lo mejor de mi persona. Soy capaz de escribir con palabras sencillas y que se vuelvan lo suficientemente obscenas para que sean juegos de tacto sin respuesta.

Dejarme que vaya poniéndolas. MI palabra es más si alberga deseo y lo tiene; mi palabra se queda quieta y espera si le responde una mujer luego. Mis palabras llevan sueños si me dan alguno después, tienen mirada, se fijan en los labios ajenos para al oírlas hacerlas nuestras con el pliegue tierno que siempre tienen los labios, un momento, un instante, antes o después de decirlas.

Quisiera ser en mi abandono un animal absoluto de palabras, cansado pero rebelde, tierno pero ansioso. Sé que antes de decirlas soy su dueño, luego su prisionero, no me importa, me sentiré más como un amante vulnerable.

Me da miedo la noche porque no las tengo. No como ahora que sería capaz de decir con ellas: déjame tocarte como se debe, tengo el verbo suelto para la boca amada, un fondo de congoja como la tilde en un diptongo tierno. Ahora me las noto como si fuera el lenguaje del cuerpo que ha llegado antes. Allí me abandono.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Necesito la dignidad de rogar


Ray Loriga cuando “ya sólo habla de amor”, pide al final esa dignidad de rogar que debe buscar siempre el hombre. Pues la necesito. Todos tenemos, en efecto, una cuenta de miserias pendientes, pero bastaría que no sólo se contabilicen las miserias y tuviéramos presente la hondura de los abrazos en silencio, de cómo me importaba cada vez más el aroma secreto de una mujer. He sido capaz de soñar demasiadas veces, al menos un instante, con las manos, las caricias y los besos; fui siempre un especialista de enfrentarme así al dolor y a las derrotas, las ignoraba, las dejaba aparte. He necesitado imperiosamente la inquietud del afecto sea cual sea el tamaño o el momento.

Voy a buscar, pues, ese ruego pausado y único en cada línea, con cada libro terminado. Que me devuelvan el éxito de la vanidad que tuve de besar con amor hasta en la calle, estoy esperando todavía que me quiera todavía más una mujer que ya me quiere, tengo en la memoria sus últimas palabras: sentir que te quieren y querer, y eso lo tenemos. Pues me basta imaginar el murmullo que debe tener la tela sobre su piel, por eso necesito en mi desconcierto que me cojan la mano y me calmen así el ardor de las largar esperas.

Que me quede al menos, pues, el sonido de las horas propias, estas que aquí, me permitieron repetir las cosas que hice bien, que saldría todo otra vez, al menos igual de bien o igual a secas, es bastante. En esas horas voy a rogar -habrá que hacer bien la lista, no dejarse nada-: mirar en la mirada de diario con los ojos de diario el momento que empiece la mañana oliendo a colonia tirando a buena; esa posibilidad tan humana de acoplarse a la perfección los cuerpos y las palabras, hablando o rompiéndose las caricias; acercarme a los sueños, esos que antes de venir, ayudan. Esas son mis horas propias, con una estampida tierna dentro, asumiendo el papel de novio de la vida impaciente y antiguo.

A lo mejor en esas horas y dentro de los más necesitados ruegos, tendré que rozar la punta de los dedos para saber de los nervios del otro y encontrar definitivamente la calma. Por ejemplo el amor de toda una vida o el polvo del siglo, una u otra o las dos cosas que viene a ser lo mismo. Qué infinita paciencia, mirando por las tardes una presentación de power point que a lo mejor viene a insistir en anhelos inútiles o en errores que no está uno dispuesto a confesar ni a rectificar.

Pues todo eso constituirá el cúmulo de miserias, aquí estoy yo, aquí estás tú, porque indudablemente -otra vez con Loriga- “la vida se le hacía insoportable sin una mujer en la cabeza.” Oye, Loriga, a mí también, chico, aunque sea para las horas de pausa, cuando ruegue, y ruegue lo que ruegue. Siempre en cada escrito tengo a rastras una inexpresable tristeza que tienen las cosas, pero sigo sujeto a la vida aunque os voy a confesar -con mi derecho al ruego- mi convicción y mi empeño.

Está claro que la vida no te suelta nunca, ni tú a ella, pero los días se me acortan de tal manera que los voy convirtiendo en media jornada. Imaginaros, pues, poder escribir sólo la mitad de lo que quiero; que de las caricias que lleva mi verbo sólo pudiera poner la mitad, y a mí me gusta igual que en el verso y en el beso, la boca entera, la mirada que perturba cuando llegas al final de estrenar las ganas.


Media jornada -me he dado cuenta- solamente por mi manera de abarcar la vida, comparado en cómo me apoderaba de ella antes. Quizá tenga suerte -ya sabéis que me gusta hablar de la mujer al principio y al final- y no tenga que mover un músculo, ni un ruego, ni una hora de espera o de pausa porque puede que sea -ya que dice que eso lo tenemos - del tipo de mujer que le gusta caer sola.

MORIR DE AMOR

Por “Limón Ceutí”
Para Fran que dio asilo a mis escritos

“Lo único que me preocupa de morir es que no sea de amor” -le oí decir a mi padre al envejecer. Y fue justamente por entonces, recién terminados mis estudios, que tuve conocimiento de una leyenda ubicada en una aldea próxima a Mosul, en el Kurdistán, sobre una mujer, madre de una sola hija, quien le devolvió el favor de haber nacido dándole ocho nietos. Al último en venir -que se demoró 12 años del parto anterior, se le puso por nombre Gabriel, que significa “esposo divino”, en tanto que fue este el Ángel de la Anunciación y la Concepción. La abuela decía que Gabriel no era de este mundo, sino un enviado del más allá. Y así fue que se le fue tan pronto, como los elegidos, florecido recién.

En el Kurdistán iraquí es compulsivo incinerar los cadáveres y aventar sus cenizas en lugar de libre elección. Pero la abuela logró rescatar las de su nieto a tiempo, las disolvió en vino y se las bebió, enterrándose viva acto seguido. No encontró urna funeraria más adecuada para depositar lo poco que quedó de su Dios.
---------------------------------------
En el reino animal supe después de la existencia del calamón, o porfirio, ave de la familia de los rapaces susceptible de domesticar y habitar entre los humanos y al que se tenía por celador y celoso del débito conyugal; de modo que, acogido en lugar ocupado por mujer que sale ventanera y no lo guarda, lo denuncia quitándose la vida. Se le conoce como el pet suicida.

Vivíamos entonces en Kirkuk -fronteriza con Irán y, puerta con puerta, habitaba una familia ucraniana que tenía un calamón. Empezó a mostrar éste signos de alteración de la conducta, descartándose de inmediato cualquier referencia a la santa esposa -mujer de vida monacal y todo un antídoto de la lujuria. Las sospechas recayeron en el vástago, por la más tierna edad que andaba, que escribía torcido y apuntaba hacia sendas que llevan al despeño y precipicio. Una mañana de domingo, cuando la madre entró a despertar al niño, encontró al pájaro -que dormía con él, inerte, cosido al pecho a picotazos y sin una gota de sangre en su interior. A lo visto no halló manera mejor de poner sobre aviso del peligro que corría el hijo de su señor.
-----------------------------------------------
La historia de Nashibia es la de un amor de estrellas cruzadas, judía ella, palestino aquel por el que deliraba. Ocupaba el chico con su familia una tienda en Uasef -un acentamiento de refugiados árabes en el Líbano. Se veían al anochecer y a escondidas, sin ocultar el muchacho su condición, en tanto portaba siempre la jaifa en bandolera en sus encuentros con ella.

En un bombardeo judío de represalia, el acentamiento palestino quedó reducido a pavesas, sin que Nashibia pudiera siquiera guardar como reliquia rastro alguno de su enamorado.

Pasaron los días, los años. Y una mañana, temprano, cuando todo parecía haber quedado en olvido, la chica se encaminó, como de costumbre hacia el mercado de Benalua, tras haberse demorado más de lo común en el ajuste de su corpiño.
Se dirigió al lugar que sabía frecuentado por soldados israelíes en licencia y dónde se vendía droga. Y sin dar motivo ni preámbulo de especie alguna, rompió a llorar. Su porte candoroso movió la curiosidad de los militares judíos, que se acercaron a indagar. Y en el momento se vio rodeada por ellos, introdujo su única mano libre en el pecho y arrancó de un tirón la horqulla de la granada que portaba encorsetada, volando en pedazos junto a ella el corro íntegro de soldados.

Aún con el paso del tiempo -que dicen que arregla las cosas y trae las rosas, Nashibia no fue capaz de olvidar a su enamorado.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Mi libido, mi llanto desordenado y propio


La entropía de todas mis historias es eso, su envejecimiento o una medida de desorden. Del cuarto al salón o al sillón de leer, de los nervios a la calma como una especie de admitida decisión a una forma de ser que ya traía puesta. Y me vienen ahora de golpe historias, a la memoria, al pasado que no quiero, cuando dejaba que se hiciera más de noche para salir de casa buscando siempre la posibilidad del milagro nocturno, de ése, en el que no creo ahora en absoluto.

Salía con ropa fácil de entender -venga, os cuento- y si ahora tengo un taller de escritura, un escritorio desvergonzado y público, entonces tuve un rincón de lectura donde acudieron escritores con escritura ya estampada, cuyos libros estaban sobre mis mesas de ofrecimiento al público. Pero luego, cuando había conseguido al fin que la madrugada fuera más madrugada, aquellas figuras del teatro, disfrazadas de personajes imposibles esperaban el amanecer, terminando allí la ginebra y el whisky bien ganado; me robaban cuatro libros mientras yo le rozaba a la primera ama de la compañía su postura más provocativa y la última mirada de sus ojos de diario, la borrachera y las sobriedades que debíamos tener ambos.

Yo que soy un hombre tan amante del orden, que recojo cada noche de una mesa de estancias prolongadas, los periódicos viejos, dos ceniceros llenos de colillas, los restos de una cena que cada uno se prepara lo mejor para que pueda ser cena, allí queda sólo mi regalo en condición de colmenero, ya que los libros que leo y que anoto, que subrayo, que destrozo un poco, me los llevo puestos a la cama para poder leerlos hasta el tiempo que quiera, hasta lo que me deje lo que luego será el mejor despertar que tenga un sueño. ¿No lo habéis probado? Pregúntale a tu libro dónde te habías quedado, al levantarte, qué le pasaba a ese personaje, que hablaba poco, que esperaba junto a ella hacia dónde más se puede huir.

Se me van acabando todos los imperativos de orden, ahora ya me viene el envejecimiento del desorden. Nada menos, -casi lo escribo en cursiva, con soltura y sin especial cuidado- me voy acostumbrando a esa entropía en forma de caída porque el ser humano se acostumbra a todo y nosotros a él y no nos damos cuenta de su deterioro, de sus acumulaciones menos queridas.

A todo me estoy acostumbrando, a todo me voy a acostumbrar pero voy a conservar un pedazo propio inmaterial pero muy apreciado, poder deciros aquí lo que yo quiero: acordarme de un abrazo tierno, volver cada mañana a ver si tengo suerte con los libros y entrelazar las manos con quién tiene que dármelos; si es verdad que la vida acaba siendo algo, aunque sea lo mismo dentro de lo mismo.

A lo mejor es cierto eso que le leía hace días a Millás, en frase de un espía de John Le Carré: “nosotros no vivimos la realidad, pero la visitamos”. Pues en esa visita donde la voy limpiando de recuerdos voy a seguir explicando mi reclamación y mi queja permanente: necesito el receptáculo que es cada mujer -porque para mí todas lo son- detrás de cada escrito, de cada contestación. Me voy a detener aquí mucho más de lo que pensáis, os pienso contar una historia cuando responda cada vez, desordenado pero con la belleza propia que me otorga el lenguaje inexpresable y expresivo al mismo tiempo.

Pretendo contagiaros de palabras, ya que los besos los tenemos aparcados -no malgastarlos con cualquiera, -guardarme un poco de ellos-. Mi poso, mi descanso, mi inmortalidad va a estar aquí porque todas las enfermedades que pueda tener mi ánimo -ya se lo leí un día a Paniker- son todo enfermedades del lenguaje.

Mi libido es este sitio, mi máximo deseo, mi llanto desordenado y propio del que nunca supo nadie. Aquí, mi librería abierta toda la noche, donde gozar con los versos de los otros ya que yo no pude ser poeta. Mi camino y mi estancia hasta donde la vida me lleve. Ese llanto que he dicho, porque llorar bien cuesta, como todo.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

De acá para allá


Ando estos días leyendo unos excelentes cuentos de Juan José Millás donde a veces une un aparente despropósito con una honda filosofía. Y de uno de ellos me quedé con esta expresión, yo diría que aplicable para el día a día -por lo menos mi día- muy de lleno: “Mi madre pasó por varias etapas, como Picasso, sólo que ella, en vez de pintar, iba de acá para allá.”

Me pasa que no sé hacia dónde voy ya, no pinto tampoco, ni hago nada que valga demasiado la pena y el rumbo por factores internos y externos es de un lado a otro. Poco me vale la nostalgia del pasado, estoy como en un tránsito de autodefensa para que no se me queden demasiado pronto ya muchas cosas o momentos sin defensa.

Me valen pocas filosofías. Ya Hegel decía que la filosofía llega siempre tarde; posturas tomo las mismas; los anhelos se apagan, evoco cada vez con más insistencia estímulos que no me llegan o no son suficientes. Quisiera una eternidad que no se midiera, una evidencia de ética propia y una belleza al pasar frente a cualquier cosa: los ojos de una mujer, las palabras con parsimonia propia como una vivienda con las claves de la estética zoom permanente.

Mientras, sin embargo, de acá para allá, sin pintar nada. Lo compenso, os lo cuento, intentando hacer mucho: que si un rato escribiendo, leyendo como un vicio siempre compensado y recordando las veces que he escrito en estas mismas páginas sentimientos que jamás dije tan rotundamente. Me ha pasado porque he escrito por alguien y para alguien. Hace días escuchaba su voz de nuevo y al colgar el teléfono fue tal mi conmoción que una persona junto a mí me dijo, ¿le ocurre algo? Solamente, le contesté que he hablado con una mujer que cubrió plenamente todos los motivos que me iba inventando adrede para ella.

Me falta ese punto de anclaje, esa seguridad que se le puede llamar locura. Se me acaban los motivos de estar, hasta de desgranar palabras que poco importan ya a nadie. Quizá tenga de nuevo que convertir este escritorio público en una atrocidad a destiempo pegada al pecho y decirlo luego -como hice tantas veces- como una forma de auto absolverme.

Necesito sentir tener cerca lo que tuve tan cerca, faltó solo un pulso, una imaginación cuidada y cultivada. Necesito volver a decir lo único que supe decir: que aunque ella tenía treinta años menos y yo treinta años más, por la autoridad con que trato cualquier cosa, la amé y la he amado lentamente, con la lentitud que siempre tuve para eso. Sin saber casi de ella -eso es lo que me causaba el asombro- pero llegando hasta el fondo de sus pupilas quietas donde debe tener la vida que nunca quiso explicarme.

Por eso ahora, voy de aquí para allá, dejo el tiempo, más o menos quieto, mantengo los caprichos del asombro del prolongarse la vida, pero no me siento capaz de poder mantener y prolongar las ilusiones para siempre. Estas pausas desorientadas merman facultades, voy siendo cada vez menos, sintiéndome como en un final perezoso queriéndolo disfrazar en algo natural, que debe ser así y empeñarse en ser natural es una especie de derrota escondida e íntima.

No me hagáis ya mucho caso, ni tan siquiera a lo que diga. Os contaré: hoy he utilizado un hermoso recurso, un libro magnífico y querido que me regalaron con la excusa de “regalarle miel al colmenero”, que reposa aparte de todos los miles que cubren las pareces y las mesas de trabajo de mi casa, le he dicho a la persona que me hizo tal obsequio: cuando yo no esté llévatelo enseguida, di que es tuyo porque con él me regalaste una parte de mi vida.

Eso es ir más o menos de acá para allá, decir lo que digo.

LOS DIOSES PROTECTORES SE NOS VAN

Por "Mirlo blanco"
No había cumplido un año que su madre lo trajo, en vuelo directo Teherán-Madrid, vía Frankfort y aquí ha malvivido los trece con que cuenta. El padre quedó atrás, no guardan de él ni sus señas. La globalización nos quita la tierra de debajo de los pies, nos deja en orfandad permanente y nos hace perder, como la flor del loto, el cariño de la patria.

Pero yo veo al vástago como ido, camina errático, no acaba de encontrar definición. En Irán la prole no lleva otro apellido que el del padre. Pero bien puede decirse que le conoce sólo de oídos, se le fue sin dejar rastro, como la anguila se disuelve en el limo y desparece. De él sólo le queda el color verde olivo de su piel, su mirada tenebrosa.

Aquí se integran mal que bien, la tierra extraña quema, pero van tirando a rastras con su desarraigo y desvalimiento. Les llaman los niños del llavín, del cuello cuelga la llave de casa, no la fuera a perder, que al volver no habrá nadie que le abra. Se encuentra sólo con un perrito lanudo, verlo agitarse sin pausa, las carantoñas que se hacen, parece que hacen más llevadera la lastimosa soledad a la que está hoy condenado el hijo único.

Los dioses protectores se nos van, les veo que se alejan, oigo su música en la distancia. Y se llevan consigo un pedazo de tu ser.

La madrugada de Madrid es fría en invierno, el Colegio está distante, aprieta el paso por ver de compensar, sin saber a ciencia cierta si la opresión que sufre en el pecho proviene del medio ambiente o del vacío que siente en el lado izquierdo, donde dicen los manuales que se aloja el corazón.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Le he contestado, elige tú el sitio, yo prefiero en la boca.


Tenía que solucionar la resistencia de los recientes recuerdos para que ya no fueran recuerdos. Elegí primero esa especie de hogar que no se encuentra en el espacio sino en las personas, en la manera de estar dentro. Me compré en mi librería, desde mi estante de reserva propia, “Los objetos nos llaman” de Juan José Millás. Dice que son relatos como “cerillas viejas que iluminan habitaciones antiguas”, como un café inolvidable, ya os diré.

Lo que me urge contaros fue mi encuentro con ella, ya ni me acuerdo ni de su ropa sobre ropa porque nunca pierdo la intención de desnudarla, pero sí me queda el último contacto, no sé si al devolverme el cambio porque pienso que no había cambio. Nos dimos ambos el mismo pago: la mano sobre el mostrador, los dedos traviesamente entrecruzados, ambos pusimos codicia y buenos modales, media cuarta de mano en la otra media, hubo como una especie de fervor en la caricia mientras nos mirábamos.

Enamórate más de mí, le dije, porque yo ya cumplí la parte propia, pongo cada vez al verte toda la parsimonia, me he aprendido tu cintura suave y tu pecho vibrante. Te toca a ti convertir cada roce en un ineludible proyecto de quererme, ofréceme tu pelo recogido como una invitación en la nuca incitando tus labios abiertos y tus ojos cerrados.

De eso hablamos, descarados y tiernos, me pareció que duró mucho tiempo la mano sobre su mano, fue todo un comportamiento, exquisito, lleno de cultura y entre las palabras algún atisbo de las del sexo. Qué comedia en la tienda, sin nadie cerca, notándonos mejor, comunicándonos como una terrible coincidencia: yo comprando un libro, perturbado esta vez más por la mujer que por el libro.

Tendré además que contaros cómo terminé la mañana: ella ejerce su profesión en una clínica lujosa. Mis visitas son largas, ambos las prolongamos adrede. Existe la comunicación de treinta años entre medio, eso crea un perfil que hace del hombre para la mujer como una aparición recién llegada, plena de historia, súbita, profunda, milagrosa. Treinta años no son nada para ella si sabes ponerle tu piel cerca, tus mejores maneras educadas y tiernas hasta hacerla vulnerable, cargada de talento y de desidia.

Terminamos cada vez, cada encuentro con unos besos de despedida junto a la puerta. Ayer no podía ser, había gente fuera y me dijo, nos besamos aquí, a lo que yo le contesté equivocando la intención, elige tú el sitio, yo prefiero en la boca.

La abracé de tal manera que tuvo que preguntarme, ¿te quedan fuerzas para hacerlo de nuevo? Claro que sí, le respondí, esta vez será más fácil. Juntamos el abrazo y el beso, casi sin utilizar las manos, sin pizca de oposición. La abracé y la besé con esos besos adherentes en que uno espera que precisamente se adhiera la ternura. Le enseñé cómo se deben abrazar y besar los desconocidos: que la boca del hombre parezca tener siempre pendiente algo que llevarse a su boca, el cielo del paladar de ella, los pezones claros, transparentes, con urgencia, como una garantía de placer no pactado.

Le dejé mi confianza, mi amistad, la saliva todavía joven y permanente de mis labios, la manera de terminar un beso para que vuelva a repetirse; la profundidad de mi boca, hasta imaginarme siempre hablándole, como una vida en caída libre que ella supo detener preguntándome ¿dónde nos besamos de nuevo?, aturdida de ganas, sin saber bien el sitio y la boca entre abierta.

Ya he cumplido mi pacto: las razones son esas, del beso, tener que preguntar el sitio y la boca mejor dispuesta. Y lo que sea el abrazo,-antes o luego, porque a la vez tiene demasiado fuego- que nada se oponga, que lo sostenga la lujuria y el deseo.

jueves, 30 de octubre de 2008

Aguardo en el lugar de siempre

Y mis palabras lo saben y lo dicen en una permanente captura de los mejores instantes. Noto más el tiempo en que salen menos en mi defensa, dejan que pase, que siga siendo el que soy, y sin embargo yo me acuerdo de pausas bien recientes en que me sentía mucho más querido. Ese es hoy mi grito, mi manifestación por los sitios que recorro cada vez cuando se juntan conmigo seres que hace poco -mucho más niñas todavía- tropezaban en muchas más ocasiones con ese tenue roce que produce el cariño.

Que no me cuenten que eso ya pasó porque la vida siempre será hoy y lo que me falta hoy, me falta y basta. Los besos ya son muy desiguales, los momentos de verse nunca sirven de excusa para cualquier tropiezo y hace tan solo cuatro días era bien distinto: yo me sentía una especie de viejo guay para dos niñas preciosas, de las que sólo ya conservo fotos antiguas.

Sigo estando en el lugar de siempre, con las mismas palabras, los mismos errores pero parece que ya la decepción esté esperándome o por lo menos la falta de ilusiones. La vida se construye a partir de los detalles: un rato de lectura que saboreo como nadie, un verdadero café italiano antes y una forma de vencer el tiempo que le he quitado al sueño. Porque nadie me manda levantarme tan temprano, me obliga la necesidad de soñar con los besos que ya no habrá ahora, la insistencia de venir a este cuarto, con libros, con enseres informáticos, con maneras de depender de las cosas que no he hecho cuando nadie me obliga a tener que hacerlas.

Me voy a quedar pues, sin pedir nada a cambio, con la hermosura de los instantes que aquí encuentro, con la soledad total que provoca esos momentos, una manera de llamarme o de llamar a los demás y que nadie me conteste. Me voy a quedar únicamente con los ojos húmedos de letras, mi única andadura, mi mejor manera de ir solucionando todos los problemas. Aquí son solo mías las palabras concretas y nuevas, no necesitan a nadie, ni tan siquiera los recuerdos que me traen -al verlas cada vez- al recordar esos dulces encuentros que prefiero mejor no explicarlos de nuevo.

Sé que abuso del tiempo limitado de la memoria, de hablar de cosas que me entristecen, pero precisamente es por eso, porque se me limita y se me repite tanto la memoria y en la calidad del tiempo me entretengo en contarlo como una forma de estímulo propia. Estos días pasados al no saber compartirlos un poco, me he encerrado en el hoy de este escritorio. Terminábamos de comer, recurría al descanso que trae luego de un excelente cigarrillo negro y de nuevo mi café que compartía antes con quién lleva mis genes, y que era un placer hacérselo yo adrede. Le elegía un “arpeggio” -lo que llaman los italianos un café de media tarde-, le decía, ya lo tienes mientras ella demoraba el tomarlo paseando por el largo pasillo de casa hablando y hablando sin descansar de su trabajo.

-Lo tienes frio, ¿te hago otro?
-No, déjalo. Está bien.

No sé ni cómo terminaban la tarde en una ciudad -de sobra de ella, ausente ya hace más de 20 años. En mi pequeño estudio donde tienen su mejor rincón los sentimientos, pensaba en mi complicidad, repasaba las palabras elementales que no me había dicho nadie -cómo estás, eso tan vulgar- y soñaba, sobre todo soñaba que es mejor para mí en lugar de contar cosas de casa, ilusionarme una vez más en contaros cómo se puede querer a una mujer.

Ayer me entretuve pensando en cómo deben ser los abrazos: la perfecta manera de no pasar de largo, el obcecado intento que tenemos de negar la soledad
.
Prometo contarlo.

viernes, 24 de octubre de 2008

La tarde cae desde el momento que empieza


Lo leía hace días en un relato de Soledad Puértolas como si fuera una tristeza que me invento cada día. No me gusta la tarde, siempre lo dije, porque luego viene la noche y ahí me siento más perdido, me defiendo peor, sospecho a lo largo de la misma que existe la tristeza, siento con urgencia la necesidad de que me tengan más en cuenta. Mientras, yo utilizaré la permanente defensa de las palabras que me vienen, imprescindibles, irrenunciables, definitivamente propias aunque luego sea capaz de ofrecerlas.

Me marca la tarde como me marca la vida, a lo mejor por aquello que a las mujeres les gustan los hombres marcados por la vida, que no sean ellos los que impongan criterio, ya lo traigan puesto. Quizá por eso siempre es igual mi sistema: agarrar no sabes qué, abrir una ventana que no tenía abierta, poner con alguien lo que también pone, incluso la incertidumbre de los primeros momentos, descubrir incluso sentimientos ciegos de no sabía cómo eran ó cómo compartirlos. Es lo que hago, desde el primer momento, para lo que venga luego.

Todo esto me ocurre muchas tardes perezosas, con novela en la mano, que es la mejor forma que tengo de sentarme en esos atardeceres lentos amparado en una extraña liturgia de recuerdos de cosas que me ocurrieron: entre humedades y presencias, devorarse el cuerpo el uno al otro; la hermosura del instante; o los dos quietos repartiendo a medias una especie de dicha que no basta para toda la vida pero que hace glorioso ese momento. Eso conviene tenerlo siempre presente.

Sí, es curioso. Me he esperado muchas veces a que llegara al fin la tarde que me traía el miedo y una forma de cautivar y cautivarme que no era posible encontrar en cualquier otro momento. Son hasta incompresibles las veces que he sentido, por la tarde, el único instante de callarme, dándome así tiempo. Luego vinieron las promesas: escribirse otra vez lo que acabábamos de decirnos. En eso reconozco que siempre fui fiel a mis promesas.

Cuando escribo, cuando ando libre de desazones internas, cuando necesito que estén conmigo mucho más rato, mucho más despacio, no me quedo ni un pedazo, entrego la ternura completa. Recuento las horas enteras de mi vida con esa cultura de todos los libros que he leído y los voy contando un poco, dejando en boca ajena la memoria de los besos entregados pero aplazados todavía para poder devolverlos con un rito deífico.

Soy capaz cada tarde que cae, cuando comienza, hacer que tengan las palabras un sabor labial siempre, en todas las frases, en las dos últimas letras. La escritura tiene esa ventaja: te quedas como abierto, siento cerca las más inesperadas e intolerables metáforas, que casi asfixian al leerlas. Con ellas es como si me dijeran: “házmelo ahora”, con esa literatura que llevas siempre puesta que la conviertes enseguida en magia propia.

Pues eso es más o menos -como confesándolo a tumba abierta- lo que me pasa, cada vez que empieza cualquier tarde.

LANCES DE LA VIDA AIRADA

Por “Haz de leña”

Cogí el tren en Morón de la Frontera, grandes líneas ahora les llaman, largo recorrido entonces, Sevilla la estación de origen y la de destino La Línea de la Concepción. Vagones con pasillo junto al ventanal y compartimentos estancos con puerta corrediza acristalada.
Me acomodé en uno que iba medio vacío, una monja de edad incierta, un anciano más muerto que vivo y el “hippy” -como antes les llamaban, desaliñado, chupao y sin afeitar; se colaba el sol a listones por la persiana tupida de la ventanilla.

Pensé equivocadamente que la monja y el hippy viajaban juntos o, al menos, se conocían. No es que les prestara atención, que a mí me la pulen los demás -estaba leyendo “Chacal” por más señas, pero oí que se hablaban. Subió de pronto el tono de la voz, parece que la monja le espetó algo, le increpó a cuenta de no sé qué, esa obsesión de la gente de hábito talar por enmendarnos la plana, iluminados que se creen siempre por la paloma. Y fue entonces que el muchacho, que ocupaba el asiento encarado a ella, se levantó airado y le cruzó la cara de un sonoro bofetón.

Pareció detenerse el reloj, nadie chistó; el anciano, medio muerto que iba, yo, soy músico y me acuesto a las ocho. El chico pasó frente a mí, de salida y le oí murmurar algo así como “ya me puedo morir tranquilo”. Debió haber sido alumno de ellas y se la tendría jurada -vé tú a saber, caja que guardó alcanfor quédale el olor. La Sor, humillada y a despecho, sacó el rosario y se puso a desgranarlo. De su breviario se deslizó una estampita, que recogí gentilmente del suelo y se la di, sin recibir ni las gracias, fue instantáneo pero me quedó grabada la imagen de un mártir, atravesado su cuerpo por una enorme estaca de madera, con la consiguiente explosión sanguinolenta. Esta gente es muy dada a estas cosas; con lo que la Hermanita convertía la humillación en goce -de un viaje dos mandados.

El tren aminoraba entonces para detenerse en “La moraleja”.

sábado, 18 de octubre de 2008

Lo que traigo entre manos


Más o menos lo que vengo escribiendo aquí con manos lentas y a veces involuntarias, no sé pues si bien hecho o sin deber hacerlo. Pretendo preferentemente que sea un cántico al esfuerzo que no tenga significado de sacrificio, sino manera de dar a entender, al contarlo, que sólo existimos dentro de nosotros mismos, lo que permanece siempre inmóvil de lo que nos resulta tan difícil escaparnos.

Seguro que no me voy a morir de pena aunque a veces recurra al viejo traje caduco de la soledad y a su mundo de belleza interno, no lo dudemos. A pesar de su dosis de miedo a veces -precisa y fundamental- que podríamos llamar simplemente respeto propio y ajeno.

Entre manos pero como buscando siempre el tacto ajeno, desde ellas, desde donde pueden visitarse todos los sueños, el lenguaje de los territorios ajenos escondidos. Existe una magia allí donde la palabra se detiene y se agosta, sólo queda la corriente que pasa de una piel a la otra. Y en ese tacto, la insistencia para poder así notar la ternura que puede tener en la espalda la forma de un abrazo.

Pero vine a decir que entre manos y entre escritos ando buscando esa especie de paraíso que contando con nuestros dolores, con nuestro tedio, nuestras decepciones, lo tenemos aquí tan cerca que está en este mundo. Mientras, haciendo uso de él, uno no puede morirse de pena cuando tanta gente, cada vez, cada momento, anda muriéndose así mucho antes de hacerse vieja. Ni tiempo tuvo apenas.

Llevará razón Paul Auster cuando dice, muy seguro de él, que no hay necesidad de palabras, no hacen falta apenas cuando sabes lo que te traes entre manos. Uno puede ir así venciendo el mal oscuro de vivir sin tener que dar cuentas a nadie. Ya tenemos un arma poderosa: nuestra propia resistencia, su camino que le dieron trazado y que ya dará cuenta de él, a quienes queden detrás o a quienes están presentes. Resisto como puedo, eso vengo contando, pero sin pena, sin dejar restos que no sean propios, tan inevitables, que no puedo cambiarlos porque desde siempre los llevo entre las manos.

Pongo fuerza y pasión hasta en lo que me resulta extraño, soy capaz de ir entendiendo aquello que no entra entre las normas del más conocido y próspero entendimiento. Me acerco hablo y escucho, nada menos, como si fuera un proyecto adivino y cierto; recibo y admito la entropía que nos pasamos los unos a los otros; me queda como una especie de embriaguez sentimental pero duradera.

Hago posible todo aquello que me emociona, que llega hasta mí con la novedad de un requerimiento con una edad psicológica privada que no inventaron los romanos, se trata de una óptica personal, un paisaje de deseos permanentes con rigor de tiempo y circunstancia.

Y ya estoy de nuevo, más o menos escribiéndolo: tener entre mis manos todos los placeres que nos unen a los demás de una manera o de otra porque en casi todos esos momentos necesitamos estar vinculados a alguien, de cualquier forma, pero que no se nos escape de las manos con la constancia que tienen los días de venir uno detrás de otro.

Antares desterrada



Colaboración de Ruben


La vi en un trozo de calle saliendo de una esquina rota. De dónde pudo llegar, ni le alcanzaba a su propia memoria, ajada por las grietas apáticas que petrificaron en el alma tras la añoranza. Y, en su mirada venusina, pérdidas de un lejano cúmulo de estrellas, embebida en el flagelo efímero, un aura de pavesas de oro con olor a bencina amarga, amaneciendo de unos ojos abismales, una dulzura arcaica y serena. Y, refulgiendo en la umbría azabache de su cabellera, minúsculos incendios, destellos inaprensibles de luciérnagas, consumiéndose en lacias estelas de humos de orientales aromas y formas vagas.

Absorta en una destreza fantasmagórica, hilvanaba en el vacío apasionados malabares, con dos barras descamadas de oxidado hierro, en cuyas puntas ardían borlas de vivo fuego, silbar en el vacío, restos mortales de suspiros ahogados, últimos retazos de un sol extinto. Se figuraba la conflagración una prolongación de su propio cuerpo, salvajes movimientos, sudor exhausto y cobrizo, su piel palpitante vibrar al contacto con la iridiscencia de un astillado fuego, que dejaba un llanto de regueros de oro líquido, resplandeciendo en un silencioso siseo.

En la finalización del espectáculo apoyaba una rodilla en tierra, erguido su semblante, extendiendo sus brazos de alabastro, unía los dos extremos de los hierros hasta sentir el beso del fuego morder sus labios y, de un profuso soplido, una deflagración incandescente se elevaba deshaciéndose en el vacío bajo una llovizna breve, rubricada por la reverencia inaprensible de su cuerpo. Luego un repiqueteo de anónimas monedas ahogarse en las entrañas nebulosas de un sombrero de copa, roído por la lluvia de candentes cenizas cual olvidadas lágrimas. Y ella con religiosidad pagana, recogía su sombrero, las monedas y santiguándose en silencio iniciaba camino infinito en compañía del viento.

Se santiguaba por cualquier cosa; al pasar por todas y cada una de las librerías ansiándolas de soslayo, por el contacto huérfano de una anónima brisa, por el aroma prohibido que dejan escapar las puertas de las pastelerías y por el semblante carcomido de la luna. Se santiguaba y besaba las monedas que tenía cuando entraba a un mercado buscando que le alcanzara para la comida. Por la voz de la lluvia y el rocío de plata asperjado en la hierba que olvida la mañana. Por las historias de amor que sobreviven al rumor de las olas y por las alas rotas de las gaviotas despeñadas. Se santiguaba cuando agarraba una fruta, hacía malabares con ella y luego se la comía y luego plantaba las semillas, si semillas tuviera. Se santiguaba por las nubes trajeran o no agua. Y sí, se santiguaba por todo lo que estuviera rodeado de insignificancia. Pero no era la señal de la cruz la que la redimía, sino el besar sus propias manos, el contacto cálido, confidente de sus dedos rozar sus labios, beso en el que iba implícito todo el amor a los puntos sagrados que previamente había tocado; su entrecejo, morada del tercer ojo, la raíz retorcida de su ombligo, la gravidez febril de sus pechos y finalmente, el eco que dejaban los latidos lacónicos de su corazón. Todo rubricado con la humedad de un beso, ese era el verdadero sentido de su ritual. Rendir culto al barro por el cual el alma buscó forjar su destierro transitorio en su cuerpo.






*,*,*¡¨*¨!*,*,*

domingo, 12 de octubre de 2008

Este sitio donde he dejado la vida


Con una belleza acentuada y cansada, la que tienen mis libros, la que yo he puesto en ellos. Hace días de una manera que parecía inagotable, una mujer, junto a ellos les iba quitando el polvo de la vida, mientras persiste, sin embargo, la alta ebriedad perenne de los símbolos que tienen cada uno. Además, puede que contengan, que esté, lo que nunca he sido y lo que quise ser, o en verso del poeta Colinas “o acaso del que fui, o del qué aún seré.” Todo puede ser.

Es curioso y hermoso hacerlo cada año. Te das cuenta de los que prestaste y aún no te los han devuelto, ni te devolverán jamás, de aquellos que se llevaron quienes aprendieron junto a nosotros esa manía de leer, de estar muchos ratos dos personas leyendo sin más autoridad que la enseñanza y el placer que estaban ofreciendo.

Es mi título, es lo más cierto, me he dejado la vida en ellos y me la han dado a cambio, porque me fueron entregando cada vez instantes y momentos, las horas del ensueño adrede para no poder dormir. ¿Qué pasará luego? Antes de pensarlo tan siquiera, me detuve en páginas gloriosas, en primeras ediciones, en colecciones completas de algún editor romántico que se arruinó con los libros, de autores, que llegaban traducidos, ignorados hasta entonces en el país donde vivía.

He dejado mezclados estos días, la añoranza, el recuerdo de su primera compra, casi en forma de caricia, de anhelo leve de mí propio ser. Le he dado la razón definitivamente a Melania Mazzucco en “Un día perfecto”: “la literatura es lo único que permite soportar esa perversa locura que es la vida”. Fue mi embriagador perfume como si estuviera oliendo permanentemente a una mujer, que huele casi siempre a incienso y a manzana y a deseo.

Siempre se me escapa el símil: al igual que una mujer, los libros me llamaban con urgencia -podría a veces ser la misma cosa, las hojas sueltas de la existencia entera. Y era urgente porque lo mismo que en el amor, cuando se demora ya suele ser otra cosa.

Me dieron el idioma, la forma de acercarme a la gente, la fortaleza que me ha negado el cuerpo tantas veces, me contagiaron como de un humo áspero y unos versos de oro que siempre llevan los poetas puestos. Fueron mi continuidad de estar aquí hablando ahora de ellos, de haber estado quitándoles el polvo que tenían porque siempre tienen su turno y su antigüedad: o no haberlos leído, o estar ya demasiado tiempo en su sitio.

No tiene que volver lo que nunca se ha ido porque es parte de nuestra recóndita riqueza. La mía tiene forma de gratitud y de silencio, es una manera de testimoniar que estamos juntos como cuando a una mujer le he pedido -al igual que ese volumen en la estantería, que me conservara el amor de siempre, que no tuviera impaciencia porque eso siempre quedaba lejos y yo en cambio me notaba muy cerca, como lo hago junto a cada estantería.

No sé quién las vaciará un día, no tendrán tiempo de hacerlo, ni sitio para ponerlos. Ni lo pienso, les hemos ido quitando el polvo que tenían de hace un año más o menos. Al tenerlos así limpios, al haberlos pasado por las manos nuevamente, me he vuelto a enamorar de cada uno de ellos. Su olor ya viejo me ha parecido como a una mujer que le gusta que la enamoren y no sabía cómo decírselo.

No sé qué harán con ellos, da lo mismo, han sido ese sitio donde he ido dejando la vida, esa razón suficiente para seguir vivo.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Escribí en una tarjeta que me cuidaran, sólo eso


No fui amante con manual de asceta, ni estudié antes posturas recomendadas, tengo el inconveniente de entregarle a quién se acerca a mi vida con el eterno ropaje válido de las palabras, de nuevo la palabra y una forma impetuosa de acercarme. Me muero de placer cada vez que me hablan de placer, tengo la piel tan cálida que busco que la noten los demás como una alteridad que a ambos nos protege.

Me enredo muchas veces con mujeres evocadas, con cualquier momento que estuve con ellas, con aquello que una serie de tardes nos fuimos escribiendo hasta hacer el guión de una novela que no quise firmar. Mejor que lo hiciera ella. Para mí, palabra contra palabra ha de ser siempre dulce, como boca contra boca, un estímulo nuevo cada vez, un imperio para construir sin que exista manera de destruirlo nunca.

Es curioso, os lo cuento: cuando he estado con alguien, cuando he tenido al menos ese tierno roce del ángulo que tienen las pieles; cuando hemos conversado, nos hemos mirado tan directo a los ojos para hacer de ellos mirada, me he aprendido esos ojos y si han sido tan bellos me han temblado cada vez las manos hasta para coger un objeto luego. Si se me ha caído al suelo -cosa que me ocurre con frecuencia, eran aquellos ojos, su insistencia, su magisterio. Porque estoy completamente seguro que los ojos de una mujer son una manual que siempre debes tener a mano, son ese diccionario de uso, son comienzo y término del camino, de la vida que hemos emprendido.

Me estrello con alegría en cada precipicio y me agrada contarlo. Siempre vuelo muy alto por eso es necesario que jamás me digan que hago daño. Llamo y pronuncio para poder existir como si la voz, traducida a palabras, adjuntara las sílabas, enhebrara los silencios huecos y sonoros que acaban siendo verbo.

No quiero incertidumbres de nadie. Cada instante que quiero -que estoy queriendo a alguien, llego hasta al fondo, sé que luego no se puede volver a la superficie, ni lo intento. Me siento como ansioso de cometer un largo y ansioso pecado, que no puede ser nunca pecado al igual que siempre son dueños de su belleza los pezones realzados de una mujer.

He pecado -si es que lo fue, y seguiré pecando, quizá con una costumbre: hacer gestos que gusten para buscar yo los que me hacen falta urgentemente. Tiempo y calma de poder hacerlo mejor aunque se viva muy poco y la vida transcurra a toda prisa. No quiero quedarme corto porque en cuestiones de amor siempre alguien anda que no llega y el otro va ya de largo.

Puedo hacerlo mejor, escribir más prieto, quedarme más noches sin sueño y sin reposo porque siempre he pensado que la noche es para amar y pensar cómo debes hacerlo. Hace días lo escribí más o menos en una tarjeta -siempre mezclando mis metáforas y mis realidades, para que me cuidaran, sólo eso. Puse un ejemplo -a ver qué os parece: las plantas que llenan toda una amplia terraza. Cuídame más que a ellas le dije, aunque sean tan bellas. Ellas pueden vivir con la luz, el sol y el agua -yo creo que ni hay que abonar la tierra. A mí en cambio me hace falta siempre el retorno, la insistencia, no haberlo terminado lo que estábamos haciendo. Me atreví hasta a decir, donde empieza tu cuidado y tu tacto, yo me estoy terminando.

Esa es mi manera de ser, la heredada y cada día cultivada. Voy a seguir insistiendo, recordando aquellos ojos perfectos, el punto de su huella que jamás la esconderé, mis instantes de admiración, los silencios que me sorprendía y que me exigía. Así estoy dispuesto a contemplar y a disponer igual que la desnudez de la piel, la de las palabras. A lo mejor son extrañas pero siempre propias y ciertas.

Os digo en dos líneas un sueño que tengo pendiente: perderme minuciosamente en las callejuelas de la ciudad que siempre tiene el cuerpo, para soñarlo, para contarlo luego. Queda pendiente que hablemos, pues, del cuerpo.

DOBLE FONDO


Por Salvador
Sentado a la mesa de despacho de mi padre y en su lugar, registro sus papeles tres días después de muerto.

En el cuerpo de armariada y cajones de la izquierda, si llegas con la mano al paño con que el mueble cierra por detrás, descubres un orificio circular por donde, al meter el dedo y tirar hacia ti, cede la chapa, apareciendo un espacio vacío a modo de doble fondo o caja fuerte, donde guardar los papeles más comprometidos.

En lugar de documentos o títulos valores, me tropiezo con mi carta de niño desde Ronda -donde hice el servicio militar, con una foto olvidada, un sobre raído rotulado por él “Recuerdos de mi pobre padre”, con recortes de la vida del abuelo, cuatro cosas que, al fin y al cabo han venido a ser tu vida, naderías que te sacaron las lágrimas un día.

Mi carta rezaba así:
“Montejaque, 3 de Agosto de 1956.
Querido papá:

Siento deciros que no me esperéis en la semana de permiso de jura. Se sorteó la permanencia de 13 cadetes para la limpieza del Campamento durante la licencia, y de más de 3000 que somos, me tocó a mí. Mala suetrte.
Mala, o buena, ve tú a saber, que no hay mal que por bien no venga. Me quedo sin ver a Lucy. Pero, de los 3 días de permiso, consumía 2 en ir y volver. Ya sabes que los viajes no son mi fuerte por el oído. Y más de 24 horas de autobús de seguro que me hubiera mareado de mala manera. Por otro lado, que habitemos 13 del Campamento, donde hemos estado 3000 amontonados, tiene también su atractivo, ver en soledad la transparencia de la Serranía al ponerse el sol, oír el toque de silencio en la tienda donde dormíamos 20, sinotra compañía que tus propias pemnas. Hay veces que no cambiaríamos por nada el bien de estar solos.
El mes y medio que queda se pasará en un vuelo y me veo ya en la estación con vosotros peleándonos. Recibe un abrazo de tu hijo.
Salvador
El chiquito no sabía que la soledad no existe sino cuando estás en mala compañía.