jueves, 27 de diciembre de 2007

La clara sensación de los finales

No se sabe qué es mejor si las idas o las vueltas. Uno ha entrado ya en esa etapa de la vida, que no tiene edad, que todo aquello que se pensaba que era para siempre, ya no es así, tienes la clara la sensación de los finales.

Valoras hasta el fondo lo que tú creías que era tuyo, y ni tan siquiera era así, lo demás, la escritura ajena deja de aparecer como un juicio demasiado severo apoyado en un alejamiento. Y en aquello que pusiste un esfuerzo y una ilusión desde su inicio tampoco era tuyo, entregaste hasta el desarrollo de tu propia vida.

Un viaje que me ha llevado a la auténtica Umbría, a una casa acogedora y única en Marina Velca, a unos abrazos que no necesitan lenguajes, dejan pendiente el temor de que un día ya no haya un después, ni para las páginas que cuento en la red ni para esa especie de útero semántico que son las que están por escribir.

He tenido la oportunidad de pensar estos días cómo escribir el relato más triste de mi vida: tuve entre mis manos la caricia desenfadada pero enfática de unas niñas a las que enseñé a escribir en su teléfono móvil las palabras más tiernas para contar un abrazo: pon tu mano derecha sobre tu hombro izquierdo, de inmediato, tu mano izquierda sobre tu hombro derecho, piensa en el ser que amas y lo sentirás dentro.

Es posible escribir ese relato con el que sueño como un final anticipado de que llegue el final para alargar la sensación de afecto de estos días en que hasta los cuentos de una mujer diseñadora de excepción, en las manos de unas niñas más pequeñas, llevaban además en la dedicatoria el testimonio de tantas palabras que ya he cruzado con su autora hasta dejarme en la despedida humedad en la mirada. Ya me pasa, ya me pasa demasiadas veces.

Y entre los dos hijos que me rodearon estos días hubo templanza y alegría. A una hija que casi nunca veo –seis países en dos días- prudente y silenciosa, le he mandado un corto e-mail: lo mejor de estos días ha sido verte a ti.

Pero he de terminar este escrito con un texto de Kallil Gibran, inconfundible de veracidad. Intercalaré en cada línea su traducción porque no me resisto a la belleza de su idioma italiano original:

I tuo figli non sono figli.
Tus hijos no son tuyos.

Sono i figli e le figle de la vita stessa
Son los hijos e hijas de la vida misma.

Tu le metti al mondo, ma non li crei.
Tú los traes al mundo, pero no los creas.
Sono vicinia te, non sono cosa tua.
Están cerca de ti, no son cosa tuya.

Puoi dar loro tutto il tue amore, non le tue idee.
Puedes darle todo tu amor, no tus ideas.

Perché essi hanno le loro propie idee.
Porque ellos tienen sus propias ideas.

Tu puoi dare dimora al loro corpo, non alla lora anima.
Tú puedes dar cobijo a sus cuerpos, no a sus almas.

Perché la loro anima abita nella casa dell’avvenire.
Porque sus almas viven en la casa del porvenir.

Dove a te non è dato entrare, neppure col sogno.
Donde a ti no te es dado entrar, ni siquiera en sueños.

Puoi cercare si somigliare loro, ma non volere che somiglino a te.
Puedes buscar parecerte a ellos, pero no querer que ellos se parezcan a ti.

Perché la vita no, non ritorna indrietto e non si ferma a irie.
Porque la vida no va hacia atrás y no se para en el ayer.

Tu sel l’arco lancia i figli verso il domani.
Tú eres el arco que lanza los hijos hacia el mañana.


sábado, 22 de diciembre de 2007

No es preciso que sea Navidad


Ando escaso estos días de voz y sobrado de preguntas, tengo el gesto cansado como si me faltara un universo entero, la causa es que no soy fiel a Heráclito de Éfeso, amo y lo cuento, siempre lo he contado. Es curioso, leyendo ese hermoso cuento Menéndez Salmón “Gritar” quizá me haría falta acudir a ese anuncio:

“Se alquila habitación para gritar.
Económica. Absoluta discreción.”

No me basta ese rincón que tengo en casa, paredes tapizadas con software y con libros, una cómoda butaca de cuero, mi ordenador donde suspiro a veces y allí junto a una mesa la paradoja de los libros pendientes porque todo, todos los tengo pendientes.

Necesitaría una habitación como esa que alquilan para gritar lo que estalla ya en las grietas de la piel, agonizante de las buenas costumbres para poder gritar sin avergonzarme, no sé, lo que me viene a la mente: que ya no me escribe una mujer, que se me quedan casi todas las cosas por hacer y ya no las voy a poder hacer. Son palabras del cuento: “Gritamos lo que no tenemos”.

No, no hace falta que sea Navidad para mirar unos ojos hermosos, comprarle unos cuentos a Irene, sentir el vértigo de hacerse viejo, marcharse lejos a ver a la familia y llevar los regalos de siempre, a mí sólo me enseñaron a regalar algunos libros. Voy a probar empezando con los cuentos de quien más sabe convencerte que son cuentos, el sueño para los niños de que ya son libros.

Quiero como en esa habitación alquilada gritar ¡feliz Navidad! pero como un grito, sin que haga falta un beso, más bien un eco, un roce entre las manos, un te quiero, insistente y verdadero que no se me va a terminar mientras viva. Hablando de las manos no hace falta que sea Navidad para tener las manos lentas porque yo siempre las dejo cuando alguien sabe recogerlas. Debe ser como esa especie de analgesia de los sentimientos para poder recuperar el sueño.

Perdonarme todos pero no se me va de la cabeza: necesito alquilar esa habitación para gritar, momentos, casi monosílabos, el ceño un poco triste pero las ganas de que todos tengáis no sé si en Navidad, pero por si fuera Navidad que no dejéis a nadie fuera. Meterlos todos dentro, en esa cabida insólita que tiene el corazón como si la vida no pidiera soluciones sino convencimientos.

En la misma medida que todo lo que hagáis todas las cosas ya son, no es una evolución, es un destino. Estos días, que no hace falta que sea Navidad, cada cosa: sobre todo, cada persona que tengáis a vuestro lado o quisierais tenerla va a a ser eso en el segundo supuesto, la intolerable soledad de no tenerla porque al revés es antinatural, no se puede desear lo que se tiene.

Yo os deseo a todos eso que se llama a veces la felicidad que se esparce y cuaja, una cosa delicada que se tiene pocas veces, un inicio, un recuerdo que nunca olvidaremos, una confianza de que todos los días la buscamos y la deseamos y no hace falta que sea Navidad.

Os mando a todos un abrazo, un abrazo casi adolescente, porque hay mil modos de abrazarse que uno no conoce, ya estás entre los brazos, parece que te escurres hasta que llega a ser el contacto cálido de las anatomías encajadas cada pieza donde debe de estar.

Un abrazo, pues, y no sé, no sé si hasta luego. Es lo que se dice siempre.

martes, 18 de diciembre de 2007

Se me da ya peor la vida

Le compré sus “Confesiones de amor” al poeta argentino Juan Pedro Molina. Junto a la puerta de la librería combatía el frío repartiendo pequeños cuadernillos con sus versos:

“Inténtalo…/Inténtalo una vez más/si lo hubieses podido amar, /Inténtalo, mírale a los ojos, dile la verdad…/que sólo a él lo quieres/y solamente a él lo puedes amar”

Puso su dedicatoria: “que halles en estos versos un lugar bonito del mundo”. Escribiste Juan Pedro con ese bolígrafo que yo llevo, lo miras para un lado y es trazo negro, para el otro, tan solo lápiz de pasajera anotación; me preguntaste la fecha, ninguno de los dos sabía bien en qué día estábamos, sacaste tu móvil y afirmaste sonriendo pero un poco avergonzado: maravillas de la técnica que no tiene nada que ver con los versos.

Me dijiste que mirarías mis escritos en Internet, mi página de libros, yo te hablé de aquella librería, de los versos de León Felipe en la puerta: “ser en la vida romero, solo romero/que camina siempre por caminos nuevos”, de mis noches de ginebra y libros, de mis sueños incumplidos de hacerme para siempre librero: “hijo, ganarás dinero vendiendo libros; no lo creo mamá, respondí, no lo creo”.

De todo aquello queda la hora de pensar, de recordar y de temer, de soñar que los versos de “Inténtalo” pudieran ser ciertos, hubieran ocultado todo este tiempo el amor de una mujer para remediar los males que tengo por estarme tanto quieto. Yo le estuve dando mientras mi estupor y mi experiencia, mi madura manera de no hacerme viejo, mi verbo suelto, mi memoria, antes que morirme sea perder definitivamente la memoria.

Tengo ya estos días los ojos lentos, cargados de mirada mirando menos. Ya no puedo guardar por las noches esa música quieta, de las cosas que a veces nos decíamos. Ya he dejado definitivamente mudo y apagado hasta un pequeño aparato de origen tierno: dos niñas de quince años, dos vidas con genes propios me lo regalaron.

No tengo sitio, poeta argentino del frío y de la calle para ese lugar bonito que tú imaginas en tus “Confesiones de amor.” Se me da ya peor la vida porque he dejado de agarrarla con ambos manos. Me he quedado vacío de emociones y palabras.

Yo era verbo, palabra, ahora voy prefiriendo el silencio, la serenidad, quedarme pasmado quieto, encontrar en la generosidad de alguien con todos los demás -deben ser viejos a su cuidado- un aprieto, una manera de acercarme luego.

Será, al final de este escrito, de nuevo tu poema, poeta, un poema de recuerdo que se estalla en las arrugas de mi piel:

“Si me voy, si estos días llegan
no quiero que te olvides de mí
cuando lejos esté de aquí,
no quiero me olvides
aunque no seas para mí.”

viernes, 14 de diciembre de 2007

"A menos bultos, más claridad"

No son palabras mías, ésta página las tendrá enseguida de quien las trajo también a toda prisa. Me quedan pocos bultos pero claridad no tengo. Como ese mendigo de la vida ignorado e ignorante, quiero primero salir con dignidad, las donaciones ya las hice y no puedo pedir nada más a cambio de lo que tuve. Bajaré por la escalera donde no suelen caber las desdichas y salir fuera así, “a menos bultos, más claridad.”

En el primer espacio de intermedio de mi historia del llanto, mi práctica de siempre no tiene remedio: prefiero darlo todo afuera, como la primavera, no quiero que algo dentro se me muera. Porque cuando siento el alma sola, llora sola, llora. Hasta que nazcan cosas nuevas, sin que las entienda. No quiero más que lo que puedo dar, pero a lo mejor puedo llenar estampas que no tenían todavía primavera. Hoy se te da, hoy se te quita, igual que el mar, como la vida.

Lo mismo que jamás pude ser poeta, aunque se me echara tantas veces la poesía encima, es el mismo negociado, y las palabras no son mías, me condenaron a leerlas de por vida con claridad y disciplina, con serenidad, tal vez hasta felicidad. Pero crearon las cadenas: la generosidad de entregarlas. con una mirada ya vieja, pero una esquina sosegada.

Debí aprender, antes de darlas de la vieja sabiduría de Heráclito de Éfeso: desde hace más de dos mil quinientos años: la naturaleza ama, pero la sabiduría está en saber ocultarla, no entregarla.

Pero como no supe aprenderlo, expulsado ahora de donde estuvo la belleza, voy a sentarme -mal que bien aunque no pueda levantarme luego- en el propio suelo, de la propia vida y mendigar otra vez lo que cada vez que tuve me sirvió para vivir. Mendigaré el amor porque no me vale ningún otro alimento, no lo ocultaré, manos viejas ya cuando las extienda porque alguien me las pida, en cada arruga en cada corteza existe la mejor manera que tengo para vivir de cerca.

Mendigaré el amor, mendigaré a la mujer hasta que muera. Luego saldré, “a menos bultos, más claridad.” No entendí y no me entendieron: puede quien quiere no quién puede. A final la imagen que me ayuda: la crispación del niño: “Scissola. Correccional para niños. Brasil”

domingo, 9 de diciembre de 2007

Trajiste más certezas


Trajiste como haces cada vez un anzuelo invisible de certezas, de memorias que a ambos nos convienen. Pienso que lo que está en uno mismo está en otros –mal que nos pese, que dices tú, en la dedicatoria de uno de tus relatos. Esta ocasión en “Oficio de brevezas” o en “Brevario de relatos” o “¡Cuanto cuento!” que nunca serán para mi tus cuentos, sino síntomas, maneras de acercarnos con las palabras que me echas porque se nos hace el tiempo encima. Cada placer tuyo es ya también mío, serenidad hasta tal vez felicidad de los instantes aunque la dicha es inverosímil por excelencia.

De entrada, sin embargo, empezaste por la escalera de valores de Fernando Vallejo: “Claro que existe una jerarquía entre los seres vivos, pero es la del dolor.” Mejor ya tenemos recuerdos de dolores que permanecen. ¡Qué le vamos a hacer! Cadenas que unen.

Me quedaré para siempre de tu relato del "Doctor Janusz Korczak" su epitafio hacia todos los niños de la tierra; de “Contribución al análisis de la ceguera”, fíjate, tu hábito para “encarar la certeza de la mísera noche." Yo aún no he aprendido a tener miedo a cierta dificultad de que no me venga el día. Y ojala tuviera como el emperador "Atajerjes" manos que me ofrecieran siempre agua, porque de todos modos tengo “carga” y tengo “pena”.

Si soy el único que te queda, yo necesito que a ti te sienta cerca.

Certamen de relatos Hiperbreves de Publicaciones Acumán

Por Salvador Martínez Romero

DOCTOR JANUSK KORCZACK
Seis de agosto de 1942. En el anden donde embarcaban entrenes de ganado a más de doscientos niños del orfanato del doctor Janusz Korczack (el menor de tres años, el mayor de quince), con destino a los sótanos de Treblinka, a morir lentamente respirando el monóxido de carbono de los tubos de escape de los camiones, el oficial nazi de las S.S comunica al doctor que contra él no hay crago alguno y queda en libertad.
-No, yo muero con mis niños.
Tan cobarde como soy y creo que, en su lugar, hubiese hecho lo mismo. Qué otra cosa cabía hacer. Lo que me pareció en un principio, un acto de coraje envidiable, con los años he llegado a comprender que fue justamente lo contrario, una prueba de extrema debilidad, no tener el valor suficiente para dejarlos solos de camino a aquella muerte tan atroz. Lucir agallas hubiera sido dar media vuelta, marcharse a casa y ¡santas pascuas! Pero se hace lo que se puede.
En la piedra que cubre su nicho, y bajo su nombre, se consigna la fecha fatal y, a continuación, el nombre y edad de los doscientos niños que murieron con él el mismo día. Al pie un simple epitafio: “Los amó con esa ternura impersonal que tienen quienes, por no haber sido padres, parecen capaces de derramarla sobre todos los niños de la tierra.”


CONTRIBUCIÓN AL ANÁLISIS DE LA CEGUERA
De tiempo acá que tengo el hábito malsano, cuando la tarde se te queda entre las manos, dejarme caer por la estación, a ver qué pasa: antes de volver a casa, a encarar allí le certeza de la misma noche.
El crepúsculo viene hoy teñido de color naranja, presagio de vendaval e infortunio, de ínfimos augurios. En el umbral mismo de la estación un chico reparte propaganda; le cojo. Y, acto seguido, cuando accedo a los andenes, se la doy a un mendigo echado en el suelo, pecho por tierra en un rincón, sin una manta, ni nada, para guardarse del frío.
-¿De cuánto es?
Lo ha tomado por un billete. es ciego.
-No, sólo es propaganda.
-¡Ah!, gracias.
De mi parte, fue un acto reflejo, mera alternativa a echarla en la papelera. de la suya, me enseñó, sin querer, que hay quien se contenta con poco, a mí, no me basta con nada.
Llaga ajena no me quita la cena. Pero aquella noche, a adelfa me supo el agua.


ARTAJERJES
Cuentan de Artajerjes, emperador malsano y tirano redomado, que, cabalgando que iba al frente del grueso de su tropa y del vuelta de una campaña en Asia Menor causando estrago y mortandad a propios y extraños, llegó a parte no pensada al despuntar el alba, caído el sobrecejo, hosco y repudrido y con el santo de espaldas.
Un campesino cubierto de andrajos, de los que por cien partes asoman las carnes, que le vio venir, se llegó al arroyo, tentó el vado y haciendo cuenco con sus manos, acarreó un poco de agua y se la ofreció al monarca.
-No tengo otra cosa que darte, mi señor.
Artajerjes apuró el agua hasta rozar con sus labios las manos mugrientas, al tiempo que le miraba largamente a los ojos; y antes de reanudar la marcha, echó mano a su faltriquera y le dejó su bolsa repleta de moendas de oro, que le hizo rico en un soplo. Con lo que el rey aligeró talega y al labriego le quedó la carga, le pasó sin saberlo, la pena.


miércoles, 5 de diciembre de 2007

Aún tengo


Capacidades de deseo: de la silueta estremecida de una mujer en blanco y negro, de esa prosa que cuido o me cuida ella a mí, de tenerlo todo cerca para estar bien seguro cuando lo necesite, de que aún me queda también la palabra que he aprendido de estar con las mujeres y unos cuantos libros. Aún, la capacidad de venerar a una heroína con la axila inmensa, lo que quedaba de su prisa, de su disciplina, de un adiós, de las horas que lloraré después como un deber auto impuesto sin derecho a devolución.


Aún tengo la gramática enamorada del ocio y las palabras, el delirio de una vida sin llevar las cuentas como se debe porque todo tiene su lógica, su perdón y su olvido, la manera de aparcarlo para seguir viviendo. Sigo teniendo ese estilo de vida ese apremio en los ojos por estar entre la gente, la lógica imposible hasta de la palabra obscena e insistente para llevarme alguien cerca por lo menos hasta la mitad de la gente.


Pienso que la vida a su vez siempre devuelve: es un pliegue de un gesto, una forma de saludarte y hablando de pliegues a lo mejor es cierto lo que dice Ángeles Mastretta “que es dogma de fe: ninguna mujer tiene el clítoris en el mismo lugar y muchas lo tienen cada vez en un pliegue distinto”. Quizá vaya a ser una facultad de memoria y desmemoria que se nota muchas veces.


Hay regresos de momentos, de comodidades, de formas de ponerse que uno no tenía antes que son esas devoluciones de que hablaba antes, remites de la vida o precipitaciones en la ida. Todo para poder vencer si acaso, por un ritual mal tomado, o empezáramos a envejecer con una serie de debilidades que vienen sin llamarlas o fragilidades que no tienen ni las mujeres con tacones.


Aún me queda –me lo he preguntado muchas veces- como una especie de romance de anochecer y amanecer, nada menos, cada vez. La extrañeza de una noche que llega y no sé entender aún su silencio y el jolgorio quieto del amanecer que eso si que me lo sé. Esa apertura cada vez de la vida, es enamorarse de ella como de una mujer que tuviera siempre mis manos en sus caderas, que yo insistiera una y otra vez en su manera de ser con una carta tras otra cada vez más indecente. Pues aún lo puedo hacer.


Busco ya de la vida por lo que aún tengo de ella maravillas para beberlas íntegramente, abrazado con la dejadez impasible de los abrazos que ella tiene. Todo ello por una sola razón: me sobra mucho, mucho corazón y del todo, del todo todavía no sé qué hacer con él. No sé lo que me falta: el sexo se te olvida y tiene unos implantes de masturbación propia. Quizá a todos ya nos falte, ratos de conversación en que sea de verdad querer a las palabras que uno tiene, dejarlas con cuidado por si alguien las quiere, no como consejos sino como las consecuencias de un cuerpo enardecido que piensa en lo que aún tiene y lo puede compartir más despacio.


Ya no puedo mirar atrás más que el tiempo inevitable, quiero el presente que aún tengo. El pasado es sólo un ámbito, la manera que estuvimos en ese momento, vete a saber por qué, se quita con el tiempo, con la vejez, con dejar las cosas fuera de sitio. El presente te lo tienes que hacer, personal, higiénico, como una fiesta de la piel arrugada que tienes, igual a la elegía del pintalabios del día en las mujeres. Como una perversión para ver aún lo que tienes.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Con palabras aún no terminadas

Ando escribiendo tranquilo en forma de memoria con la lírica olvidada de los versos pero con apremio en mis ojos por saberlo de nuevo, como cada vez, antes de que se me acaben esas palabras a la media noche. Es como si quisiera contar lo que vivo y no escribo, la compañía callada y disipada con una orgía de recuerdos aparcados de cuando no podíamos tener recuerdos. Bastaba ese momento, ese día que pasaba.

Ahora vivo callando eso que decía, por eso nunca estoy ya bien solo, ni un rato, ni un momento. Necesito esa compañía como si necesitara que se metiera más aún en mi vida y le pidiera que me diera todo lo que puede ser. Tengo un cómodo y necesario silencio a mi lado cada noche, unos pasos míos más prematuros a lo mejor hasta el cuarto para esperarla, pero seguro que la tendré luego, a veces sin despertarme, como medio dormido sin haberme dormido.


Noto cada vez, resumiendo el día, que me doy cuenta que los demás también envejecen y yo tengo en cambio esa sede tranquila, única, la que a veces sin gastar las palabras te da alguien que tuviste siempre y que sigues teniendo como un lago de paz y desmemoria. Todo pudo ser lo que ya no puede ser, pero no lo echamos de menos: yo tengo un hueco propio para escribir mis desvelos y ella, su silencio, su trabajo bien hecho.


No se lo he contado a nadie y lo estoy contando ahora -ya lo advertí, antes que sea medianoche y se me acaben los palabras, y los espacios y las maneras de ponerme- me hace falta que me diga que se sabe de mí todos mis secretos: mis palabras soñadas, escritas muy deprisa y que aunque tengan destino, da lo mismo, mi destino sigue siendo el mismo hace ya, no sé, más que los cuarenta y cinco años con que se enlazaron los cuerpos, los imposibles que tenemos y las cercanías de nuevo hasta cada vez que nos sentimos otra vez sueltos.


A veces ya empiezo a sentir la necesidad de alargar la mano y rozar algo aunque no sea una mano, que sigue existiendo, el cobijo muchas veces, a todas horas, cuando uno se siente malo o tiene simplemente miedo de sentirse malo. Ya me urgen las existencias que no tienen necesidad de imaginación, sino que están ahí siempre esperando.


Cada vez la lentitud distraída alargando mañanas, los movimientos hacia fuera para no quedarme definitivamente quieto, las veces que me caigo y todavía me levanto, cada vez esa vida repetida y propia me insiste más con la misma gente de fuera en lo que tengo dentro, unos metros cuadrados que no tienen precio, ni nombre, ni elogio, es la vida que he dejado y es la vida que tengo.


Mucho más seguro por momentos de que lo hicieron bien por mí, que me dejaron el sitio preferente y preciso y tranquilo para cuando me hiciera viejo. Un regalo permanente y alargado, lo noto cada día, cada momento, cada mal paso para llegar al hueco de siempre y que me estén esperando para tener un silencio, que es un lujo tenerlo y un sueño y una única manera de terminar desde el principio.


Como una forma invisible de cansancio estoy ahora escribiendo. Esta noche de nuevo, afortunadamente de nuevo aunque se me acaban las palabras y no sepa decir del todo lo que pienso.

martes, 27 de noviembre de 2007

Donativos para la guerrila del "Che"


Por Salvador Martínez Romero

El domingo, de mañana, me tropiezo en la plaza con una mesa petitoria que ostenta el cartel que antecede. Me deja perplejo.

Al “Che” lo mataron como a una rata, hace 40 años, en la Quebrada del Yuro, próxima a Vallegrande. La más famosa guerrilla de la Historia acabó sus días en la espesura de la hondonada, convertida ya por entonces en cuatro chiflados, famélicos, heridos de bala y sin munición, traicionados por los suyos y dejados de cuenta por Fidel, que los tuvo a pan y agua en cuanto a refuerzos, armamento y cualquier otra ayuda logística. Y allí estaban, como novia en tálamo, abierta de piernas, aguardando a la muerte.

El ”Che” es hoy una T-shirt que lucen pijos relamidos de medio mundo a la hora del vermut en terraza de boulevard conectados a heavy rock. Que acabarán haciéndose con todo, hasta con los mitos de los pobres. O un poster, con la foto chulesca de Korda –la imagen más repetida de la Historia, que la progre de turno se clava en su cuarto, sin saber que no las quería ver ni en pintura. “Pero, ¿a usted le gustan las mujeres? –le espetó una periodista yanqui. Y no le contestó ni que sí ni que no.

No echaba nada en falta, con sus guerrilleros de quinceañeros, lampiños de piel Caribe, enardecida la mirada, la melena al viento. Lo mismo que él. Uno se enamora siempre de uno mismo. Y cuando pierde lozanía, se busca en lo más parecido a los demás.

Me hubiese gustado frente a la mesa petitoria, monopolizada por las cuatro “Gildas” petulantes de siempre, para decirles que el “Che” está muerto y bien muerto, ni siquiera se saben donde pararon sus huesos –como ocurre con su doble “el Nazareno”, que el mausoleo de Habana es puro marketing.

Váyanse a casa a hacer las alubias, en vez del indio que están haciendo aquí y tienen por costumbre. Lo único que de él permanece es su semilla. Cuando quiera y donde quiera, en el ancho mundo, que un muchacho se rebele contra su padre, o brote el odio contra el poderoso y prepotente, vuelve a nacer el rosarino. (I) Y están de más las mesa petitorias y tanta monserga ya que ese ardor del oprimido contra el opresor surge espontáneamente de la tierra, sin ayuda de nadie y sin pedirnos parecer. “CHE VIVO COMO NUNCA TE QUISIERON.”
(I) “El “Che” nació en Rosario, Argentina.




domingo, 25 de noviembre de 2007

Estos días dejaré

No hacen falta las palabras, ni los gestos, se trata de que hagas saber sin tener que decirlo dónde dejaste, por ejemplo, los restos de las más recientes madrugadas, allí está cómo verdaderamente uno se siente. Eso crea una geometría exacta entre dos seres, la victoria de ambos, los nombres escritos con los dedos como vidrios empañados pero visibles y perfectos.

Estos días dejaré mientras tanto, una voz preguntando pero sin exigencia alguna. Habrá una espera necesaria, un punto de deseo de lo más impetuoso pero a la vez la información precisa de que existe una mano fuerte, poderosa y sobre todo incansable hasta que le digan bastante. Eso dejaré estos días: mis ojos abiertos, la paciencia de los libros abiertos y el registro de mi pensamiento disciplinado y entregado como siempre. El tiempo que haga falta, como si no fuera tiempo, sino una espera aceptada por completo, parecido a un espérame, que ahora vuelvo.


Me acordaré hasta de la falta de perfume cuando te sueltas el pelo, de tu ropa de calle en casa mirándome, de tus labios, de tu empeño en mantenerte siempre con los ojos insistentemente bellos. Del momento de cruzar el silencio, del mutuo deseo del descanso, de que yo me quede con la última metáfora pendiente y tú sigas siendo, una mujer en forma de verso que me quedaría recitando para siempre.


Llévate mientras tanto, las ganas de quererte largamente a ese sitio donde a lo mejor sólo dejan que quieras intensamente a la juventud de un rostro con tus propios genes. Pero aquí hay una mano pendiente, un abrazo que no le sirve a nadie hasta que cumplas la promesa de la vuelta. Aquí está todo un orgullo de tenerte mientras no te tengan del todo. Me suena a veces esos fragmentos que proporciona la música que sueles ofrecerme para que ocupe la noche y desplace los momentos duros que no quiera del día.


Estos días dejaré, lo que siempre dejé: admiración y respeto, mis dolores que cambié por tus órdenes de hacerme fuerte; dejaré la vida, el cariño, la amistad, esas cosas que ya tienes pero que querrás volver a tener. Lo cumpliré, no tendré el miedo que siente a veces el hombre de no poder cumplir, porque siempre supe hacerlo con quién supo merecerlo. Dejaré casi todas las palabras, esperando que las vuelvas a leer: dejaré lo mejor.


Sentado junto a un libro pendiente, con mis cosas corrientes, mirar si está la efímera grandeza de unos buenos días como un sueño tranquilo para poder pasar el día o unas buenas noches para sentirme opaco y tranquilo lo que dure la noche.


De todo lo anterior aún estoy por el principio, como si fueran las axilas pendientes, un gesto de levantar los brazos y poder vivir de nuevo cada momento. Ya lo sabes me quedaré esperándote como si volviera el comienzo: un foro, sin preguntas, una mano tendida y una respuesta inolvidable que me sirve cada día para poder caminar, con una programación a mi medida; disfrutar la última rebanada de la vida y decirte que estaré aquí con lo de siempre, con la honestidad de éste escritorio público que me parece ya totalmente intransferible.


Desde él, estos días dejaré, lo mejor que siempre te dejé.

lunes, 19 de noviembre de 2007

La caducidad


Todo tiene una obligada y necesaria caducidad, un final que si es honesto le da brillo al principio. Yo no quisiera terminar nada: como si fuera a conservar la posibilidad de un tacto concreto, una caricia o tomar una mano siempre. Es un ejemplo de cómo cuesta asumir la caducidad de un simple momento, de las largas jornadas que han formado una vida, de cada instante bien vivido, bien sentido.

Esa caducidad lleva a veces a una especie de sufrimiento que no se nota demasiado, produce sólo la impresión de un enorme cansancio, la falta de descanso en la retina de los ojos, el recuerdo de la frase de Oscar Wilde que hace días me nombraba mi hermano: “lo peor de la vejez, es que uno no se hace viejo.
Ni importa tampoco demasiado la caducidad que nos ha de llevar a la muerte. Se me ocurre estos días que la mejor manera de morirse debe ser que no lo sepa nadie, no volver a ver a los que quieres, debe ser terrible, todo eso sin conseguir hacerte viejo Mientras a esperar, disfrutar la belleza del momento de lo que ocurre, del cariño que tienes, de los restos de lo que sientes porque entregaste lo más honesto con una suntuosidad profunda, con casta y tono.
Bien está que me dijera el otro día, quién más cerca me tiene, casi pegado a sus costumbres, con quién hice esencia de la vida mutua, emparejada, agarrada, desde aquellos versos de Mario Benedetti que presiden mi cuarto:


HAGAMOS UN TRATO
Si alguna vez adviertes que te miro
a los ojos, y una veta de amor,
reconoces en los míos, no pienses
que deliro, piensa simplemente
que puedes contar conmigo.

Me dijera: eres un alma demasiado sensible. Eso no me va a caducar jamás, eso se terminará cuando nosotros nos terminemos y se acabará también, con fecha de caducidad ineludible, esa soledad tan maravillosa que hay que compartirla con alguien.

Pero a otras cosas de después, a sueños que fui construyendo buscando con las palabras los timbres precisos para saber bien dónde estaban, esas “cosas” las tengo que resaltar entre comillas porque tienen la magnitud que quise darle. Vinieron de una mano tendida y ofrecida, de una respuesta a tiempo, de un asombro ajeno. Me llegaron con la tarifa más alta de placer y de conquista. Tendré sin embargo que aplicarle a esa convivencia la respuesta final de la caducidad.

Voy a entender peor la sucesión de las noches y los días, la llegada de la vejez sin querer serlo y de la muerte empeñada en serlo No me va importar lo meritorio de la tristeza, sino mi tristeza, sencillamente mi tristeza como si cada mañana al empezarla vaya a empezarla incompleta. Una línea en la edad y en la conciencia, una huella de todos los recuerdos, la irremediable velocidad con que nos pasaron las cosas.

Se me termina esa riqueza que tenía, me llega la caducidad para mí a cambio de su bien y su felicidad, de ahí que ponga todavía una sonrisa, que piense que pueda seguir siendo en su recuerdo un vicio que tiene que quitarse, la propia vida le dará la última palabra más gloriosa de la persona que más la merece, la última palabra que hubiera querido ser yo quien se la escribiera

Me va doler no poder abrazarla, quizá abrazarla me habría dolido igual. A su próximo ademán de irse no puedo detenerla ya. Es mi renuncia, es estar renunciando. Veré cómo se va y no ejerceré poder alguno sobre ella, si es que alguna vez lo tuve

sábado, 10 de noviembre de 2007

Como un relato sin memoria


Tengo miedo que no haya una gran diferencia entre el miedo y la vejez. Esta mañana sentí miedo, no sé bien a qué, y lo más próximo era la vejez. Con la extravagancia de los enamorados o los desesperados –alguna vez ya me referí a ello- cumplí las estancias de mi propia estancia en la vida. Quizá arrastraba dudas de falta de palabras luego de mis rituales, temblores que tengo a veces, ecos de la memoria que resuenan en un corredor, según versos de Eliot, en dirección a una puerta que nunca abriré del todo. Me he equipado para arreglar todas estas cosas en la ficción, en la ficción ajena como un recordatorio de un relato sin memoria.

Puede que esta vez ni yo mismo me explique y me entienda del todo, será ese miedo, esa compañía ya insistente de la vejez que tiene en cuenta poca gente. Vivimos con la certeza de que envejecemos, que no será nada bueno, bonito ni alegre, que no lo es y no sé cómo arreglarlo, no existe marcha atrás, cada pausa, cada día sin la satisfacción que debe tener cada día es parecido a un desmayo, a un concepto de la vida que se pierde, a un silencio caro que uno mantiene a base de sensaciones obsequiadas.

Entraré pues en el relato, me dije a mí mismo para quitarme el miedo que me vino tan pronto, tan de mañana. La calle tiene como un deseo de irse a la calle siempre, para ver si allí con la desnudez de los que pasan se siente uno como aspirante a un despliegue de caricias que le vendrán luego. La calle tiene sitios fijos que escojo muy bien. Hay gente a la que acudo sin necesitarla propiamente porque me faltan caricias y a ellos a quién destinarlas; a las que les gusta mi verbo y a mí el tono de su boca amada; a la que le urgen las miradas y yo me siento sobrado aún del placer de perturbarlas. Hay ganas de persona y yo ando necesitado de palabra.

Hábitos con los periódicos en la mano, insistencia en mirar las tareas qué hacer en la agenda del teléfono móvil cuando es sábado y no hay tareas ni casi teléfonos funcionando. Sentir la extrañeza de pasar quizá por dónde nunca debo pasar: la autoayuda de los libros, sin fecha de caducidad, todos los días en su sitio para que yo luego en casa no les encuentre más espacio que lo más cerca posible de mi lado.

Nada me sirvió, ni la propia calle con su claridad impaciente, ni darme cuenta de la oscuridad de mi codicia con forma de liturgia cuando nunca debió ser una liturgia, sino un acto de regalo, una celebración a la que no debí tener acceso, una necesidad demasiado amplia como los amantes que se besan y se besan no porque se quieren sino más aún porque lo necesitan.

Vivo de lo limpio, de lo hipido, de lo que no tiene vicio y eso entraña miedos como el de hacerse viejo, de no tener siempre a mano lo que puede evitarlo. Es ajeno a lo simple, a lo que entiende un niño porque tiene un sentido que se puede descifrar fácilmente, pero porque me encuentro dentro de una epopeya cálida y jubilosa a la vez egoísta, con una unicidad, una ebriedad en el lenguaje que lo aporto para tenerlo a medias.

Vuelvo a casa con la misma complicidad de mis sentimientos, extrañado de mis gestos cuando ya son viejos, pero que recorrería de nuevo largos caminos para tener un recuerdo, un beso en la envergadura de mi memoria, una tolerancia a la inquietud que sólo tenemos los inquietos. Y esos somos, no sé si los mejores pero lo que más sufrimos y más dispuestos estamos a dar hasta nuestro propio aliento.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Teníamos un abrazo pendiente


Junto al cauce del río nos encontramos, traíamos los dos un antiguo abrazo pendiente y debió ser suficiente. Yo no tuve que preguntarte –eso tienes- me contaste los últimos trazos de tu vida bien abiertos, cómo vives esa transitoriedad de la que hablaste, que todos tenemos, que es la vida. Traías como siempre hago yo en estas líneas, palabras ajenas que te eran suficientes, que explicaban por la devoción que pusiste al contarlas esos libros para que los buscara, cómo vivimos en aquella “casa cárcel” que recuerdas tan bien, donde allí, allí mismo estuve contigo.

Viniste con un porte elegante, el que tienes, y esa gabardina azul que no necesita tintes al final te la quitaste, yo la recordaba muy bien porque muchas veces hay prendas que parecen ser de profesión corporales. Yo quería escuchar con un índice desordenado tus últimas vivencias, lo que habías enseñado, lo que llevas enseñando hace ya cuarenta años a quienes son tus alumnos. Yo te dije tan solo que me gustaría poder escucharte, cómo puede ese chico aprobar el selectivo con el inglés que le enseñas unas tardes. Me lo explicabas, me decías muchas palabras en inglés, se te escapaban, luego me las traducías. No hubiera hecho falta, tú inglés tiene un sonido suficiente.

También nos sirvió vernos –fíjate como si no lo supiéramos- para calibrar cada uno cómo fue cada uno, qué tenemos a cambio de esos genes, qué nos queda, tú dices que a ti casi todo de Romero y en cambio aseguras que yo llevo al papá hasta en las arterias. Nos hemos reído de cómo recibía a los enfermos, de su primera y más hostil expresión ante la cita que empezaba el día, pasadas ya las diez como un señor que puede llegar tarde, afilando antes sus hojas de afeitarse para salir a ver a su paciente, aseado, desayunado y con el periódico ya leído mientras el paciente esperaba. Sin embargo detrás de esa personalidad ambos hemos coincidido que había la sabiduría de un gran médico.
Han venido recuerdos y hemos olvidado los que nunca debimos de considerar como recuerdos. Otra cosa hemos hecho: ninguno de los dos nos hemos hecho viejos porque los dos hemos traído y ahí los tenemos, cimientos de cultura, géneros diferentes en las lecturas y sobre todo, me has contado, asombrado cómo perfeccionas tu lenguaje: terminas cada libro en la lengua de su autor naturalmente, ya te sabes su contexto, pero te falta todo el rigor de ese lenguaje, para ello lo comienzas de nuevo.

Eres dueño absoluto en todos sus aspectos de la vida que has elegido: te has mudado de sitio, bien pequeño, te has llevado tan solo unos pocos enseres. Vives como quieres y por eso ese antiguo abrazo que teníamos pendiente también me ha enseñado más cosas de ti. Has ilustrado esta mañana tu palabra, el giro que le dabas a tu rostro, el tono, la manera de hablar que tienes, admirable, convincente, sugerente, incansable como de todas las partes de tu cuerpo, has estado conmigo y yo lo he notado cuando volvía hacia casa seguro de haberte comprendido.

WE HAND A BIG HUG STILL PENDING

We met each other at the river side, bringing both of us hug pending and it should have been enough. I hadn’t to ask you anything –it’s like you, you told me wide open your file last steps, how you live that transitoriness you talked about and that everybody lives, that it’s life.
You brought, the some as I do in these papers alien words that were enough for you, that explained, because of the devotion you showed in telling them, those books for me to look for, how you live, how we lived in that prison-house you remember se well, when I stayed with just there.

You came with smart bearing, as it’s yours, that blue raincoat that doesn’t need for laundry and that you put it off in the end, I remembered it quite well because many times there are garments that seem to be corporeal. I wanted to listen in disorder yours last have taught, what you have been teaching to your pupils for forty years. I only said I’d like to be able to listen to you, how it is for that boy to pass his University exam with the English language you’ve taught him for a few evenings. You explained it to me, you used willy-nilly a lot English words, translating them afterwards. There was no need, your English sounds sufficiently.

It was also useful to meet each other to take measure of ourselves, what are our genes, what are felt of them, you say yours are Romero’s on the whole; on the other hand, you take for granted mine are our fathers’ till the whole; on the other hand, you take for granted mine are our father’s till the bitter end. We burst out laughing remembering the way he received his workday began, later than ten o’clock, as a bourgeois allowed to be late, sharpening his razor blades, in order to get out to receive his patient was waiting sit down. Nonetheless, behind this personal remark, we coincided there was a wise scholar.

Some remembrances come and we’ve forgotten what we should never have considered as remembrances. Neither of us got old because both have brought culture foundations, reading different genres notwithstanding and above all you reveled to me the way you improve the languages knowledge: you end up each book obvicously in its original version, you get know of its gist but you lack the detail, the precise meaning of a lot words; and then you restart again your reading.

You’re the absolute owner of every aspect of the life you’ve chose, you’ve just moved to a tiny apartment, taking only a minuscule equipment, only six or eight books; the rest of the three thousand you got lie in the waste collector. From my part, I go on keeping them, since they are my own skin, the better half of my life, some of them to be almost ancient, their sheets still to be split –the way books were printed time ago.

You live the way you want, that old hug still pending between us has taught me that. This morning you’ve illustrated your words, its turn, its tone you gave them, your enviable, convincing, suggestive, untiring way of speaking, as springing from every part your body, you’ve been with me and I’ve realized when backing home to be sure of having understood you.

(Versión inglesa S.M.R.)

Me has dejado además varias referencias de libros y unas líneas que escribiste cuando murió Umbral, chuleta y descarado pero con el castellano más hermoso en un libro o en un periódico. Se cansó de vivir, se cansó de escribir. Copio tus palabras:

DESPEDIDA A UMBRAL

Le oí contar a Umbral que, de jovencito, pasaba a diario por frente a una mercería del barrio, cuya tendera, una mujer entrada en años pero aún ganosa, le espetaba invariablemente: “adiós princeso”, el masculino regular en el argot barriobajero de Lavapiés.
El “princeso” se nos ha largao sin decir ahí te pudras.

Salvador Martínez Romero

Me lo leíste tú, como siempre se debe hacer, que cada uno sepa leer lo propio. No sé cuando nos veremos, Salvador. Te diré como esa novia que luego de casarse dijo: “a ver”.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Lleva razón Manuel Vicent

El mar tiene memoria y puede que se acuerde de los nombres de los muertos. El mar tiene memoria y puede que notara mi manera de sentir los dolores, que se diera cuenta que yo siempre tengo presente un nombre y una imagen precisamente ahora aquí delante. Me atreví a decirle al mar que todas mis palabras a fin de cuentas tienen el mismo origen y el mismo destino: mi manera de ser.
El oleaje de mar fue ayer precisamente un cementerio dónde no se llevan flores, es mucho más poderosa la cultura del recuerdo, del dolor y del silencio. Lo tenía que escribir, lo tenía que decir, ¡qué sólo me sentí! por esos huecos que establece en la memoria la manía de las fechas comunes cuando yo tengo las mías que me escuecen despacio cuando tengo el silencio detrás.

Da lo mismo, estando allí en la orilla del mar me acordé de esa cita de Valery que tengo a medias con Vicent, “el mar es en sí mismo el que más horizontes abarca”. Me acordé y no he podido evitarlo al leerlo, vamos si quieres Vicent a juntar nuestros muertos, a buscarle horizonte, yo sólo te traeré para el recuento final, una chica despeinada a veces, seriamente derrotada por el sueño, un nombre escrito con rotulador que no se iba, justo, justo, en la puerta del ascensor para que lo supieran todos los vecinos. Luego no hizo falta porque ya no volvió a coger el ascensor y alguien lo borró.

Me vais a perdonar, ha dicho el calendario para alargar la fiesta con la excusa de todos los santos, que es el día de los muertos, pues yo tengo mi muerto y hoy he abierto otra vez una carpeta que lleva su nombre, con papeles, no sé, con algún recuerdo, con alguna foto mal hecha o es que aquel día tenía un gesto extraño que hasta alguna vez me lo trajo hasta donde yo estaba y me dijo, qué me pasa, papá, qué me pasa. Nada, le dije yo, ponte a leer algún libro, verás cómo entre tanta mentira encuentras cómo ponerte.

He tenido demasiado cerca el mar y no se lo he dicho a nadie, he notado más cerca el silencio, la angustia de decir las cosas yo solo porque cualquiera que digas es mejor si la dices a medias. He tenido cerca de mis manos el mar de Vicent, ese mismo Mediterráneo que nos vio nacer, me he bebido más a fondo el café y he construido la historia de llorar a solas aunque llega un momento en que ya no puedes llorar, te han quitado algo y lo único que puedes hacer es dejárselo al mar despacio, la tumba del misterio, la inocente memoria que lo retiene todo, única, perfecta, para siempre.

Si, os lo acabo de contar: luego de estar con el mar, me he escondido yo sólo en un cuarto pequeño, un estudio donde se estudian los momentos, un alivio. Tumbado con un previo esfuerzo, me volvían las miradas, los recuerdos, hasta alguna foto en blanco y negro, las veces que allí íbamos, las madrugadas que las esperábamos a otra chica y a ella. Ésta me recordaba lo mucho que las reñíamos, yo ni me acordaba, tenían el poder y la exigencia, traían aunque fuera muy tarde ese extraño murmullo de entrar casi sin hacer ruido y el que hacían yo simulaba como que no lo oía.

Era el mismo sitio. Ha sido el mismo sitio. Los mismos ojos con la sed que tenían los míos. Los míos hoy los he sentido tiernos y empañados de recuerdos. Tenía que escribirlo para que el día siguiente, para que hoy como un extraño mandato de la vida lo empezara de la misma manera, de la misma amarga manera con que leía a Vicent que “el mar tiene memoria y puede que se acuerde de los nombres”: Elena.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Una mirada, un cuento


A veces de una mirada puede salir un cuento o a causa de un cuento una mirada. Luego me vino a mis manos dedicado por su autora. Antes, me excusaba de mirarla pero podía ser ese acontecimiento que trae una mañana cualquiera que ya no es cualquiera. Creo que se me notaba en mis explicaciones a aquella mujer y su madre. Irene no me dejaba ver bien los bolígrafos y los lápices que estaban a mi alcance, Irene hizo uso de su mirada, y no hizo falta ya fijarse más.

Casi leí el cuento de golpe, “Rita la lagartija” tenía nada menos el problema de identidad, como los humanos para poder “por fin saber bien quien era”. Fue una fiesta. Yo me divertiría también en esa fiesta, porque no lo sé, Irene, si la identidad es una especie de placer del vértigo, las secretas sensaciones que uno cuenta, los deseos de contacto que no tenemos, el estremecimiento muchas veces para que luego venga el alivio.

Es curioso, porque me han dado un cuento, un cuento para un niño pequeño, me he sentido más niño como si estuviera todavía dentro de una mujer. Lo he leído varias veces, otra vez, hasta en la calle y con un lápiz mágico que a veces es lápiz y otras bolígrafo he ido subrayando las palabras inciertas que tenía el personaje. Como un niño que siempre lo estoy siendo para una mujer que me lo anda reclamando cada vez, cada vez que escribo.
Yo no tenía un espejo a mano dónde mirarme, tampoco es que quisiera descubrirlo así de golpe, me hubieran entrado también muchas dudas: las que tengo cada tarde, las que me deja el silencio, las que me impide ya con deseo tener sueños diferentes. Por ejemplo la humedad de una boca, impregnar de mis palabras a una mujer para siempre, ser cada día un soñador diferente, beber el último sorbo en el canal de unos pechos.

Si me miro al espejo es peor, no me pasara como en el cuento, me tendré que conformar cómo soy y lo que soy, escribir cuatro cosas que me leen los de siempre; ir notándome viejo como un tiempo prestado que no viene a cuento para que vaya a veces como por caminos nuevos, según los versos del poeta León Felipe acordes con mi empeño de ser “solo romero”.

He pensado en una solución para no tener indecisiones como el personaje del cuento. Ya una vez escribió Camus que a cierta edad somos responsables de la cara que tenemos. Lo admitiré, mezclaré como siempre en mis palabras la duda de un instante, cómo fue una mirada, y la queja, la queja permanente de llegar tarde a todo. Pero nunca me va vencer una tristeza general. Necesito cada vez, cada vez como hoy, volver a casa como si hubiera cruzado el arco de lo tremendo, total ha sido una mirada, un cuento, pero casi al escribir sobre el cuento me he notado el tacto enriquecido, la destilación de un sueño propio, nuevo, como en un lugar sólido del mundo.

Nada especial, una silueta bella, haber hablado del derecho y el lujo de la soledad, explicar un momento de amargura porque allí, allí a veces, en aquel sitio de papeles y lápices que yo tanto quiero acudía una chica propia, con derecho de sangre, que ya no tengo.

Y al final con el cuento y el diseño prodigioso propio de Irene en la mano, me han escrito en la primera página, la dedicatoria de mi nombre, “con cariño”. Me he vuelto a casa sin apenas darle las gracias, sólo mirándola. Son los pliegues de la vida que siempre necesito.
Gracias, Irene.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Me gusta dónde estoy


Alguien me decía ayer tarde en mi propia estancia, en amable compañía: no te muevas de dónde estás, ni cambies casi de postura, tienes a tu alrededor gentes que te necesitan, que andan como a la espera para verte, para poderte ofrecer incluso algo de su propiedad más esencial, nada material, quizá un gesto, una pregunta de la que ya saben tu respuesta, un te quiero que dijiste apenas sin tener que mirar, esa manía de acercarte y de no alejarte, de quedarte dónde estás rodeado de esa aureola que tienes de lo que pones luego de las comas y los puntos y aparte.

Tengo estando donde estoy algo inverosímil, un poco de ingenuidad, cosas que con frecuencia nos ocupan a los enamorados y a los desesperados. Aunque si me miro al espejo de dónde estoy y en dónde me quedo, me voy llenando de pliegues que no todos entienden, los propios pliegues que tiene la piel cuando te tocas la piel.

Con la gente en dónde estoy, procuro girar ciento sesenta grados, así ya me convierte en amante, otro giro y es como si estuviera besándome con alguien. Las pocas personas que me van conociendo saben que no tengo marcha atrás, o me hartaré de dar giros o terminaré por estudiar una inmovilidad gratificante que me sirva con cualquiera, dónde estoy, cómo estoy.

En lugar de vivir de los conceptos y de las opiniones, prefiero las posiciones, cuando rozamos partes tiernas y propias, cuando abrazarse es hábito pero cálido y diferente cada vez. Todo ello para quedarme con las sensaciones, porque la vida es tan sólo eso: un cúmulo de sensaciones y una vez tengo esas sensaciones todo es una cuestión de contraer los músculos, mirar los mismos ojos que mirabas y quedarte dónde estabas.

Pero todo esto lleva consigo que se me junta con cosas que no quería: la madurez de una tarde alargada; tiempo de sobra, que es mentira porque luego me falta para las ilusiones; cosas prestadas o que no vienen a cuento. Y sobre todo un cansancio que ya tengo en la sangre a la que respirar ya le cuesta trabajo. Hoy me lo explicaban, es que un parche pegado en la piel va directo a la sangre.

Y yo vengo poniéndole ya demasiados parches a la formas de la vida. Necesito que me vayan encontrando las cosas bien, que me digan a la vez que no quiero marcharme de dónde estoy, quedarme, con una especie de frecuencia marcada por segundos, a ese espacio de tiempo llego, no me lo fiéis más largo por si acaso.

Necesito confirmaciones de inmediato, de todos a quienes me atreví a preguntarle. Anda uno ya por una edad en que está dispuesto a comprar a cualquier precio una certeza para poder quedarse en ella, para estarse quieto, ajeno a la velocidad de los demás, al atractivo desmesurado incluso de poder abrazarse desnudo, negativa de Dios, pues entonces no me gusta a mí Dios.

Donde estoy para un último intento: saber de las mujeres ya que nunca se muestran del todo como son. Poder, por ejemplo, hacer el amor con la dureza final de no volverlo a hacer. Sin moverme como una estaca quieta admirando a la vez de las cosas lo que hay detrás de ellas, analizar el paso de mi tiempo que ya no me regresa. Se me ocurre el símil de unas caderas suaves y los pechos cayéndose sin prisa.
No, no vengamos con prisas, desde dónde estoy, prefiero el instante. No me pienso mover. Aquí me agotaré con el secreto silencioso de las personas que no envejecen, todavía me queda una difícil memoria sin decoro.

jueves, 25 de octubre de 2007

Dentro de una mujer

Salimos de un útero pero antes de volver a entrar dentro de otro necesitamos que nos tomen de la mano como un niño que no sabe, que le va a venir grande la vida. Porque dentro de una mujer, desde dentro, consolidarnos en el sexo, hacerlo bien para siempre nos parece muchas veces imposible, como náufragos de úteros que no supieron saber ese oculto sentido que siempre está dentro de una mujer.
Luego fuera, tenemos que aprender hasta la parte hablada de todo, diferenciar el color gris de los colores, la estampida de la vida, ya salimos del sitio y emprendemos un camino con la vida, “hasta que la muerte nos separe” como un matrimonio bien avenido en una competición de felicidades e infelicidades complicada. Más adelante mezclaremos salud y enfermedades revueltas buscando un difícil equilibrio, un sitio y a lo mejor ese lugar vuelve a estar dentro de una mujer soñada con lecciones de una vida mejor hecha.

Da lo mismo, hay que hacerse a la idea, ellas con su cuerpo tienen una fortuna que puede tenerlo todo, nos trajeron, nos mantuvieron cada vez, cada instante que la carne reclamaba otra vez su carne, nos acompañaran luego, evitarán muchas veces que nos estampemos contra huecos ineficaces de soledad y de silencio, como si dijeran vente de nuevo dentro, allí lo tienes todo, sonriente, quieto, acomodado y único.

Qué placer y qué misterio, allí dentro, ni piensas en el futuro, ni te hace falta el sufrimiento, se trata de un aprendizaje humilde y brillante, mezclas a la vez cargamentos de placer, trozos de los que estamos hechos, pruebas qué se puede hacer con el material humano, con la paz insoportable que tiene dentro una mujer. Siempre cabes, siempre tienes sitio, se trata de saber buscártelo, de reconocerlo, al salir y mientras estás allí. Es una dependencia de la vida que te debe crear toda mujer.

Contaremos las satisfacciones aparte, las vibraciones, los ritmos propios siempre acordes porque ellas marcan la pauta y tú la sigues, a veces recuperas allí, la esencial lentitud que tiene la vida, tu vigor necesario, tu aprendizaje de hombre, tu manera de ser, la invención cultural de tu lujuria, tu lirismo romántico y sin resaca.

El mejor sitio, imperioso y hondo, labios precisos de una mujer, formas de su vulva, identidades importantes a medida como una lección de intimidad que no debes defraudar. Allí dentro hay una paz cargada de sensatez y de memoria, de historia propia y de ella, de sabiduría, no sé, de lo que no tienes en ninguna otra parte.

Hasta he pensado que me puedo quedar sin historias para contar, no me harán falta ya: ni el poema olvidado, ni narrar el desgaste cotidiano, el escozor del gusto, el suspiro de la queja. En el mito sagrado de la fornicación se elige una certeza de lo que sucederá, pero luego dentro hay un mundo propio que escoge la mujer, doméstico a veces, irreversible, único, exigente y preciso.

No hace falta narrar esos momentos, sólo basta tenerlos, olvidar la castidad de la memoria e intentar comprender que es con ella, dentro y fuera de ella donde está el camino y salida de la vida de todos los hombres, su prestigio luego, su deber de recordar lo que le dieron dentro, lo que le mantiene fuera.

A Alicia Giménez Barlet le leí una vez que “nadie quiere otra cosa que ser escuchado”. Pues escucharme y leerme, sin “para” ni “por qué” dentro de una mujer estará siempre la alcancía más hermosa que puede obtener un hombre por haber salido de ella.

Mi respeto, mi veneración.

domingo, 21 de octubre de 2007

No puedo cambiar de formato


A veces viene bien alterar costumbres de movimiento: tras mi hábito de madrugar, mi insistencia en el café y mi lectura prolongada hasta que en la mañana la propia casa empieza a ser y moverse como es habitual, establece un agradable lindero de lo que viene después. Hoy lo alteré, no sé por qué, quizá fue a la vez endocrino y cultural.
Hasta mi carne decadente, ilustre pero cansada ya hace tiempo, me permitió hoy salir muy de mañana a la calle con mi propia soledad sin pretensiones ni abandonos a buscar la mañana de un domingo con las calles vacías, recorrer ese pedacito de ciudad que me he aprendido demasiado, corto, entrañable, y repartir así, en la calle, aunque luego no pueda evitarlo hacerlo aquí también un silencio de escribir sin palabras, a mi modo, sin depender apenas de la sintaxis.

He paseado sometido a la calle, la gran diferencia de edad de los viandantes me permitía eso, hasta intentar cambiar los sueños y los recuerdos. En el exquisito “chocolat” compré unos cruasanes justificados de su contenido, en una mesa una pareja conversaba tibiamente, ella apuntó al verme entrar la mirada, inexacta pero interesante, se la devolví sin más vergüenza que mis propios pasos cuando me alejara. No consigo evitarlo, llevo mejor las arrugas del contorno de los ojos.

Me detuve, cómo no, en el escaparate de mi entrañable casa de los libros, esos que a veces convierto en virtuales pero que son lo mejor que he tenido en mi vida. A la vista el libro de poemas Olvido García Valdés, Premio Nacional de Poesía bien reciente:…”Buscaba/ yo/ otra cosa/y cerré sin ruido comprobando/que ya no tenía voz. Todo/aguardaba bajo formas/de sueño”…

Quizá por eso me ido sin ruido tan temprano, he leído –cosa rara- en plena madrugada algún rato en la habitación de al lado, como una manera discreta de buscar el sueño, sin la química del sueño, con la ilusión de lo que “buscaba”, “otra cosa” y nunca podré tener.

Mi posterior recorrido fue la compra de un periódico que hoy ha cambiado de formato, no he querido el reloj que regalaban, prefiero que el tiempo se me quede quieto. Y yo porque así lo pienso no puedo cambiar de formato, seguiré teniendo el mismo: en la pasión amorosa, como dice Manuel Vicent, “siempre hay un amo y un vasallo” y me quedo corto de pasiones, sea cual sea mi lugar: la metáfora, la mujer y algún libro.

Con el mismo formato, con la música que escucho cuando me siento más solo, boca arriba en la cama, no dejándome mis huesos el espectáculo de estando boca abajo ya creértelo todo. Forma y orden idénticos a base de paciencia, de poesía de un hombre despojado, amando aquello que no se posee por completo, con rigores de silencio, los ojos todavía abiertos a las procesiones del recuerdo, las reiteraciones, todo en su lugar, con la boca muda, tan solo contar esta escapada a la costumbre, al rito que adquieren las casas y las cosas cuando las haces cada día.

Pero en el fondo. Idéntico formato. No me puedo cambiar como el periódico, deseando y necesitando una gloria que no me merezco, acumulando tiempos muertos en las horas de sueño cuando no tengo sueño, callando muchas veces los recuerdos, callando en definitiva casi todo, aunque escriba en el acto porque lo más importante nunca se cuenta, pensando en el pasado, en el propio formato de hace tiempo y el pasado no sólo es fugaz como decía Proust –releyéndolo ahora, ¡qué placer!- es que no se mueve de sitio.

Pues seguiré sin moverme de sitio, reescribiré lo viejo aunque alguna mañana salga a comprar un periódico que ha cambiado de formato, todo es modificable menos el ser humano, siempre con las mismas sensaciones.

jueves, 18 de octubre de 2007

Necesito la gloria siempre


La gloria puede tenerla o sentirla uno o carecer de ella, traértela la vida o quitártela y volvértela a devolver. Yo necesito la gloria siempre, la pido, la demando porque hace que mi edad verdadera, deje de serlo y me convierta en ese alguien con sueños que todavía puede vivirlos.

La gloria a veces te la traen de gratis personas que tienen poderes, hasta dominios sobre uno, que aceptas y te enorgulleces. Tiene para mí de todo: ese café sin azúcar de la mañana que Chirbes le llama a la vida, ¡mira por donde!; una especie de empuje que me hace levantar los brazos cuando me los noto caídos, alguien con poder y autoridad, con una extraña mezcla de exigencia y dulzura que resulta ser quien me los levanta.

Además me imponen como un deber, una obligación de adulto todavía niño de mantener ese esfuerzo por la propia necesidad y satisfacción, un tono de mi cuerpo a través de la palabra en una edad difícil de substituir ya. Estar bien como si hubiera cavado cimientos para mi mejor construcción, artesano de mis propios sueños pero a diario, cada noche, como ese regalo con sabor a gloria regalado y persistente.

Con tiempo para pensar estos días pasados, he notado la vejez peor, todo lo notaba peyorativo, hasta las cosas: tiempo que se prolongaba, como de sobra, prestado, días que no venían demasiado a cuento; cansancio hasta en la sangre, escaso de palabras cuando ellas son siempre como tirantes que me sujetan.

Pero me retornó la gloria, palpando debajo de la sábana a ciegas de la vida y encontrando de nuevo su cintura. Una cintura de mujer puede ser la felicidad de la frecuencia, volver como decía a ser de tan maduro otra vez niño, la inquietud por apurar los segundos y que me vuelvan a parecer buenos, de nuevo interminables segundos de hermosura. A lo mejor los recuperaba de un rostro de mujer, de un pliegue interminable por el último beso dado, del poder de unas axilas que aportan nerviosismo, preámbulo de felicidad.

Toda esta gloria reventada entre las manos no necesita confirmación, he tenido de nuevo el valor de esa certeza, soy como un hombre que nunca hubiera visto una mujer y quisiera saberlo todo sobre ellas. Voy sabiendo, voy aprendiendo de su poder y su sabiduría, me siento desnudo como si eso hiciera falta para que me abrazaran, voy madurando hasta saber del todo lo que había detrás, ese instante cotidiano que lo tengo de nuevo regalado.

Vivir con todo esto, vivir de esa manera, autoexigente para mí mismo, generoso en lo ajeno es la necesidad más amplia que todavía siento. De nuevo, pues, mi pequeña mecánica de los libros abiertos, de los sueños con sueños, de las miradas furtivas a la belleza que responde al término belleza; otra vez de capa alta, en lugar de caída, tono de placer solitario, pero narrable; la soledad de mis habitaciones maduras donde hubo tanta historia que han hecho mi historia; todo lo mejor de mi memoria libre, soñadora y tierna porque no sé si pongo en su sitio las palabras, lo que estoy seguro es que siempre las pongo tiernas porque no quise aprenderme otras.

No sabía de joven que la memoria tardaría tanto tiempo en dejarme libre, que recobraría estos instantes faltos de decoro si es preciso pero hermosos y respetables, que lo iría recobrando poco a poco todo. A los jóvenes les salvan los sueños, a los viejos, la memoria. Ésta que me trajo de nuevo la gloria regalada y única como mi único equilibrio, ancha y agradable, acogedora como un gran hogar.

domingo, 14 de octubre de 2007

Vuelvo cada día

Vuelvo cada día e intento hacerlo sin retraso, a mi doble café, a la soledad de una casa nunca sola, a la caricia del cuero de una butaca que nunca dejará de ser mía, al libro pendiente, patrimonio ya propio junto al borde mis propias cosas, a la amplitud de las metáforas olvidadas en los demás como una cosa intensa que me espera, pero sobre todo a la confirmación de lo que tuve, la certeza de que lo sigo teniendo, ni cambiaré el gesto ni la duración de la mirada. Es curioso, qué torpe, pero me siento orgulloso de una concordancia de movimientos, de un entendimiento.

Vuelvo y volveré cada día como si fuera un deseo de renovación de la vida, una cultura de mi ocio, de que termino de vencer a la noche, que luego terminaré mi exigencia propia, mi mandato, sin desamores dentro, con una especial manera de desear buenos los días, una imagen rescatada y copiada, las palabras más osadas y más desnudas, más humildes y a la vez más testimonio de mi condición de hombre.

Viviré, pues, todo este día siguiente desde hoy, revelado, destapado, descubierto, nada más poderoso que mi insistente desnudez ante una mujer, en voz de Umbral, “mal desnudo y soñante”. Es una especie de topología, una determinación nerviosa, estirar indefinidamente lo que sueño despierto, a lo que le pido y le respeto: inmediatez y distancia.

Desde ese momento de la mañana me hago dueño de mis huesos, como si me volviera a levantar de nuevo, salgo a la calle y casi soy viento, volando por la tierra, al menos así me lo parece. Busco lo mejor, habitual como el café, la butaca, los libros, pero no menos querido, no menos necesario. Imagino por la calle, medio vista la cintura de una mujer para violar su piel, su sudor, los espacios que debe tener su cuerpo; veo ropa de año nuevo para gente con años menos, da lo mismo, me acerco al apetito de gozarla, de ponérmela luego y de verme casi como el maniquí del escaparate pero con movimiento; la simiente reconocida de mis calles vivientes todavía porque nada me apacigua aunque me sienta más cerca de ser viejo.

Y me invento hasta apoyándome en las estanterías de mis rincones donde me venden los libros, las fantasía de amor que hay en ellos, la pasión de las bocas que los leen para besarse luego, así lo consigo exagerando mi curiosidad, imaginando la gruta de unas axilas, una especie de misterio y de aventura. Todo esto que deseo, todo lo que son mis sueños, mi vuelta de cada día, puntual como la rima del último verso, me templa a veces las distancias porque la distancia siempre ha sido deseo, lo demás no es nada, no tiene mérito.

Escribo agarrado a ese deseo, castigado por él porque la culpa es un ingenio que sigue funcionando toda la vida. Ahora detrás de cada palabra mía estará el silencio pero seguiré escribiendo aunque ese silencio lo traiga siempre el tiempo, detrás. Escribo, y siempre vuelvo al honor de cada día, a mi propia decadencia que no es una evolución sino un destino, hasta las propias horas del descanso es una manera de rechazar la desesperación, pero la vida se me impone, me lleva a veces demasiado lejos pero nunca perderé el anhelo de poder decir que vuelvo cada día.

Hasta que no pueda volver, hasta que el silencio a mis palabras corresponda a que no haya nada detrás.

martes, 9 de octubre de 2007

Mi primera metáfora

Mi primera metáfora fueron los libros, buscar en ellos un amor insospechado a las palabras, atributos de vida que casi yo no tenía, ir como en el propio origen de la palabra “más allá” y “phorein”, pasar, llevar, ir sacando las palabras de su contexto a veces con un proyecto casi más que estético, rayando lo obsceno.

Ahí está mi error y mi satisfacción: no quiero saber lo que cuentan en las novelas, quiero imaginármelo yo como propio y que las palabras que las cuentan puedan ser metáforas que añadiré yo luego a la vida que me venga, iré así poniendo tranquilidad a las incertidumbres.

Por eso huelo a libros, ya a humo viejo, a sueños acumulados, a lecciones de intimidad que no le sirven ya a nadie. Pero en esa constante búsqueda de metáforas entre las palabras que voy leyendo y las metáforas que me van viniendo todavía me quedan curiosidades ajenas al insistir tanto en las propias.

Así ando, a ratos mucho menos seguro pero siempre empeñado en buscar cada día la mejor manera de hacerme con el día. Quizá sufra el propio engaño de que si no lo acosara, el día acabaría en mi regazo, sabe que detrás de unas manos tendidas, hay una vieja pìel memorable y convicta, una mirada limpia y sin traiciones, como una especie de enamorarse del descanso sin haber encontrado todavía una metáfora de la palabra enamorarse.

Todo es una búsqueda que me es ya muy necesaria de la larga y difícil cuesta del descanso. Nadie a tu alrededor lo tiene en cuenta con veinte ó treinta años menos, un descanso que más o menos largo precede a la muerte, allí se suprime todo, hasta el temor a la muerte, allí no hacen falta las metáforas porque pierdes definitivamente la memoria.

Pero antes de perderla del todo tengo la insistencia en mi vida de no buscarle ningún símil al amor. “Una noche de amor hace universo”, dice Aurora Luque, una noche sin sueño en que piensas que te puedes haber quedado definitivamente sin amor ya no tiene más misterio que regresar entonces a las palabras, a los libros.

Salí la otra tarde, ya tarde, con un libro muy querido en la mano a dejar ese libro en las aguas del mar. Estaba muy seguro que volvería al lugar más querido y seguro, pensé si ya no estaba allí, por eso quise enviarlo de nuevo ratificando así la mayor y más honesta capacidad de mis sentimientos. Quizá se llevaría también entre sus páginas el olor de mi fracaso, el sabor de un desencuentro.

Le decía a su autora al dejar su libro en las aguas de mi mar para que llegara más mojado de lágrimas que nunca a su destinataria, le decía, María Tena: yo no sé cómo huele esa mujer en la cama, ni sus detalles para tomarla toda entera, ni sus abrazos fuertes, ni sus axilas desesperadas, jamás supe el rincón de sus labios pero he sido capaz de imaginármelo como un instante único que no se acaba. Tú lo escribes: "Ahora pienso que no fue solo deseo. Era como tocar un ideal."

He cumplido la parte de ideal que fue posible por eso estuve seguro la otra noche, cuando me dolían hasta los huesos de saber que yo existía, ese libro, como si me lo hubieran devuelto, lo volví a colocar en su sitio, el mejor que tendrá hasta que se me acabé el resplandor inventado de la vida.

Volví a casa y me puse a buscar alguna metáfora en los libros, ese vicio que tengo que quitarme.

sábado, 6 de octubre de 2007

Esa forma de locura

Puede ser que vaya aprendiendo que el amor es una experiencia calmada, hasta con pausas cuando haga falta, en lugar de una pasión terrible. ¿Me lo dice la edad? Puede ser, porque ningún beneficio de los que me va trayendo, compensa las ilusiones que se va llevando. Me trajo la obligación de la lentitud, la enseñanza de la espera, la experiencia de que no era mi momento pero la ilusión era tan enorme, me esforcé tanto en ello, puse tanto afecto a pesar de de no nombrar un día las virtudes, por lo visto que en el cómputo se queden los agravios.

Me considero mal alumno porque no quiero aprender, me enseñaron al principio de la vida amorosa, la posibilidad de acercarse y no apartarse jamás, la insistencia cuando debía tener sólo resistencia; mal alumno para partes desiguales cuando mi entrega es inigualable. Puse una sobriedad que no se encuentra o por lo menos a mi no me la ha dado nadie, entregué siempre un entusiasmo que no hace falta explicarlo, hay que estar entusiasmado. Y llevaba, por si acaso, de alguna manera, el cartel puesto, lo que ocurre es que es un rótulo que no desagrada a casi nadie.

Las mediciones de entrega siempre salen desiguales porque todos somos desiguales. En el fondo no me daba lo mismo porque quería lo mismo, jamás en mi lenguaje hubo un tono o una máscara desigual: empleaba la voz en alto, dejaba la puerta abierta para tener yo esa misma puerta igual de abierta. Ya lo sé que era una forma de locura como los locos o los agredidos cuando lloran o gritan. Me asemejaba: pido perdón pero me he acordado, de muchas tardes que una joven muchacha me pedía lo invencible y lo imposible. Lo negaba, pero esa forma de locura me la he quedado yo luego.

No habrá más remedio que escribir en el mismo folio la autopsia de una locura, la pasión y los errores de un desespero, de una forma de acercarse y de quedarse cuando nadie me dijo que me quedara. Nunca puse un precio alto, pero sí impagable como consecuencia de ser un alma sola y que la vida ya me iba destruyendo la vida.

Acabaré pues –puede ser posible- cualquier historia, con la soledad y el silencio de Panero: “tan solo quiero una palabra más, sólo una palabra para escribir a solas un árbol para la nada.” Porque yo sino me quedaré con un soledad imposible para escribir y estar sólo para siempre. Ya me hacen daño las palabras, ya me hace daño casi todo, hasta estar vivo, hasta sentirme viejo.

Me he quedado, de alguna manera, con un sufrimiento ya como recuerdo igual que un sueño que se paga y se apaga y el sufrimiento siempre hay que saber evitarlo a raya, no con lo que se puede dar, sino con lo imposible, saber cada vez lo que se daba y lo que se pedía. Porque siempre supe sufrir, luego amar, luego partir y después sabré vivir sin nada. Porque me dieron mucho muchas veces por eso ahora es somo si me sintiera sin nada.

Ya sé que la simple supervivencia es una constante decepción, decepcionamos y nos decepcionan pero le tendré que dar la vuelta por completo a éste escrito: quiero ser feliz, tres o cuatro días que me queden, vivir la imprudencia de los amores imprudentes, hacer de nuevo el simulacro de un rostro entre mis manos y saber ofrecer mi madurez y mi demanda. Porque para demandar estoy sobrado, siempre lo estuve, supe alargar la mano para pedir la mano pero antes entregué a voces la generosidad de toda el alma.

De nuevo estoy seguro que debe haber algún lugar de la tierra en que alguien sepa cómo funcionan las pasiones, que tras ese abanico de amor que me fluye siempre desde dentro, no lo desperdicie, sepa corresponder, sin ápices ni nada, sin bordes que se queden fuera, una pasión espléndida, recíproca, casi solar con forma a lo mejor de mi propia insistencia, de mi inevitable locura.

Porque para querer como yo quiero hay que estar definitivamente loco, quedarse libre de los libros, con un alivio y un desahogo permanente para seguir siéndolo.