viernes, 25 de abril de 2008

"Nadie nos enseña a ser viejos"


La frase es de David Trueba, de su libro “Saber perder”. Es una especie de desarme, parece lejano pero tiene una llegada exigente, una especie de rendición húmeda como el sexo abandonado de una mujer. Y un peso propio, un recorrido con señales que cada uno sabe entenderlas como puede.

Pero no hay una disciplina, una fase de estudio de tu vida que sea eso, tu manera de hacerte viejo luego, hasta incluso en el mejor de los casos, tu resistencia. No me lo había querido plantear aunque la vida ya hace tiempo puso límites a donde estaba acostumbrado a llegar. Me voy dando cuenta por mucho que me lo nieguen el cariño ajeno y el empeño propio. Son hojas arrugadas ya mi vida y lo que es peor muchas veces inevitablemente tristes.

A veces hasta la simple y rutinaria entrevista con un médico, te enseña un dietario acusador, al que sólo supe responderle inevitable, no elegido por mí, pero fue motivo suficiente para que mis lágrimas de sentirme pobre hombre se deslizaran por un bello jersey de color amarillo. No me sirvieron para nada, rutinarias palabras de ánimo porque no había nada que animar, quizá sólo el silencio me hubiera devuelto gestos del coraje que tengo cuando hace tanta falta a diario.

Vale, ya no importa ni la anécdota, ni la contrariedad de sentirte contrariado. Tengo un camino habitual después: las palabras que voy dejando sueltas para cuatro amigos, para unas amigas; la enseñanza de Trueba con su libro en las manos de “saber perder”; el consuelo de algún capricho satisfecho por aquello que pasear luego solo por la calle, pesan los pasos, los recuerdos con alguien, los mejores y los peores comportamientos; la belleza del instante de cualquier conversación para contar lo propio y no escuchar lo ajeno.

Me falta la enseñanza –dije al principio, de cómo hacerme viejo sin que note demasiado, admitir las cosas que se extinguen (alguien duda caso que se extingue el amor que ayudó a que llegaras a ser viejo, porque siempre debes tener un ser al lado que te acompañe). Sin terminar explicaciones que no tienen la base de ser explicaciones, son simplemente quejas que no consideran los demás. Te vas quedando –y a eso le das valor, firmeza, con las costumbres que tienes, que en este caso sí, acaban teniendo la fortaleza de tu propia costumbre, tu manera de ser hombre.

Hace días escribía sobre mi rincón propio, el orden de mis cosas desordenadas, su indudable belleza, la manera de impedirme hasta un mal sueño. Pues ahí, depositaré cada paso que me hace viejo, quiero estar hasta el final, no ser capaz de escribir y que se me caiga el libro que estoy leyendo demasiadas veces. Quiero que no se me haga nunca de noche, ni que aparezca ese cansancio cariñoso hacia los demás sitios propios. Aquí, como lo estoy haciendo ahora aprenderé a hacerme viejo, recordaré lo sagrado que fue cuando era joven tener la solidez para amar un cuerpo amado. La vejez es una derrota muy difícil de entender, parece que se nos escapa el mundo de las bellezas que tuvimos, su abismo, y somos nosotros los que terminamos en el abismo propio.

Me he hecho viejo, casi de repente, pero utilizando cita ajena, Maurice Chevalier decía que la vejez es horrible, pero la única alternativa conocida es peor. Debe haber algo mejor: la calidez de una saliva en tu saliva, a pesar de los años que uno tiene cuando siempre supo encontrar esa saliva; la mirada que antecede a amar como siempre gocé en esa perseverancia; los besos demasiado apasionadas que tienen la severa advertencia de que dejen de ser besos, sean ya una forma de entrega.

En suma: nadie me ha enseñado a envejecer y en la próxima entrevista médica para saber cómo se comporta mi cuerpo con la edad, llevaré en lugar de mi dietario analgésico un historial de los pliegues con los que siempre supe besar y domesticar con los labios. Mejor manera de vivir hasta haciéndome viejo.

martes, 22 de abril de 2008

DESCENSO A LOS INFIERNOS




Por Limón Ceutí



De niño y cuando estaba malo, me llevaba mi madre a la cama para que me distrajera “La Divina Comedia” del Dante, ilustrada por Gustavo Doré, un viejo tomo de la biblioteca del abuelo, incómodo de manejar apergaminado y con olor a cripta de cementerio.


Acompañado de Virgilio descendía el Dante a los infiernos. Y traspuesto el cancerbero, el perro de tres cabezas que guarda su entrada, la visión de los cuerpos desnudos de los condenados en tropel, atrapados por los demonios, negros y sin siquiera hoja de parra, hacía que esa noche me durmiera con el oscuro e inconfesable deseo de condenarme para siempre.


Porque, al ascender el poeta a la gloria, junto a su amada Beatriz, te veías a los bienaventurados, perfectamente alineados y con carita de circunstancias, vestidos hasta los pies con túnicas blancas y tocando el harpa para un señor con barba.


No, me dije, esto no tiene espera; sin pensármelo dos veces, decidí poner de mi parte, en adelante, lo que hiciera falta, sin escatimar esfuerzo ni dar tregua ni cuartel, con tal de ir al infierno. Y, cuanto antes, mejor.

miércoles, 16 de abril de 2008

Amo de la Historia mi propia historia

Siempre he sido un mal estudiante de historia porque la historia de los demás me llama poco, prefiero la reserva neta de mi vida, propia, tranquila, una forma gratuita de entender a las personas y a las cosas para que me entiendan a mí. Vamos a seguir, pues, hasta el final, hasta que llegue el final.
Me gusta en este momento el sitio, el lugar que me he agenciado: paredes de libros con los libros, mi maldito ordenador pero donde voy dejando muchas cosas que no serán luego ya para nadie; mi mesa desordenada yo que soy tan amante del orden, de tirar lo que sobra y lo que no sobra como un impulso de energía; libros amontonados que no han tenido todavía el prestigio de tener su sitio, el tabaco, el cenicero, las revistas y suplementos que hablan de esos libros, las llaves de memoria del propio ordenador que un día perderán toda la memoria.

Y mi vieja butaca de cuero llena de los sentimientos de dos siglos, XX y XXI, de horas de lectura, de intimidades absolutas de soledad y sosiego, no como una condición sino como un hecho. Todo como gestos hacia fuera que he dado gratuitamente sin darme cuenta. Una butaca que ha vencido hasta el insomnio, cuando surgen esos instantes en que solo serías capaz de dormir si alguien te cogiera la mano, te preguntara por tu historia. Esa que me hace viejo, porque cada vez decido menos.

Tendré que llamarle hogar a este cuarto que es ya mi costumbre, mi seguridad, mi permanencia. En él está dentro mi lírica, mi lucidez, todas las cosas que yo quiero, la manía de escribir a ratos, tener que contestarle a alguien, cómo estás, qué te pasa, qué forma tiene ya tu vida. Aquí tengo también, el penúltimo intento de no hacerme viejo.

Cuando llego y todo está como lo dejé ayer pienso que mi vida, que mi historia todavía puede valerle a alguien, aunque haya ratos, no sé si en la butaca o frente al ordenador en que sería capaz de explicar en qué consiste eso de la desesperación.

Lo tengo claro, soy un solitario en este cuarto para solitarios que me he ido haciendo yo mismo. Aquí hay un sacerdocio de leer y escribirlo luego, una manera de perder la memoria, como decía el otro día y quedarme con los buenos recuerdos: una mano –fíjate qué poca cosa, a veces una mano insistente. Aquí está mi pasado, todo mi pasado, la historia de mi historia, la que jamás se escribe en los libros de historia, ni en las páginas de memorias, ni tan siquiera cuando miras a los ojos insistente.

Aquí se juntan todos los silencios de la casa, naturales, sucesivos, llenos de confianza y de reposo. Aquí puede venirme hasta la muerte, sobre todo de noche, antes de acostarme porque al día le puedo, soy muy poderoso frente al que empieza, aunque me lo ponga difícil. Es tal la intensidad, la comodidad que tengo, el derecho a la propiedad aunque sepa que las cosas intensas son las que se acaban antes.

Me gusta, amo mi historia, en una sola habitación, con las mismas manías cada día, con vicios –por ejemplo dejar el libro que estoy leyendo, la música que he puesto, lo que estoy escribiendo y sentirme contento, aquí estoy, a solas con mi edad, con mi propia historia.

jueves, 10 de abril de 2008

Si pierdo la memoria


“Si pierdo la memoria, qué pureza”, dice un verso del poeta catalán Gimferer. La cita me la arrastra Umbral en su “Carta a mi mujer”. Podría ser como irse a una explanada, arrojarlo casi todo, bien esparcido en una especie de lujo testimoniando las derrotas con cicatrices casi en las niñas de los ojos. ¿Qué te pasa podría preguntarme cualquier viandante que llevas puestas hasta imágenes inciertas en la mirada?. Y no se trataba de una destrucción porque soy capaz de vivir hasta destruido, era simplemente, como consecuencia de la pérdida de memoria adrede, de buscar de nuevo formas de vivir al descubierto.

Quiero quedarme solo con el desconcierto alegre de vivir éste y cada momento, de los que estaban en el cofre lento del olvido. Voy a buscar de nuevo la seguridad que tengo tan deteriorada, precisamente por no haber sabido ir perdiendo la memoria. He acumulado recuerdos hermosos pero a la vez avisos que no eran del todo de mi propiedad, y lo que no es mío o no va a ser absolutamente mío no lo quiero. Prefiero de la vida la seguridad de todo, ya luego lo iré explicando con el poder exquisito de la palabra hasta olvidarme del mundo entero porque cada mañana me fluyen libremente todas las palabras. Es una estética zoom de lo que llevo dentro.

Una vez perdida pues toda la memoria, haré mis construcciones desde dentro. Las de fuera me van creciendo ya en dirección contraria, me avisan, eres viejo. Pero seré un poco menos si soy capaz de crearme un mundo de riqueza y de tiniebla como tienen las mujeres y lo noto en la tierra, a ellas no supe ni quise entenderlas, no era mi tema a base de ser siempre mi necesidad, mi lenguaje, mi instinto al menos de indagarlas por entero.

Vaya empeño con la nobleza que me va suponer hacerlo sólo, gastar la últimas horas de los posteriores cuartetos que siempre tienen los versos; vivir la soledad sin parte de atrás; aspirar a una simple felicidad: no darle importancia a nada; que no me moleste ni el sudor ni el sueño; la búsqueda de un sosiego aunque haya que trabajarlo. Y de vez en cuando esa maquinaria de los sueños que se lleva todo por delante.

Sin memoria, si pierdo la memoria podré leer como una cita que no me acuerdo, a la Mazzantini cuando dice “quien sufre recuerda”, y quien recuerda, sufre, señora. Sin embargo, hay una sugestión arraigada en cada cosa propia que obliga buscarla; una descendencia en los genes que te exigen a ti mismo mantener el tipo. Sembré presentes –muy brillantes por cierto, perdí sólo lo que no pude evitar que me quitaran. Pero abro la mañana con la mínima dignidad, de que esos genes ya no son memoria mía, se construirán la propia vida cada día y me vienen repitiendo, haz tú también lo propio, tú mejor que nadie.

Pues anda ya que voy a ser mejor que nadie no sé si en motivo de estima o de simple recorrido por la vida. Pero puse demasiadas veces esfuerzo, no tenía más talento que la espera. He vivido demasiadas veces la tristeza sin edad y quiero ropa nueva, desde el verso de Pere Gimferrer y sobre todo una vez allí, el prestigio de un sitio, de un hueco bien tapado, la autonomía del verdín de mi vida, esa tierra cubierta de plantas para disfrutar con ellas al cultivarlas. “Qué pureza” se ha quedado del verso.

martes, 8 de abril de 2008

Cada uno envejece como quiere


A lo mejor un 31 de mayo de 2006 decidí empezar a envejecer con las letras en la piel cada vez, cada momento que soñaba aprender a escribir, inventándome la vida. Todo eso comenzó como ya lo hice desde niño, leyendo, leyéndole a la vida sus misterios que acababan siendo los míos. Me fascinó ir contando luego el asombro de cada palabra dicha en voz alta, porque siempre lo hago: escribo contándomelo.

Viene a ser como la lectura que recobra así su mayor misterio: recitada. Y eso vengo haciendolo desde ese 31 de mayo ya tan pasado, con cicatrices de cuerpo que necesitan luego quitarle los puntos, con esperas en mis entregas que no tuvieron su debido eco, todo lo más como en voz del novelista y cocinero Caparrós “la hospitalidad del bolero mal cantado”.

Pero tuve valor todo este tiempo: empecé por lo básico, que me gustaba el amor apasionado y ciego, a ser posible equivocado en esa penumbra nada estable pero que se alimenta a base de impulsos y oleadas. Quien los siente y los mantiene se emborracha con la grandeza regalada, más ha de entender que es todo prestado, nunca falso, pero prestado.

De eso es una cosa de lo que he estado desnudándome a ciegas, con nombre pero sin futuro, advertencia en la mano. Parecía que las cosas iban a ser muy sencillas, como a primera vista, pero luego en todos los casos han dejado una historia detrás que me ha hecho más viejo.

Y una página siguiente. Otra vez a contarlo, la soledad me hacía más valiente, decidido esa vez a salir intacto, pero no era así por aquello de los restos que quedan detrás. Con mi puñado de palabras podía pasar una de las dos cosas que gustaran hasta hacer daño. Pero era tan solo ese grupo de sensaciones que se habían producido lo que hacía biografía para mí y para quién las recibía.
Luego venían momentos siempre aparte: el sitio donde dejaba toda la literatura. Era y honda y buena y ahí no llegaba nadie, como una altura física que no tenía respuesta. Desde allí yo lo veía, sabía que había una forma de ir haciéndome viejo brillante, solemne. Me resultaba muy fácil y me sigue siéndolo: hay una literatura muy rica en la frase hecha, en lo que dice a veces la gente sin pensarlo, y ahí también llevaba ventaja. Era un rincón, un hueco demasiado brillante.

Siempre tuve, en cada encuentro, un extraño modo de andar, como si no encontrara la rima cuando siempre la había. Pero hasta eso me servía. Siempre tuve y todavía tengo desfiles de lujo: mi manera de estar, mi seguridad, improvisar lo que iba a gustar en cada especie de camino propio y ajeno. Cada vez que le escribía a alguien parecía una especie de pergamino antiguo, una manera de estar seguro de la tinta escrita cuando faltaba la mirada, el escalofrío de cualquier caricia. Así era mí andadura: me devoraban pero lo mío era acabar y consumir.

Mal sistema de envejecer despacio sobre todo en el capítulo humano: detrás de una hermosa foto hay un contenido igual de precioso, pero lo quería entregar cuando yo quisiera y hasta donde yo quisiera y cuando me he visto derrotado de reservas porque me las habían gastado y había que empezar otra vez en el desgaste de la espera para no tener ni el aspecto de un cariño con destino verdadero, he decidido definitivamente quedarme en el exilio, sin asomarme porque me queda un derecho propio que jamás debió deteriorármelo nadie sin pago justo, seguro, correspondido: lo que podía ser mi postura, mi aspiración, mi sueño todavía o simplemente el silencio.

No voy a gastar más palabras en ese ni en cualquier empeño, ni voy a llegar tarde, ni como siempre después, como un sol tardío que nunca acaba de ponerse con pinta de vejez mal explicada. Ya, ya sé que al final caemos todos, se trata de ir tirando o ir llegando, pero en este modo de envejecer de ahora, ni ofrecimientos ni explicaciones, tan solo seré militante de la voz y la palabra para culto propio, como señal de identidad sin fecha de caducidad.

viernes, 4 de abril de 2008

Aquí hubiera podido vivir cien años

Me trajiste la imborrable imagen de la casa de nuestra niñez, de esa manzana frente a los puentes que cruzaban el cauce del Turia que contigo compartí muchos años allí. En mi caso, toda mi niñez. Desde hace poco es la lujuria de las imágenes que me traes, sueltas e impacientes en tus desmejoradas bolsas de papel y sus textos donde no cabe más prieto el castellano: cómo poder decir mejor que uno se siente mal “con el humor de los párpados cuajados”. ¡Ay los genes para escribir -frase ajena, el acomodo para vivir!

En esa casa hubiera compartido la elegancia, el origen notarial, con las camas separadas como un matrimonio hace luego, debe hacer luego; si dormir con el doctor o antes en la niñez con una madre investigadora permanente de los engaños, si esas separaciones no me hubieran hecho tanto daño, allí estaría merendando en el “Principal” que tenían todas las mansiones de raigambre, mientras al fondo quedaban las habitaciones del servicio.

Cien años como un poema apropiado, con la clínica del doctor de quién más tarde, descubrió nuestra madre el rótulo de una calle con su nombre en su ciudad natal, osado en sus vivencias pero dueño en el trato con la gente –gracias, por dármelo. Y con ello los inevitables pliegues de estar tan bien con las mujeres.

Aquella casa supo darme -desde niño los tragos largos de las madrugadas sin sueño, aprendidos en su espera mientras el médico deshacía los papeles de los caramelos que chupaba para evitar, no poder evitar el mal sueño: o caminaba por la casa mientras yo me hacía el dormido. Creo que en aquellos disimulados insomnios me inventé la realidad de lo poético, la intimidad de todas las letras que escribiría luego, aprendí a diferenciar en los versos las sílabas de las palabras en una especie de religión de claves secretas.

Allí no me hubiera venido la vida toda junta jamás, la habría saboreado hasta siempre, hasta que no me quedara y fuera yo el notario que diera fe de su duración, de su permanencia, porque no nos olvidemos vivimos lo que queremos y pudo ser allí establecerla sin un destino preciso, sin ansias de compromisos, sin litigios. Esa vida difícil en la que todo se puede, necesita marco y magisterio, Navarro Reverter/Plaza de América/Sorní lo tuvo siempre y en aquella esquina de Sorní luego, el mapa de los libros que trazó hasta mi rostro juntó lo anterior, lo futuro, lo distante de una vida que debió durar cien años.

Si tú escribes, hermano, que “no me suelo morir en verano” y describes tu estancia en Baden Powell House, acompasas tu respiración como allí al leérmelo, al lamento de aquel bengalí muerto, a mi me devolviste en esa imagen, ciento y pico años después, la ambición, la grandeza de haberlos cumplido casi allí al menos con una hospitalidad inolvidable, la que hubiera sido capaz de inventarme yo.

martes, 1 de abril de 2008

Quiero estar de nuevo al completo


Me lo dijeron el otro día de despedida: ¡cuídate! Y no sé cómo hacerlo, pero debo hacerlo para estar de nuevo al completo como si fuera una primicia de la vida que la andaba perdiendo. De nuevo al completo para todo porque valga como ejemplo no sé bien lo que es el amor pero sí el esfuerzo para poder sentirlo.


Me voy a cuidar para estar de nuevo al completo. Si es preciso “la cubriré de espuma pero dejaré su aroma en su silueta”, intentaré hasta dentro de los sueños ver qué hago con las palabras, sé más de ellas que lo que sé de la vida, recordaré como he contado sus gestos, su manera de arreglarse el pelo hasta más allá de donde le llegaba el pelo.


De nuevo al completo para no dejar de desear a una mujer veinte años más joven y que no exista ningún placer muerto. Seguir así sintiéndome como bajo su hechizo, lo que es capaz de evitar cualquier derrota, convertir el recuerdo de los momentos en lujo y júbilo aunque aún me queden cicatrices en las niñas de los ojos.


¿Qué hace de mi mundo un mundo completo? La certeza de la honestidad conmigo mismo, saber que al lado de una mujer siempre encuentro el lenguaje de las cosas justas; que no me hago viejo porque no quiero hacerme viejo, porque el derecho de cuidarme no me lo puede negar nadie.
Ciento por ciento, medida justa y siempre satisfactoria, un deleite para decirle a quien tengas a tu lado: ¿sabes cuánto te dejaré? Esto que ves, esto que tienes, las declaraciones de los sueños, dar amor porque si no es eso pues va y es como si no dieras nada. Cómo no, una cultura excesiva con su tono su timbre, su verbo, su inverosímil, a veces, ganas de vivir. Ciento por ciento, al fondo no es más que un justo sentimiento de culpa y cuatro cosas más que te lo perdonan todo.


Pues aunque no la tenga, aunque sea una línea de color en el mar voy a ir a por todo, a sentirlo todo, a escribirlo todo, me iré abriendo como una cremallera fácil de bajar –qué bien me vienen las metáforas siempre, os iré contando cómo me voy cuidando, voy a hacer jóvenes las cosas de mi mundo que se han cansado de ser viejas. Pondré orden en mi vida, dejaré de tomar esas pastillas contra el mareo que me producen mareo; ordenaré mis cosas –con esa manía del orden, para que sea verdad esa frase de Borges, “las cosas comunes que nos rodean durarán más que nosotros.”


Vamos a dejar aparte lo que dure cada uno. Lo que quiero es durar completo en esa coincidencia de la vida que no vuelve más. Al completo como si fuera volver al grado cero, al principio. Tengo para repartir mientras tanto como siempre lo he hecho una dosis milenaria de cariño, integrador, y confortante para mí mismo.