martes, 29 de septiembre de 2009

La vida no sé dónde la dejé


Para que sea cierta la cita de Rimbau, en el “Babelia” del 19 de Septiembre pasado traída por Muñoz Molina, de que “la vida siempre está en otra parte.” Yo ahora la tengo con ese tono impaciente de la espera de un viaje soñado con demasiada insistencia. Sé que a la vuelta tendré demasiadas cosas que contar, como dice mi amiga Mónica, que trenza los horarios de los vuelos y hasta engaña a las compañías –aquí te compro, aquí te vendo- para que salga más barato. Pero ya no es eso, ya no es el viaje, ya es la decisión de poder hacerlo no con las posibilidades de los jóvenes, pero da lo mismo, al cansancio lo engañaré seguro y como dice un familiar, psicóloga de lujo, es cierto que me pasará como al escritor, que sentado en un banco de un pequeño parque, miraré el cielo y sentiré ese estado mágico, cuando recuperas la vida que no sabes dónde la dejaste, “Too Much Happiness”.


Mientras pienso, como hago cada día, que mi doble café Nespresso a la espera del libro abierto de las mañanas, me da lo mejor que puede darme la vida, que ahí está, ahí se quedará para siempre, es lo que tenemos las neuronas que ya no funcionan como una maquinita; pero aportaré, en cambio la calidad del cuero viejo, de la resistencia como una arcilla perfilando los bordes y la elocuencia de las manos con una manicura francesa que no nos lleva lejos.


Me voy a Nueva York para volver luego como veinte años antes, echarle la culpa al cambio de horario, y junto a mí una mujer, delgada y elegante para que sigamos viviendo juntos. Me voy a Nueva York a gastarme las preguntas que siempre me hice en las películas, a saber qué son eso de las Avenidas, de todas las razas enredadas por las calles, de su misterio, de la iniciativa, del enorme deseo, de quedarme embobado con la boca de una mujer negra, con su color seguro y exigente.


Y de paso en el viaje conseguiré como quien encuentra un manojo de llaves que no sabía dónde estaban, pues eso, la vida que no sé dónde la dejé. Por eso le llamo a este viaje una sensación, un hallazgo, una manera de ponerse, un compartimento estanco del otoño para sentirse menos solos, hacerle menos caso a los libros, al roce de una mujer en un semáforo, un cristal empañado, un objetivo.


Hacer que no me falte nunca el deseo, la vehemencia, esa manera de contar las cosas sin la facilidad del poeta, pero con todo alejado de la realidad de las cosas. Cambiar las trampas que tiene la vida por otras más fáciles, intentar ser feliz, eso que lo hacen todos y lo más llega a ratos para irse luego.


Ya sabéis –no hace falta confesarlo- que me falla la memoria, no me acabo de creer que es cosa de viejos. Antes era la reciente, la de las cosas que había hecho hace poco rato: el nombre de un amigo, la cara de quién me acababa de saludar por la calle. Mi defensa estaba que conservaba, la lejana, los libros que había leído hace veinte, treinta años. Ahora son las dos, cogidas de la mano, no te creas, me vienen a decir, tiene el mismo mal arreglo de no acordarte también dónde dejaste la vida.


Pero prometo ir por la Quinta Avenida con el lápiz en la mano para acordarme luego, prometo contaros los recuerdos más bonitos de la tierra, ir diciéndolo a tiempo nada más volver para no tener que recordarlo. Como un poema de amor que siempre empieza en el cuerpo desnudo de ella, los trazos de mis letras serán de recuperación y de aliento. Habré hundido mi boca en las páginas más bellas que tiene una ciudad con la que he soñado siempre verlas. Os traeré, os lo prometo, el exotismo y la imaginación de encontrar de nuevo, la vida que no sabía dónde la había dejado. O mejor dónde se me había quedado.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Vámonos donde quieres ir


Me dijo mi mujer. Me lo ha cumplido ella. Y supimos enseguida cómo era tenerlo todo hecho: el difícil OK de las reservas; las plazas de un avión que tienen un precio diferente en cada momento; un hotel que el lujo se le sale hasta fuera; un sitio en “The Riber Café” para no tomar nunca café, situado bajo el Brookling Bridge sino poder divisar hasta la Estatua de la Libertad con la mirada, allá lejos, casi al alcance de la mano, cierras un poco los ojos y luego se deja ver, casi se deja hacer.


Me lo hicieron muy fácil, me mandó enseguida una chica que su placer en la red es organizar viajes, diez o doce e-mails con todas las confirmaciones que quedan en la tierra, lo que podría ver luego desde la memoria. Hasta ya casi a las doce me envió un sms con más maneras de decirme que sí, que me podía ir dónde quise ir siempre. Me tuve que contener para no contestarle doce veces. Luego me mandó algún seguro para que estuviera seguro de no quedarme en tierra, un saludo, y yo un beso simplemente. Al final he conseguido que me envíe un abrazo.

Qué bello sueño: organizar viajes aunque no los fuera a hacer nadie, hay cosas que se aprovechan pensando cómo hacerlas aunque no se consuman. Le prometí un día mandarle los números de una tarjeta sin dinero, en lugar de la mi mujer, para que haga lo que quiera o una de esas mías con oro hasta los bordes que dan miedo porque ya te la están cobrando antes que la vea nadie.

Todo está organizado en pocas horas por la hija de un hombre que lo tuve a mi lado trabajando, los mejores años que fueron muy pocos porque la vida se lo llevó con impaciencia, con esa luz de falta de paciencia que nos moja los ojos y nos quita al mejor compañero. ¡Ché, no podías haberme quitado otro!

Supe de ella, supe de su hija, nada más nacer, ahora ella me dice que han pasado muchos años y a mí me parecen muy pocos porque ya me deben quedar pocos. Pero pueden ser unos días que supongan lo poco que a veces cuesta tener la gloria, cosa de un otoño, de seis días y seis noches en Manhatan, en el Hilton New York, es la ventaja de ir con un médico glorioso y exigente. Y su pareja, que es la única mujer en mi vida que me ha enviado flores.

Hacer este viaje puede servir como dice el poeta José Luis Piquero para “morirse con algún objetivo”. Ha coincidido: yo llevo también los mismos años, más o menos, esperando, él en su silencio tras su último libro ha estado aguardando como yo “lo que viene antes y después del poema”. Yo no tenía versos pero estaba dispuesto a no tachar más páginas a ver si de una vez me hacía poeta. Me he quedado tranquilo, no hace falta porque “la poesía no son los versos, sino la mirada, la sensación, el hallazgo.”

Voy a viajar, por la ruta de la mujer que organiza viajes para que a lo mejor no viaje nadie; la mujer que ayer me decía, no te extrañe que te envíe un día de estos un mail con algún posible viaje que tenga mirado, aunque no vayas a ir, solo para soñar un poco…

Esta vez –mujer que organizas viajes posibles e imposibles a la vez- que hasta noto el roce de tu vestido cuando los haces, voy a cumplir un sueño de hace tiempo: pasearme despacio por la Quinta Avenida. No tenía quién me hiciera las reservas sin habernos dicho antes ni una sola palabra en la tierra.

Dejaré por unos días las mañanas que comienzo en que yo siempre quiero ser el libro que estoy leyendo. Mi mujer anda durmiendo, me deja que me emborrache leyendo sin haber probado el vino. Entre los dos vamos a arrancar la vida aún a tiempo para hacer ese viaje que siempre más que hacer, hay que tener. Siempre detrás de las palabras no me había dado cuenta que iba a amanecer un día que podría traerme el goce casual que iba a dejarme exactamente donde quise ir, gracias a ella.

Añadido me trajo, como haciendo el camino, la belleza imposible de un sueño hecho destino, un destino que me lo iba a buscar una chica que hasta ya está pensando conmigo, un nuevo camino. Tú lo haces lentamente, seguro que habrás pensado, no te preocupes, yo sabré hacértelo exactamente a tu medida, de ti y de quién ha construido su vida junto a la tuya tantos años.

Eso cuesta, hay que tener gestos y libertades al mismo tiempo, hay que saber entender por parte de mi propia mujer lo que quizá entre estos papeles nadie hubiera entendido, absolutamente nadie.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Espera, que tengo que terminar una cosa


Es lo que te dicen. Y lo dejas estar. Te quedas, no obstante, con la sensación de estar intacto, pierdes el miedo de soltar el equipaje y eso que hay algo del mismo que siempre nos pertenece. Por eso sigo escribiendo, casi sin equipaje, con mis papeles y mis dudas, utilizando este puente del lenguaje que permite llegar a todas partes, hasta en ocasiones te inventas un poema que no cuelgas.


Siempre alguien a quien yo me acercaba estaba terminando una cosa; las mías en cambio las tengo terminadas, sino no hubiera ni acercado la cara, no hubiera dicho que soy una persona amable, con la falta que hacen, no hubiera traído la huella del último libro leído en esa hora de la mañana en que me sirve lo que le pasa a esa chica de su edad para la que la música “es un sitio” y nos explica esa “parte donde nunca nos abrazan”. (“Deseo ser punk” de Soledad Puértolas) A mí han dejado de abrazarme muchas de las otras partes, las que todavía tengo libres. Yo escribo desde aquí y me invento casi todo el sueño, pero de repente, como dos o tres años antes alguien quiso ser una reina, y es verdad que en ese caso, la tenía a mi lado y además del abrazo intenté besarla. Pero no pudo ser. Y ahora, luego de ese tiempo transcurrido, en una especie de no sé qué seguimiento que está siguiendo, le han peguntado y ha dicho sí, sigo con Romero.


Tengo las cosas terminadas, no están del todo mal hechas, es cuestión de volver a pasar el trapo por dónde debes, de asumir las responsabilidades propias porque puedes hacerlo –tengo crédito para ello- y desde la zona donde no te abraza nadie, eres un hombre que se aferra a la vida porque es razón suficiente para seguir viviendo. Cultivas a ratos el pecado solitario de la propia escritura, hay veces que se me notan hasta los pelos y señales, da lo mismo, y hasta si lo contaran por ahí no quedaría tan mal, siempre tuve los modos y maneras, tienen un coste adicional muy elevado y lo exijo a los demás, valga lo que valga tenerlo. La honestidad de quien se entrega no la puedes engañar nunca aunque estés en la miseria.


Volveré cuando haga falta y a quién haga falta a pedirle la necesidad del momento, pero pediré, como una obscenidad permanente la oportunidad de los muslos abiertos. Respetaré los ojos ajenos, su estilo, su observación y si en algún momento niega mi ropaje, me bastará el mensaje del error para dejar de cultivarlo. Volveré y en esa vuelta buscaré con matices de permanencia que el futuro que esté por venir, no nos lo inventaremos, se lo tiene uno que buscar cada vez y ni yo mismo pienso que me va a faltar tiempo.


El futuro es construcción, esfuerzo, de la misma manera que lo hizo uno anteriormente y que sirvió para ganarse el estilo, la señal de estar en muchas cosas en lo cierto y en aquellos que no, ponerse a averiguarlas. El futuro no viene de repente, no es la primitiva de los jueves, yo estoy en ello todavía porque ando convencido de que me queda ese futuro, seguimiento, las cosas más cerca que puedan ser ya casi una certeza.


Tengo un huequillo en la nuca, detrás del pelo que espero, igual que yo un día intenté dar un beso, pueda ser el acoso de la ancha capacidad de una mujer que quiera que esto mismo salga bien y entonces sale bien, así de sencillo. Que no tenga que terminar ninguna cosa, su postura sea una cercanía, mirarme a los ojos, no dejar de mirarme, a los ojos nada más, nada menos. Lo aviso, mi vejez suaviza, pero de verdad ni llega a ser vejez porque no hay nadie que lo sea sino quiere.


Voy a tener yo también mi propio seguimiento igual que intenté una vez dar un beso y no pude hacerlo. No sé si voy a ser feliz, pero al menos voy a intentar serlo, aún me queda mucho tiempo, ni tendré el dolor de llegar tarde porque sabré que me están esperando.


Quiero seguir, tengo curiosidad por saber lo que dejo luego.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Muchas veces cierro hasta los párpados


Porque el cariño de los ojos, suele ser en ocasiones duro e imposible, como un adverbio que se te ha quedado escribiendo, y a veces tienes que volver la vista atrás por esa dureza que tienen los ojos, que se te quedó hasta en la propia mirada. Cuánto talento hemos de tener para poder salir adelante en cualquier circunstancia. Y cuánto duelen las palabras que no pueden salir.

Se me ha quedado, al fin y al cabo, lo peor, un retorno cansado que no se lo puedo atribuir todo al verano, es algo como una lluvia propia provocada por mí, hasta ajena por completo a cómo está el cielo, la opacidad la tengo yo. De todos modos, aunque llueva, ya que opino como Umbral que la lluvia es un sentimiento que debiera figurar en los catálogos de la psicología sentimental. Porque llueve por dentro, digo yo, en esos momentos de la vida en que no tienes tiempo de mirar el tiempo, sólo tus propias esencias.

Voy a ver con las novelas cómo me las arreglo para que esa ilusión decore la piel de mis semanas, la invariable falta de posibilidades de mi cuerpo que sólo uno mismo tiene en cuenta. Tendré que escribir despacio, desnudo de fracasos y arrepentimientos, muy solo, pero no evitará que me vuelva a inventar el rumor de un cabello de mujer como en un salón de violines lentos; sabré besar de nuevo entre palabras con un presente triste y pálido porque sigo creyendo, sigo creyendo en la bondad del ser humano como si fuera un dios en seco.

El alcohol del pensar lo proporciona la soledad y esa la tengo como quiera. Debe ser que como yo temo a la noche, me vienen los crepúsculos ya manchados, en cambio tengo, a la mañana –muy a la mañana- cual una antorcha blanca por haber pasado ya la madrugada.

Nunca tuve en cuenta la numerología de los abrazos, las veces que dejé los brazos tiernos, la exquisitez de saber poner las manos aunque luego nunca supiera del pecado, como un género desprestigiado que nombrarlo ya te hace ante los demás, viejo. Me da lo mismo, antes perdonado, mis manos siempre demandaron el presente porque no es una medida de tiempo, es sólo lo que pasa.

Cierro los párpados y me visto de soledad como un mendigo. Se me van terminando como si fuera mi última gloria, las noches mal dormidas, no es que no quede sueño, es que puedo ya no hallar la propia noche, por eso hasta me noto inseguro escribiendo.

Porque tengo un sombra ya cansada, hasta de escribirla, como el color violeta venido a menos para amarme al menos yo a mí mismo y que me quede tranquilo luego, más despacio, y pueda comprenderlo todo lentamente, sin ayuda de nadie. Tengo el suficiente talento para seguir adelante, lo único que hemos de procurar es que no afecte a nadie. Porque jamás lo tuve tan claro ni pienso que haya ningún secreto: la vida es agua y fuego, es mantenerse y consumirse quieto, esperando a ver qué ocurre.

Debe ser una cuestión de no poder cerrar los párpados, pero no voy a insistir en hacerlo, sólo me interesa el presente porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida. Y ya lo dijo Borges que todo amanecer nos finge un comienzo. Quiero ese amanecer para hacerme mucho más dispuesto de nuevo, la tremenda eficacia que tiene de silencio se descubre más tarde, por eso el viejo siempre es menos brillante pero escribe como vive, es inevitable. Gasto muchas metáforas porque es la única elocuencia que tiene mi universo de los libros, mi vicio, mi seducción, mi manera de sostenerme, mi libertad.

Aunque a la libertad como a la felicidad nunca se llega, se intenta averiguar cómo se va a ella. Me queda todavía la vida, razón suficiente para seguir vivo.

martes, 8 de septiembre de 2009

No he sabido hacerme viejo


Supe ser niño y hasta tuve que entender lo que padres adultos mezclaban con una indudable e impecable enseñanza, modos de convivencia nada recomendables. Cuando un hombre y una mujer unidos con el porqué maravilloso del amor, lo rompen a pedazos, nada lo justifica, todos sabemos lo que tenemos que saber de los demás antes y en cualquier ruptura las partes son muy por mitades. Junto a ello aprendí algo esencial y permanente: unos criterios claros y éticos a lo que es muy difícil no saber responder, las mismas pautas de conducta que pasaremos de página luego con nuestros propios hijos. Fui buen niño y hasta entendí para siempre esa insalvable distancia hasta nuestros padres, como una sensación intacta que si un día la perdemos –tenga uno la edad que tenga- ahí se termina una posible y alargada juventud, una madurez bien trabajada hasta que el cuerpo lo permita. Cuando no se tiene ese respeto en la vida para con los demás, eso que debieron enseñarnos a todos le falta a uno lo mejor, lo más valioso que tiene el ser humano.

Quizá eso me ha pasado. Tuve la juventud de la educación, nada menos que de la educación, exquisita, tierna, correcta, bondadosa como un traje con corbata de diario o la ropa más informal para seguir siendo elegante. La llevaba encima gratis allá dónde entraba, la ropa de la cultura propia, inevitable, de no dejar nunca de ser lo que era. Aporté a la vez, por allí por dónde pasé las ganas del trabajo que sólo da el propio trabajo. El mío tuvo cifras, objetivos –a la vez maneras de estar entre mi gente- y sacaba bien las cuentas, siempre con saldo positivo para que al día siguiente me pidieran un poco más y lo diera.


Se terminaron las autoalabanzas porque vine aquí hoy a escribir que a ser viejo no he aprendido a serlo nada bien. Quizá la lentitud de mis posturas provocó el impulso repentino, la palabra sugestiva, la esperada respuesta costara lo que costara. Si encima tenía el dolor de estarme quieto, debí hacerlo, porque el dolor no es para compartir, se aguanta y ya está. Los impulsos pueden estropear la vida, impedir vivir la vida que había aprendido. La quería como un medio para llegar al orgasmo simultáneo de sentirme escuchado fueran cuales fueran mis palabras. Sin embargo estarme quieto, no esperar ya nada, ni bueno ni malo, eso que es precisamente la vejez, no me lo quise creer.


Cada beso humano es también una respuesta y he buscado los besos y muchas cosas que dependían de las palabras, casi todas. Sin saber hacerme viejo, sin querer hacerme viejo, tengo en cambio la turbiedad inevitable de dentro de los ojos, la equivocación del pensamiento, la sospecha que me ha llegado la tristeza antes de tiempo. Me basta solamente con sobrevivir, ir tirando, eso ya me parece que ocupa mi vida.


Pues si tanto me he equivocado con este cuerpo mal llevado y viejo, ¿qué busco? Pues salir de aquí, de voz y pensamiento, abrir una ventana y asomarme; busco saber qué busco que no lo acabo de saber. Me está doliendo el tiempo sin consuelo, tengo miedo del momento, no soporto ni la excitación de mi propio grito, no encuentro –pienso que para siempre- lo cálido de unos primeros momentos, mostrar una persona que ni yo mismo era, soportar la incertidumbre de la noche dejando que pase entera sin que yo la intente interrumpir voluntariamente o alargarla más de lo debido.

Que me vuelvan a gustar las mismas cosas de antes, atreverme, inventar, imaginarme, soñar. Que me interese otra vez la pura y hermosa prosa de no haberme hecho tan mayor, como una vocación de pensar. Recobrar mi pensamiento limpio, desnudo o con una lencería blanca sobre una piel manchada con vocación de ceniza; la alegre protesta de la vida –como una mujer con pechos bien llevados- volviendo a esos criterios claros y éticos que aprendí de niño.

Ir otra vez a la reclamación del presente, que existe, que me quiere, como una llamada urgente de la vida que si se demora, si no le hacemos caso, ya es otra cosa.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Necesito pasar las páginas, Doña Carmen

Ya son muchos años que el mundo de los libros tiene que pasar por las manos de Doña Carmen Balcells, más que su criterio, su voz autoritaria como agente literario lleva a las librerías aquellos libros que merecen su publicación. Jubilada de tacto oficial, presente no obstante todavía en tantas y tantas obras antes de salir a la luz. Su voz ha sonado: “De lo que estoy feliz es de que el futuro no me haya borrado ya”. El futuro del libro electrónico, esa pequeña pantalla que permite la lectura de más de 500 libros, está más cerca de lo que creemos. Se habla de vender este año 22 millones de lectores electrónicos.

Hace ya demasiados años, de la mano de un sistema operativo MSDos me situé delante de un ordenador, aprendí su manejo y lo enseñé, a niños y mayores que no querían quedarse fuera de ese mundo de la red. Tengo ya demasiada longitud de horas, de calcular el diámetro perfecto entre las palabras de un diálogo como si fueran las yemas de los dedos en los pechos de una mujer. Que he ido llenando paredes de una casa para obtener los amigos que no me fallarían; páginas sin leer pero ojeadas a conciencia, profesionalmente; apartados de los libros con su piel y con su tacto, con las páginas con la autoestima más alta de aquel que las escribió, para soñar con ellas, para oler su misterio, su interrogante permanente, la extrañeza de un instante.

Por eso me voy a quedar fuera, Doña Carmen. Preferiré mil veces por qué dijo que sí a que viera la luz una novela. Me he hecho adulto primero y luego viejo con los libros en la mano, pasando sus páginas como un pomelo reventado en la vieja butaca de cuero con un acomodo carnal de lo más confortable. Una butaca que es ancha y agradable, acogedora como un gran hogar, con el libro entre las manos mientras descubriendo entre sus páginas modos de amarme que nadie conoce.

Me gusta más el libro, me gusta tanto el libro que la madurez me parece no aprender casi con ellos, es una especie de nostalgia quieta, un contacto tan cálido que nunca me lo puede dar ese chisme electrónico, con 500 novelas dentro, sin que le roben el sitio a mi casa casi entera, si que se queden la piel que puse en ellos, tomo a tomo, casi un pantis pegajoso a medida que los pasos de mi vida iban con ellos, dilatados en los muslos, alternados al andar y mira que me cuesta caminar.

No, mítica Balcells, dices que el futuro no te ha borrado ya al formar parte de “Leer E”. No, Doña Carmen Balcells, no me vas a quitar el gusto por cuatro días que me quedan, de esta misma mañana en que voy a cambiar la mirada hasta el mar en la bella terraza desde donde casi lo alcanzaba, por entrar de nuevo en el libre sendero de mi librería, me notarán enseguida como si llevara en la mirada, como revuelto y sin ropa mi propia apasionada manera de ojear los libros.

En la puerta dejaré hasta la edad que aparento, entraré sólo con un poco de ingenio para rozar a la vez las páginas de cualquier libro y las manos de una mujer, su frecuencia, me parece que sus caderas nuevas, la convivencia que teníamos antes de irme este verano, la que suscita el descuido, una liturgia que tenemos ambos como pasar las páginas de un libro que nunca dejaré de hacer como si fuera a la vez mi daño y mi placer.