lunes, 20 de junio de 2011

LA SOBERANA LIBERTAD DE LOS AFECTOS


No quiero que la lentitud que a veces ya tienen mis palabras pueda parecer un repliegue hasta mis cosas propias, buscando como sea la atención del otro, es que simplemente al hacérseme ya el tiempo más corto, más deprisa, me apoyo en los demás con la soberana libertad que tienen los afectos.

Este fin de semana tenía el mejor proyecto: hacer las tres o cuatro cosas que en lenguaje cotidiano, me entretienen –leer cómodamente algún libro de esos que elijo para devolverme la vida; estudiar desde la pantalla de mi ordenador como Emmanuel Lasker, Gran Maestro de Ajedrez allá por el año 1889, le enseñaba a su rival a ocupar las columnas abiertas y semiabiertas; comprender con Phostoshop totalmente abierto cómo eliminar u ocultar los alrededores de una imagen o simular los reflejos de una mirada cansada y vulnerable por otra en cambio poderosa y brillante; y cuando se me está acabando ya lo que fue un proyecto, llego a la conclusión que se me va haciendo tarde para todo porque es verdad que me pesa la madera de la edad.

Pero he venido aquí al final a escribirlo un rato por aquello de sacarle el mayor partido posible a todos los afectos que me lleguen. Me aprovecharé de ellos para convertirlos en la fuerte convicción que tengo que una vez en mí poder, todas las palabras detrás de mis palabras, voy a utilizarlas para construirme ese necesario manual de la ternura que tiene la vida desde lejos.

He llegado a la firme conclusión que cada cuerpo se expresa de una manera. El mío está ya demasiado tiempo insistente en un mismo tema. Quisiera de una vez dejar de hacerle caso, quedarme únicamente con esas ocasiones que te aportan los afectos: mirar hondamente a las personas que más quiero porque en los ojos el tiempo se hace interminable, te notas tan a gusto, recuerdas las esencias de tus mejores momentos con concisión y aplomo. Allí tengo, precisamente, en esa compañía, el derecho a la soledad que se aprende y se conquista para estar más a gusto cuando te sientes solo. Es como una propia brillantez, la mejor manera de haber leído un libro, las primeras horas del día siguiente, la inminencia de expresar mi dicha.

Ese era mi proyecto entre sábado y domingo precisamente, eso que la gente cuando te dice el Viernes que tengas un buen fin de semana. El mío era tan abierto y a la vez tan propio, con esas columnas abiertas de un tablero de ajedrez –si puede ser Stauton del 4, el mismo tamaño ideal y reglamentario que tiene un cigarro Montecristo luego de una abundante celebración-.
Mi proyecto está siendo muy corto cuando advertí que mi deseo era que durara todo lo posible, pero reclama con derecho esa poderosa soberanía que me aportan los afectos, el fundamento quizá que supondrá mañana una futura nostalgia.

Y eso que siempre, cuando vengo a contar todo esto tengo lo necesario, siempre lo mismo, pero lo más firme y poderoso cuando una persona necesita apoyarse en otra persona. E igual que cumplo el tiempo con las escasas cosas que me llenan, valoro también los enseres que me rodean. No, no es nada extraño y es muy necesario: una comodidad propia que miras de vez en cuando a tu alrededor y que es la mejor manera que tengo de sentir llena mi casa. Las paredes de estancia y hasta de paso con miles de volúmenes ya necesariamente mal colocados; la tranquilidad de un silencio bien fabricado, la llamada de alguien que recuerda precisamente al principio o al final su afecto, o un correo electrónico breve pero completo de quien exige su derecho a saber de un simple restablecimiento.

Todo eso constituye para mí el enorme mundo, la poderosa y soberana libertad que tengo con los afectos. Es la parte de mi memoria, la manera de resolver mis cosas, la mejor página del libro que tengo abierto con las pausas necesarias y gozosas leyéndolo. Es ya de este domingo por la tarde, el proyecto que os dije que tenía para hacer esas pocas cosas pero necesarias que forman los pedazos de la obediencia de mi vida.






lunes, 6 de junio de 2011

MEDIO PAN Y UN LIBRO


Cada vez me cuesta más acostumbrarme a los placeres sociales que en algunas ocasiones me intenta meter la vida dentro y yo me voy quedando fuera porque me cuesta acostumbrarme a esos placeres, prefiero los individuales, los que elijo yo cada vez que amanece. Esos me vienen dejando desde siempre los residuos de los que se alimenta mi riqueza.

Ha llegado a mis manos un hermoso documento: el discurso que pronunció hace 80 años Federico García Lorca al inaugurar la Biblioteca de su pueblo: “yo si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro.” Es bastante.

Siempre ando hablando de la misma riqueza quizá porque no tengo otra que ofrecer ni de la cual alimentarme. Claro que necesito como Lorca ese medio pan para saciar el hambre, pero a la vez un libro “para que mi alma no muera”. Junto al libro me llega apoyado en la vieja madera de mi edad la respuesta a todas las preguntas y a todas las necesidades. En el libro está la ilusión de prolongar esto como sea.

Leyéndolo en los libros he aprendido la belleza, el poder, la justicia y la sabiduría de los muslos de una mujer para luego poder contarlo fuera. Puede ser también la riqueza a la que me refería antes. Cuántas veces me han dicho que sé poner sobre todo escondida entre las palabras la tregua que siempre necesito para poder querer. Me vacío escribiendo igual que me alimento leyendo.

En cambio, luego, salgo libre a la calle con todos mis esfuerzos para mezclarme con la vida y tengo poco que ofrecer y siento hambre enseguida, como Lorca, de medio pan y un libro. Gravito entre los demás desvestido e inerme con el ansia de cultura y de placer en los labios, en las yemas de los dedos cuando alargo la mano. Busco como un ayuntamiento carnal con los demás, indescriptible, único, para poblar mi propio mundo.

Soy de esta manera fácil y pobre, mucho que pedir y poco que ofrecer. Hasta la historia que tengo detrás tiene ya bastante extensión, pero como dije es simple y trasparente, enlazada como lleva cualquier mujer el lazo de un top que roza justo encima de las caderas la concavidad del ombligo.

Viene bien decirlo, tengo poco de todo, no lo que mi naturaleza quiere, siempre ando escaso del pan y el libro. Sigo teniendo –eso sí, ahora que me acuerdo- las mismas dudas que he tenido siempre; sigo queriendo inagotablemente sin acabar de leer la última página del libro que supe escoger. Desde ahí poseo, sin embargo, una incalculable riqueza para desprenderme luego de ella. Pocos recursos materiales y sociales y en cambio necesidades desmedidas para un continuo intercambio, sea cual sea la línea atrevida que haya tomado.

Por eso escribo, por eso esta cuartilla doblada en plena plaza pública siempre pide y ofrece lo mismo: pido medio pan y un libro, la mejor manera que tuvo un poeta, y ofrezco las únicas certidumbres que he robado de la vida en la tranquilidad de cualquier poema. Tengo así mi modo como de hablar sólo pero que desde lejos noten lo que quiero; el miedo que me produce que se acabe la tarde, que se me termine la vida con los libros que tengo todavía por leer.

Una manera muy cierta y muy personal a que la sociedad no me note, la que ofrece esos beneficios comunes pero que no suponen un esfuerzo propio. Yo estiro de mis posibilidades porque ya son muchas veces que los demás las han necesitado. No lo sé, cualquier amigo, cualquier mujer. Me notaron de lejos que con las palabras aportaría un cierto orden: primero los espejos desde donde poder mirarme para llamarme; luego el intento de llegar hasta la piel donde suele apoyarse lo mejor que tenemos, por ejemplo en mi caso cosas que cuento aquí muchas veces, que me suceden, que acortan mi camino pero siguen pidiendo sitio a quienes me quieren.

De eso se trataba: medio pan era poder estar un poco más y el libro para poder seguir con los ojos abiertos aprendiendo de los demás. Ocurre ya a cierta edad, te das cuenta como dice el poeta “que la vida y los libros/son brazadas de un mismo nadador”, que los poemas, es fácil de entender que me hicieron como soy.