viernes, 29 de agosto de 2008

La barrera de los diez centímetros


Necesito cada vez que vuelvo a mi sitio, como una especie garantizada de buen éxito, hacer míos con quienes quieran compartirlos los diez centímetros de cercanía. No debe haber dogmas porque entre cuatro palabras que pienso seguir escribiendo puede estar –de hecho está, el orgasmo más largo de la vida de uno.

Me hace falta el consentimiento pleno, sin cambiar ni de ética ni de edad, pero lo suficiente para que esa exacta medida de diez centímetros entre la ropa usada y las ilusiones intactas, ese tope, me consientan que no sea tope. He demostrado en un fondo de cultura mutua –y a eso le puedo llamar hasta caricia, cómo soy capaz de llegar a ese tacto de diez centímetros de cercanía. Para mí, como una especie de dogma que no supieron enseñarnos, Dios existe porque ha creado una determinada mujer.

Ya voy ganando ese terreno, ya me siento cómodo dentro de él, nada más llegar a mi escritorio privado y único pero descaradamente público. Lo vengo pregonando mucho tiempo que en un hombre maduro caben sueltas por asignar muchas ramas de ternura. Quien la tuvo sabe que me abstendré de juzgar nada de nadie, soy sentencia absolutoria segura porque la necesito propia. Entre líneas se escapan cosas intimas mientras lo que ocultas es lo que más te define; acepto y pierdo, tanto da si ha habido momentos en que no existieron esos diez centímetros, todo era cercanía. Cuando pedí una caricia, gestionada entre los libros leídos, a mí me faltaban, a ella destinarlas; a mí me gustaba el verbo y a ella la boca amada y hablada; a ella estrenar las ganas y a mí el deseo de gozarlas.

Para todo ello sobran los diez centímetros, es dar rienda suelta –como vengo haciendo, como amenazo seguir haciendo, porque en el ser humano hay una disposición inaudita e inauditamente resuelta, a tocarse, acariciarse, abrazarse, a hablar. Hasta lo sacaré fuera de aquí para contarlo aquí, que cuando una bella y anónima mujer sostiene mi mirada en la calle, aún puedo acariciar la idea de que la vida es como un árbol con su entramado de posibilidades, de caminos que podía haber recorrido y voy a recorrer aunque se me haga tarde.

En qué enredo me he metido por dejar el mar ahí, casi a mi lado, pero me he quedado solo -los libros que no he leído me recriminan mi lamento, sólo con mis silencios deseados para llenarlos lo más posible; sólo a lo mejor con poco tiempo para sacarle partido a un abrazo; sólo cuando vuelvo a acordarme en el instante que le dije a alguien, tú no te puedes morir, que te he inventado yo. Y vuela como una mariposa.

Pues enredado estoy de nuevo con las palabras que me propician a lo mejor muchos caminos nuevos porque convencido estoy que vivimos una sociedad con una minusvalía emocional muy poderosa. Pero hacer lo contrario lleva mucho trabajo. Me quedo con el descaro del belga Beigbeder “¿Crees que me amarás algún día? Es largo –fue la respuesta, el amor es un trabajo.”

Un trabajo dispuesto a admitirlo pero para el que hace falta que no existan ni un centímetro que no sea capaz de suprimir la barrera de cercanía. El remedio: amar hasta la asfixia y contarlo luego. Y ya que empieza el invierno necesito como un apetito insaciable, estupefacto, nuevo. Así de transpuesto me he quedado frente a un montón de libros nuevos, las cosas que tendré que contaros, ver que no puedo envejecer en un mundo en que si sabes hacerlo, está prohibido envejecer.

Esta cita ya es repetida, como su autor, Beigbeder: “"Las mujeres son mi sacerdocio. Quiero conquistarlas como un continente.” Pero un continente en que una vez en él será atañer para su aval y su defensa. Un continente amplio, poderoso, tierno.

lunes, 25 de agosto de 2008

Eres lo único que tengo

Para "El Gavilán de Rumbau"

Dijiste esas palabras - porque no tenías además otras más reales, aquella mañana al salir de mi casa. Te marchaste como un ejemplar que forma parte de mi vida, asombroso, seguro en su elección, abrazado a mí. Optaste por ser libre – me lo explicas cada vez, y la libertad es un pesado fardo al que te acostumbras igual que a la muerte. Para ser libre has suscrito la soledad en tus entrañas como una vocación secreta, eliminaste los códigos para acercarse y alejarse, vienes practicando un arte que no es capaz de aprender casi nadie, una sensación que te noto cada vez mirándote la mirada.

Lo nuestro, de lo que hablamos cada vez, ya carece de respuestas, no pueden provenir de ninguno de los dos. Tú has tenido siempre –y sigues teniendo, el poderoso cerebro donde podían estar las claves de lectura de cualquiera. Eras perdedor como me siento yo, pero cuando querías, capaz de abarcar, doble y mitad. Ahora, cada mañana que nos vemos lo tenemos muy claro, hemos asimilado la vejez, se nos ha terminado nuestra dosis de cuerpos frescos y nuevos, hasta si quieres no tiene demasiado poder el poderío del presente.

Lo único que cabe hacer, es lo que tú has hecho este verano: esperarme, como la imagen de ese niño que no puede ser nadie más que tú deseando mi vuelta. Yo he traído los cansancios de la supervivencia inevitables pero no elegidos, intercambiaremos al volver a vernos las imágenes de antes como cromos infantiles de desahogo y paciencia. Consumiste perfecta la espera porque la vida es lo que hacemos, lo que esperamos, lo que no pudimos hacer. He procurado no entretenerme más de la cuenta porque sé que vivir esperando desgasta. La espera es un ángulo, Gavilán, y en su vértice siempre surge el encuentro.

¿Qué vamos a hacer ahora? Lo que veníamos haciendo. Tú traerás cada mañana que vengas a casa esas dosis de memoria desde nuestros antepasados y ese poder que tienes es tal que puede desplazar la realidad. Vas sembrado cada vez detalles de tu memoria que hemos vivido juntos, los desgranas despacio, a veces tienes tanta minuciosidad que pienso que te los inventas. La mía es muy propia, únicamente me vale como el atlas de mis lecturas esparcidas por la casa, el itinerario de los libros, las pausas en cada cita porque ya lo sabes, escribimos lo que escribieron los demás, más o menos, es como mi manera de ir leyendo.

Las menciones de esas citas en tu caso no requieren escritura, están en tu cerebro, te han cabido, no se salen, te vale la selección del recuerdo.
Miro de nuevo a ese niño esperando y te estoy mirando. Somos –si te parece, unos adolescentes para siempre con una forma de envejecer que no tiene historia. Hemos inventado entre los dos una especie de resurrección de lo que dejamos mucho tiempo en suspenso sin tener que morirse antes porque vivimos en un mundo donde está como prohibido envejecer.

Tú lo entiendes mejor porque necesitas poco, te arreglas con cuatro cosas, te mantiene vivo tu cerebro, con el que llegaste a saberlo casi todo. Me dejaste poco sitio, pero no importa porque el sentido de la vida es su carencia. Tuve mucha menos y me equivoqué al querer tanta. Ahora, no me importa, me siento muy orgulloso de sentirte tan cerca, como una metáfora insolente –ya sabes mi manía por leer tanto a Umbral, he tenido la ocasión de que vinieras a quedarte, a esperarme cada vez que me aleje con el heroísmo de los que carecemos de futuro.

HISTORIAS DE MUJER PÉRFIDA Y DESAMOR


Por “El Gavilán de Rumbau”

Cantaba los domingos, el atardecer, a esa hora en que se apagan las teles y la gente sale al fresco, por ver de estirar las piernas y acallar las penas. Se ponía en un recodo de la Calle La Cerviz, a espaldas de la catedral, zona peatonal de poco trasiego en festivo y a esa hora –lo que adecuaba felizmente al hilillo de su voz, pero acababa siendo desdicha a la hora de hacer recuento.

La parte vieja de la Ciudad andaba en fiesta, plagada de buhoneros, de gente malhadada y sin cuartel, variopinta, sí, pero unida por la desgracia de haber nacido a deshora y del revés. Él se despintaba, en cambio, de todos los demás, igual que fuere un príncipe que pasa de civil entre el populacho.

Se sentaba sobre un poyo bajo soportales, en los aledaños de la Catedral, con su guitarra entre piernas, por el camal abierto del short asomando sin querer intimidad; y cantaba con desgana, derrotao, una voz inaudible, quebrada, que arrastraba en las flexiones hasta dejarla huérfana, deshilachada, se aniñaba. Cantaba lo fregada que es la vida, el desengaño, historias de infortunios y amores atravesaos, de mujeres que no son de fiar, a las que llega siempre el día de tener que perdonar.

Desconfiando del poder recaudatorio de su música, la acompañaba cuidando de una absoluta soledad en el entorno, de alguna que otra mirada entreverada y sonrisa cómplice, que dedicaba de vez en vez, a los escasos transeúntes que enfilaban tránsfugas la bocacalle.

Andaba yo muy bajo aquella tarde, yo diría, más bien, desesperao. De tiempo atrás, que me venía repitiendo el horror con que aguardaba el día en que no hubiera niños en mi casa. No sabía lo que haría para llenar con algo el vacío de mi vida, el material vacío de mi casa. Por primera vez al cabo de tantos años, llevaba un mes viviendo solo. Y al pasar por La Cerviz, allí tirao, a la sombra de la torre mora, el pibe cantaba “Flaca”, una tonada porteña, una milonga, lo vi tan lindo, desengañao, cantando para sí, pasando por entero de todos los que pasábamos.

Me senté distante, dándole frente –por preservar la soledad buscada, le escuché paralizado. Me fijaba en quien le daba, pasó una mujer de negro, que debió ser joven, con las uñas plateadas, se saludaron, la sonrisa de él delataba haber amanecido juntos más de una vez, enredaos, “que no me ha sabido a nada” –como rezaba la letra de su canción.
-Te dan más por ti que por tu música, porteño –le dije; y tú lo sabes mejor que nadie. Yo tengo que verte cantar; si no te miro, me vale menos que nada.

-Soy Río platense. Sí, las mujeres, cuando salen de la catedral me echan.
-Mujeres frustradas y en retiro, tú tan pulcro, con el pelo cortao y peinao como Dios manda, ven en ti al hijo que no tuvieron y ya no pueden tener.
Y no se cansaba de cantar el alma en pena. Porque siempre era lo mismo, el mismo desasosiego y desarraigo, la misma historia que acabó fregada. Yo me hice de él un patrón a mi medida, que andaba por la vida solo –por más parentela y mugre que pudiera rodearle, lejos del mar, del Buenos Aires querido; sensible a los halagos engañosos de la hembra, buscaba en ella la madre que nunca tuvo. Debió sufrir un revés, un fatal desengaño, quizá la mujer de negro rufián, de mirada torva y uñas plateadas. Y cantaba en desagravio para sí, ahogando su desdicha entre aires y milongas, pasando por entero de los que pasaban.

-¿Conoces la leyenda del flautista de Hamelín, al que se llamó para que librara al pueblo, infestado de ratas y se las llevó con su música detrás?
Lo que nadie pudo prever es que se llevara a los niños, también. No dejó uno. Tú haces lo mismo, porteño, te llevas la calderilla y a mujeres en el climaterio y pobres viejos, como yo detrás. Y me miraba sin bajar la guardia, reticente y con recelo.

Así que cada domingo, a la hora que sabía habitual, iba yo a verle -más que oírle cantar; y él no venía. Y así un Domingo y otro, y un mes y un año. Hasta que un día me sorprendió un aguacero en La Cerviz. A cobijo de los soportales, aguardando a que aplacara –ensillando hasta que aclare, como dicen ellos, se me acerca un compinche, ¿sabes?, me dice, el flautista se quitó la vida.

Me lo temía. La lluvia trae siempre consigo estas cosas.

Pero fue pura patraña. Porque andaba el verano por acabar, que una tarde que me fui dando un rodeo por las tapias de la Catedral por ver de entretener mis males y olvidar, me lo volví a encontrar, sentado en los aledaños con su guitarra entre piernas, algo ajado, sí, sin aquel brillo de su mirada intencionada, en menoscabo; pero la misma voz desteñida, del color y el sabor de la desgana, la misma historia de siempre de mujer pérfida a la que hay que perdonar, de noches que no supieron a nada, cantando sin piedad el desencanto. Que el amor es un disco rayao, no más que una canción que se te va en humo y deja la cicatriz, que no merece las lágrimas de un chico.

jueves, 21 de agosto de 2008

Otra vez las misma claves de lectura


Lo vengo avisando, lo vengo necesitando. Tengo la compañía profunda del mar a escasos metros, pero la uso solo como mirada tierna y consentidora, no lo gasto el mar, me sirvió en su tiempo, está bien en su sitio desde donde lo veo cada verano, pero mi rostro y mis necesidades se giran hacia la ciudad como animal de ciudad que soy, igual que si la amara sin poder soltarle la mano. Avertencia: por eso ya hace días que me pesa cada día sin ella. Mis escapadas son como infidelidades a mi estancia, pero al mismo tiempo insuficientes. Amo la ciudad como un trabajo largo y satisfactorio y tengo que venir aquí a contarlo cual una especie de exhibicionismo inagotable.

La convivencia con los puntos calientes de mi ciudad me permite recuperar mis claves de lectura. Es curioso, no son los libros ni los autores, ni la temática como una forma de pedir perdón que viene luego. Todos quienes me leéis lo sabéis de sobra, soy un nato perdedor gustoso de mis derrotas, a la vez doble y mitad de quién me quiera, acarreo las dudas pero me las toleran porque detrás de mi lenguaje hay una verdad que nadie duda: a veces una cara estampada por las lágrimas, otras, en cambio, una fortaleza que he aprendido cuando la pedí aunque no me la dieron totalmente.

Volveremos, pues, a zonas oscuras sin respuesta, pero a sitio de vivienda que no deja de tener nadie porque ninguno se queda sin casa. Otra vez los huecos que he descrito tantas veces un poco desordenados pero plenos de mi riqueza siempre al ocuparlos. Que nadie me pregunte cómo me las ventilaré ni el otoño ni el invierno, no son otras estaciones, simplemente ya no son el verano, nada menos.

Una vez lo expliqué: iba por la calle y de repente vi colgado en un balcón como una forma especial de intentar vender la vivienda, no estaba nada mal –“se alquila habitación para gritar”, es decir como un espacio propio que no iba a hacerle mal a nadie ni nuestra desazón, ni la forma de girarnos, de decir que ya no podemos casi seguir viviendo. Una forma de gesto, una impaciencia. No necesito alquilarla, si venís de vez en cuando –tengo sitios de sobra, sabréis lo que es un hombre que ya le puede sacar a la vida poca vida, que tengo que repetirme, esclavo de mi propia tiranía, pero que tengo mi mejor parte sin mentirme, amando a una extraña cada vez, me acompaña la lascivia que es puro presente, orgullo de ser así, inmediatez para mi gloria.

Ya lo veis, las mismas claves: si se trata de mujeres sin conocerlas, verificar su respeto y su llamada, perpendiculares en mi eje vertical para poder así acumular –lo dije al irme, nuevas dosis de ternura. Necesito, -¡oído, cocina!, capacidades infrecuentes cuando parece uno tener las estructuras básicas bien cubiertas. Hacen falta trucos que prohíban casi la sonrisa porque la seriedad es más sexy, bocas disponibles para besos que se escriben primero y se desean luego, elevando los brazos para que tenga su sitio el pecho, la vulgaridad del goce luego, su silencio.

Las mismas claves que no me completaron y todavía recuerdo, noches pensando que los recuerdos pueden ser un cimiento pero son apenas el comienzo. Que me llamen y vuelvo, que sigo siendo el mismo hombre de palabra que nunca se me hará vieja con una vida abierta para penetrar en otra, para llenarla, nada menos.

La mejor clave para acercarme a mis lecturas de nuevo cuando voy a dejar el mar más lejos. Mi grito de reclamo no tiene riesgo, es ofrecer una parte de vida pausada y tierna, admirada y escrita para leerla y compartirla.

viernes, 15 de agosto de 2008

Un gesto antiguo y sabio en casa ajena

Lo necesito para quitarme el cansancio, la ausencia y la vejez, desnudarme del todo por lo que se me quedó fuera y hacer como que sigo, que me van a pasar los días sin pesarme demasiado. He dejado en mi propia casa sosiegos que no me va a dar nadie, pero al menos –en casa ajena, que no debería ser tan ajena, quiero que no me aparten los libros de donde los he dejado, el paquete de tabaco, casi hasta cambiar la manera de sentarme.

Pierdo cuando estoy fuera de casa la audacia que siempre me permiten las palabras, me baño de timidez y de ausencia, de casi hasta preguntar sobre hábitos de convivencia. Me falta la codicia de lo propio, la manera de ser que me ha servido para cautivarme cautivando.

Me siento tan extraño que me palpo los interiores, casi obscenamente ya que los exteriores si no son excepcionalmente dos casi mujeres, no me los tocaba nadie. Y por fuera todos tenemos las raíces de las caricias que nos dieron y supimos devolver. Necesito ese deleite, esa lascivia siempre amando con el goce de lo extraño a lo que debería ser propio. Hay una inaudita manera de expresarlo, no respirando, sólo abrazando.

Está claro pues lo que he hechado en falta: necesitaba como en tierra firme brazos de par en par abiertos para tener siempre a alguien dentro. Es una neura tan humana y tan tierna que no me la debe negar nadie, ni la “picaresca” –término ajeno, que tiene siempre dentro valía cuando usamos solo las palabras. Ni tampoco la seguridad que sientes luego al bajar los brazos, al pensar que también en casa ajena puedes ser querido y poderoso con esa extraña fuerza que tiene siempre un hombre enamorado del amor para que lo quieran, dentro y fuera, aquí o allá, de mañana o al atardecer, cada vez que te notas un poco más viejo e inseguro en busca de palabras que te salven o de sílabas que te unan a alguien luego.

Vaya manía que le tengo a no tener los necesarios detalles que son eso: un gesto, una indicación que cualquier cosa que veas cerca, es propia. Yo seré a cambio sabio y prudente, sabré estar en mi sitio, alegrar compañías, contar lo que sé de la vida por haberla vivido con enorme insistencia. Sabré desde el papel que tenga hacer como los amantes que llegan hasta el fondo, así le llamo yo a eso de la experiencia: un fondo difícil de alcanzar, hay que alargar mucho el brazo, ser amigo del dolor demasiadas veces, pensar que ya no llegas y sin embargo llegas. Eso es para mí nada menos que detalles.

Por eso tengo ganas, he sentido unas enormes ganas todos estos días de volver a pagar el peaje de la soledad bien ganada, bien sufrida, de venir a este sitio y deciros otra vez cómo es porque me lo vengo haciendo propio a ratos, despacio con mis gestos cada vez que escribo, que le respondo a alguien, cada vez que se me acaba el tabaco pero los libros están en el mismo sitio donde estaban.

El orden de lo propio no elimina lo ajeno –que además no debe ser ajeno. Vengo echando demasiados días en falta la caricia que siempre deben tener mis mejillas de quienes deben acariciármelas, porque detrás está la inmortalidad de los recuerdos, de lo que hicimos por los demás, de cómo fuimos capaces de tener siempre a mano una mezcla de sonrisa y de cariño hasta en el silencio.

Pronto estaré de nuevo en casa propia. Desde allí seré capaz de acercarme a cualquier ternura que me llame. Tendré ya que probar a entrenarme.

martes, 12 de agosto de 2008

Baño compartido

Es curioso, unos días en la playa de Tarquinia, a cien kilómetros de Roma, en una hermosa casa, habitada escasamente durante el año por sus dueños, donde mis horas pasaron con la tranquilidad de siempre, de los libros abiertos, de los sueños aquejados de una lentitud incurable, con ese viejo ropaje de la soledad que había dejado, resistiéndome, enérgico con ella, más vivo que con otra manera de estar precisamente vivo. He traído recuerdos, momentos de agradable compañía bajo la égida augusta de un gran patriarca romano, su terca generosidad, la amistad improvisada –con lenguaje diferente, de mi “amica” Amalia, dando bien cuenta en cada cena con 18 comensales, de las mejores reservas de un vino que su dueño obsequiaba para que nunca dijéramos bastante. Una noche hubo que improvisar un regreso a pie hasta la casa de mi inolvidable amiga y en la reja de entrada de suhermoso chalet, dejé no sólo el roce de mis manos sino además la turbia mirada del alcohol que ambos habíamos ingerido.

Contaré mis recuerdos, mis incomprensiones, esa extraña manera que uno tiene de no sentirse en casa aunque los dueños –genes incluidos, quieran hacerte pensar lo contrario. Explicaré si soy capaz de ello como tan hermoso hogar es tan pasajero que nunca podrá ser un hogar. Me apoyaré para ello en las causas inevitables de sus dueños.

Se van, no obstante, completando los detalles ornamentales de la vivienda: ese espejo antiguo que cubre una de las paredes de la sala o la mesa del centro, fruto de una subasta que tuvo la debida puja. Y en cambio, la luz que me faltaba junto a mi cama, testimoniaba mal cómo prolongar las madrugadas con la lectura de las casi 700 páginas de la novela de Larsson “Los hombres que no amaban a las mujeres” –debe ser que buscaba mi propio contrasentido.

Pero todavía no he empezado a explicarlo: lo mejor de estos días –y lo haré con más detalle, el baño compartido con dos niñas que habían ya empezado su insistencia en hacerse mujeres a los 16 años. Lo pregonaba: el pequeño bikini en sus cuerpos antes de marcharse a la playa mientras se lavaban insistentemente los dientes –un iPod en sus oídos, -“pasa, pasa que ya terminamos” e intentar hacerlo por tan estrecha puerta tenía su recompensa con los dientes limpios: un beso que comenzaba en el ángulo inferior de mis labios apretado desde el centro de los suyos. Y la osadía luego que tenían sus vestidos cada cena.

Lo mejor de estos días su coquetería, su alegría y su cariño, mi propuesta indecente:

“-¿Me dejáis que lea los mensajes de vuestros móviles?
-Vale, ahora más tarde, para leer nosotras los tuyos luego y que salgas perdiendo en la manera de medir el deseo.”

Contaré muchas cosas de ellas entre medio, de los genes comunes que tenemos, de lo distintas que son con los mismos años, los mismos días, casi el mismo instante en que nacieron. Es inevitable que si desde los 6 años he ido verano tras verano al aeropuerto para que vinieran solas a mi Mediterráneo –cartelitos de sus tres idiomas casi colgando a la vez desde el cuello, sean mís favoritas de una manera muy especial y única, para poder compartir el mismo baño, roces de cuerpos y sentimientos.

De este primer apunte me quedaré con la fiesta popular en la arena de la playa por la noche, justo horas antes de regresar a mi soledad abundante, mientras nosotros regresábamos de una cena en una casa rural bien ambientada. La advertencia de su padre, -“os quiero a las doce en casa y secas, no bañaros tan de noche.”

Yo recogí cuando llegaron el abrazo entrañable y húmedo de sus cuerpos mojados. No me hablaron, ni me dijeron adiós, se rieron, me besaron como si estuviéramos continuando el baño casero compartido.

lunes, 4 de agosto de 2008

Prefiero el traje antiguo y caduco de la soledad


Va pasando esa sensación de saludo intermitente que tienen los veranos- no se me ocurre mejor manera de nombrarlos, hoy un agosto de recuerdos nublados, una lejanía de vencimientos. Y no me gusta cómo lo estoy sintiendo: tiene forma de una especie de imperativo estacional y emocional.

Me aportan mis veranos bellezas indudables –los descansos me los gané ya hace tiempo, mañanas como la de hoy con la luz por entero, la luz del mar, la más hermosa manera del aliento. Consigo insistencias porque volveré a mi hueco habitual, aunque aquí ande sobrado de tiempo y termine ya varios libros. Otros me esperarán en el sitio donde los dejé, y junto a ellos habrá una parte de historia que no fui capaz de contar. Pues esa parte oculta, voy a explicarla con detalle luego del verano por si no vuelve a venir otro que me exija hacerlo.

La vuelta me va a suponer conseguir lo que ya vengo deseando: el traje antiguo y viejo de la soledad, las maneras que ya se me han hecho necesarias, las rutinas en rincones tan propios que me aportan la hermosura de las cosas cotidianas pero únicas. Repetiré muchos gestos porque hay una belleza en esa igualdad, una forma de sensatez conmigo mismo y con los demás.

A todo regreso se le tiene ganas, porque el instante de la ida nunca es del todo seguro, ni cambiando el paisaje, las personas, las formas de descanso, la brillantez en las recepciones. Todavía no me ido y ya quiero volver, prefiero las realidades que ya tengo, las ocasiones que yo mismo provoco, el talento para las cercanías que necesito, la posibilidad de un beso viejo, seguir empeñado con los viejos trucos, escribir de la mano del tiempo sobre el poco tiempo como una última lección que me queda por vivir.

Ya no le puedo decir que no a varios días fuera de mi antigüedad y mi soledad, ya es preciso marcharse pero tengo que escribir como un aviso de carta que me asegure la vuelta, para ver de nuevo a las gentes que conozco como una impresión de eternidad que llevo siempre puesta. Salirme de la soledad desgasta y ya siento que algo no tiene retorno al no poder evitar la salida.

Eso sí, quiero conservar el poder de mi lenguaje para contar honestamente por qué me sentí mal fuera de mi soledad, de mi propia lejanía; la parte de la historia verdadera y callada de que hablaba antes; sensaciones hermosas que tuve pero que no fueron suficientes; el ansia de lo propio, de lo escaso pero necesario.

Explicarme con palabras lo que ni yo mismo entiendo, esto parece que no tiene nada que ver con la ida y con la vuelta, pero fue una especie de brillante ida y un deseo de llegar en mejores condiciones. No sé por qué –pero es así de cierto, que sientes al final de la vida como si estuvieras siempre terminando mal los veranos, que no tienes la acogida que necesitarías, que es mejor enseguida que te vuelvas a tu rincón caduco y viejo, igual que lo eres tú. No hay ofensas ni agravios, sientes decepciones y nadie se da cuenta que te está decepcionando. Es un cómodo y necesario recorrido por el que fuiste y ahora estás regresando con pocos atractivos para casi nadie.

De ahí las conclusiones, la hermosa soledad que no ofende a nadie pero que uno la ama tiernamente. Se me va acumulando en las arterias la soledad de alguien –de quién sea, aunque queda quizá el consuelo que es la más hermosa manera de comunicarse.

Tardaré escasos días en vestirme con el mismo traje pero al mismo tiempo con una ternura desmedida.