sábado, 26 de marzo de 2011

ANTES DE TIEMPO, MUCHO ANTES DE TIEMPO


La imagen no tiene edad, sino la inmortalidad de lo inmortal. Esa casa seguirá siendo nuestra, llenando esa plaza de América donde de niño pasé a hombre y no tuve tiempo de hacerme viejo. Jamás nos la compraron, jamás la venderemos, son cimientos de una familia y nadie puede desposeérnoslos, vendimos el hardware, jamás la raíz. Hasta hubo junto a ella el viejo cauce de un río que se desbordaría luego. Y por ese cauce cuando estuvo seco, con poco más de cincuenta kilos, viviendo allí, era un hombre con la necesaria elegancia que aportan las letras que estudias cada día, terminando mis horas de trabajo con una de deporte por el cauce de ese río, ya no existente, frente a esa propia casa -la más hermosa de Valencia, sin duda- donde como Machado hacía camino al andar, yo lo hice al correr.

Nada sigue igual pero la vida me cortó la edad antes de tiempo, mucho antes de tiempo. Hace días que ya sólo me quejo de eso, que me dejaron atrás con los libros que estaba leyendo, muy atrás con el miedo anticipado me imagino igual que puede quedarse una botella a quedarse vacía o mucho menos llena de lo que debiera. Hubiera sido capaz de llenarme más.

Y no le encuentro el remedio, sino aprender tan solo a resistirme a lo que me traiga ya la vida. Es curiosa la anécdota física (siempre tuve un amplio muestrario) porque llevo meses intentando que me curen lo que en realidad no está enfermo, sino solo abierto. Es un respiradero que tengo junto al fémur, ese hueso del muslo par y asimétrico, hacia abajo y adentro con una oblicuidad mayor en la mujer, allí lo tengo abierto, reclama mi pausa diaria y la atención médica.

Hay con él un ineludible proyecto: que se cierre a su debido tiempo, de dentro a fuera, eliminando lo que no debiera estar allí dentro y por eso ha llamado avisando antes hacia fuera, a la naturaleza externa, sabia e insistente. Yo le escucho su reclamo junto a Pilar, mi enfermera –siempre deben mirar ese proyecto los mismos ojos y enderezarlo las mismas sabias manos- pero motiva mi impaciencia, mi demanda ya de cierre, mi recuerdo a las permanentes cicatrices de mi cuerpo cuando no las tenía, y en su lugar tenía mis aptitudes físicas intactas que me permitían, en este caso, recorer ese camino del viejo cauce de un hermoso río, junto a una casa a la que me atrevía a llamar vieja mansión, arranque de todas las posibilidades de mi vida.

Junto, traje hoy a esta página abierta de mis anhelos de cada momento, el imborrable recuerdo de un sitio de nacimiento, sin poderle poner fecha ni edad a mi propia casa. No la tiene la fotografía. A la vez la dureza de un alto en el camino que ya lleva teniendo una edad de más de veinte años con las luces demasiado encendidas que tuvieron los quirófanos. Y de pronto, cuando vengo echando cuentas no del camino recorrido, cuento que me queda mucho menos porque me apartaron, como he dicho, mucho antes de tiempo. Y tengo ahora, permanente, el recuerdo de lo que es la mediación del tiempo, esperando que un acceso ya no sea puerta abierta sino sendero limpio de la piel de mi cuerpo.

Quisiera que me quedara tiempo todavía para el lenguaje nuevo que me estoy aprendiendo con los libros, con versos de García Montero que ya advierten: "Si el amor como todo es cuestión de palabras/acercarme a tu cuerpo fue crear un idioma." Yo me acerco a los libros que elijo, los cuento, y quisiera ser poeta del idioma aunque no sea verso, explicar lo que he ido leyendo en cada uno de ellos. Voy creando así la arquitectura de las paredes de los sitios donde estoy leyendo.

Todo podría haber sido lo mismo, pero un poco antes. Hubiera estado dispuesto a envejecer y a vivir con la paciencia que tiene la madera o el cuero de las butacas donde leo; no me importaría ahora sentir como me introducen las mechas de plata iónica en la puerta de escape a la altura del trocante. Miraría con pasmo de gratitud los días de belleza y de reposo que me dieron esa vieja casa de propiedad permanente. Me hubiera hecho viejo en ella mucho más lentamente, todavía podrían verse las huellas de mis pisadas cada día junto a un río que allí existía.

Pero no me hubiera venido el anticipo de vida que no había pedido, soportaría mejor el cansancio de cada día y ocuparía sus horas con una estancia más lenta y menos progresiva. Necesito tanto el afecto que proporciona la vida y a las personas que me puso delante, que quisiera encontrar de una vez la fórmula de detenerlo todo un poco a cuenta de lo que no me dieron.
No quiero que me vuelva decepcionar el tiempo al mirar una vieja fotografía cuando ni tan siquiera había aún nacido pero que es historia verídica de mi familia.

Solamente he encontrado que a través de las palabras puedo aprender la necesaria resistencia y mantener el mismo cariño a todas las personas que he querido.

Que nadie deje de estar a mi lado mientras escriba una sola línea en este cuaderno.

miércoles, 16 de marzo de 2011

EN BURDEOS HAN PLANTADO UN ÁRBOL EN MI NOMBRE


Lo ha plantado una chica que tiene exactamente veinte años, que siempre tendrá tan sólo veinte años. Hoy me ha escrito: “Esta tarde he ido a comprar un arbolito que me gusta mucho - árbol de Judea - y lo voy a plantar en el jardín en nombre tuyo, seguro me dará flores esta primavera!”. Seguro que lo hará, Mariate, las que aún me queden para por poder escribirte porque ya sabes que a mí me gusta vivir con las palabras. Pídele a tu árbol que viva muchos años para que así siempre me recuerdes pues ya sabes que la muerte no llega con la vejez sino con el olvido.

No me olvides jamás ya que tengo tu cariño, que es uno de esos cariños extra que el hombre necesita, esos con los que sin ellos no se puede vivir. ¿No crees?
Ambos lo hemos rescatado de las manos de un hombre que tenía bien desarrollada su capacidad de sentimiento, de curar de los demás no sólo las enfermedades, sino eliminar sus momentos de sufrimiento. Y tú teniendo tan solo veinte años haces lo mismo que él, plantando en tu jardín de Burdeos ese árbol de Judea para que te dé ya flores esta primavera.

Yo, mientras, a estas alturas de mi vida, sólo puedo ofrecerte lo que tienen mis palabras dentro, para como dice Marsé “poderle ser fiel a alguien más allá de la muerte.” Así, me acerco de vez en cuando aquí a esta pizarra pública de mis sentimientos para explicar cómo me siento cada momento. Estos días he estado descansando del teclado, hasta he tenido momentos en que teniendo un libro cerca, he dejado pasar inútilmente las horas sin leerlo. Y eran unos cuentos muy bellos de Sergi Pámies, un escritor catalán, nacido en Paris, que Anagrama publica siempre.

Me ha pesado el tiempo, con los virus que siempre andan por ahí sueltos; también en silencio como dice Pámies “porque hay silencios que de entrada coaccionan, pero a medio plazo liberan.” Y yo ya estoy en el momento en que busco cómo hacer para liberarme de casi todas las cosas.

Han sido muchos momentos de descanso con la lentitud que tienen las horas de la tarde, la misma que necesitamos para recorrer un museo o un parque, o estar sólo en la mesa de un bar para llevarse al menos a casa el sabor y la alegría que tiene la cerveza. He tenido muchos ratos, más aún que leyendo, acordándome de eso, de los cuentos de Pàmies, de la última y memorable novela de Juan Marsé, “Caligrafía de los sueños” donde "siempre pasa lo que ha de pasar, ni más ni menos, y ya está, punto." Pues ya está y punto, para ayudarme a pasar las pausas de estos días, una chica que sólo tiene veinte años y una sonrisa eterna y una manera de preocuparse, como tenía su padre, me ha contado el árbol que ha plantado en su jardín en Burdeos en mi nombre.

Ella tuvo junto a su inteligencia todas las becas del universo y de todas las Universidades, por eso de su estancia en Estados Unidos junto a su correo me ha enviado un maravilloso virtual paseo por Central Park. También pude conocer su grandeza, su inmensa belleza hace poco más de un año, más grande que las dos naciones más pequeñas del mundo –dos veces más que Mónaco y ocho más que la ciudad del Vaticano-. He tenido con el correo de esa chica, la noticia del árbol que ha plantado con mi nombre y el hermoso recuerdo del inolvidable Central Park.

Tendré, pues, que volver a quedarme como en esas áreas de descanso que tiene la vida a esperar a que algún cariño extra pueda regalarme la manera de hacerme más llevaderos esos descansos, a sentirme incluso más humilde entre los libros para poder llevármelos un día todos dentro, para aprender a dar las gracias a esa chica tan joven con la sonrisa siempre puesta de la única manera que sé hacerlo: con fidelidad a las palabras como si con ellas pudiera llegar hasta todas las personas que me quieren, escribirles o llamarles aunque fuera a horas intempestivas o con algún correo suelto o un post en la pizarra para que lo lea todo el mundo y me lleguen las respuestas que tengan que llegarme.



Es mejor, todo este tiempo, esperar a ver cómo va creciendo ese árbol de Judea en un jardín de Burdeos, que me cuente esa chica a la que le he escrito para darle las gracias como si lo hiciera con mi hermano para poder decirle te quiero. Qué nuevos cariños de familia que tenía esperándome me han venido: quien se va a quedar para toda su vida los miles y miles de registros con las citas de libros que ido leyendo; quien me abraza de una forma que no puedo resistirlo y me escribe antes para que me vaya preparando, “amante de mi locura” y quién me acabo de enterar que a su amor a los parques ha hecho que en el suyo haya un árbol que ha plantado en mi nombre.

martes, 8 de marzo de 2011

ESE GRAN ALMACEN DE EMOCIONES HUMANAS


Forma mi casa constituyendo sus paredes un gran almacén de emociones humanas, miles de libros que después nadie sabrá qué hacer con ellos, ni siquiera dedicarle el mínimo tiempo necesario para buscar quizá aquellos especialmente queridos y de muy alto valor por su edición, por su momento: mi preferido de Umbral, “Mortal y rosa”; esa prohibida de “La colmena” que tuvo que editar Noguer en México; o el “Rayuela” de Cortazar”; o las Obras Completas de García Lorca publicadas por Losada en rústica, como aquellos libros que había que cortar sus páginas al leerlos. Yo que sé, muchos de ellos, a los que yo tampoco les voy a dedicar ahora tiempo para poder separarlos y regalarlos a alguien en lugar de que se pierdan a la vez que se deshace una casa.

Mientras viva, mientras tenga mis 200 metros para dos personas como si viviéramos a ratos sin encontrarnos apenas, constituyen mi piel y aunque ninguno lo vuelva a leer están casi en su sitio más o menos, en la sala de estar a dónde estamos, en el largo pasillo que prolonga la casa hasta no terminarla, están aquí a mi lado, donde escribo, donde mi mujer le da por practicar todavía deformidades de docencia y estudia como si fuera a seguir enseñando, o leyendo alguna cosa ajena sabe enseguida donde le falla la gramática a cualquiera.

Mientras esté aquí todavía, los libros serán eso, mi gran almacén de riqueza propia que no heredará nadie, que se terminarán conmigo, que me los llevaré hasta luego para que allí a donde vaya pueda poder seguir leyendo. Únicamente voy a dejar presente, cómo los he ido leyendo: desde niño empecé con esas fichas de cartón que todos recordamos con renglones para marcar el camino en que íbamos escribiendo y los mismos datos, las mismas referencias que tienen ahora en la base informática de Acces. Hay un número de orden, a medida he ido creando esa cita guardada; un autor de la misma; el título del libro de donde ha sido sacada, su editorial, su Copyrigth; la fecha de lectura; la valoración personal que me mereció; la cita entrecomillada y el número de la página del libro de dónde proviene y una palabra clave que me puede permitir su localización entre varios miles. Esa base de datos, como el fruto de lo que he estado leyendo toda mi vida, irá a parar a manos de alguien que ha sabido captar cuando se lo enseñé el valor que eso tuvo para mí durante tantos años.

Todo tiene un origen: la imagen que encabeza este post: “Librería Romero”. Por allí pasaron no solo personas que me compraban un libro, sino escritores que en su “rincón de lectura”, explicaron los motivos de su último libro, enriquecieron esa estancia que para mí fue el lugar más hermoso que he ocupado en la vida. Para mí allí fue siempre fiesta, con las copas que tomábamos los actores que estaban actuando en la ciudad en esas fechas; mezclábamos la ginebra y el libro, la sensación y el sueño –al menos yo que al día siguiente iba a intentar vender los mismos libros que ellos se llevaban, diciéndome, “ya te lo pagaré, Romero”.

Daba casi lo mismo, yo no estaba allí dispuesto hacer negocio, en todo caso, el negocio gratuito de querer a los libros y repartirlos un poco; empezar a construir mi almacén de emociones humanas que dentro de poco alguien no sabrá qué hacer con ellas. Pero es igual, yo me siento como el poeta García Montero como si fuera “completamente viernes” para que mañana sea fiesta también. Es lo bueno que tiene cuando te jubila la vejez o la manera de tomarte ya las cosas, o la insistencia de tener que ir al médico e ir llenando de libros olvidados todas las salas de espera. Es fantástico –os lo aviso- no saber del todo cierto, el día de la semana que va a ser mañana, pues pongamos que Viernes, así vienen dos fiestas y tendremos más tiempo para mirar los libros en las paredes, para guardarlos disimuladamente y que no te siente mal ver que ya lo tenías o lo que es peor que estaba en el montón de los que están esperando su momento, su instante, el crujido especial al ver cuántas páginas tiene antes de empezar a leerlo.

Me devora la grandeza de este almacén de emociones humanas, que forma parte de mi mejor deseo como si hubiera estado fabricando toda mi vida este momento: sentirme con los libros –me vais a permitir una metáfora más- como al besar a una mujer, dentro de ella, llena de ella.