lunes, 22 de septiembre de 2008

Escuchar cinco veces el cuerpo de la amada

He podido saber hace unos días cómo es el amor según La Ley de Jamsa. La ha explicado muy bien Ruy Sánchez, cómo escuchar cinco veces el cuerpo de la amada, ese cinco de los manuales árabes, “cinco caricias prolongadas, todo cinco veces, hasta cinco círculos concéntricos alrededor de cinco besos púbicos. Todo cinco veces repetido antes de pensar siquiera en entrar en ella.” Luego ya viene la aventura, la reclamación necesaria de la mujer invocada por las puertas secretas del sexo.

Me viene a cuento esta legislación árabe del amor para pensar en cómo debe uno sentirse, saber acercarse y sobre todo mantenerse. Para ello me considero capaz de inventarme una mujer y sé hacerlo a partir de sus vocales, de lo sobrada que ande de ellas, por cómo se mueve, cómo te llama, por cual es su tendencia, hasta como diría la fantasía del casi poeta, “su pubis a partir de sus silencios” para amarse luego y hacer un poema con los cuerpos que son quienes tienen la autoridad y el prestigio.

Mi deseo ha sido siempre hacer cálidos los textos, los estampo así porque he leído no la forma para hacerlo ya que jamás hubo manual de instrucciones, sino porque he leído directamente cientos de veces de quienes así los hicieron. Insistentemente salen del arbusto frondoso de los sentimientos. De eso anduve sobrado, pero habrá que añadirle la cultura que aporta la cultura, así de repetitivo e insistente. Por eso hallo una mujer en las vocales, es su manera de oler perfume sin estar ella perfumada. Contarlo me permite una dicha inmediata para huir de lo más común entre la gente: que el cerebro se detenga en la desdicha, sin vocales, sin mujer, ni perfume que valga.

Junto con ese lenguaje, depurado sin querer que lo sea, nunca estuve lejos al ponerme a escribir cuatro caracteres de saber que es posible pensar con el sexo y que eso, siempre, siempre, es un privilegio, jamás una osadía, ni una palabra más subida. Al escribirlas tienen todas el mismo tamaño: la intención de quién escribe, la sanidad de su instinto. Es en suma, la sensualidad más verdadera, la que se parece al pubis en silencio, son simplemente eyaculaciones del temperamento. A veces basta para cultivar ese lenguaje, sin más, el pecho breve como la fruta más sencilla, sin indagaciones, pero su brillantez y su misterio hay que contarlo como cualquier caricia lenta en la palma de la mano.

Y ese lenguaje me lo facilita muchas veces, casi todas las veces, saber de una mujer dónde empieza su piel y qué forma tiene. Porque las palabras son color de piel. No solemos verla suficientemente los hombres cuando nos llega el deseo, y en la piel siempre hay como un aviso, una forma de ponerse, un intento de callarse, la verdad en suma de ese deseo. No saber reconocer la piel es muchas veces un reto insalvable para la mayoría de los hombres.

Reconocida la piel, no habrá mejor búsqueda en ese periodo de conocimiento entre las pausas para escuchar cinco veces el cuerpo de la amada que indagar donde llega con su gesto y su sonrisa ayurvédica. En este caso son los indios quienes buscan el equilibrio de los cinco elementos del cuerpo: el aire, el fuego, la tierra, el agua y el éter. Permitirme la precisión de María Moliner al definirla, nunca me basta una sonrisa cualquiera. Notar al menos el aire, el fuego y la tierra se me hace indispensable para esa múltiple escucha que estoy contando.

Concretaré más todavía: donde más grave se escucha el corazón es en la caja de resonancias de una vagina, ya no hacen falta caricias prolongadas ni besos púbicos. Ahí está la intensidad del instante que acaba siendo lo único que vale. Parece que lo que sentimos no lo hemos sentido nunca, ni atrevimiento ni osadía, es cercanía.

Y hasta todo se parece a ese libro erótico de siempre que tengo, que es la vida, la de mi cuerpo que sólo se lee tocándolo, quizá lo mismo que todos. Cinco llamadas, como la Ley de Jamsa y cada vez que escribo es una forma de desnudarme aunque sepa esconderme luego en unas cuantas amigas que siempre son para mí las palabras. Porque mis escritura es como un intento de tacto, una explicación de mi paso por la vida.

Ya que Ruy Sánchez hizo que me aprendiera ese proverbio árabe, tendré que terminar con él como si tuviera a una mujer delante y guiado de nuevo por el deje más antiguo que tengo, por mi acento indudable: “Escribo sabiendo que hacerlo es una metáfora de amarte.”

He de hacer los deberes de buscarle no sólo intento y confesión, sino destino, a todos mis escritos.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

El silencio de intimidad adulta


Hay una manera de convivencia, difícil pero hermosa, un camino de tiempo donde dos seres guardan su silencio, ése que han aprendido al hacerse adultos. Casi es una muestra de asombro para los demás pero no hay revolución más profunda que las cosas cotidianas, que los gestos que a veces tienen más valor que cuarenta segundos de un abrazo.

Lo practico cada día, la convivencia callada, cómoda. Puedo estar al lado de una mujer y tener sólo olfato para ella, ya inventadas las palabras que le dije muchas veces. Me las oiría de nuevo con agrado, pero me callo, le regalo el silencio, ni tan siquiera lo cotidiano que he escrito, le busco la mano para nada especial, quizá igual que en estas líneas como una metáfora insolente.

Tengo muchos motivos de conversación: contarle cómo fue y cómo es mi talento para el dolor; casi como una conversación practicar el ruido de los besos y la risa luego; darnos cuenta de la constancia que tenemos viniendo un día luego de otro. Y nosotros contándonoslos algún rato, pero otros muchos callándolos. En suma nos comprendemos y la comprensión no exige respuesta, ahí está si la tienes y la tiene el otro.

Haría lo mismo con la mujer de paso. Yo aporto siempre mi literatura, no ésa que sólo sirve como literatura, sino la del “vicio impune” según Larbaud. Los libros que leo me dan una calma de biblioteca pública. Tengo un toque personal de acercamiento, pero luego viene el entendimiento y el silencio. Hasta en los momentos en que el erotismo es un sueño como una cremallera en la espalda tan fácil de bajar, con soñar que me sueña y la sueño.

Todo esto con las justas palabras ni de más ni de menos, es difícil y hermoso, deja huella, te sientes cómodo, no hay cosas que no debiste mencionar, fueron las necesarias porque así practicas la intimidad adulta, y dentro del silencio y de esa convivencia, después vengo aquí y lo cuento con la insolencia de sentirme poeta.
Junto a una mujer a la luz, con el foco de ese silencio se le ilumina el escote y el pasado. Pero ambos hemos decidido hace tiempo con un pacto sagrado ignorar ya el pasado porque tenemos hoy y futuro hasta donde llegue, porque hay seres nuevos, anécdotas tan recientes que casi no tienen calendario y entre quienes los hemos creado con el hoy se distinguen limpiamente los adverbios del olvido.

Del pasado me olvido, pues, adrede, y el hoy que me fabrico tiene una belleza que muchas veces al haberlo creado ni hay que contarlo, más bien tenerlo en silencio. Con ese silencio se aguantan muchas veces las grandes y difíciles respuestas porque el silencio es lo que se siente cuando aún no te has atrevido con las palabras. Me quiero, pues hacer más adulto, sabiendo guardar esas pausas como un tempo de minueto lento, una manera. Hay que callar porque en el silencio tuvimos el origen, el lugar del que procedemos, la salida de dentro de una mujer y luego viene lo que hacemos, cómo somos, lo que no debimos decir.

Hay un verbo silencioso y quieto, áspero, en las despedidas, pero otro muy hermoso en la permanencia prolongada, entendida y quieta. Sobre todo, adulta sin hacerse vieja, una especie de vacilación antes de hablar que muchas veces nos hace callar hermosamente.

NIÑOS HASTA 18 AÑOS MEDIO BILLETE

Por "perrero de las iglesias"

He sido siempre muy infantil, fuerza es reconocer que, en cualquier etapa de mi vida, anduve con retraso, hasta los 40 niños grandes. Por eso no me extrañó en lo más mínimo leer el cartel de los “niños de 18 años” en la estación de autobuses de Tánger. Lo encontré normal. Porque a los 18 años en la estación de autobuses de Tánger.

No creo haber llegado a la pubertad antes de los 13; y los sábanas húmedas se alargaron más de lo corriente. Aún me veo en el cuarto de baño escudriñando en mi cuerpo los arcanos de la biología; y al ceñir espada igual, preguntando con uniforme militar en el puerto de Algeciras si era chicle los paquetitos que vendían -en vez de preservativos, si las mesuras de polvo blanco que arrojaba el cocinero en las perolas del cuartel eran sal, en vez de “bromuro, idiota para que no os folléis unos a otros”.


Así que aquel Otoño, no habría cumplido aún los 13 que, una noche, la abuela, acabado que hubo de cenar y sentada en su mecedor de siempre de espaldas a la televisión, me colocó de pie entre sus piernas, me miró a los ojos y cogiéndome las manos, me dijo:
-como regalo de cumpleaños, este año la abuela te llevará a la otra orilla.
-¿A la otra orilla?
-Si; para que veas lo que hay detrás de la muerte.
Yo cumplía años al comienzo del invierno.


Pero la promesa no llegó a ramos de bendecir. Porque el 14 de diciembre, el día en que yo nací, 13 años antes, la abuela ya estaba muerta. La Naturaleza va por libre y se renueva a sí misma sin pedirnos parecer.


Fantasioso como era no me había disgustado en lo más mínimo la idea del regalito. De tiempo atrás y siendo todavía un niño, que me había planteado la pregunta, replanteada al morir el abuelo. Yo albergaba mis propias sospechas, claro está que muy lejos de coincidir con las tonterías de los frailes blancos, se la había formulado a mi amigo del alma:
-¿Tú qué crees que viene después de la muerte?
-Pues nada, que vuelves a nacer
-Lo mismo que yo


Pero distaba mucho aquello del acomodo y sosiego que conlleva la certeza. Y la abuela, a quién tuve siempre por medio bruja, podía haber aportado claridad. Por medio bruja, sí, con poderes extraños, exacerbada que llevaba siempre:
-No os peinéis antes de acostaros, hijas mías -les decía a mis hermanas, que desorienta a los navegantes, se lo leí a Gabo
Y al anochecer, cuando salían los animes del aljibe -esas minúsculas arañitas que viven en el agua estancada y nadan como si fueran ranas:
-Ya van a hacer de las suyas: a oxidar las cerraduras, cambiar el color de los ojos de los niños y hacer que tengas sueños enrevesados. Lo dice Gabo.
Cuando a mi madre se le caía algo al suelo y decía “parece que estén vivas”, invariablemente contestaba:
-Es que lo están


Para ella, lo que fuera que fuese que existiese albergaba un nivel de conciencia. Todo cuanto nos rodea es frágil y dura poco. ¿Por qué, pues, ser crueles?
Sí; mi abuela era medio bruja y me pregunto ahora cual será la diferencia con ser bruja entera. Así que cuando murió, me quedaba sin saber a ciencia cierta lo que te pasa cuando cierras los ojos para siempre.


Durante muchos años alimenté la esperanza de que se me apareciera en sueños, dejaba sobre la mesilla de noche un ramito de espliego -que vinculaba yo a su memoria. O incluso despierto, ¿por qué no?, cuando volvía del colegio, anochecido ya, al rancio caserón de la Plaza de América y, si no había nadie en casa y sin encender la luz, levantaba de inmediato la vista a donde muere la escalera -que era donde a ella le gustaba demorarse. Pero no vi nunca nada que no fueran los aspavientos de mi imaginación. Había que rendirse a la evidencia: mi abuela se había ido para siempre sin decir adiós ni al diablo.


Y así se me ha venido escurriendo la vida entre los dedos. Y sigo dando palos de ciego sin saber nada a carta cabal.


La otra noche, sentado en mi sillón de siempre de espaldas a la televisión y una vez acabada la cena, me cogí a mi nieto -que tiene 9, pero es púber, me lo puse de pie entre las piernas y agarrándole las manos, le miré a los ojos y le dije:
-Este año, el abuelo, como regalo de cumpleaños, te llevará a la otra orilla
-¿A qué otra orilla?
-A donde se ve lo que hay detrás de la muerte.


Pero queda mucho trecho aún hasta el 14 de junio en qué, a las puertas del verano, nació mi nieto, va a hacer ahora 10 años. Y me angustia la sospecha de que se cumpla el destino fatal y desparezca antes de que llegue el día -como le ocurrió a mi abuela.


Y me va venciendo el mismo adormecimiento de los gusanos de seda en tiempo de niebla, que es como morirse un poco para ir haciendo boca. Al fin y al cabo ya se verá cuando llegue el momento de partirse en dos y que miles de oropéndolas silvestres alcen el vuelo desde tu interior. Que los hay tentados de saber lo oculto de nuestros pechos y hasta lo que Dios guarda en el suyo. En esto creo y espero, ni del todo en calma, ni tampoco atosigado.


viernes, 12 de septiembre de 2008

Necesito un clásico de mujer

Que tan sólo sepa al acercarse a mí, los códigos de seducción, ni mi nombre, que del placer haya indagado lo mejor: el cansancio de después. En el antes yo pondré el pregón de mis palabras, luego nos iremos conociendo, olvidándonos más tarde para así poder volvernos a conocer con un tema bien escrito de pasiones. Más tarde, quizá hasta urgentemente, entre los dos habrá una segunda lectura, palabras más precisas, el lenguaje inolvidable de las manos que no mienten nunca, saben del tacto.

¿Y por qué me hace falta ese clasicismo? La entereza de mis sueños, se desmorona a veces, quedan restos de lo que fui capaz, pero voy a aumentarlos porque tengo un valioso don: mantengo las querencias intactas, si hicieron hueco, lo seguirán teniendo, siempre fui capaz de hacer sitio. Tengo la sociabilidad que da el intento reiterado del amor, clásico -como os decía- intacto cada vez que intento la magia de un escrito.

He venido esta tarde después de arruinar mi tarde ayer y tengo que recuperarla: ordenar mis cosas, tomar un té, leer en la cama; volver de nuevo a las tardes perezosas de media tarde con la novela de amor de nuevo entre las manos. No lo podréis entender pero quién vive bien la tarde encuentra una mujer distinta cada vez, el arte de las segundas oportunidades y la melancolía de saber aprovecharlas.

Mal camino emprendido. Yerro si pierdo el sentido del sentimiento que acabo de inventarme, si me tiembla casi todo a la vez, si callo ante la falta de respero ajeno. Necesito que este pequeño hueco tenga mi nombre sereno y bondadoso. Fran no responde, Fran se vuelve y busca eso el sabor que le produce lo que tantas veces he buscado y encontrado: el dominio enorme que me da el cariño. Que nadie abuse de él porque entonces, recojo los enseres y me vuelvo a la calle para encontrar enseguida la belleza clásica, cenicienta, acentuada y cansada, que tienen las mujeres maduras.

Pues ya que estaba en eso, allí me quedo como sentando a la belleza en mis rodillas para hablarle luego. No lo sabéis de lo que soy capaz de decirle a una mujer cuando la tengo inevitablemente más cerca. Procuro concentrar sensualidad y calidad, la poesía y la verdad de cada vida, me desgarro, me parto, soy el hombre más enamorado de la tierra y si me da por la metáfora, resulto intolerable.

A una mujer así, en ese sitio, le otorgo el clasicismo de lo clásico, gritos de desesperación para saber cómo son mis besos: son despacio, profundos; una mujer de esa manera piensa que no debe quedar más vida que la suya y la mía, arrojamos como un desperdicio hasta el tiempo porque así como estamos no hay nada parecido.

Tendré que preguntar pues quién quiere estar un rato así conmigo. Cada vez mi mayor atracción es mi propio sentido, compartido con una escucha tenue, con una compañía verdadera, con la enseñanza de un esfuerzo, un clasicismo bien aprendido.

sábado, 6 de septiembre de 2008

"La jodida costumbre de vivir"


En los cuentos de “La lámpara de Aladino”, Lucho Sepúlveda entre “botellas bien habladas” con sus amigos, nos la va explicando, como si me la fuera preguntando. Ya quisiera que no fuera un empeño, Lucho, que tuviera al fin tu ron y tu cazalla para “ordenar las pasiones”, que me fuera viniendo más despacio –entre cuento y cuento- algo que me la hiciera entender y me proporcionara gratuitamente la calma que ya no tengo. Tú lo explicas, que a partir de los cincuenta, dejamos en cuarentena los amores y “los amigos no mueren así no más; se nos mueren”.

A mí me pasa con los cincuenta ya cumplidos que quisiera saber cómo mudarme de piel, ni preguntar por los amigos, saber de una vez que el presente sólo tiene presente, ése que no sabemos vivir bien porque nos empastamos en los recuerdos o en el miedo al porvenir. Pero el presente tiene una segunda epifanía en la vejez. Ya dijeron los filósofos que el hombre es un ser de lejanías, hacemos proyectos desde el pasado o memoria de futuro. Tanto da, es lo mismo.

A mí lo que me pasa es que más que pesarme el tiempo, me pesa el sentimiento, mire por donde mire, y eso es por lo que sufrimos, por lo que caemos en la manía de lo mismo. Y me defiendo con los códigos de la seducción entre palabras, que hay quién los tiene y quién no. No me quedan como a Lucho en sus cuentos, botellas para bien hablarlas, quizá prefiera, como él dice, ese silencio que siempre tiene el vino, casi sin el vino.

Ya estamos en lo mismo: procurar quienes me leáis hacerlo más despacio y a ser posible sentiros alguien aludida. Necesito que las pocas palabras bien sencillas se vuelvan obscenas –la obscenidad es un detalle, una manera de estar cómodamente-. La desnudez debe ser un imprevisto, más que un intento; la caricia, quedarse un rato más hasta si hace falta mentir con ella; lo demás una disposición inaudita para el tacto, pedirle que no piense.

Pero del todo, del todo no es lo de siempre. Será cada vez lo que tenga y lo que me falte: ahora llevo varias noches sin dormir -sin la obligación de hacerlo pero con el nerviosismo de no poder hacerlo. Quiero poder volver a dormir como dormía de niño, libre, contento y sin pensar en el día siguiente, sin miedo, sin saber si lo hago de lado o boca abajo. Quiero otra vez el cansancio y la lujuria de la cama, sin respeto ni maneras.

Quiero escribir, ya que descaro no me falta, de lo que tengo más cerca: por qué mi hermano es más mi hermano ahora que lo ha sido jamás; por qué una mujer a mi lado sabe cualquier cosa cuando no puedo cerrar los ojos sin tener que preguntarlo; por qué la vida más propia, más exigente, puede ser una soledad con forma de estado de ánimo, urgente sin ser perfecta.

Y necesito sobre todo explicar más que el miedo a la muerte, el temor que se me acabe el tenerle miedo. Todo por “la jodida costumbre de vivir” que me ha contado Lucho Sepúlveda como hizo hace pocas noches en Asturias, “con sus amigos y amigas que le devolvieron la tierra bajo los pies”, y para que no me preocupara “quitándose los restos de tristeza con la manga”.

A mí aún me quedan, Lucho, a mí aún me quedan.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Llegar hasta la lujuria del suelo


No leo nunca los manuales de instrucciones y no sé qué hacer ahora. Me siento como embarazoso, a la búsqueda de instantes sueltos de felicidad, de esa que no se relata, según dicen algunos. Yo jamás supe contarla, mejor buscarla. Volver a escribir aquí, cada vez, cada sueño, me va resultando como en familia, ésa que hay que conocer por el camino, no basta que te la den, luego verás tú mismo cómo resulta. Sin ninguna indicación frente a cualquier mujer, descubierta, como pasa siempre que se mezcla la saliva de ambos, la de ella y la mía.

Precisiones ninguna, cobardías las que hagan falta porque hace mucho tiempo ya que vengo escondiendo las verdades en este rincón, propio y escrito para que lo lea casi nadie. En él seré lo cobarde que haga falta, pero lo rotundo, lo osado, no me contradigo. Quiero escribir como en estado de shok, ir buscando cada vez lo mejor a lo que puedo aspirar: el instante de un seno desnudo; el fastidio de no quitarse las ilusiones de encima;  el amor que te elimina la capacidad de hablar cuando ni siquiera puedes ni respirar; eludir la soledad en plena soledad para que pueda bastarme una felicidad unilateral.

Llevo arrastrando cobardemente –como un prodigioso personaje de novela mal leída, los excesos increíbles, la ropa arrancada, la súplica que tiene el placer, la saliva de los dos, el semen, los besos, casi todo, casi todo lo que quise tener y no tuve. Mi cobardía aquí va a consistir en amar demasiado, de cualquier manera para ver si luego en los momentos de calma, me entero de qué es eso de la calma.

Por lo tanto no habrá nada definitivo, no puede haberlo en un viejo que se empeña en decir que es viejo. Porque voy a darle la vuelta a todo. Empezaré –como me recomienda mi entrañable amigo “inalámbrico”,  poder llegar a cimas más altas, pero mi problema está en aspirar a tener tanto y no arreglarme con las cuatro cosas de siempre en el armario. Si lo tenía bien fácil: un libro siempre abierto, ese lápiz permanente para arrancarle los registros entre las páginas que tienen todos, todos los libros; su engranaje, la ternura que tengo al contarlos, cómo sé acariciarlos.

No me hacía falta nada más que ir leyéndolos, tener ese placer que cuesta, esa excitación lenta y segura de verlos amontonados. No necesitaba, no necesito más que convivir con las caricias y poder destinarlas luego. A mí me gusta el verbo, encontrar entonces quien ponga la boca amada; me urgen las miradas para ver a quién destinarlas, estrenar sus ganas de gozarlas para luego perturbarla. Perturbar a una mujer es mejor que seducirla, tiene una espera amplia, aplazar el placer hasta que ella quiera crea un amplio y heroico erotismo. Entonces, seguro, el placer ya no aumenta, aprieta, no cede, sirve la lujuria del suelo.

Y buscando más cosas cuando podía ser capaz sin manual de instrucciones de calcular el mundo, de saber dónde llegaba, de ignorar si se me terminaba me he dado cuenta que no hacía falta plan de ataque, bastaba mi lenguaje como un veneno para expulsar la tristeza. Quiero hacerlo para poder beber, morder, gozar, y hacer así que nada sea definitivo, tenga al menos la cobardía del intento.