sábado, 28 de marzo de 2009

La literatura, una licencia para mentir


Ahí es donde me escondo. Mis mentiras serán eternas, yo puedo morir mañana pero ellas se quedan, tras haber pasado como un bachillerato de emociones con un trayecto entrañable y breve. Eso hace que me sienta tantas veces –de ahí que utilice la literatura como una mentira propia, bien fabricada, bien sufrida- como ahora, un hombre solitario sin propina ya en la vida. Es mi manera de sacarle a la mañana su tiempo más generoso y más iluminado, como si le hubiera robado dos o tres horas más al día. No es verdad, ya no tiene veinticuatro, le ha de quedar tiempo para mis mentiras.

Puede que me llegue en un descanso, en una hora intacta –como regalado por alguien- un despojo de un amor que no tuve o no supe reconocer o darle el inmenso valor que tenía. A la espera, bebiendo, como en dos posturas, una copa de alcohol para vivir y otra para beber. Eso me ha llevado (no lo pude remediar o no conseguí hacerlo) a sentirme como ahora: un hombre ya maduro y dolorido, como inscrito en un sindicato vertical hace no sé cuántos años, eso que me permite hacerle la guerra a mi guerra y querer ganársela luego. Antes fui capaz de ganarla siempre, ahora ya es una especie de derrota íntima que no sé cómo viene, pero viene.

Cada vez escribiendo insisto más en un puñado de metáforas –como en su día hicieron felizmente Cela y Umbral. Y voy intercalando así una cita feliz y equivocada que a mí ya no me sirve. Será mi vanidad, mi presunción, (debe ser que llevaban razón cuando me lo dijeron) pero me da lo mismo, todo se viene abajo cuando tienes suficiente poder con las palabras por sí mismas para decir lo que sientes. Y lo tengo para darle luego forma de vicio. Eso es el lenguaje, multiplica por mil cada hallazgo, cada pensamiento. Nadie lo ha dicho mejor que Lila ó Espe, tengo que averiguar cómo se llama muy en la intimidad.

Contaba Reyes en su blog “Por aquí vamos bien”, con esa extraña religión que tienen los poetas, que “de noche saben desmenuzar los miedos/y esperar el alba con los ojos abiertos” y le contesté que mi noche es incompatible con todo lo que he hecho. Como veis voy intercalando las metáforas y los versos buenos.

Así, pues, no tengo secreto. Con la literatura por en medio y el poder del lenguaje vengo engañando. Finalidad: sentir yo menos daño con la forma más literaria de mentir, desentenderme poco a poco de las cosas amargas que me trae la vida, ésa es mi licencia, ahí queda el hueco para que me perdonéis luego.

Pero siempre tendré el propósito de la belleza, eso sí. Ahí echo mano de mi mayor ingenio como cualquier hombre, de la propia modestia del ingenio (no es vanidad, es un intento). Pero tener siempre presente que cada uno escribe siempre lo que sufre, sino no escribe. Es verdad, buscamos la belleza y lleva razón el poeta Carlos Marzal, ya que tengo en mis manos “Ánima mía”: “la belleza es verdad sólo si duele”. Mientras busco la belleza, me empadrono con la literatura, mi licencia de mentir y sufrir.

Pero todas esas mentiras, me ayudan a vivir, hasta me defienden de la muerte. Que deje de llamarme un amigo o un familiar que te llamaba muchas veces, más o menos eso debe ser la muerte.

Bueno, ya veremos qué hago, si esconderme leyendo y escribiendo o saliendo otra vez, como si nada a la calle, fijarme en las cosas que me fijo siempre: cómo andan ahora las mujeres, como si volvieran a tener los muslos lentos y anchos de hembra antigua con nalgas redondas y casi desteñidas; y volver a casa, otra vez a que se haga de noche, amistosa en apariencia pero vacía; las ocupaciones como un simbolismo ofrecido de la vida que te hace recordar otra vez los errores de siempre.

Y al final, pasa lo de siempre, los libros con olor a soledad y tinta impresa; el diccionario que a veces estudio despacio palabra por palabra, sobre todo las que escribo muchas veces, las que ya me las sé; la gramática que me busca el sitio para no despilfarrar demasiado lo que escribo.

Y la literatura, la mentirosa literatura de mi vida con su intensidad, su pasión, la soledad que precede.

miércoles, 25 de marzo de 2009

La memoria, el hombre de recorrido corto



Vengo haciéndolo ya demasiadas veces en estas páginas que pretenden ser, al contrario, sueños con longitud. Sin embargo ahora cuando me piden respuestas propias –ábrete, cuéntame- callo, es una manera de decir o es que ya no puedo o no me van a entender. Sería una explicación en forma de romance antiguo: todos los versos que he dejado incompletos; las veces que necesité dar un beso; largas explicaciones que se remontan siempre a aquello, cuando podía hacer lo que ahora no puedo.

Tengo pocas cosas válidas que contar o voy a contar las mismas, no me valdrá victimismo alguno, sí en cambio la rabia, la manera de querer ser y no poder serlo. Era dueño implícito de la calle, me tiraba la calle lo que ahora me tira mi cuarto abierto sin minimizar nunca la pantalla de un monitor insistente. He desplegado muchas veces una de las dos cosas: o una agresividad que me abría cualquier puerta, o una dignidad callada y cotidiana como si fuera un escritor escribiendo.

Dejé una sombra de trabajo veinte años que hace que todavía tengo intacto mi nombre donde caras nuevas saben que allí estuve. Terminaba a lo mejor la jornada con la copa nocturna en el último sitio abierto, más o menos decente. Yo no llevaba el símil del mono sudado de los obreros, pero convivía en lugar de con los jefes -siéndolo- con las manos llenas de tóner de quienes eran nada menos que el Servicio Técnico. Le ponía mayúsculas al departamento por las veces que nos sacaban las castañas del fuego. ¿Te vienes, Romero?

Trabajaba con una especie de mezcla entre un optimismo suicida de que aquello iba a durar toda la vida y fui yo en cambio quién dejé de acudir una mañana porque ya no pude terminar los kilómetros que corría en el margen del rio, cada noche, como una manera de quitarme de la piel los residuos antiguos que me iban quedando por estar tanto tiempo despilfarrando una edad insolente frente a la droga dura de cada día en manos de quienes me cambiaban la vida por lo que se parecía a la verdadera vida, la que no podía vivir.


Pero es curioso, cuando me di cuenta que no iba a poder volver a convivir con aquellos magnates que sacaban con despotismo agresivo, mis conocimientos a cambio de dinero, desde entonces lo echo de menos. Es terriblemente curioso. Iba a tener que vivir un presente impersonal e higiénico, pero antes, en la calle, entrando en los lujosos despachos de quienes no querían recibirme primero; abarcaba el mundo entero como un pubis sin fronteras, me llevaba a casa cada noche el rastro de las calles en mis hombros, los recursos más extraños para salir adelante, era un dios sin táctica, obedeciendo pero exigiéndole a la vida, y ahora es la vida la que me resta, la que me deja profundamente corto cada día.

“Ábrete, cuéntame”, ¿para qué? Si no lo vamos a arreglar, aunque sustituya los recuerdos –que no se pueden explicar, es lo que pasa, lo que ya pasó- por lo que primero parecerán una victoria y luego, es simplemente la vida.

Por eso al estar aquí demasiado tiempo, al sentir tanta rabia cada vez que cuento las mismas cosas que no tengo ya que contar, tengo una neurótica necesidad de ser querido. Si fuera sexo, pues, brutal, recental, ignorante y urgente, como descubriéndolo otra vez. Si es la caricia permanente que tiene el verbo, intercambiarlo como si buscáramos algo que ya no llega a tiempo.

Tengo un vicio que he de reconocerlo: a las palabras les busco el borde, se lo escucho constantemente; más atrás cuento las sílabas; le pregunto a una catedrática de Instituto, el tiempo de los verbos; voy haciendo manuales de páginas de dudas y quebrantos; de Umbral recuerdo alguna metáfora del tiempo que erosiona siempre.

Y me pasa lo mismo con cada página que escribo, este oficio no es nunca un consuelo o una distracción. Pretendo que sea, por favor, una compañía vuestra.


sábado, 21 de marzo de 2009

Desde casa, desde dentro


Aquí vivo, cuando hace falta, el sabor canalla que siempre tuvo para mí la noche; aquí confesaré dos objetivos: que venga de nuevo la mañana y poder ir a cualquier sitio, a por aquello que necesite buscarlo y que no me lo tenga que traer nadie. Nada menos.


Mientras, desde mi casa comencé a hacerlo todo y voy a terminar las cuatro cosas que me quedan, las de todos los días, pero donde el ocio es riqueza y pobre de aquel que así no lo convierte. Desde ese repetido ocio me he ido situando: como en un mapa geográfico trazado a voluntad, la habitación de una hija, con su residencia extranjera, la hice totalmente mía para siempre. Ya no está ni su cama, ni sus cosas, ni nada parecido; sino mi amplia mesa del ordenador; la impresora multifunción; las llaves de memoria colgando de los cables para tenerlas bien a mano, el disco externo y un ordenador portátil también, para que nunca me falle asomarme al exterior, a esa ventana que un día mi quietud me obligó a hacerlo.

Suprimí en toda la casa las paredes al convertir el placer de leer en algo que me durara toda la vida. Sé que envejecer para mí es ir acumulando los libros leídos dentro, y tenía también que hacerles sitio fuera. Son mi religión, mis respuestas, mi memoria personal de los recuerdos ajenos; son el hueco por derecho en más de doscientos metros, un camino, un pasillo que conduce a todas las partes de la casa parece que no tiene piso ni techo, tiene libros, miles de libros leídos y cantidades por leer, raro es el día que ninguno busque su lugar.

Fijaros, hay a mi alrededor como una literatura cuyo permanente argumento es su presencia, por donde me pasan las cosas que me quedan sin exigirles más detalle que su permanencia, aquello que quieran dar, y punto. Repercutirá, a veces solamente, lo sugerente y lo milagroso de una sola palabra, como un gesto inusual que no todos tenemos. Me servirá para ir sabiendo, para militar, en suma, tanto en la voz como en la palabra. Y de la lectura se me han hecho los ojos negros y densos –más de lo habitual- por esas horas que para mí no pasan. Rodeado de libros no he vencido la frustración de no haber podido leer los libros suficientes. No podrás, no lo intentes, me dijo Josefina Aldecoa.

Porque no los dejo en las estanterías luego, me los llevo a la vida, es mi lujo, mis invenciones, el instinto natural de mi especie de ser hombre; cómo miro a los ojos, cómo le hablo a las mujeres, cómo ofrezco las manos, cómo voy descubriendo la capacidad de los abrazos. Y aquí en casa tengo tres lugares especiales para estar con ellos: donde veis en parte de la imagen, al compartir la vida con quien también se hizo la vida con ellos; otro sillón de cuero viejo que tiene a lo mejor mis mismas antigüedades está en el cuarto que le robé a mi hija, con el ordenador, mis papeles, las notas que sobre ellos voy tomando. Le llamo la butaca de la noche del insomnio luego de los besos entregados.

Y anticiparse a esa noche –porque sin leer es imposible dormirse luego- hace que incline mecánicamente la cama en la misma posición de lectura que a veces allá en los hospitales.

Vivir, amigos, hace ya demasiado tiempo –no me atrevo, no me atrevo a decir cuánto tiempo- que no me resulta fácil. Por la mañana hasta casi consigo creerme la libertad que no tengo, esa que de noche se me cae encima. Se me terminó demasiado pronto lo que encontraba cada día fuera, por eso este refugio de la casa y de las palabras, es lo primero que uno tiene, lo que más dura, lo que más necesito luego.

Soy tan solo el puñado de palabras que conozco, poco más puedo dar o puedo hacer. Si busco el lirismo de los objetos me quedo a medias con el de las malditas palabras. Tú te expresas bien, me dicen luego. ¡Anda ya, es que me prefieres muerto! Es una militancia de partido que no engaña ni traiciona. Es mi ir tirando, mi ir llegando.

En esta casa, demasiado tiempo dentro con una piel ya memorable pero convicta y una mirada limpia. Y esta tarde, concretamente esta tarde, me ha dado por escribir como si fuera una especie de memoria, pero con miedo porque se pasa de vivo a muerto y vuelta a este rumor suave que tengo dentro con cariz de amuleto.





miércoles, 18 de marzo de 2009

Como si no costara tanto morirse

Parece estar todo así organizado algunas veces, muchas más de las que pensamos. Y nos cuesta rechazar la duda que uno ha hecho lo correcto hasta que llegara a su destino, que no sólo era el suyo porque manteníamos una vida juntos –lo más importante que hice-. Ella ya tenía un nivel poco común: una licenciatura y hasta a veces con la gente, una alegría por la vida.

En el recuerdo su imagen vuelve a estar en mi retina, hay un pulso incesante junto a una puerta donde tuvo su dominio: la facultad de cerrarla, era una forma exigente de silencio; medio abierta, la anulaba, eso, a medias y cuando parecía que no existía puerta, hasta la veías con el último vestido –cambiado dos o tres veces en la tienda- y el largo pasillo de la casa notaba con seguridad el sonido de los tacones que llevaba.

Callo cada año, intencionadamente, en mi interior y mi vida compartida, lo callamos todos, pero siempre hubo en la hoja de papel en blanco mía, su recuerdo, su manera de no poder decirnos ahora vuelvo, la grieta de quedarse esperándonos. Eso tiene cuando duelen los recuerdos, por eso mi empeño de dejar los propios como a medias (no se entienden del todo) sin importancia ajena, porque mi empeño es escaso y mi trayectoria no tiene más triunfos que la cercanía que tuvieron los ajenos.

Afirmo rotundamente que todas las desgracias llegan a traición, nunca cuando las esperas, como de madrugada o en los momentos en que uno se encuentra más indefenso, menos preparado para hacerles frente o hasta lejos de la realidad que se ha quedado atrás, mil ochocientos kilómetros más lejos. Pero tuve fuerzas, no sé de dónde, para, cuando nadie lo esperaba, mirar a unos ojos de mujer fijamente y decir, ya no está, ya no la tenemos.

No me iba a mí poder decir de nuevo que lo estaba leyendo casi todo, ni sentir muy cerca esa puerta que era sólo de ella al ver si estaba o no abierta, ni tenía que preguntarme por ese mundo suyo, ajeno para saber cómo estaba cada vez.

Pido perdón, pero exactamente cada año estas letras son suyas, son para ella. Exactamente cada año ni he cruzada palabra con nadie, sé que debo evitarlo con quién más debiera de hacerlo y lo evito. Quizá un roce especial en las manos o en los labios al empezar la mañana, sin darle demasiada importancia, pero lo suficientemente expresivo como si hubiéramos cruzado las típicas palabras.

Hoy debo haber escrito tan complicado que pocos me habrán entendido. Me da lo mismo, lo que sí que puedo decir es que he escrito lo que quise decir. Es curioso, con esta manía mía de mezclar siempre los libros, terminaba de leer esta mañana “Los últimos días de Michi Panero” de Miguel Barrero. Quizá –como se dice- que Jaime Chavarri no sabía mientras rodaba “El desencanto”, que era cierto eso: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; cada familia desdichada lo es a su manera”. Por eso el libro y el personaje narrador de Ricardo Estrada es una especie de exposición a corazón abierto.

Así otra vez, como todos los años, escribo más bien a tumba abierta, no lo puedo evitar, repetir esa idea que el pasado mata, ahoga, aísla, ciega. Es como un poema decadente y poderoso, pero cada año termino con la misma insistencia: a lo mejor hiciste bien en irte, tienes una tranquilidad concreta. La mía está más lejos, la arreglo de momento con olor a libros, a humo viejo, al día que he dejado.


domingo, 15 de marzo de 2009

Ahora no es el momento, es arriesgado

Ni quizá lo sea nunca porque la verdad esté en lo que dice Fitzerad que “toda vida es una especie de derrumbe” y se me dispara sin querer –lo digo claramente- la copia de respaldo que tiene el mecanismo humano, porque fiel al verso de Lorca, de “Poeta en Nueva York” …”he visto que las cosas cuando buscan su pulso encuentran su vacío.” Si hace días contaba el deber del deseo como un legítimo derecho en aquel embarcadero, persistiendo, empeñados cada vez que siempre fuera verano; si era ayer más o menos cuando reclamaba la reticencia de la pregunta ¿cómo estás? –olvidándome yo mismo cómo estaba- quizá ahora, para que sea mejor, hace falta tanta persistencia, tanto empeño, por cada parte, hasta el hilo opuesto, como si llevara grabado un eterno tatuaje en cualquier parte del cuerpo que dijera esta vez: guárdame, que yo te tendré para siempre.

Todo esto no son más que retazos del silogismo permanente del sentimiento. Me viene reiteradamente al pensamiento que siento en la noche –negra como tiene que ser, de ahí mi rechazo-. Luego viene esta verbalización de la vida propia, cuando debiéramos dejarla quieta en las propias venas, sino está dentro y también la sacamos fuera, cualquier momento puede ser pues arriesgado, pero me tienta siempre ese riesgo, forma parte de mí, son mis pausas luego del libro abierto, del respeto que siempre recibo y tengo de esa soledad que sólo te da para las palabras, no más de sí, el colmo del sentido intimista de la vida. Queda dentro mejor pero sale fuera junto a la rabia de cómo hicimos ciertas cosas y contarlas luego, de enfermedades incurables que no sabe ni el cuerpo, viene así enseguida –aunque sea sólo por un momento- una especie de vuelta a una edad corta y amable.

Y dentro de ese peligroso recuerdo, lo dejo salir fuera todo, alimento con un DVD nuevo la copia permanente, porque siempre la memoria, registrando en ella, tiene cosas hermosas que o no sabemos explicar o no queremos hacerlo por ser demasiado propias en una especie de perverso temor al contagio. Pero existe, hay en cada ser humano, rasgos muy hermosos que existen en la memoria si los sabemos recordar.

No me desdigo, no es el momento, porque ya lo veis que me apoyo enseguida pues tengo una erosión fácil. En esas circunstancias si fuera mujer parecería con el rímel corrido y vestidos demasiados largos. Tengo que vencer, pues, cuando me llega ese declive: me pasa por la calle, de ahí que acuda tan frecuentemente a inventarme una caricia con el olor del libro recién comprado, ya os lo dije una vez, es lo más parecido; me ocurre para con quién me pide sea capaz de buscar hasta debajo de la ropa el olor más indecente de mi piel, cuando llego a pensar que sí que es el momento, porque todos comenzamos así y queremos que empiecen de esa manera buscando lo mejor de la persona que tenemos delante y nos dejemos de momentos.

Hace días pedía que me preguntaran ¿cómo estás? No sé si estoy en condiciones de pedir mucho más, pero voy a intentar hacerlo. Si me lo piden dejaré mi piel, mi empeño de comprador de caricias sin precio luego, mi deseo de ser más joven de lo que soy porque eso se nota en la forma de pedir las cosas y qué cosas; las pediré más lánguidamente como derramando en la petición mi cuerpo, mis huesos, mi vientre cedido libremente a las ganas de estar y que me tengan. Dejaré totalmente al aire mi piel, tenaz y marchitada pero insistente. Da lo mismo que no sea ahora el momento, como si fuera un niño, rozando el pubis sin querer.

Como he dicho otras veces para saber lo que es el hombre y la mujer hay que olerle el vientre y luego me hace falta sentir aunque sea un beso torpe y tímido –a pesar de no ser el momento-. Me quedaré con Barrero con “Los últimos días de Michi Panero”, desdichado a su manera, inoportuno e insistente. Él levanta un ídolo improbable en perpetuo proceso de demolición porque no es el momento.

Quizá, para mí, lo era entonces –ya vendré a contároslo luego- desde aquel mirador de la vieja Plaza de América donde los cimientos enteros del edificio eran propios. A la vista el puente que me llevaba a la mar, antes el rio, que un día lo vi desbordarse bajo. Allí, yo empecé a hacerme más Romero, ya con un brillo tenue y antiguo porque “no se está, se está luego/he ahí la gloria”. (Carlos Marzal)
Ya me explicas cómo, poeta, ya me lo explicas.

viernes, 13 de marzo de 2009

Tengo cien años menos

De los que en realidad ya tengo porque vengo acumulando demasiadas preguntas para ver si les pierdo a las respuestas definitivamente el miedo, como si uno fuera derramando la lujuria de la existencia, aunque para eso siempre hay medios de mantenerla viva. Cien años menos, y por toda aquella fuerza que me ha restado la vida, necesito que todos sepan (cada quien que me mira los ojos, que se mezcla con mi lenguaje de siempre) saber simplemente cómo estoy, cómo me siento. Como con un constipado estúpido, prolongado, tengo derecho con sobrada jurisprudencia, porque di mi afecto, mi testimonio, una especie de conjuro que lo llevo colgado de los ojos. Si alguien pregunta, quiere saberlo, al explicárselo, me quita cien años menos. Es un signo fácil poder comprobarlo: amor eterno, algo parecido a Bach, ciego; a Beethoven, sordo; o muengo como Van Gogh. Lo llevaban todo dentro. Yo quiero tenerlo igual.

Las palabras son mis utensilios, se nota mi fragilidad y al mismo tiempo mi deseo, luego pido la misma moneda a cambio, ¿Cómo estás? Y yo lo explico. Se me va ya haciendo curva en el pasado y busco en este sentido de la interrogación el mejor sentido que le puedo ya dar a un cuerpo tan imperfecto. Quiero solo eso, tener cien años menos, convencerme que estar casi del todo bien es como llevar una prenda deliciosa que deja ver una madurez hermosa y fatigada, pero trasparante muy dispuesta sin embargo para quién sepa preguntármelo; sentirme entonces muy propicio al largo beso, a la complicación de las bocas que pudiera volver a tener, siendo más joven.
Normalmente no me quejo de nada, no me duele nada porque el dolor es un misterio, una nadería, una forma de ocuparte cuando no tienes quién te pregunte, sino por el dolor –que merece un protocolo aparte- sencillamente por cómo te sientes, cómo vas llevando tu biografía. Nunca quise que nadie se sintiese responsable de nada de lo que hice en esta vida, sólo tiene un causante, un cansancio cansado y elegante, no sé, cualquier cosa, parecida simplemente a una mala tarde.

Pero insisto quiero tener mucho menos de cien años menos, conversar con alguien que se ocupe de mis centímetros favoritos, los tengo bien situados y medidos, persisten, se mantienen mejor que una sonrisa, más tiempo que una erección. Yo mismo tengo una religión para mirarme, calculo la respuesta de la carne, su claridad y su validez; me voy quedando tranquilo todas las veces, pero esa tranquilidad yo sé que proviene de un pasado difícil.

Necesito que sepan de mí como un post permanente que respondo a veces hasta cuando el servidor de correo transmite que ha tenido un fallo, que no ha podido mandar el mensaje, y yo insisto, lo mando por las otras direcciones. Contesto nada menos cómo se siente mi piel, cómo mis gritos, el color de mis fístulas con el TAC incluido.

No tengo otra manera para decirlo: hasta cuando me marcho fuera no llevo maletas, sólo una bolsa con trocitos de vidas anteriores y quince arrugas nuevas en los ojos. Pero soy capaz de apartar de la vida lo que no me conviene y si me dicen ¿cómo estás? imaginar que contesto a la pregunta mirando obscenamente al menos dos minutos y medio, más o menos, lo que dure la pregunta.

sábado, 7 de marzo de 2009

Mi vida está en la suela de mis zapatos

Cómo los estuve desgastando en exceso y cómo ahora, al igual que un capital escaso que me queda, tengo que administrármelo. Alguien, tan cerca de mí, que notaba hasta su boca –y eso que el chat boca a boca no me gusta, pero ahora quizá ya lo busco sin querer en el rincón del monitor -me preguntaba ¿pero puedes andar? con un descaro admirable que solo lo tienen las personas tan importantes que sus preguntas, su curiosidad, es la manera más admirable de saber la verdad.

Sí, sí que puedo andar le contesté, y caminar que es mucho más rico que andar, y disimular si no lo haces muy bien, pero da lo mismo, se han fijado entonces en mis ojos porque tengo la mirada persistente, desde la vida de la suela de mis zapatos hasta mis ojos imposibles de tristeza porque se empeñaron en hacerme viejo antes de tiempo. Y puedo viajar (–le copiaré a Lila la forma de subrayar- podré caminar dos horas con un desconocido enseñándome la bella ciudad de Gantes, mientras no vale la pena estar en la mansión lujosa de Bruselas de una hija casi presidenta entre las presidenciales porque está con “su” Presidente, hablándole en algún idioma que tengo que preguntarle cómo es. Te vas mañana, dices, a Chipre y ¿qué hablan allí con lo lejos que está?).

Puedo andar ya lo veis, pude tirar antes por la ventana de mi segundo hogar una silla de ruedas primero; luego dos muletas con el lujo de Ortoprono –con las que fui a venderle una novela a Borrás en Lengua de Trapo-; un bastón con empuñadura de plata, de esos que sólo llevan los viejos ricos, pero se confundieron porque ni soy viejo, ni soy rico; más tarde hasta el apoyo de cogerse del brazo cuando ya no te tira demasiado cogerte del brazo (los signos exteriores de cariño suelen usarse cuando ya no queda cariño). Para así al final, no sólo puedo andar yo solo, sino ni hacerlo “de milagro”, eso que dicen los traumatólogos con vocación de carpinteros, que me mandan a rezar cuando me salen las fístulas que yo lo he mirado en el google y es signo de deseo. Ya lo entiendo, ya lo voy entendiendo…

Mi vida está en la suela de los zapatos, los “New Balance” que tengo todavía de los maratones que corría y estos de ahora, que tampoco están mal porque me dejan ir a cualquier sitio “de milagro”, pero voy hecho un pincel, con la ropa más cara que encuentro, pico de oro en cuanto abro la boca y el deseo manifestado muchos años de ayudar a la gente, de querer a la gente, de esperar todo de la gente, para eso he desgastado tanto los zapatos; para eso tengo todavía veinte años, los veinte años de la Universidad –procurando entrar poco en clase-; se me nota en los ojos, en la manera de poner las manos, de inventarme con alguien la cultura cuando le hace falta, de levantarme cuando aún no ha empezado la mañana y hacer que ni un solo minuto de mi ocio no sea riqueza para mí o para alguien que tenga el atrevimiento de preguntarme cómo es eso de los placeres del lenguaje compartido –que no lo sabe casi nadie- pero que siempre fui capaz de hacérselo entender a las mujeres, proféticas, donde en sus caderas jamás se pone el sol si está junto a ellas un hombre cerca, con esa pose de espera memorable que tienen cuando puedes darles lo que quieren, el único éxito verdadero que puede tener un hombre.

Mi vida está en la suela de los zapatos porque puedo andar, nada menos, porque he contado bien los dedos al preguntarme cuántos había al salir de los quirófanos, esos sitios fríos y luminosos como un témpano donde debieran prohibirle que entrara nadie si no es para devolverle la vida que está perdiendo fuera. He salido casi a pie de esos malditos sitios, en plena juventud, con diez horas de trabajo en las espaldas la víspera, una gente admirable que años después, cuando ya no quedaba casi nadie, aún sabían mi nombre en una multinacional de 5000 empleados, donde elegía a las mujeres -estonces no había ni cuotas ni leches- que valían más que los hombres.

Sin el casi, a pie, dio luego lo mismo que al día siguiente por el pasillo, ¡crac, ya se ha roto el fémur! Se vuelve a entrar en el sitio frío al día siguiente y eso sí, se lo adviertes, que en el lugar de la pierna izquierda sólo te queda esa pierna izquierda. Y la derecha ya lleva demasiados recambios o acetábulos que se ve muy bien lo que es, cuando mi amigo Ricardo me deja sacarme copias de su ordenador hasta en papel corriente mientras hacen cola los demás pacientes. ¡Perdón, les digo al salir pero es que este es mi segundo hogar desde hace veinte años!

En las suelas de mis zapatos tengo un mundo detrás –os lo puedo jurar- de antes y de ahora. De: “ser en la vida romero/sólo romero/que camina siempre por caminos nuevos” o del mismo Benedetti en “Hagamos un trato”:

“Si alguna vez adviertes que te miro
a los ojos y una veta de amor
reconoces en los míos, no pienses
que deliro, piensa simplemente
que puedes contar conmigo.”

Todo eso se debe a la vida que hay en la suela de mis zapatos y a lo bien que sé andar con ellos, “de milagro”. Pero luego hay que atreverse a contestarle al “carpintero” mejor que usted, bien mirado, mucho mejor que usted.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Los besos educan, no caducan


Los besos que proporcionan, que aportan, la armonía que le falta a nuestro cuerpo y nuestra mente a veces, los besos de un amplio amor como un buda ilustrado, tienen, eso sí, una exigencia: su permanencia, su olvido casi escondido del tiempo. Entre medio de ellos nunca cabe el reproche, el despegue de dos labios que estuvieron juntos, tienen la longevidad de un poema que no terminó de escribir el poeta. Son besos en los que nunca existe el tedio –la única forma de no haber vivido- son cultura, en las puertas del aula a la que hay que entrar cada mañana.
Para aprender, para educarse, como vino de una profunda sabiduría.

Que no me caduquen nunca esos besos que di, ni los que me dieron, nada lo entorpece, ni el error de una letra, ni una angustia escondida, si los diste, los escribiste, los acompañaste, déjalos donde estuvieron, jamás los quites porque ellos forman la posibilidad del más hermoso recuerdo.
A veces he besado llorando, para apagar el llanto, o escuchando el llanto ajeno. O he buscado siempre adrede el beso literario. Menéndez Salmón dice que “la literatura por definición es la fraternidad del detalle”. Por eso tantas veces, besé letra a letra, por eso la literatura que sabía la aplicaba en el reinado del detalle con la pasión que mejor supe poner. He escrito y he educado con besos para ver si entre palabras escondidas se hacían milenarios.

Puse junto a esos besos la devoción y el cariño siempre, a todas horas, a manos llenas, no puedo vivir como en estaciones de espera para ver cuándo y cómo me llegan con la calma del lenguaje. He pasado demasiados días en que aparte del dolor físico, he tenido la inquietud por compañera y para amortiguar esas caídas te valen los amigos, la calma de esos besos lleguen como te lleguen, por eso he prolongado los silencios, y cuando he llegado a mis propias palabras quizá han sido desaforadas porque me faltaba la quietud del rigor que tengo en otros momentos.

No regalo mi verbo de “lencería fina” –no es mío el adjetivo-, lo suelo enhebrar en el destino que puede hacer a alguien dichoso. Por eso me quedo siempre esperando la respuesta constante y multiplicada. Es sencillo, yo doy lo mejor y no me puedo quedar pendiente de las contabilidades de espera. Que le voy a hacer: tengo manos abiertas para dar con sobrado cumplimiento.

Como una propiedad de mi código genético es esperar de los demás, rehén de una felicidad que necesito siempre. Ya lo dije hablando del deseo. Me era precisa una tranquilidad y una apoyatura, en adsl quizá, por cable en horarios de madrugada para apaciguar los insomnios. Como si a pesar de llevar un diagrama, me apuraba la vida en la búsqueda de un prurito salvífico para arreglar esta extraña metáfora de la existencia.
Lo dije, lo sabían, un venero de dolor, un yacimiento, una abundancia. Según María Moliner –por qué no- la “raya o línea de las que marcan las horas en los viajes del sol”, o una diarrea mal contenida.

Hasta en esos malos días acaba escribiéndote una amiga verdadera, preguntándote por dónde anda desorientada tu verborrea; o esa psicóloga lista que tenemos todas las familias, pero que en la mía es tierna, verdadera, porque se entera de la psique sin preguntar apenas nada.

Le tengo cada vez más miedo a la última parte del día por principio, lo mismo que decaigan los besos del cariño, esos que no debieran caducar jamás. Quisiera quizá terminar con un puñado de versos inspirados pero o no caben en la hoja o no supe escribirlos nunca. Pero sé sentir –y en palabra de Carlos Marzal- “no es sentirse, es más al centro”, desde donde yo escribo siempre para hacer más venerables a quienes quiero.

A algún post ajeno contesté con palabras de Menéndez Salmón sobre el dolor, que nada nos hace tan sabios y que en el sufrimiento están nuestras mejores conquistas pero “por desgracia la sabiduría del dolor se olvida, y de nuevo recaemos en nuestras viejas costumbres imperfectas."

Y para no soltar el libro a que me refiero con verdadero cariño tendré de nuevo que aferrarme a sus palabras: "Salvo el amor, cualquier negocio de este mundo puede ser aplazado para mañana."
Por eso no entiendo la espera ni el aplazamiento.