miércoles, 27 de enero de 2010

Leo contigo

“Asocio el gusto y la dedicación de leer contigo”, me han dicho. Quien traía ya el hábito y la lectura aprendida desde casa, quien en cultura me saca varios cuerpos de ventaja. Pues bendigo y agradezco tu gusto porque es cierta la cita que acompañas que “el placer de leer es una herencia de la necesidad de decir". Leo por esa necesidad y me quedo corto y tímido muchas veces ya que nunca terminaré. Y por mucho que insista nunca leeré todo lo que quiera. Pero aún me queda tiempo y gente con quien compartir la dedicación de la lectura, esfuerzo, incertidumbres antes y después. Es mi memoria personal que construiré con los recuerdos o la imaginación ajena, como mejor me olvido de mí mismo y a la vez casi como más me entero; me voy comparando, como si mi empatía le sirviera a mi lectura.





Necesito la lectura, al mismo tiempo que la soledad, cuando leo no me hablo con nadie y atravieso mejor esos momentos en que de verdad tampoco me interesa nadie; subo y bajo despacio, me lo noto más, lo cuento mejor, hasta asusto un poco porque yo que siempre me defiendo con los estímulos de unos labios que pienso pueden ser a la vez suyos y propios; que busco cuando me quejo la ternura, y reclamo un abrazo y lo tengo; que amando no me hago nunca viejo, me da miedo no poder superar la cuesta abajo en momentos quizás en que estoy seguro y me digo, por ahí no, por ahí no, prefiero privarme de esas inquietudes que me sirven para la aproximación a la piel que me ofrecieron hasta lo más hondo posible.


Leer conmigo porque si soy incapaz de provocar esa necesidad es que no sirvo para ser indispensable, para encontrar explicaciones a lo que hice, para conservar una presencia y convertirla en esencia. Es que no voy a pasar los exámenes de la historia de la vida porque no me gusta mi historia y se me van terminando los hábitos de pertenencia.


No me quedan destinos, lo que fueron ilusiones no me atrevo a vivirlas de nuevo: las zonas concretas de un cuerpo donde a lo mejor no estuvo nadie. Yo iba por las axilas, me gustaba hasta imaginar el tacto del dorso de la mano en ese hueco mágico. O he cambiado también otro destino y donde era figura resplandeciente de palabra, enseñanza y vicio, ya es amistad repetida y frecuente donde desde luego se elimina el vicio.


Me queda, pues, eso: la soledad y la lectura, la más extraña forma del arrepentimiento sin remedio o la estoica de no arrepentirse como si uno tuviera la droga dura que te obliga y la necesitas, con la gramática del miedo, la sensación del vacío, la actitud de la derrota. Me queda la única manera de subsistencia: que alguien quiera leer conmigo.


Pero es poco, no es suficiente para quien lo quiso todo siempre: compartió amarguras y dificultades ajenas, paseó por la calle su rictus elegante como un donativo sin retorno, buscó la clase entre donde nunca debe haberla, porque eso suponía paradójicamente tener la  de cualquier viandante desesperado y vacilante.


Es poco, sobre todo por la tarde. Es poco hasta delante de un ordenador que lo hago viejo adrede para comprarme otro y enseguida ya lo tengo trabajado y visto demasiadas veces. Es poco para tenerme en pie y convivir con los demás, compañera y compañeros de lo más propio y no notarse en cambio solo, no notar el silencio cuando no quedan ruidos, que no me apriete la noche en la almohada de la debilidad de mis palabras, de las culturas que ya no son para mí casi nada, del ocio que forma mi crepúsculo cada tarde, derramado, fatal.


Es poco cuando he caminado por sitios donde no se podía pasar, cuando hace pocos meses dos manzanas de la calle 42, cruzando la sexta, en Nueva York, me parecían hasta poca cosa para mis cortos pasos. Es muy poco, eso ya lo tenía, en aquella raquítica mesa de noche del Hospital llena de libros, es poco porque hasta las enfermeras leían conmigo.


Yo te doy las gracias, tú que me lo dijiste hace pocos días porque me notaste decadencia, debilidad hasta en las palabras, me hablaste de que las recuperaciones son lentas hasta llegar de nuevo a la altura de un pico diferente.


Me curaré, me curaré de tanta cosa, de tanta noche, descansaré sin desesperarme, venceré la intolerable soledad de estar demasiadas veces solo como un desamor que no hubiera tenido amor, con la renovación diaria de las mañanas, leyendo.

martes, 19 de enero de 2010

Como un ámbito del pasado



Me gustaría volver a sentirme cómodo, como un novicio recién llegado al noviciado. Espectador en el ágora, sin ser juzgado, en esa plaza donde se reunían las asambleas públicas de las ciudades de la antigua Grecia. Esa ágora con acento ó sin él, un ahora del latín hac hora, desusado y traquilo. Y ahora tengo presente junto esa condición de volver a ser novicio, mi vida a los setenta que es como una calcomanía blanca de la nada porque dentro de poco nada valdrá la pena volver a contar ya. Me acuerdo de esa cultura religiosa que recibí ampliamente que decía que Dios estaba en todas partes, y no es verdad, decía Umbral, “ha estado más en unas partes que en otras.”



Ya ni me vale refugiarme a la fuerza en ese incómodo silencio de los acúfenos que no son un tintineo en los oídos, mucho peor, te viene del cerebro. Tampoco un pasado culto y rico, ni inventarme una voz obscena y nueva por aquello de recordar los más viejos manuales de seducción que se hayan escrito, porque está claro que lo que vale es ese arranque más que cualquier convicción. La seducción dura bien poco pero convencer menos.


Me convendrá incluso dejar de escribir muchas más veces, tendría que irme de este foro con vaselina y aceite viejo de máquinas para luego ver cómo todo va pasando. Ya escucho música en aquellos inolvidables discos de vinilo de 78 revoluciones con los que mi padre me obligó a aprenderme a Bach hasta el final, amparado en una antigüedad bien hecha. Y en la lectura me acabaré convirtiendo en lector de lance, de segunda mano como si así quisiera quedarme un poco al margen de la vida.


Canso hasta a quienes un día fui capaz de fabricarles asombros y admiraciones. A mí me cansa ya el cansancio, la soledad sin pretensiones, ni abandonos. Me salva apenas recomendar un libro que me ha devuelto media vida, cómo puedo hacerle mantener a alguien la capacidad de amar, que yo lo vea, que yo entienda su riqueza sin pretensiones ni abandonos.


Estoy muy necesitado de sentir el aplomo que tiene un caballo de gran alzada, sin dar la talla ni mucho menos, sino es contando la capacidad de entusiasmo que tengo a veces. Echo en falta volver a la escritura manuscrita como cuando intercambié con Antonio Buero Vallejo, con motivo de una tesina sobre su teatro que hizo mi mujer, decenas de cartas de su puño y letra con el valor incalculable que hoy tendría.


De puño y letra, con el lirismo que supone hacerlo, a destiempo con los tiempos que corren pero para escribir así hace falta tener como un cuaderno gris, igual que cuando se le escribe a una mujer memorable y distinta, convicta conmigo de esa paz del noviciado; como una especie de amuleto en este sitio donde escribo que tiene para mí la belleza que debe tener un rincón romano, todo menos prisa pero donde estos últimos días me acuerdo más de lo que debe ser la muerte: suprimirlo todo, hasta el temor a la muerte.

La muerte no es una sombra, ni un malhumor ni un miedo, ni el whisky que no tomo ni la soledad o la vejez o el frio del invierno. Debe ser otra cosa a que tu ritmo cardiaco sea diferente, a que estés unos días muy incómodo o como juzgado para siempre.


Voy camino como un novicio recién llegado al noviciado hacia espaciar las palabras y que venga el silencio; a sentirme dispuesto en ese elegido mutismo a seguir siendo tan escuchado y deseado, pese haber perdido la ocupación, el prestigio, casi el sitio.


A ser como un ámbito del pasado.

domingo, 10 de enero de 2010

Al mar o al precipicio



Vivimos en una sociedad, pero cada uno lejos de ella. Vivimos nuestra soledad porque así somos más propios o no lo podemos evitar incluso entre nuestros seres más queridos. Hay veces que necesitamos un cariño próximo al cual ni le pedimos identificación, tiene límites impensables hasta el punto que en nuestro cúmulo de ocasiones, sí que va a importarle que vayamos a parar al mar o al precipicio. A una mar tranquila y sosegada, hecha de comodidades de fabricación propia, siguiendo en ella cada día retomando nuestra historia, las sagradas costumbres de la costumbre, desordenando nuestras cosas, tomando nuestros cafés de subsistencia, leyendo sin parar, hasta en la cama, con el frio más que de la temperatura ambiente; o de un día mal resuelto, interesándonos por algo tan ajeno como nos trae la historia de un personaje de Charlotte Roche que estoy leyendo, apurando en su depurado íntimo, y produciéndose una fisura física. Una primera obra con veinticinco traducciones ya, que está en la lista de los más exquisitos best sellers mundiales.



Nos interesaría cualquier cosa que nos sirviera en determinados momentos para pensar que uno no se equivoca nunca y si lo ha hecho qué más da, las cosas ocurren porque sí, ajenas a cualquier culpa por extraña e incomunicada que sea. Quisiéramos el paraíso aquí en la tierra, que al menos alguien le importe si nos quedamos en el mar de la tranquilidad y el sosiego, del tacto amable, de contar las sílabas, de rozar los codos, o nos arrojamos al precipicio del que no nos preocupa la respuesta –ya nos la sabemos- sino nuestra propia manera de hacer la exposición, de explicar los motivos.


Hay demasiadas conductas además que al verlas tan ejemplares a nuestro alrededor, deben tener escondidos sus errores lo mismo que le negamos nosotros a la medicina la exposición completa de nuestras dolencias. Porque siguen siendo esos dolores antiguos y pertinaces, como la vida, siempre de moda, con una perfección a veces salvaje.


Pero más allá de las comparaciones, igual quisiéramos que no estuviera todo admitido con tal de no perjudicar el bienestar de los otros; que importáramos nosotros mismos, que no sintiéramos a veces un abandono que no sabemos si en el fondo es creación propia o que no hay más espejo donde mirarse. Sigo teniendo ese mismo espejo desgastado y viejo que me produce –eso sí- la necesaria rebeldía de tener el suficiente coraje de mirarme como soy, porque está claro que la vejez no es para los cobardes.


Me encasillo en lo de siempre, cuento varias veces lo mismo, no se me va la culpa cuando miro más adentro y me resulta pesada de quitar como una resaca mal llevada. Quisiera poder llegar a ser lo que debí ser: total; que alguien me lo dijera, con cuarenta u ochenta años, viejos al fin y al cabo para la mirada de cualquier joven, justificadamente joven. Necesito una belleza externa e interna, esa clase a la que se le perdona todo lo que venga después, lo que hizo uno antes.


Quiero escaparme un instante del tiempo como para empezar de nuevo, es la única felicidad en la que pienso, absoluta y desconocida, como con la boca entreabierta –yo no sé cuántas veces he puesto este símil- de una muchacha que está esperando un beso.


No sé cómo salir de esta porque lleva razón Andrew Sean Green: "el mundo no era para los mansos sino para los desesperados, los hambrientos, los apasionados. El resto apenas contábamos." Yo no sé lo que cuento, ni menos lo que contaré cuando sea voz plana, casi ajena, impensable como si yo también, igual que un personaje de novela, tuviera ya demasiadas fisuras por explicar.











lunes, 4 de enero de 2010

La ventaja de vivir aquí quieto, en mi cuarto



Dentro de una especie de soledad doméstica de la propia imagen de uno, los días se acomodan, no miras el calendarios, no hay festivos ni mucho menos laborables, ni estás dispuesto a cambiarle la cifra al año con tal que te deje la misma parte mejor de ti dentro de ti, que nada te altere tus propias señales en la forma de vivir ya que son de alguna manera marcas diarias en la piel, propios encajes.



Me lo cambiaron unos días, pero tampoco me ofrecieron –aunque llevaba ese título- festividades especiales; las caras a mi alrededor de fabricación propia, las notaba algo lejanas y de los necesarios apoyos propios, carecía de ellos: el cuero de una butaca, el humo de mi propio tabaco, mi frivolidad de estar aquí cerca donde escribo en que ni siquiera tengo menopausia a mi edad; el desorden de unos libros y la búsqueda del tiempo para leerlos.


Prefiero un desayuno solo a otro todavía menos tierno, distribuirme el tiempo para caminar menos -ya lo reclaman mis huesos de todas las partes-. Y hasta la belleza de una ciudad conocida muchas veces y quizá por eso nunca bien vista, tenía una fiesta en sus calles que no era mi fiesta; a comer fuera de casa no le he sacado suficiente partido tampoco, me ha faltado mi velocidad personal en los sitios, la comodidad de los camareros conocidos, es curioso tantos atractivos y costosos para que no sea lo suficiente por conocido.


Yo hubiera querido compartir más ternura, y hasta en el festivo momento del cambio de año sentir más cercanos dos cuerpos que de alguna manera me decía que eran cuerpos por mí, como salidos también de mí como hizo la mujer. Hubiera pagado las incomodidades de estar fuera de la casa propia, aunque sea en mansión lujosa, de no notar el viejo encaje de las viejas costumbres, hubiera terminado el tabaco para siempre, me habría levantado de aquella cama de la que me era casi imposible levantarme por su escasa altura y la humillante falta de fuerza de mis miembros, por dos o tres gestos de amor, de esos que son muy raros con gente de cuarenta y tantos años y que en cambio dos niñas empezando sus vidas los reparten a caudales, casi como cada suspiro.


Necesito ya hacer el final de mi historia como si fuera ese camino de hinduismo que junta liberación y salvación. Hacer historia porque se me acaba la historia, me tiemblan ya todos los pétalos que tienen el rosal de la vida. Quiero que cuando me alejen fuera de todos mis hábitos, cuando me duelan más los huesos sea justificadamente y oler el cariño ajeno pero de genes propios, como me gusta el olor a libros, a humo viejo, a mujer sola, a días anteriores donde supe poner las palabras justas  a todas mis incertidumbres.


Es lógico que me tire la tierra, la casa, la cama, la butaca, la mesa, la llave de memoria del ordenador donde está todo lo escrito y que alguien borrará definitivamente un día. Pero cambiarlo, cuando haya simplemente que dejarlo esperando, que sea por las cosas que no tenga, por otras más valiosas pero que note que pueda sentirlas mías. No es necesario que sean tan ostentosas, pero no quiero estar de paso, más o menos brillante; no quiero ser viejo y que me noten viejo, contar poco porque cuento poco.


Tengo yo mi culpa: no participo ni en los juegos por las noches, ni sé jugar a ellos, ni aprendo; tan solo una noche ese al que le pones “como un” delante porque no puedes llamarle hijo, me incorporó a su equipo para ver si podía sentirme alguna vez vencedor, ganador con una inteligencia lenta pero capaz de algo; el mismo compañero de equipo que alargó su brazo para hacerme notar que ya era otro año luego de la última campanada. Gracias.


Pues para mí va a ser el mismo año. Me va hacer durar lo de toda la vida: el placer de leer para conformarme con la vida, con el lirismo y la resaca que tienen los libros. Lo de toda la vida: buscar el lujo en el corazón de alguien; los labios importantes, el entusiasmo que siempre pongo en las palabras, en su tilde. Lo de toda la vida: la destreza que puede tener la caricia de unas manos temblando.


En definitiva, recuperar otra vez ese encaje de la vieja costumbre de vivir aquí quieto, en mi cuarto.