jueves, 29 de noviembre de 2007

Con palabras aún no terminadas

Ando escribiendo tranquilo en forma de memoria con la lírica olvidada de los versos pero con apremio en mis ojos por saberlo de nuevo, como cada vez, antes de que se me acaben esas palabras a la media noche. Es como si quisiera contar lo que vivo y no escribo, la compañía callada y disipada con una orgía de recuerdos aparcados de cuando no podíamos tener recuerdos. Bastaba ese momento, ese día que pasaba.

Ahora vivo callando eso que decía, por eso nunca estoy ya bien solo, ni un rato, ni un momento. Necesito esa compañía como si necesitara que se metiera más aún en mi vida y le pidiera que me diera todo lo que puede ser. Tengo un cómodo y necesario silencio a mi lado cada noche, unos pasos míos más prematuros a lo mejor hasta el cuarto para esperarla, pero seguro que la tendré luego, a veces sin despertarme, como medio dormido sin haberme dormido.


Noto cada vez, resumiendo el día, que me doy cuenta que los demás también envejecen y yo tengo en cambio esa sede tranquila, única, la que a veces sin gastar las palabras te da alguien que tuviste siempre y que sigues teniendo como un lago de paz y desmemoria. Todo pudo ser lo que ya no puede ser, pero no lo echamos de menos: yo tengo un hueco propio para escribir mis desvelos y ella, su silencio, su trabajo bien hecho.


No se lo he contado a nadie y lo estoy contando ahora -ya lo advertí, antes que sea medianoche y se me acaben los palabras, y los espacios y las maneras de ponerme- me hace falta que me diga que se sabe de mí todos mis secretos: mis palabras soñadas, escritas muy deprisa y que aunque tengan destino, da lo mismo, mi destino sigue siendo el mismo hace ya, no sé, más que los cuarenta y cinco años con que se enlazaron los cuerpos, los imposibles que tenemos y las cercanías de nuevo hasta cada vez que nos sentimos otra vez sueltos.


A veces ya empiezo a sentir la necesidad de alargar la mano y rozar algo aunque no sea una mano, que sigue existiendo, el cobijo muchas veces, a todas horas, cuando uno se siente malo o tiene simplemente miedo de sentirse malo. Ya me urgen las existencias que no tienen necesidad de imaginación, sino que están ahí siempre esperando.


Cada vez la lentitud distraída alargando mañanas, los movimientos hacia fuera para no quedarme definitivamente quieto, las veces que me caigo y todavía me levanto, cada vez esa vida repetida y propia me insiste más con la misma gente de fuera en lo que tengo dentro, unos metros cuadrados que no tienen precio, ni nombre, ni elogio, es la vida que he dejado y es la vida que tengo.


Mucho más seguro por momentos de que lo hicieron bien por mí, que me dejaron el sitio preferente y preciso y tranquilo para cuando me hiciera viejo. Un regalo permanente y alargado, lo noto cada día, cada momento, cada mal paso para llegar al hueco de siempre y que me estén esperando para tener un silencio, que es un lujo tenerlo y un sueño y una única manera de terminar desde el principio.


Como una forma invisible de cansancio estoy ahora escribiendo. Esta noche de nuevo, afortunadamente de nuevo aunque se me acaban las palabras y no sepa decir del todo lo que pienso.

martes, 27 de noviembre de 2007

Donativos para la guerrila del "Che"


Por Salvador Martínez Romero

El domingo, de mañana, me tropiezo en la plaza con una mesa petitoria que ostenta el cartel que antecede. Me deja perplejo.

Al “Che” lo mataron como a una rata, hace 40 años, en la Quebrada del Yuro, próxima a Vallegrande. La más famosa guerrilla de la Historia acabó sus días en la espesura de la hondonada, convertida ya por entonces en cuatro chiflados, famélicos, heridos de bala y sin munición, traicionados por los suyos y dejados de cuenta por Fidel, que los tuvo a pan y agua en cuanto a refuerzos, armamento y cualquier otra ayuda logística. Y allí estaban, como novia en tálamo, abierta de piernas, aguardando a la muerte.

El ”Che” es hoy una T-shirt que lucen pijos relamidos de medio mundo a la hora del vermut en terraza de boulevard conectados a heavy rock. Que acabarán haciéndose con todo, hasta con los mitos de los pobres. O un poster, con la foto chulesca de Korda –la imagen más repetida de la Historia, que la progre de turno se clava en su cuarto, sin saber que no las quería ver ni en pintura. “Pero, ¿a usted le gustan las mujeres? –le espetó una periodista yanqui. Y no le contestó ni que sí ni que no.

No echaba nada en falta, con sus guerrilleros de quinceañeros, lampiños de piel Caribe, enardecida la mirada, la melena al viento. Lo mismo que él. Uno se enamora siempre de uno mismo. Y cuando pierde lozanía, se busca en lo más parecido a los demás.

Me hubiese gustado frente a la mesa petitoria, monopolizada por las cuatro “Gildas” petulantes de siempre, para decirles que el “Che” está muerto y bien muerto, ni siquiera se saben donde pararon sus huesos –como ocurre con su doble “el Nazareno”, que el mausoleo de Habana es puro marketing.

Váyanse a casa a hacer las alubias, en vez del indio que están haciendo aquí y tienen por costumbre. Lo único que de él permanece es su semilla. Cuando quiera y donde quiera, en el ancho mundo, que un muchacho se rebele contra su padre, o brote el odio contra el poderoso y prepotente, vuelve a nacer el rosarino. (I) Y están de más las mesa petitorias y tanta monserga ya que ese ardor del oprimido contra el opresor surge espontáneamente de la tierra, sin ayuda de nadie y sin pedirnos parecer. “CHE VIVO COMO NUNCA TE QUISIERON.”
(I) “El “Che” nació en Rosario, Argentina.




domingo, 25 de noviembre de 2007

Estos días dejaré

No hacen falta las palabras, ni los gestos, se trata de que hagas saber sin tener que decirlo dónde dejaste, por ejemplo, los restos de las más recientes madrugadas, allí está cómo verdaderamente uno se siente. Eso crea una geometría exacta entre dos seres, la victoria de ambos, los nombres escritos con los dedos como vidrios empañados pero visibles y perfectos.

Estos días dejaré mientras tanto, una voz preguntando pero sin exigencia alguna. Habrá una espera necesaria, un punto de deseo de lo más impetuoso pero a la vez la información precisa de que existe una mano fuerte, poderosa y sobre todo incansable hasta que le digan bastante. Eso dejaré estos días: mis ojos abiertos, la paciencia de los libros abiertos y el registro de mi pensamiento disciplinado y entregado como siempre. El tiempo que haga falta, como si no fuera tiempo, sino una espera aceptada por completo, parecido a un espérame, que ahora vuelvo.


Me acordaré hasta de la falta de perfume cuando te sueltas el pelo, de tu ropa de calle en casa mirándome, de tus labios, de tu empeño en mantenerte siempre con los ojos insistentemente bellos. Del momento de cruzar el silencio, del mutuo deseo del descanso, de que yo me quede con la última metáfora pendiente y tú sigas siendo, una mujer en forma de verso que me quedaría recitando para siempre.


Llévate mientras tanto, las ganas de quererte largamente a ese sitio donde a lo mejor sólo dejan que quieras intensamente a la juventud de un rostro con tus propios genes. Pero aquí hay una mano pendiente, un abrazo que no le sirve a nadie hasta que cumplas la promesa de la vuelta. Aquí está todo un orgullo de tenerte mientras no te tengan del todo. Me suena a veces esos fragmentos que proporciona la música que sueles ofrecerme para que ocupe la noche y desplace los momentos duros que no quiera del día.


Estos días dejaré, lo que siempre dejé: admiración y respeto, mis dolores que cambié por tus órdenes de hacerme fuerte; dejaré la vida, el cariño, la amistad, esas cosas que ya tienes pero que querrás volver a tener. Lo cumpliré, no tendré el miedo que siente a veces el hombre de no poder cumplir, porque siempre supe hacerlo con quién supo merecerlo. Dejaré casi todas las palabras, esperando que las vuelvas a leer: dejaré lo mejor.


Sentado junto a un libro pendiente, con mis cosas corrientes, mirar si está la efímera grandeza de unos buenos días como un sueño tranquilo para poder pasar el día o unas buenas noches para sentirme opaco y tranquilo lo que dure la noche.


De todo lo anterior aún estoy por el principio, como si fueran las axilas pendientes, un gesto de levantar los brazos y poder vivir de nuevo cada momento. Ya lo sabes me quedaré esperándote como si volviera el comienzo: un foro, sin preguntas, una mano tendida y una respuesta inolvidable que me sirve cada día para poder caminar, con una programación a mi medida; disfrutar la última rebanada de la vida y decirte que estaré aquí con lo de siempre, con la honestidad de éste escritorio público que me parece ya totalmente intransferible.


Desde él, estos días dejaré, lo mejor que siempre te dejé.

lunes, 19 de noviembre de 2007

La caducidad


Todo tiene una obligada y necesaria caducidad, un final que si es honesto le da brillo al principio. Yo no quisiera terminar nada: como si fuera a conservar la posibilidad de un tacto concreto, una caricia o tomar una mano siempre. Es un ejemplo de cómo cuesta asumir la caducidad de un simple momento, de las largas jornadas que han formado una vida, de cada instante bien vivido, bien sentido.

Esa caducidad lleva a veces a una especie de sufrimiento que no se nota demasiado, produce sólo la impresión de un enorme cansancio, la falta de descanso en la retina de los ojos, el recuerdo de la frase de Oscar Wilde que hace días me nombraba mi hermano: “lo peor de la vejez, es que uno no se hace viejo.
Ni importa tampoco demasiado la caducidad que nos ha de llevar a la muerte. Se me ocurre estos días que la mejor manera de morirse debe ser que no lo sepa nadie, no volver a ver a los que quieres, debe ser terrible, todo eso sin conseguir hacerte viejo Mientras a esperar, disfrutar la belleza del momento de lo que ocurre, del cariño que tienes, de los restos de lo que sientes porque entregaste lo más honesto con una suntuosidad profunda, con casta y tono.
Bien está que me dijera el otro día, quién más cerca me tiene, casi pegado a sus costumbres, con quién hice esencia de la vida mutua, emparejada, agarrada, desde aquellos versos de Mario Benedetti que presiden mi cuarto:


HAGAMOS UN TRATO
Si alguna vez adviertes que te miro
a los ojos, y una veta de amor,
reconoces en los míos, no pienses
que deliro, piensa simplemente
que puedes contar conmigo.

Me dijera: eres un alma demasiado sensible. Eso no me va a caducar jamás, eso se terminará cuando nosotros nos terminemos y se acabará también, con fecha de caducidad ineludible, esa soledad tan maravillosa que hay que compartirla con alguien.

Pero a otras cosas de después, a sueños que fui construyendo buscando con las palabras los timbres precisos para saber bien dónde estaban, esas “cosas” las tengo que resaltar entre comillas porque tienen la magnitud que quise darle. Vinieron de una mano tendida y ofrecida, de una respuesta a tiempo, de un asombro ajeno. Me llegaron con la tarifa más alta de placer y de conquista. Tendré sin embargo que aplicarle a esa convivencia la respuesta final de la caducidad.

Voy a entender peor la sucesión de las noches y los días, la llegada de la vejez sin querer serlo y de la muerte empeñada en serlo No me va importar lo meritorio de la tristeza, sino mi tristeza, sencillamente mi tristeza como si cada mañana al empezarla vaya a empezarla incompleta. Una línea en la edad y en la conciencia, una huella de todos los recuerdos, la irremediable velocidad con que nos pasaron las cosas.

Se me termina esa riqueza que tenía, me llega la caducidad para mí a cambio de su bien y su felicidad, de ahí que ponga todavía una sonrisa, que piense que pueda seguir siendo en su recuerdo un vicio que tiene que quitarse, la propia vida le dará la última palabra más gloriosa de la persona que más la merece, la última palabra que hubiera querido ser yo quien se la escribiera

Me va doler no poder abrazarla, quizá abrazarla me habría dolido igual. A su próximo ademán de irse no puedo detenerla ya. Es mi renuncia, es estar renunciando. Veré cómo se va y no ejerceré poder alguno sobre ella, si es que alguna vez lo tuve

sábado, 10 de noviembre de 2007

Como un relato sin memoria


Tengo miedo que no haya una gran diferencia entre el miedo y la vejez. Esta mañana sentí miedo, no sé bien a qué, y lo más próximo era la vejez. Con la extravagancia de los enamorados o los desesperados –alguna vez ya me referí a ello- cumplí las estancias de mi propia estancia en la vida. Quizá arrastraba dudas de falta de palabras luego de mis rituales, temblores que tengo a veces, ecos de la memoria que resuenan en un corredor, según versos de Eliot, en dirección a una puerta que nunca abriré del todo. Me he equipado para arreglar todas estas cosas en la ficción, en la ficción ajena como un recordatorio de un relato sin memoria.

Puede que esta vez ni yo mismo me explique y me entienda del todo, será ese miedo, esa compañía ya insistente de la vejez que tiene en cuenta poca gente. Vivimos con la certeza de que envejecemos, que no será nada bueno, bonito ni alegre, que no lo es y no sé cómo arreglarlo, no existe marcha atrás, cada pausa, cada día sin la satisfacción que debe tener cada día es parecido a un desmayo, a un concepto de la vida que se pierde, a un silencio caro que uno mantiene a base de sensaciones obsequiadas.

Entraré pues en el relato, me dije a mí mismo para quitarme el miedo que me vino tan pronto, tan de mañana. La calle tiene como un deseo de irse a la calle siempre, para ver si allí con la desnudez de los que pasan se siente uno como aspirante a un despliegue de caricias que le vendrán luego. La calle tiene sitios fijos que escojo muy bien. Hay gente a la que acudo sin necesitarla propiamente porque me faltan caricias y a ellos a quién destinarlas; a las que les gusta mi verbo y a mí el tono de su boca amada; a la que le urgen las miradas y yo me siento sobrado aún del placer de perturbarlas. Hay ganas de persona y yo ando necesitado de palabra.

Hábitos con los periódicos en la mano, insistencia en mirar las tareas qué hacer en la agenda del teléfono móvil cuando es sábado y no hay tareas ni casi teléfonos funcionando. Sentir la extrañeza de pasar quizá por dónde nunca debo pasar: la autoayuda de los libros, sin fecha de caducidad, todos los días en su sitio para que yo luego en casa no les encuentre más espacio que lo más cerca posible de mi lado.

Nada me sirvió, ni la propia calle con su claridad impaciente, ni darme cuenta de la oscuridad de mi codicia con forma de liturgia cuando nunca debió ser una liturgia, sino un acto de regalo, una celebración a la que no debí tener acceso, una necesidad demasiado amplia como los amantes que se besan y se besan no porque se quieren sino más aún porque lo necesitan.

Vivo de lo limpio, de lo hipido, de lo que no tiene vicio y eso entraña miedos como el de hacerse viejo, de no tener siempre a mano lo que puede evitarlo. Es ajeno a lo simple, a lo que entiende un niño porque tiene un sentido que se puede descifrar fácilmente, pero porque me encuentro dentro de una epopeya cálida y jubilosa a la vez egoísta, con una unicidad, una ebriedad en el lenguaje que lo aporto para tenerlo a medias.

Vuelvo a casa con la misma complicidad de mis sentimientos, extrañado de mis gestos cuando ya son viejos, pero que recorrería de nuevo largos caminos para tener un recuerdo, un beso en la envergadura de mi memoria, una tolerancia a la inquietud que sólo tenemos los inquietos. Y esos somos, no sé si los mejores pero lo que más sufrimos y más dispuestos estamos a dar hasta nuestro propio aliento.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Teníamos un abrazo pendiente


Junto al cauce del río nos encontramos, traíamos los dos un antiguo abrazo pendiente y debió ser suficiente. Yo no tuve que preguntarte –eso tienes- me contaste los últimos trazos de tu vida bien abiertos, cómo vives esa transitoriedad de la que hablaste, que todos tenemos, que es la vida. Traías como siempre hago yo en estas líneas, palabras ajenas que te eran suficientes, que explicaban por la devoción que pusiste al contarlas esos libros para que los buscara, cómo vivimos en aquella “casa cárcel” que recuerdas tan bien, donde allí, allí mismo estuve contigo.

Viniste con un porte elegante, el que tienes, y esa gabardina azul que no necesita tintes al final te la quitaste, yo la recordaba muy bien porque muchas veces hay prendas que parecen ser de profesión corporales. Yo quería escuchar con un índice desordenado tus últimas vivencias, lo que habías enseñado, lo que llevas enseñando hace ya cuarenta años a quienes son tus alumnos. Yo te dije tan solo que me gustaría poder escucharte, cómo puede ese chico aprobar el selectivo con el inglés que le enseñas unas tardes. Me lo explicabas, me decías muchas palabras en inglés, se te escapaban, luego me las traducías. No hubiera hecho falta, tú inglés tiene un sonido suficiente.

También nos sirvió vernos –fíjate como si no lo supiéramos- para calibrar cada uno cómo fue cada uno, qué tenemos a cambio de esos genes, qué nos queda, tú dices que a ti casi todo de Romero y en cambio aseguras que yo llevo al papá hasta en las arterias. Nos hemos reído de cómo recibía a los enfermos, de su primera y más hostil expresión ante la cita que empezaba el día, pasadas ya las diez como un señor que puede llegar tarde, afilando antes sus hojas de afeitarse para salir a ver a su paciente, aseado, desayunado y con el periódico ya leído mientras el paciente esperaba. Sin embargo detrás de esa personalidad ambos hemos coincidido que había la sabiduría de un gran médico.
Han venido recuerdos y hemos olvidado los que nunca debimos de considerar como recuerdos. Otra cosa hemos hecho: ninguno de los dos nos hemos hecho viejos porque los dos hemos traído y ahí los tenemos, cimientos de cultura, géneros diferentes en las lecturas y sobre todo, me has contado, asombrado cómo perfeccionas tu lenguaje: terminas cada libro en la lengua de su autor naturalmente, ya te sabes su contexto, pero te falta todo el rigor de ese lenguaje, para ello lo comienzas de nuevo.

Eres dueño absoluto en todos sus aspectos de la vida que has elegido: te has mudado de sitio, bien pequeño, te has llevado tan solo unos pocos enseres. Vives como quieres y por eso ese antiguo abrazo que teníamos pendiente también me ha enseñado más cosas de ti. Has ilustrado esta mañana tu palabra, el giro que le dabas a tu rostro, el tono, la manera de hablar que tienes, admirable, convincente, sugerente, incansable como de todas las partes de tu cuerpo, has estado conmigo y yo lo he notado cuando volvía hacia casa seguro de haberte comprendido.

WE HAND A BIG HUG STILL PENDING

We met each other at the river side, bringing both of us hug pending and it should have been enough. I hadn’t to ask you anything –it’s like you, you told me wide open your file last steps, how you live that transitoriness you talked about and that everybody lives, that it’s life.
You brought, the some as I do in these papers alien words that were enough for you, that explained, because of the devotion you showed in telling them, those books for me to look for, how you live, how we lived in that prison-house you remember se well, when I stayed with just there.

You came with smart bearing, as it’s yours, that blue raincoat that doesn’t need for laundry and that you put it off in the end, I remembered it quite well because many times there are garments that seem to be corporeal. I wanted to listen in disorder yours last have taught, what you have been teaching to your pupils for forty years. I only said I’d like to be able to listen to you, how it is for that boy to pass his University exam with the English language you’ve taught him for a few evenings. You explained it to me, you used willy-nilly a lot English words, translating them afterwards. There was no need, your English sounds sufficiently.

It was also useful to meet each other to take measure of ourselves, what are our genes, what are felt of them, you say yours are Romero’s on the whole; on the other hand, you take for granted mine are our fathers’ till the whole; on the other hand, you take for granted mine are our father’s till the bitter end. We burst out laughing remembering the way he received his workday began, later than ten o’clock, as a bourgeois allowed to be late, sharpening his razor blades, in order to get out to receive his patient was waiting sit down. Nonetheless, behind this personal remark, we coincided there was a wise scholar.

Some remembrances come and we’ve forgotten what we should never have considered as remembrances. Neither of us got old because both have brought culture foundations, reading different genres notwithstanding and above all you reveled to me the way you improve the languages knowledge: you end up each book obvicously in its original version, you get know of its gist but you lack the detail, the precise meaning of a lot words; and then you restart again your reading.

You’re the absolute owner of every aspect of the life you’ve chose, you’ve just moved to a tiny apartment, taking only a minuscule equipment, only six or eight books; the rest of the three thousand you got lie in the waste collector. From my part, I go on keeping them, since they are my own skin, the better half of my life, some of them to be almost ancient, their sheets still to be split –the way books were printed time ago.

You live the way you want, that old hug still pending between us has taught me that. This morning you’ve illustrated your words, its turn, its tone you gave them, your enviable, convincing, suggestive, untiring way of speaking, as springing from every part your body, you’ve been with me and I’ve realized when backing home to be sure of having understood you.

(Versión inglesa S.M.R.)

Me has dejado además varias referencias de libros y unas líneas que escribiste cuando murió Umbral, chuleta y descarado pero con el castellano más hermoso en un libro o en un periódico. Se cansó de vivir, se cansó de escribir. Copio tus palabras:

DESPEDIDA A UMBRAL

Le oí contar a Umbral que, de jovencito, pasaba a diario por frente a una mercería del barrio, cuya tendera, una mujer entrada en años pero aún ganosa, le espetaba invariablemente: “adiós princeso”, el masculino regular en el argot barriobajero de Lavapiés.
El “princeso” se nos ha largao sin decir ahí te pudras.

Salvador Martínez Romero

Me lo leíste tú, como siempre se debe hacer, que cada uno sepa leer lo propio. No sé cuando nos veremos, Salvador. Te diré como esa novia que luego de casarse dijo: “a ver”.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Lleva razón Manuel Vicent

El mar tiene memoria y puede que se acuerde de los nombres de los muertos. El mar tiene memoria y puede que notara mi manera de sentir los dolores, que se diera cuenta que yo siempre tengo presente un nombre y una imagen precisamente ahora aquí delante. Me atreví a decirle al mar que todas mis palabras a fin de cuentas tienen el mismo origen y el mismo destino: mi manera de ser.
El oleaje de mar fue ayer precisamente un cementerio dónde no se llevan flores, es mucho más poderosa la cultura del recuerdo, del dolor y del silencio. Lo tenía que escribir, lo tenía que decir, ¡qué sólo me sentí! por esos huecos que establece en la memoria la manía de las fechas comunes cuando yo tengo las mías que me escuecen despacio cuando tengo el silencio detrás.

Da lo mismo, estando allí en la orilla del mar me acordé de esa cita de Valery que tengo a medias con Vicent, “el mar es en sí mismo el que más horizontes abarca”. Me acordé y no he podido evitarlo al leerlo, vamos si quieres Vicent a juntar nuestros muertos, a buscarle horizonte, yo sólo te traeré para el recuento final, una chica despeinada a veces, seriamente derrotada por el sueño, un nombre escrito con rotulador que no se iba, justo, justo, en la puerta del ascensor para que lo supieran todos los vecinos. Luego no hizo falta porque ya no volvió a coger el ascensor y alguien lo borró.

Me vais a perdonar, ha dicho el calendario para alargar la fiesta con la excusa de todos los santos, que es el día de los muertos, pues yo tengo mi muerto y hoy he abierto otra vez una carpeta que lleva su nombre, con papeles, no sé, con algún recuerdo, con alguna foto mal hecha o es que aquel día tenía un gesto extraño que hasta alguna vez me lo trajo hasta donde yo estaba y me dijo, qué me pasa, papá, qué me pasa. Nada, le dije yo, ponte a leer algún libro, verás cómo entre tanta mentira encuentras cómo ponerte.

He tenido demasiado cerca el mar y no se lo he dicho a nadie, he notado más cerca el silencio, la angustia de decir las cosas yo solo porque cualquiera que digas es mejor si la dices a medias. He tenido cerca de mis manos el mar de Vicent, ese mismo Mediterráneo que nos vio nacer, me he bebido más a fondo el café y he construido la historia de llorar a solas aunque llega un momento en que ya no puedes llorar, te han quitado algo y lo único que puedes hacer es dejárselo al mar despacio, la tumba del misterio, la inocente memoria que lo retiene todo, única, perfecta, para siempre.

Si, os lo acabo de contar: luego de estar con el mar, me he escondido yo sólo en un cuarto pequeño, un estudio donde se estudian los momentos, un alivio. Tumbado con un previo esfuerzo, me volvían las miradas, los recuerdos, hasta alguna foto en blanco y negro, las veces que allí íbamos, las madrugadas que las esperábamos a otra chica y a ella. Ésta me recordaba lo mucho que las reñíamos, yo ni me acordaba, tenían el poder y la exigencia, traían aunque fuera muy tarde ese extraño murmullo de entrar casi sin hacer ruido y el que hacían yo simulaba como que no lo oía.

Era el mismo sitio. Ha sido el mismo sitio. Los mismos ojos con la sed que tenían los míos. Los míos hoy los he sentido tiernos y empañados de recuerdos. Tenía que escribirlo para que el día siguiente, para que hoy como un extraño mandato de la vida lo empezara de la misma manera, de la misma amarga manera con que leía a Vicent que “el mar tiene memoria y puede que se acuerde de los nombres”: Elena.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Una mirada, un cuento


A veces de una mirada puede salir un cuento o a causa de un cuento una mirada. Luego me vino a mis manos dedicado por su autora. Antes, me excusaba de mirarla pero podía ser ese acontecimiento que trae una mañana cualquiera que ya no es cualquiera. Creo que se me notaba en mis explicaciones a aquella mujer y su madre. Irene no me dejaba ver bien los bolígrafos y los lápices que estaban a mi alcance, Irene hizo uso de su mirada, y no hizo falta ya fijarse más.

Casi leí el cuento de golpe, “Rita la lagartija” tenía nada menos el problema de identidad, como los humanos para poder “por fin saber bien quien era”. Fue una fiesta. Yo me divertiría también en esa fiesta, porque no lo sé, Irene, si la identidad es una especie de placer del vértigo, las secretas sensaciones que uno cuenta, los deseos de contacto que no tenemos, el estremecimiento muchas veces para que luego venga el alivio.

Es curioso, porque me han dado un cuento, un cuento para un niño pequeño, me he sentido más niño como si estuviera todavía dentro de una mujer. Lo he leído varias veces, otra vez, hasta en la calle y con un lápiz mágico que a veces es lápiz y otras bolígrafo he ido subrayando las palabras inciertas que tenía el personaje. Como un niño que siempre lo estoy siendo para una mujer que me lo anda reclamando cada vez, cada vez que escribo.
Yo no tenía un espejo a mano dónde mirarme, tampoco es que quisiera descubrirlo así de golpe, me hubieran entrado también muchas dudas: las que tengo cada tarde, las que me deja el silencio, las que me impide ya con deseo tener sueños diferentes. Por ejemplo la humedad de una boca, impregnar de mis palabras a una mujer para siempre, ser cada día un soñador diferente, beber el último sorbo en el canal de unos pechos.

Si me miro al espejo es peor, no me pasara como en el cuento, me tendré que conformar cómo soy y lo que soy, escribir cuatro cosas que me leen los de siempre; ir notándome viejo como un tiempo prestado que no viene a cuento para que vaya a veces como por caminos nuevos, según los versos del poeta León Felipe acordes con mi empeño de ser “solo romero”.

He pensado en una solución para no tener indecisiones como el personaje del cuento. Ya una vez escribió Camus que a cierta edad somos responsables de la cara que tenemos. Lo admitiré, mezclaré como siempre en mis palabras la duda de un instante, cómo fue una mirada, y la queja, la queja permanente de llegar tarde a todo. Pero nunca me va vencer una tristeza general. Necesito cada vez, cada vez como hoy, volver a casa como si hubiera cruzado el arco de lo tremendo, total ha sido una mirada, un cuento, pero casi al escribir sobre el cuento me he notado el tacto enriquecido, la destilación de un sueño propio, nuevo, como en un lugar sólido del mundo.

Nada especial, una silueta bella, haber hablado del derecho y el lujo de la soledad, explicar un momento de amargura porque allí, allí a veces, en aquel sitio de papeles y lápices que yo tanto quiero acudía una chica propia, con derecho de sangre, que ya no tengo.

Y al final con el cuento y el diseño prodigioso propio de Irene en la mano, me han escrito en la primera página, la dedicatoria de mi nombre, “con cariño”. Me he vuelto a casa sin apenas darle las gracias, sólo mirándola. Son los pliegues de la vida que siempre necesito.
Gracias, Irene.