miércoles, 27 de mayo de 2009

Siempre tengo cinco centímetros vacíos


Y no los lleno fácilmente, ni abarco lo suficiente para que me los llenen. Antes incluso que las palabras, le doy prioridad como debe ser a las personas, me acerco a ellas, casi provoco un mutuo balance de bienestares. Empiezo con la mirada, ávida, curiosa, preocupada pero con la sugestión suficiente de convencer al supuesto contrario que la ponga al alcance porque nuestros ojos son nuestra primera costumbre. No llevo reglas de medición, contar se me dio siempre mal y medir peor, llevo la intención, la petición.

Se me nota en muchas ocasiones las decepciones que van a venir como si hubieran tenido ya lugar. En ese mundo es donde están los huecos, donde se palpan los vacíos de mayor o menor anchura, se empieza, simplemente, por esa vigente necesidad permanente de contarlas desde el principio, qué las motivo –ya no si hubieron culpables ni quienes pudieron ser, porque las culpas son siempre propias y hasta el término está en estudio su eliminación académica-.

Yo que llevo algún tiempo, abonando mi riego de vivencias con palabras siempre sentidas, me pregunto, ¿me habrán servido de algo las palabras con las que he convivido tanto tiempo? Ni tan siquiera la parábola del diccionario, encontrar la que se busca, cuando a lo mejor, es bien distinta de la queríamos escribir. Acusé en cambio siempre las heridas del tiempo, de todas las heridas, la única que queda vigente. Podría ser quizá un despreocupado remedio del poeta Bonald: “la única estrategia que puede más que el tiempo/es conseguir perderlo impunemente.”

Pues para perderlo estoy, sin la estirpe de la juventud en mi poder, con ese hueco, esos cinco centímetros que no termino de llenarlos del todo. Y puede que sepa el secreto, mi empeño de ir abarcando, acercándome a todos los pilares donde supe apoyarme cuando joven: la catástrofe espléndida del amor como si fuera a ir invitado ya uno de estos días a la fiesta sabia de los amantes maduros; su profundidad, su fecha sin anillo, su horizonte buscando los labios, todo es según venga la vida. Me vale el amor grandioso e íntimo, pero desmontemos de una vez -así tampoco se cubren los centímetros vacíos- al amor eterno, artesano de la infelicidad de la gente.

Ya no pido, pues, hace tiempo más que me de alguien la mano. Refugiado muchas veces, cómo no sin quererlo, en la oscura catedral de la memoria, sigo sin encontrar la mano a la que no le importe las arrugas mías, que sea a ciegas mano tendida, dejada, enhebrada. No me importan ni a mí, que las llevo puestas. Hasta en ocasiones, la he buscado en un mundo que descubrí al estarme quieto, y no nos engañemos la frivolidad que puede parecer que hay en el mundo virtual, cuando es modo de vida, estilo, se le puede dar una seriedad que sustenta una recién creada virtud de lo que parecía un vicio. Y si es vicio mejor. A veces se sufre con ellos pero se llega a terminar con maneras increíbles de convivencia.

Busco tapar esos centímetros vacíos como una beligerancia de la vida, terminar las malas tardes, el cansancio de tenerlas, suprimir las ficciones de los libros que se escriben ya bien a los veinticinco años cuando yo aún no había casi tenido un orgasmo con ellos. Acabar incluso con los centímetros llenos hasta con las horas del descanso, una forma literaria de la desesperación; mentirme en los deseos que remite a lo que no se tiene, dice Paniker, “pero la sentencia es incompleta, el deseo también remite a lo que ya se tiene sin remedio.”

Pues con deseo porque a pesar de la sentencia lo quiero, esa es su tautología, su atractivo, alguna tarde que te dicen “sino ya sabes” porque pueden llevarse ese deseo a cualquier otra parte. Puede hacerlo una mujer con su vocación para las manos y los labios, desnuda, luego es un enigma saber descifrarlo, lentamente, lentamente. Lo quiero sin lugar a dudas, las dudas las tendré dentro y ya no se me notan, ni me tomo el trabajo de dudar yo solo.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Quizá tenga la impertinencia del poeta


Hoy me son muy válidas palabras ajenas, muy alejadas de este mundo de la red, que me explicaban no hace mucho en un correo, que escribir para mí era como leer, como si estuviera haciendo exactamente lo mismo, pero constituyendo una “manifestación vital de lo más satisfactoria.” Tenía en cuenta, esa amiga con mi expresión, mi capacidad para dar sentido a la vida. Ya sé, que ese correo fue un obsequio, un sobre abierto donde está lo mejor que te puede ofrecer una persona, además, cien veces por arriba de mi capacidad y de mi cultura. Jamás figurará escrito por ella comentario alguno, no lo necesito, lo siento cada día, cada vez que escribo, que me siento capaz de manifestarme.

Amo casi a gritos la escritura, como si quisiera desgañitarme para contar tantas cosas a la vez que están dentro y es necesaria su salida, como arañazos que tengo sin curar. Jamás supe ser novelista, ni poeta, sólo esperaba tener un sitio propio, un ángulo amargado de mi ser para enseñarlo, una soledad mal nacida, una forma de amar que nunca supe explicar pero que no deja de ser una manera exquisita para acompañar la escritura. Por eso con mis gritos sin proponérmelo quiero envolver a cualquier mujer con magia y una dulzura tan tierna que puede formar parte de sus pliegues más privados, son como trazos para enseñar las formas del amor, el acorde de un gemido, la dilatación de una vagina.

Escribo despacio, a ver si pillo algo, una mirada sin ojos bonitos, pero como dice Cristina García Morales con “poesía debajo de la cejas”; es el punto ideal para escribir, calmarte luego en la lengua y pensar que menos mal que no quise ser poeta. Hubiera aprendido, entonces, con cualquier mujer, la manera de besarla con una lentitud aplomada y grave, con cautela de ciego y herramientas de carne. Escribo con la lentitud que me da a veces la impertinencia del poeta, el haberle leído antes los versos y habérmelos creído. Escribo hasta sin miedo, como una catástrofe espléndida sabiendo que me voy a estrellar contra algo o contra alguien y no me importa mi propia decepción programada.

En mis escritos cada imagen es un intento se ser esa propia imagen desnuda de ropa y de vergüenza, un proyecto. Todo ello para explicar y poder explicarme que no sé vivir sin la vida, sin escribir de la vida, la que viví, la que quise vivir y la que no viví.

A veces me quedo incompleto, sin acabar de decir las cosas, pero casi contento -como en ese cuento que leí- donde dos amantes, celebraban el polvo que iban a echar y no echaron. Fue quizá que apenas se miraban o se tocaron muy poco; a mí como si no me acababan de llegar todas las letras, yo tampoco escribiré, lo dejaré no escrito para no complicarme más los nervios y como en el acto fisiológico del amor, echaré también de menos, contento, mi escrito. Me pasa eso, que me falta lo no escrito, la paciencia que no tuve, la angustia que no me vino, el libro demasiado abierto por los mismo sitios, entre comillas que le he ido poniendo.

Pero escribo, sobre todo, para evitar los regresos, leerlo de nuevo, recurrir a la súplica permanente de la memoria, segregar melancolía sobrada incluso de lenguaje. Se me deben notar casi siempre las pupilas viejas, la mirada lenta a falta a mi lado de una joven e intensa.

A veces casi escribo borracho, como celebrando una fiesta de inauguración de los recuerdos, persiguiendo mi pasado, tropezando por la vida para ir a parar a esos recuerdos de la infancia que tanto nos marcan. Es un vómito mis escritos en muchas ocasiones, una contracción parturienta, un carraspeo, una falta de equilibrio para intentar recuperarlo.

Perdonarme, pero eso tiene la propia literatura de uno, quién la prueba, repite. Viene a ser un hallazgo, una sed. Qué curioso, yo que tengo los huesos mal nacidos y mal arreglados, los noto al escribir como si se me volvieran tiernos capaces para el camino de nuevo. ¡Vete andando a los sitios, si es que puedes que te queda poco!

Ni yo mismo me entiendo, busco en la literatura que leo o que escribo mi alegría, mi remordimiento, mi miseria, vomito así por el mundo lo que era sólo mío, ya lo he puesto en palabras tan propias que a veces me da tanto miedo y me produce la inevitable urgencia del beso primero al escote abierto para dormirse luego en unos senos lascivos sin misterio.

sábado, 16 de mayo de 2009

Procuro que la noche me pille cerca


Porque siempre le tuve miedo aunque reconozco que admiro su belleza de sede de vicios bien administrados, existe, y como dice el poeta Caballero Bonald en su último libro de poema “La noche no tiene paredes”, con la “la osadía de bordes delictivos.” Yo no sé si llegaban hasta mí esos motivos, pero le tuve, le tengo, le tendré siempre miedo a la noche. Trae finales, lo sé, me va a negar cuando ella lo prefiera, el comienzo de un nuevo día, los que empiezo cada vez con un nuevo esfuerzo y una antigua ternura. No tengo otro sistema de memoria que lo que voy haciendo en la vida noche a noche.

No hay desprecio ni desprestigio en mi postura hacia ella, hay temblores que manejo mal sólo, me pilla casi siempre desnudo del todo, y lo que es peor con menos palabras y muchas más preguntas, con dificultad de asignarle los sentimientos que tuve durante el día. Me sirve apenas para recordar los ratos que me sobraron de cada día y extraer su emoción, cultivar la manía de los libros.

No tiene paredes, poeta, pero tiene una mala trastienda, guardo desordenados los recuerdos; las soledades que encontré idénticas a la mía; hasta el anticipo lujurioso con el polvo de media tarde. Sin paredes pero sin sitios donde apoyarse, a veces igual que durante el día con el peligro de caerse simplemente: cuando iba a comprar el libro del poeta Caballero Bonald, el que he citado ahora, y con él en mis manos “recito un poema que no he leído nunca”; o sino los cálidos y desvergonzados relatos de Cristina García Morales; o viniendo hacia casa de comprar los periódicos que ya había leído en Internet. Porque no tiene paredes para mí ni la noche ni el día, esa es la verdad, puedo ya traer los riesgos de caerme cualquier día. Dentro de la noche, tengo un miedo muy propio y muy mío, de sentirme ya en el suelo y no saber qué viene luego.

Pero en la noche también es cierto que visito todos los sueños. No sé, ayer pensaba, por ejemplo, que quizá me quitara ese miedo a la noche, una mujer treinta años más joven y poder recorrer con ella en lugar de quedarme en casa con la opacidad de los miedos, las calles de mi ciudad; yo se la enseñaría, recorreríamos juntos todos los sitios que me gustan de día aunque estuvieran cerrados y los abiertos a la jerarquía del vicio, donde la edad ni los corrige ni los mengua, les da prestigio; sobre todo pasearíamos y no tendría ningún miedo a caerme, iría simplemente de la mano de ella, al vernos nadie pensaría que ella era mi hija, porque en cada paso de peatones, nos detendríamos en medio y estamparíamos un beso con las bocas bien abiertas mientras los coches hacían pitar sus bocinas. Da lo mismo quizá la gente pensaría de mí que había sido capaz de encontrarme con la hembra más completa de una vida, y de ella estarían seguros que me iba a quitar veinte años en dos días, en el mundo increíble de su entrepierna, enfrascado en la curva inefable de sus pechos.

Sigue el sueño ya en casa, no me vuelva a entrar de nuevo el miedo, sacaríamos a secar en el mismo sitio mi prosa oxidada y las bragas de ella, si es que las llevaba; me pondría a escribir para contarlo con las palabras más puras y sus inmediaciones aunque llevaran el venenoso pozo de mi autobiografía. Mis palabras, quizá en ese sueño junto con ella, como es lo único que tengo me podría quitar del todo el miedo a la noche.

Ya está bien, no tengo ganas de morirme de noche en un museo de medicamentos. Quiero vivir los mejores huecos de mi memoria, como si fuera de día, fastuoso de soledad como un mendigo pero hermoso y vivo; que me pudiera volver a decir una mujer que estoy bueno, que puedo recuperar dónde estoy y cómo estoy mi vida como la sede de una admiración bien administrada.

Así puede ser la noche, así debe ser la noche, para no tener que volver a escribir que deseo que al menos me pille cerca de casa donde sí que debe haber paredes donde apoyarse. Sólo quiero convivir valientemente con ella simplemente, que me deje los recuerdos que habrá sido el mañana de ahora, éste, después de haberlo vivido.


domingo, 10 de mayo de 2009

La vida no explica nada


Cuando uno debiera sentir ese atractivo contenido de la madurez como una forma disimulada de vejez, piensa que echando la vista atrás, preguntándole a la vida y su entorno, algo nos explicará: por qué fuimos así, por qué lo hicimos así. Pero se me está pasando el tiempo muy deprisa y no encuentro los renglones donde la propia vida me explique todo aquello que me sonó de una manera pero que también pudo ser de otra, que incluso hasta significar cualquier otra cosa.

Hasta a veces, es curioso, puede uno respirar a fondo la alegría mala de las cosas sin remedio, tragársela en un momento, como una necesaria respiración cuando no nos queda la posibilidad de hacerlo. Nos trajo los motivos la vida o los buscamos nosotros, rastreamos donde nunca debimos hacerlo, nos quedamos un rato, volvimos de nuevo una y otra vez porque hay una extraña cadencia, la etiqueta de la repetición. Ni tan siquiera punto y coma, esa manera de señalar mejor las pausas y los silencios, se trata del punto y seguido para poder hacerlo de nuevo.

Pero es un gran desacuerdo que por el camino, la vida no nos hubiera ido aportando suficientes señales de lucidez, pero precisamente es la lucidez lo que separa a las personas, los renglones por los que caminamos difícilmente, cada vez más complicados, ahí buscamos explicaciones y no las encontramos. Y la razón de no hallarlas es muy simple, se la volvía a leer hace días a David Trueba en su novela “Saber perder” -¡vaya, lo que nunca queremos aprender!-: "cada uno llevamos nuestra secreta derrota bien adentro, lo más lejos posible de la mirada de los demás."

No queremos nunca enseñar esas derrotas, nos vamos directos al ángulo más oscuro de la soledad humana, cuando si la compartiéramos del todo con alguien quizá nos daríamos cuenta que las derrotas son las únicas victorias que valen la pena, porque las tocamos, porque son la piel que nos hace daño, sus sitios resonantes. Nos abriría muchas veces la puerta del placer que lo vence todo, que le da tono a todo, sin precio ni alquiler, la única tarifa, elegirla frenética, inmensa.

Me he apartado y me seguiré apartando de esa manera civilizada y única de que habla Trueba. Lo propio, el sueño o la realidad de lo mal vivido es sólo mío; el sufrimiento me lo han dado gratuito, me lo puedo permitir, sin explicación alguna, ahí lo tuve, ahí me llegó, quizá porque antes junto a mí lo tenía una joven mujer que lo callaba una y otra vez de una manera espeluznante que era una lección, una exigencia, un turno de espera que de ella tomé con una desesperación de su parte que no supe entender, que no pude comprender. Tampoco la vida me lo ha explicado, me lo dio, como un documento adjunto que lleva durando más de veinte años y me hizo fuerte –dentro de un cuerpo dañado y débil- pero preparado para todo en un final que tengo cerca con un título inevitable: luego de mi fogosa actividad, del periodo angustioso y mal llevado me vendrá la calma para siempre.

Ya para qué quiero más explicaciones, las demás poco importan, la más sólida se me rompió a pedazos y la mía diaria más valdría no mencionarla. Me falta o me sobra un resplandor aunque sea inventado, un vicio que quitarse, un espacio de silencio demasiado lleno de libros, dejar pasar la vida para buscar otra vez la vida, los mejores enseres, la dignidad propia que muchas veces uno la hace pedazos.

Por eso en tantas ocasiones, a través de estas páginas, de la web de los libros, de la rutas desesperadas del blog, busco esos enseres que no tengo. Mientras seguiré escribiendo para comprobar como dice Pascal, que el yo no es forzosamente odioso. Quiero todavía volar, escapar, andar -¡fíjate!- vivir mi presente madurito con una voz profunda y cordial siempre al lado, una escucha tierna, una fuerte existencia con la intensidad de casi un animal.

Aunque me acuse al no explicarme nada mejor la vida, de ser yo por todas partes, egoísta y tenaz, para poder ser algún día, otra cosa mejor.

lunes, 4 de mayo de 2009

Huyendo hacia adelante


Porque no encuentro otra manera de huir que no me destruya. Se trata, a lo mejor, de engañarse, de pensar uno, qué bien lo hiciste y cuando esto termine, ya vendrá una lujuriosa mezcla de insultos y de admiraciones. Me voy a armar, antes de seguir esta andadura hacia delante, con todas esas cosas que uno se cree a solas sin que nadie te obligue ni nadie te acompañe. Podría ser como una forma de deseo. La novela de David Trueba ”Saber perder” –particular en mis manos hoy- comienza así: “El deseo trabaja como el viento, sin esfuerzo aparente.” Pues voy a ver si yo hago como el deseo, sin que los demás se den ni cuenta, ni lo noten mis huesos, hacia delante en la búsqueda de ese deseo, con las palabras que me aprendo y las que me enseñan las miradas ajenas, cuando sin tener por qué hacen que me acerque.

Y entiendo esas llamadas de los demás como una segunda piel que tengo, se lo explicaba a alguien esta mañana como desde aquí, desde dentro. Porque he de substituir con mi segunda piel, las arrugas de la primera, inventarme la forma de superar esa difícil derrota de la vejez, cómo te vas dando cuenta de ella, tú mismo, mientras los demás la ven igual pero callan por respeto, por estima, por una antigua tolerancia entre las gentes de bien, esa interminable clase media donde me incluyeron, que nos injuriamos sin que el ultrajado se entere.

Me vienen las llamadas, me las trae la cultura que no es saberse –ya es colmo de la sabiduría elemental- perfectamente, los tiempos de los verbos. (Eso me dicen por aquí, por casa) Es entrar en los sitios, es saber esperar y que te llamen enseguida, es decirle a una dependienta de poca confianza, “te has cambiado de pelo, te queda fenómeno.” Es haberse dado cuenta, es necesitar a los demás con las manos limpias, el decoro que tiene la ropa aunque sea del año pasado. Ya está hecho, sin que tengas las más mínimas posibilidades de sentirte como un galán protagonista de cine antiguo.

Son los pasos que das, estudiados, adrede, es tu manera de ser, el recurso de huir hacia adelante. Donde estoy termino, no puedo ni intentar con las palabras la perfección de soñarlas unidas a los cuerpos, el mío y el de alguien. He de seguir y huir sólo aunque me basta a veces la compañía inconmensurable de un hermoso correo con dos palabras cortas al final y al principio, la fluidez que sientes y sienten porque a veces es una forma de deseo, -que alcanza tintes de sentimiento- ése que decía Trueba que trabaja como el viento, sin esfuerzo aparente. Es así porque vive siempre en el cerebro más profundo, allí donde no existe el tiempo y todos los espacios son territorios breves. Y me he fijado, tiene señal de circulación obligatoria hacia delante. Lo que no dice es si se trata de una huida o una forma defensa casi obligatoria.

Antes de escribir estas líneas, por una especial razón que antes apunté, he repasado notas del libro de Trueba, y le he de dar la razón cuando habla de derrotas propias, de esas que todos tenemos y que él dice que llevamos bien adentro, es cierto, para evitar miradas ajenas. No tengo más medio para no hundirme con ellas que huir hacia adelante porque si me quedo en mi sitio, me sentiré sin duda el ser más vulnerable de la tierra con razón.

Ya sabéis, ya me conocéis, huiré hacia adelante porque hacia atrás ni puedo ni quiero. Me sobran, no obstante las caricias, saber dónde destinarlas. He hecho mi cultura con el verbo y el beso y busco siempre una boca amada donde dejarlo quieto, húmedo, con la humedad que tiene alguna noche que sientes más necesidad de darlo. También me urgen las miradas obscenas –una forma de religión más cercana- y el placer de perturbarlas. Yo soy siempre las ganas, igual que pasa con los pezones de una hembra enamorada y la molestia de la ropa todavía puesta.

Le diría a David Trueba o a quien tenga ese libro quizá entre sus manos que yo desabrocho el deseo, mi elegante y exquisita manera de huir hacia delante, me lo enseñó la cultura del libro abierto. Sin tener que estudiarlo, sino leerlo, entregarlo, vivirlo.