martes, 29 de mayo de 2012

LEO CON PARSIMONIA



Para calmar mi incertidumbre, esa que define Beatriz Manjón como “una interferencia y un trago de café”. Leo en cualquier sitio aunque pueda ser improcedente. Para mí procede en todos los sitios de la tierra. Leo, porque es mi necesidad, mi libertad, aunque sirva poco para un curriculum recomendable. Lo hago despacio para sacar de cada libro lo más que puedo, las palabras que no supe escribir yo, eso imposible y único como un abrazo que estabas esperando, tierno, inconmensurable para terminar con esa incertidumbre y poder tener así más ilusión. Sentirme satisfecho con mi propia satisfacción.
No me interesa saber qué pasa cuando acaba el libro, por eso prefiero dejar los que tienen crímenes fuera, sin conocer al criminal; ni tampoco los de amor donde haya que averiguar quién es el amante. Para mi parsimonia, me sirve la prosa a secas, llena de pausas para que en cada una de ellas intercambiemos el autor y yo problemas y sentimientos a medias.

En la lentitud de mi lectura necesito el derecho a tener sueño, cambiar de párrafo a veces sin darme cuenta para tener que volver a encontrarlo luego, por decreto, por respeto a la lectura. En la cama es, una especie de edredón análogo a la piel de quien tienes al lado. Y en todos los sitios, bien despacio, la soledad que tienes dentro los ratos que estás leyendo, una soledad como enemiga a veces que se te ha colado por las rendijas de la puerta medio abierta, de la ventana, del silencio.
Y sobre todo, leo dejando hueco –ya he dicho que  no para cumplir curriculum alguno- sino para que se me note en cualquiera de los sitios donde he pasado tantas horas leyendo. Al final de una vida va a coincidir con lo que decía mi padre en mis tiempos de estudiante de la Facultad cuando hablaba sobre las carreras terminadas de mis hermanos, y al referirse a mí añadía, “el pequeño lee”. Yo me enfadaba, reclamaba mi derecho de estudiante universitario, pero él se estaba refiriendo quizá a la falta de entusiasmo del que andaba sobrado para todos los libros que no eran específicamente de enseñanza.

Siempre he querido escoger yo los libros, y he valido para ello. Con cualquiera en la mano sé casi de inmediato si va a ser bueno, mi margen de error es tan pequeño que no concibo precisamente tener que dejarse un libro por falta de interés. Me provoca la pasión antes, sino, no pasa a ser mi libro, necesito que adquiera el derecho al hueco, a provocar el deseo como una especie de sexo sucio y como decía Wody Allen, por eso bien hecho.
Incluso a veces la necesidad de esa parsimonia si no me la proporciona el sitio, el momento de la vida, sé crearlo a mi alrededor, hasta provoco el silencio en un Centro de Salud, por ejemplo, para alejar de una vez las enfermedades y el empeño que tiene la gente en contarlas. Tengo cerca la anécdota de esta mañana.

Utilizando los medios tecnológicos, la famosa “nube” –icloud de Apple- esa novela de  Andrés  Barba que acaba de empezar esa misma mañana desde una Tablet, la he podido continuar leyendo a través del iPhone a pesar de su escaso tamaño, en la sala de espera de ese Hospital. La señal que he dejado en el libro que me había descargado de Kindle,”tenía la sensación de que allí se abría entonces algo parecido a una brecha y él era capaz de entrar en su cerebro de una manera delicada y misteriosa.” En la la misma posición de hoja doblada que he dejado en el teléfono, al llamarme dos veces porque estaba ensimismado, la enfermera, lo he encontrado luego en casa en la cómoda superficie del iPad. Justo al final de las palabras de Andrés Barba.

Misterioso parece el procedimiento, pero no es ajeno a la necesidad de mi parsimonia, de la lentitud, de la concentración, del silencio. Cualquier sitio es procedente, sabré buscarlo con el libro en la mano o dentro de un teléfono. Buscaré y la tengo muchas veces, la compañía, mudándome  de piel, cultivando las laderas de una hermosa cercanía, la identidad de otra persona cumpliendo el mismo rito con severidad, lentitud y una forma oculta de orgullo para no hacer curriculum.
Decía Juan Carlos Onetti que “le gustaría sufrir de amnesia para olvidar los libros que amaba y volver a leerlos con la misma placentera sorpresa que la primera vez. ¡Qué hermoso elogio de la lectura!.

Con parsimonia, en un espacio de regocijo y aventura, una opción a encontrarse mejor, más humano, el poder del precioso fragmento de las vidas que han vivido o inventado otros, una manera de ser libre. Yo venzo la incertidumbre, bien de mañana con una taza de café, con una taza de café y la mayor lentitud que puedo poner leyendo un libro..


viernes, 11 de mayo de 2012

LA PASIÓN DEL COMIENZO Y LA RABIA DEL FINAL



Aún estoy a medias porque pienso que es un poco pronto para limpiar la pizarra como si fuera un enseñante que anticipa el final de su trabajo sin saber claramente cual fue el mejor momento. Todos ponemos mucha pasión en cada comienzo y sin embargo se nos estampa la mirada, nos llenamos de rabia cuando nos vamos dando cuenta que se trata simplemente que llegamos al final. Morirse debe ser malo, pero sobrevivir con cansancio puede llegar a ser mucho peor. Quizá parecido –dentro de ese mundo propio de las nostalgias que me invento-  que ya no me proporciona consuelo suficiente acabar con el cansancio, descansando;  porque por el contrario es más importante cuando juntaba a esos momentos la alegría suave de tener entre las sábanas a alguien conmigo con idénticas ilusiones de comienzo. Ahora mantengo esa compañía a base de algo tan grandioso como es la comprensión y el entendimiento. Lo alargas cada día con la debida nostalgia de cuando no tenías necesidad de echar mano de ello. Se daba además por descontado.
Pero todo tiene el mismo motivo, la rabia del final, de las cosas que no has hecho, del agotamiento que te lleva a su término porque todo aquello que te pusiste como un hermoso trabajo para sustituir el que ya no tenías, te vas dando cuenta, te vas preguntando, si nadie me obliga, si ya me cansa por qué sigo haciéndolo.

Viene a ser lo mismo a cómo hago a la hora de elegir los libros que voy a ir leyendo. Es muy bonito encontrar el que quieres, el que necesitabas que alguien hubiera escrito para darte placer el leerlo, expresamente a ti, como si su autor supiera que querías que te diera su fantasía, sus ideas, su propia imaginación. Sigo acercándome a las novelas que no tienen historia, son sólo sensaciones de los seres humanos al rozarse, sin llegar a encontrarse jamás. Alguien me lo explicaba: como un polvo sin eyaculación. Me gusta que no pasen cosas, que ya me imaginaré yo que pasan, que me den sólo la prosa, los puntales, el andamiaje sobre el que se sustenta el libro y yo ya le buscaré su belleza. No me hace falta que me definan demasiado los personajes, me bastan los seres humanos húmedos e inseguros.

Y lo mismo que con los libros he venido haciendo, he practicado a la hora de aprender las cosas que no sabía hacer. Me llamó la atención al tener que estar prematuramente mucho tiempo quieto el poder de la comunicación de la red –y prefiero las redes humanas, el contacto individual, a las redes sociales-. Me cautivó la magia del diseño, de cambiar tanto un rostro o un paisaje para apenas reconocerlo; se trata de un infinito poder de la tecnología casi un poco deshonesto pero que requiere habilidad e imaginación como si estuvieras entre sueños de colores.
Pero otras veces, me quedé como haces en la vida con tus propias obligaciones, casi a medias, por terminar, he sentido cansancio antes de tiempo, como si me quedara por acabar de leer la novela y no supiera que quiso decirte del todo su autor, qué es lo que pasaba. Pero cómo no, siempre conservé el deseo de aprender, la rabia –que aparecerá luego al final- de no tener suficiente tiempo para hacer todo lo que quería hacer. Son dos corajes juntos, dos maneras de torcer el gesto sin que nadie me viera, como un símil a no estar haciendo nada práctico.  Eso me ha pasado y me ha pesado en muchas ocasiones sobre mi persona. Como un para qué constante, sin respuesta porque a fin de cuentas  todo lo que hacía o no trascendía o pienso que tenía escaso valor.

Hasta en ese hermoso mundo de comunicación, utilizando una página de  Internet para acercar a mis amigos a los libros que estaba leyendo; incluso a gente que luego me buscaba sin que yo jamás supiera quienes son, en este camino de mutuo recorrido (qué lees, yo estoy leyendo) cada mes me detengo ya para preguntarme si debo seguir haciéndolo, si es verdad como hace un rato me escribía una buena amiga que sugiero y oriento.
Lo he venido haciendo ya desde hace casi 8 años cada mes como quien siente un tremendo amor por algo y quiere compartirlo, abriendo los brazos y las puertas, en un boca a boca que es la mejor manera de decir las cosas. Hablar de libros para mí, es emocionarme, quererlos al contarlo, es una especie de sexo duro perfecto. Evita además el olvido permanentemente, produce necesidades de conocernos mejor, es un rasgo de honradez pasar una página o empezarla de nuevo.

Pero todo esto que comento me lleva al título que le he puesto a mis palabras, reconocer el propio deterioro que para todo y para todos tiene el tiempo, acordarte de la pasión de los comienzos y la rabia que te traen todos los finales. Vas perdiendo hasta el maquillaje detrás del muro de la dignidad que tenías delante. Ganas peso físicamente al escasear ya demasiado tiempo tus movimientos, pero pierdes ese mismo peso o más que te proporcionaba la ilusión de hacer las cosas como cuando tienes el cariño junto.
Pierdes hasta el instinto y la pasión de todo comienzo para seguir empezando de nuevo.