sábado, 5 de diciembre de 2015

LECTURAS SUGERIDAS






TAMBIÉN ESTO PASARÁ
Ya en la feria de Frankfurt el éxito de esta novela, antes de que la publicara Jorge Herralde en Anagrama, fue extraordinario, adquiriendo varias editoriales derechos de traducción previamente a su aparición en las librerías españolas. Se trata, al mismo tiempo que su autora, Milena Busquets expone en su novela un retrato muy fiel suyo como ousider hay una declaración de amor muy bestia hacia su madre, Ester Tusquets, fallecida en 2012. 

La novela a la vez y de ahí su éxito y su atractivo tiene indudablemente la huella de la Sagan y de Colette. A algún crítico le he leído que "También esto pasará" es una especie de sendero" que se te abre en cuanto empiezas a leer. Me gustó mucho el libro precisamente por eso, me lleva de la mano a ese mundo de Milena en el homenaje a su madre. 



Es un testimonio de belleza propia y sentida hacia su madre muerta. Su mundo también es geográfico, Cadaques, lleno de amor y sus conflictos que acaban bien. Todo ello deriva en una gran novela intensa y poderosa que ha lanzado a su autora a la fama de improviso. Amor, sexo, complacencia con los hombres que pasaron por su vida. "Lo contrario de la muerte no es la vida, es el sexo." Pero no lo olvidemos junto a todo esto su coloquio oculto y angustiado con la madre muerta. Gran novela, ligera, estilosa.





LOS LIBROS REPENTINOS

De Pablo Gutiérrez (Huelva, 1978) dicen que iba para periodista pero se curó. Ahora enseña literatura y desde su primera novela “Democracia” se convirtió en uno de esos novelistas de hoy que todavía no ha dejado de ser de hoy. Es un gran escritor. Sigo su obra y por lo tanto su última novela “Los libros repentinos” fue a mis manos enseguida. Tiene una prosa poética, yo diría que todo seguido, que se inventa una historia y no para con ella hasta dejarla hecha una gran novela. En esta última, Doña Remedios, una anciana mujer de la postguerra, recibe casualmente, tras la muerte del marido, una caja llena de libros por error. La anciana en lugar de devolverlos, toma uno al azar y se pone a leerlos. (Baroja, Azorín, Pérez Galdós, Ortega y Gasset, Clarín). Eso hace que al final de su lectura se convierta de ser una señora de un barrio proletario a una agitadora social en los tiempos que vivimos. Reme al convertirse en otra persona tras la lectura de los libros repentinos recupera los años malvividos. Con el cambio de Reme, Pablo Gutiérrez nos muestra una parte de la historia reciente de España.

Asombra en el libro las maneras que tiene Gutiérrez de contar las cosas. Deslumbra en su literatura la sencillez y belleza de su lenguaje que ya se vio en su debut como novelista, hay intimismo, sexo, belleza, actualidad, episodios contados con una enorme facilidad además.

Parece, como en el personaje de “Democracia”, que escribía versos en las paredes de la ciudad, que aquí, leídos “Los libros repentinos”, la lectura de Remedios es la de un país completo. Gran novela, mejor que las anteriores. Aquí las lecturas de Remedios son su luto por la muerte de su marido, con su desenlace previsto, pero con una belleza al contarlos exquisita.

Pablo es uno de esos autores que yo en su momento descubría que era difícil encontrarlo en las mesas de novedades de las grandes superficies. En este caso sus libros se han quedado en una buena estantería.





SIETE CASAS VACÍAS


De sobra saben quienes seguían mis sugerencias de lectura, mi pasión por las narraciones breves, mi seguimiento de un género poco valorado pero que en muchos casos proporciona literatura de gran calidad. Y que en “Páginas de espuma” encontramos con profusión y acierto al elegir.

En este caso Samanta Schweblin, nacida en Buenos Aires en 1978, ya obtuvo en 2008, por poner un ejemplo de su carrera literaria, el premio Casa de las Américas por su magnífico libro de cuentos, “Pájaros en la boca”, traducido a trece lenguas y publicado en más de 20 países. Actualmente en Berlín escribe y dicta talleres literarios en español.

 “Siete casas vacías” son relatos duros, como alguien ha dicho se te hace bola en el estómago al leerlos, nada de dulzuras sino enfrentamiento a durezas que trae la vida con una forma de narrarlas tan profunda que comprendes cada situación de daño. Ambiente onírico, relatos que duelen y confortan.

Por ejemplo, en “Mis padres y mis hijos”, un hombre oculta que sus descendientes y progenitores se esconden desnudos en el jardín con hermoso impudor, sin marco ya del marco familiar; “Cuarenta centímetros cuadrados” es la narración de una suegra a su nuera de una historia para que ocurra otra vez; en “Salir”, una mujer sale de casa con el pelo mojado en albornoz y se sube al coche de un hombre. O en el comienzo del libro, con “Nada de todo esto”, Lola es una anciana que convoca a la muerte haciendo listas, vulnerable,  pero menos que su esposo, hasta conseguir que se sienta culpable. Su vida son los cabos sueltos que la habían incomodado. Diría un amplio etcétera de desgastes, repeticiones, perdiendo derechos y amores.

Siete casas, siete casas que están vacías, con miedos propios y ajenos, todo poco común ni normal por los personajes que nos hace desfilar Samanta Schweblin. Cotidiano y vacío. Libro brutal e íntimo con una escritura pues, como ella dice “escribir es entrar en el miedo y salir ileso.”.

Como resumen final serviría las palabras de Samanta: "lo que sé exactamente es la emoción a la que quiero llegar." Le da igual los personajes, esa emoción final de la que habla dice que hay que dársela al lector y ya está. “Las cosas pasan alrededor de las casas….Y las casas quedan vacían por un momento…porque los personajes intentan hacer algo.” “Donde no hay oscuridad hay un cuento que no empieza.”

Sugiero leer estos cuentos excelentes que con razón, han obtenido el prestigioso Premio de Narrativa breve Ribera del Duero.






domingo, 30 de agosto de 2015

LE HE DICHO AL MAR QUE VOLVERÉ



Como no lo puedo evitar mi tiempo en muchas ocasiones ya es de despedida, y por eso le dicho al mar, muy de frente, con una lejanía próxima, que volveré. Me ha dado todos estos días su mejor cara cada mañana durante mi comida favorita –denso café en la taza que sostiene mi mano en el bello momento de empezar un nuevo día-. Porque en mi casa de la ciudad, a pesar de tratarse de una ciudad muy cercana al mar hay que llegar hasta él y no lo tengo a la vista.
Aquí sí, a diario en estas tres semanas, me ha bastado asomarme a la terraza y sentirlo como cosa propia, parte de mi vida, igual que una costumbre sin libro de instrucciones. He tenido que renunciar a comodidades que tengo en mi casa de la ciudad, con una provisionalidad voluntaria pero que por esa razón he ido contando a medida pasaban los días.
La emoción no admite proyectos, por eso no debo hacerlo ya que en estas líneas hay una promesa en su título pero mientras vuelve a llegar el momento, necesito una pausa para eliminar cansancios antiguos. La vida siempre en los caminos que uno emprende exige esa especie de intermedios en que te dices a ti mismo lo que vas a hacer con el carácter mínimo, sino de previsiones, sí de ilusiones construidas a estas alturas de la vida llena de precauciones no menos necesarias. 
Fundamentalmente siempre he procurado y procuro tener metas que cumplir, si no como una obligación, sí como una presunción, una clara diferencia a esa lastimosa falta de ocupación con la que vive tanta gente quizá con mejores cualidades de las que yo he querido y podido cultivar.
Tengo todavía tanto que hacer cada día que lo primero es convertir esas ocupaciones en ilusiones. Novedades por estrenar con ese hábito con que estreno cada libro al empezarlo como si estuviera siempre con alguien contándome sus cosas mientras yo omito así contarle las mías a los demás.
Tanto que hacer cada día con la novedad que aportan nada menos que los días. Ocuparlos bien es una forma de quererlos, de devolverles su grandeza y su misterio, hasta su propia lentitud a veces que se alarga así el tiempo que nos queda. Yo le sigo encontrando al ocupar cada mañana una belleza terca y erudita que me obliga a no desaprovecharla como algo que se prolonga carente de palabras pero que yo voy a ocupar con mis letras escritas, con mis maneras de convertir las horas simplemente, nada menos, que en ocupaciones voluntarias.
Un buen rato le he dedicado esta mañana a despedirme del mar, a  enviarle un simple hasta luego con un contenido de miedo y de esperanza. Sí, le tengo miedo al tiempo, qué le voy a hacer, miedo, respeto y a la vez un enorme cariño. Es un regalo, un necesario regalo que exige repetición cada vez, cada mañana.
Mis palabras de hoy, casi sin idioma, son frutos de agradecimiento a punto de llegar desde el mar a mi sitio más habitual, mi butaca de cuero que siempre es un enorme descanso ocuparla y una carencia de esfuerzo levantarme de ella. De vuelta a las cosas que al hacerlas de nuevo, sitio, maneras, hábitos, traerán a mi memoria el dolor que siempre tienen los recuerdos, recuerdos que nunca se pierden, permanecen en hibernación para poder vivirlos de nuevo. Por eso hay que decir hasta luego. Volver a donde estaba, a lo que hacía siempre, que tiene cara de nuevas oportunidades porque en mi vida siempre me empeño en formarla con todo aquello que la hace mejor.
Hasta luego, pues, aquí también. Que nadie se mueva del sitio, o en todo caso que vuelva, como yo, con una sana intención de hacerlo a todas partes, que cada cual que me lea de nuevo lo haga como una especie de retorno que siempre exige la vida con el simple y extraño deseo de vivir.


martes, 14 de julio de 2015

AMO DOLIÉNDOME LOS HUESOS Y CON EL VICIO DE SER VIEJO



Amo dentro de una cancha inmensa, propia y de ella,  en un país que nos hemos construido juntos durante una larga vida hasta llegar a este incómodo momento de vivir con poco e intentar sufrir lo justo.

Pero a la vez soy consciente que mi amor es incómodo a veces. No necesito la cercanía, casi la exijo, y si es preciso la demando con cara de poder compensar a cambio con un cariño a la vez insistente, hermoso, infrecuente.

No hemos tenido interrupciones, hemos hecho entre los dos un amor a estas alturas de la vida entre páginas nuevas de comprar tantos libros que se amontonan demasiado a la hora de leerlos, pero que siempre han sido una hermosa compañía, rica, la más culta, en esos intermedios en que la mano de uno busca siempre en el mismo lugar la mano del otro.

Pero nuestro amor es tan intenso que esa insistencia, esa necesaria cercanía ha hecho que en ningún momento me haya cansado de lo que tengo cerca. Tanto me da madrugar para que la mañana se me haga más hermosa, como las siestas con un libro abierto, con las notas que voy tomando desde las señales que fui dejando en su última página, las horas olvidadas, parando al mismo tiempo los relojes y los teléfonos.

No me canso ni me cansaré nunca hasta que me quede el último momento de tiempo de aprovecharlo junto a ella, disfrutado e inventado cada vez. Ocurrió desde el principio, hace ya más de cincuenta años y sigue durando y mejorando aunque el paso del tiempo me vaya llevando por un camino viejo. Me fallará la vista, dejaré de entender lo poco que ahora entiendo, las pausas de salud serán cada vez más cortas.

Uno tiene miedo, más que a la muerte, a una mala vejez, a la venganza que suponen la vida en los hospitales. A que esa mala vejez me vaya haciendo perder la práctica de mis mejores ilusiones. Jamás noté cansarme y ahora sin embargo hasta he perdido la práctica del tratamiento de la albúmina de las viejas fotografías con un programa de diseño gráfico. Y los estudios de una hermosa posición de una partida de ajedrez.

Ya no le cuento a nadie lo que estoy leyendo, como si mi lectura fuera mucho más egoísta y menos civilizada. El lustre que para siempre te deja la literatura lo sigo teniendo pero lo practico más propio, como escogiendo los libros más a escondidas, descubriendo esas óperas primas que nunca encuentras en las mesas de grandes superficies, llenas de las últimas novedades de novelas con cara de best sellers prefabricados.

En el fondo ya casi no necesito las novelas con muchas historias, prefiero aquellas que me aportan la riqueza del lenguaje que todavía no había leído pero que casi no tienen  argumento. Me sigue encandilando la prosa bien escrita y mejor inventada y aprendida luego cada vez que le tengo que decir las palabras más llenas de cariño a la mujer que quiero.

Igual que no me canso de lo que tengo cerca como he dicho antes, me sirve para no tener que decir “cuánto te he echado de menos” porque mi propósito es tenerla de más siempre, entre mis brazos.

Amo con esa insistencia, con esa mala vejez, esa mala salud de hierro propia, particular. Amo devolviendo lo que me dieron durante una vida entera. Amo admirando todavía su belleza con la máxima dignidad, el mejor parecido de lo que siempre será una mujer bella, deseada, tierna, a la que intento no dejar de estar a mi lado casi nada, porque no puede ser nada.

¿Ha quedado claro? Jamás tuve yo nada tanto. Esa es la verdad de mi vida, mi boca abierta, mi testimonio más real, el desino de dos personas que huyen despavoridas del pensamiento para cuando falte una de ellas. Así he labrado mi vida junto a ella, haciendo esa especie de surco que es capaz de reventar los cuerpos de admiración y de cariño.


Así he entregado mi tiempo, y así le reclamo el mismo a ella. Ambos hemos tenido tiempo en abundancia y hemos sabido compartirlo.