jueves, 30 de octubre de 2008

Aguardo en el lugar de siempre

Y mis palabras lo saben y lo dicen en una permanente captura de los mejores instantes. Noto más el tiempo en que salen menos en mi defensa, dejan que pase, que siga siendo el que soy, y sin embargo yo me acuerdo de pausas bien recientes en que me sentía mucho más querido. Ese es hoy mi grito, mi manifestación por los sitios que recorro cada vez cuando se juntan conmigo seres que hace poco -mucho más niñas todavía- tropezaban en muchas más ocasiones con ese tenue roce que produce el cariño.

Que no me cuenten que eso ya pasó porque la vida siempre será hoy y lo que me falta hoy, me falta y basta. Los besos ya son muy desiguales, los momentos de verse nunca sirven de excusa para cualquier tropiezo y hace tan solo cuatro días era bien distinto: yo me sentía una especie de viejo guay para dos niñas preciosas, de las que sólo ya conservo fotos antiguas.

Sigo estando en el lugar de siempre, con las mismas palabras, los mismos errores pero parece que ya la decepción esté esperándome o por lo menos la falta de ilusiones. La vida se construye a partir de los detalles: un rato de lectura que saboreo como nadie, un verdadero café italiano antes y una forma de vencer el tiempo que le he quitado al sueño. Porque nadie me manda levantarme tan temprano, me obliga la necesidad de soñar con los besos que ya no habrá ahora, la insistencia de venir a este cuarto, con libros, con enseres informáticos, con maneras de depender de las cosas que no he hecho cuando nadie me obliga a tener que hacerlas.

Me voy a quedar pues, sin pedir nada a cambio, con la hermosura de los instantes que aquí encuentro, con la soledad total que provoca esos momentos, una manera de llamarme o de llamar a los demás y que nadie me conteste. Me voy a quedar únicamente con los ojos húmedos de letras, mi única andadura, mi mejor manera de ir solucionando todos los problemas. Aquí son solo mías las palabras concretas y nuevas, no necesitan a nadie, ni tan siquiera los recuerdos que me traen -al verlas cada vez- al recordar esos dulces encuentros que prefiero mejor no explicarlos de nuevo.

Sé que abuso del tiempo limitado de la memoria, de hablar de cosas que me entristecen, pero precisamente es por eso, porque se me limita y se me repite tanto la memoria y en la calidad del tiempo me entretengo en contarlo como una forma de estímulo propia. Estos días pasados al no saber compartirlos un poco, me he encerrado en el hoy de este escritorio. Terminábamos de comer, recurría al descanso que trae luego de un excelente cigarrillo negro y de nuevo mi café que compartía antes con quién lleva mis genes, y que era un placer hacérselo yo adrede. Le elegía un “arpeggio” -lo que llaman los italianos un café de media tarde-, le decía, ya lo tienes mientras ella demoraba el tomarlo paseando por el largo pasillo de casa hablando y hablando sin descansar de su trabajo.

-Lo tienes frio, ¿te hago otro?
-No, déjalo. Está bien.

No sé ni cómo terminaban la tarde en una ciudad -de sobra de ella, ausente ya hace más de 20 años. En mi pequeño estudio donde tienen su mejor rincón los sentimientos, pensaba en mi complicidad, repasaba las palabras elementales que no me había dicho nadie -cómo estás, eso tan vulgar- y soñaba, sobre todo soñaba que es mejor para mí en lugar de contar cosas de casa, ilusionarme una vez más en contaros cómo se puede querer a una mujer.

Ayer me entretuve pensando en cómo deben ser los abrazos: la perfecta manera de no pasar de largo, el obcecado intento que tenemos de negar la soledad
.
Prometo contarlo.

viernes, 24 de octubre de 2008

La tarde cae desde el momento que empieza


Lo leía hace días en un relato de Soledad Puértolas como si fuera una tristeza que me invento cada día. No me gusta la tarde, siempre lo dije, porque luego viene la noche y ahí me siento más perdido, me defiendo peor, sospecho a lo largo de la misma que existe la tristeza, siento con urgencia la necesidad de que me tengan más en cuenta. Mientras, yo utilizaré la permanente defensa de las palabras que me vienen, imprescindibles, irrenunciables, definitivamente propias aunque luego sea capaz de ofrecerlas.

Me marca la tarde como me marca la vida, a lo mejor por aquello que a las mujeres les gustan los hombres marcados por la vida, que no sean ellos los que impongan criterio, ya lo traigan puesto. Quizá por eso siempre es igual mi sistema: agarrar no sabes qué, abrir una ventana que no tenía abierta, poner con alguien lo que también pone, incluso la incertidumbre de los primeros momentos, descubrir incluso sentimientos ciegos de no sabía cómo eran ó cómo compartirlos. Es lo que hago, desde el primer momento, para lo que venga luego.

Todo esto me ocurre muchas tardes perezosas, con novela en la mano, que es la mejor forma que tengo de sentarme en esos atardeceres lentos amparado en una extraña liturgia de recuerdos de cosas que me ocurrieron: entre humedades y presencias, devorarse el cuerpo el uno al otro; la hermosura del instante; o los dos quietos repartiendo a medias una especie de dicha que no basta para toda la vida pero que hace glorioso ese momento. Eso conviene tenerlo siempre presente.

Sí, es curioso. Me he esperado muchas veces a que llegara al fin la tarde que me traía el miedo y una forma de cautivar y cautivarme que no era posible encontrar en cualquier otro momento. Son hasta incompresibles las veces que he sentido, por la tarde, el único instante de callarme, dándome así tiempo. Luego vinieron las promesas: escribirse otra vez lo que acabábamos de decirnos. En eso reconozco que siempre fui fiel a mis promesas.

Cuando escribo, cuando ando libre de desazones internas, cuando necesito que estén conmigo mucho más rato, mucho más despacio, no me quedo ni un pedazo, entrego la ternura completa. Recuento las horas enteras de mi vida con esa cultura de todos los libros que he leído y los voy contando un poco, dejando en boca ajena la memoria de los besos entregados pero aplazados todavía para poder devolverlos con un rito deífico.

Soy capaz cada tarde que cae, cuando comienza, hacer que tengan las palabras un sabor labial siempre, en todas las frases, en las dos últimas letras. La escritura tiene esa ventaja: te quedas como abierto, siento cerca las más inesperadas e intolerables metáforas, que casi asfixian al leerlas. Con ellas es como si me dijeran: “házmelo ahora”, con esa literatura que llevas siempre puesta que la conviertes enseguida en magia propia.

Pues eso es más o menos -como confesándolo a tumba abierta- lo que me pasa, cada vez que empieza cualquier tarde.

LANCES DE LA VIDA AIRADA

Por “Haz de leña”

Cogí el tren en Morón de la Frontera, grandes líneas ahora les llaman, largo recorrido entonces, Sevilla la estación de origen y la de destino La Línea de la Concepción. Vagones con pasillo junto al ventanal y compartimentos estancos con puerta corrediza acristalada.
Me acomodé en uno que iba medio vacío, una monja de edad incierta, un anciano más muerto que vivo y el “hippy” -como antes les llamaban, desaliñado, chupao y sin afeitar; se colaba el sol a listones por la persiana tupida de la ventanilla.

Pensé equivocadamente que la monja y el hippy viajaban juntos o, al menos, se conocían. No es que les prestara atención, que a mí me la pulen los demás -estaba leyendo “Chacal” por más señas, pero oí que se hablaban. Subió de pronto el tono de la voz, parece que la monja le espetó algo, le increpó a cuenta de no sé qué, esa obsesión de la gente de hábito talar por enmendarnos la plana, iluminados que se creen siempre por la paloma. Y fue entonces que el muchacho, que ocupaba el asiento encarado a ella, se levantó airado y le cruzó la cara de un sonoro bofetón.

Pareció detenerse el reloj, nadie chistó; el anciano, medio muerto que iba, yo, soy músico y me acuesto a las ocho. El chico pasó frente a mí, de salida y le oí murmurar algo así como “ya me puedo morir tranquilo”. Debió haber sido alumno de ellas y se la tendría jurada -vé tú a saber, caja que guardó alcanfor quédale el olor. La Sor, humillada y a despecho, sacó el rosario y se puso a desgranarlo. De su breviario se deslizó una estampita, que recogí gentilmente del suelo y se la di, sin recibir ni las gracias, fue instantáneo pero me quedó grabada la imagen de un mártir, atravesado su cuerpo por una enorme estaca de madera, con la consiguiente explosión sanguinolenta. Esta gente es muy dada a estas cosas; con lo que la Hermanita convertía la humillación en goce -de un viaje dos mandados.

El tren aminoraba entonces para detenerse en “La moraleja”.

sábado, 18 de octubre de 2008

Lo que traigo entre manos


Más o menos lo que vengo escribiendo aquí con manos lentas y a veces involuntarias, no sé pues si bien hecho o sin deber hacerlo. Pretendo preferentemente que sea un cántico al esfuerzo que no tenga significado de sacrificio, sino manera de dar a entender, al contarlo, que sólo existimos dentro de nosotros mismos, lo que permanece siempre inmóvil de lo que nos resulta tan difícil escaparnos.

Seguro que no me voy a morir de pena aunque a veces recurra al viejo traje caduco de la soledad y a su mundo de belleza interno, no lo dudemos. A pesar de su dosis de miedo a veces -precisa y fundamental- que podríamos llamar simplemente respeto propio y ajeno.

Entre manos pero como buscando siempre el tacto ajeno, desde ellas, desde donde pueden visitarse todos los sueños, el lenguaje de los territorios ajenos escondidos. Existe una magia allí donde la palabra se detiene y se agosta, sólo queda la corriente que pasa de una piel a la otra. Y en ese tacto, la insistencia para poder así notar la ternura que puede tener en la espalda la forma de un abrazo.

Pero vine a decir que entre manos y entre escritos ando buscando esa especie de paraíso que contando con nuestros dolores, con nuestro tedio, nuestras decepciones, lo tenemos aquí tan cerca que está en este mundo. Mientras, haciendo uso de él, uno no puede morirse de pena cuando tanta gente, cada vez, cada momento, anda muriéndose así mucho antes de hacerse vieja. Ni tiempo tuvo apenas.

Llevará razón Paul Auster cuando dice, muy seguro de él, que no hay necesidad de palabras, no hacen falta apenas cuando sabes lo que te traes entre manos. Uno puede ir así venciendo el mal oscuro de vivir sin tener que dar cuentas a nadie. Ya tenemos un arma poderosa: nuestra propia resistencia, su camino que le dieron trazado y que ya dará cuenta de él, a quienes queden detrás o a quienes están presentes. Resisto como puedo, eso vengo contando, pero sin pena, sin dejar restos que no sean propios, tan inevitables, que no puedo cambiarlos porque desde siempre los llevo entre las manos.

Pongo fuerza y pasión hasta en lo que me resulta extraño, soy capaz de ir entendiendo aquello que no entra entre las normas del más conocido y próspero entendimiento. Me acerco hablo y escucho, nada menos, como si fuera un proyecto adivino y cierto; recibo y admito la entropía que nos pasamos los unos a los otros; me queda como una especie de embriaguez sentimental pero duradera.

Hago posible todo aquello que me emociona, que llega hasta mí con la novedad de un requerimiento con una edad psicológica privada que no inventaron los romanos, se trata de una óptica personal, un paisaje de deseos permanentes con rigor de tiempo y circunstancia.

Y ya estoy de nuevo, más o menos escribiéndolo: tener entre mis manos todos los placeres que nos unen a los demás de una manera o de otra porque en casi todos esos momentos necesitamos estar vinculados a alguien, de cualquier forma, pero que no se nos escape de las manos con la constancia que tienen los días de venir uno detrás de otro.

Antares desterrada



Colaboración de Ruben


La vi en un trozo de calle saliendo de una esquina rota. De dónde pudo llegar, ni le alcanzaba a su propia memoria, ajada por las grietas apáticas que petrificaron en el alma tras la añoranza. Y, en su mirada venusina, pérdidas de un lejano cúmulo de estrellas, embebida en el flagelo efímero, un aura de pavesas de oro con olor a bencina amarga, amaneciendo de unos ojos abismales, una dulzura arcaica y serena. Y, refulgiendo en la umbría azabache de su cabellera, minúsculos incendios, destellos inaprensibles de luciérnagas, consumiéndose en lacias estelas de humos de orientales aromas y formas vagas.

Absorta en una destreza fantasmagórica, hilvanaba en el vacío apasionados malabares, con dos barras descamadas de oxidado hierro, en cuyas puntas ardían borlas de vivo fuego, silbar en el vacío, restos mortales de suspiros ahogados, últimos retazos de un sol extinto. Se figuraba la conflagración una prolongación de su propio cuerpo, salvajes movimientos, sudor exhausto y cobrizo, su piel palpitante vibrar al contacto con la iridiscencia de un astillado fuego, que dejaba un llanto de regueros de oro líquido, resplandeciendo en un silencioso siseo.

En la finalización del espectáculo apoyaba una rodilla en tierra, erguido su semblante, extendiendo sus brazos de alabastro, unía los dos extremos de los hierros hasta sentir el beso del fuego morder sus labios y, de un profuso soplido, una deflagración incandescente se elevaba deshaciéndose en el vacío bajo una llovizna breve, rubricada por la reverencia inaprensible de su cuerpo. Luego un repiqueteo de anónimas monedas ahogarse en las entrañas nebulosas de un sombrero de copa, roído por la lluvia de candentes cenizas cual olvidadas lágrimas. Y ella con religiosidad pagana, recogía su sombrero, las monedas y santiguándose en silencio iniciaba camino infinito en compañía del viento.

Se santiguaba por cualquier cosa; al pasar por todas y cada una de las librerías ansiándolas de soslayo, por el contacto huérfano de una anónima brisa, por el aroma prohibido que dejan escapar las puertas de las pastelerías y por el semblante carcomido de la luna. Se santiguaba y besaba las monedas que tenía cuando entraba a un mercado buscando que le alcanzara para la comida. Por la voz de la lluvia y el rocío de plata asperjado en la hierba que olvida la mañana. Por las historias de amor que sobreviven al rumor de las olas y por las alas rotas de las gaviotas despeñadas. Se santiguaba cuando agarraba una fruta, hacía malabares con ella y luego se la comía y luego plantaba las semillas, si semillas tuviera. Se santiguaba por las nubes trajeran o no agua. Y sí, se santiguaba por todo lo que estuviera rodeado de insignificancia. Pero no era la señal de la cruz la que la redimía, sino el besar sus propias manos, el contacto cálido, confidente de sus dedos rozar sus labios, beso en el que iba implícito todo el amor a los puntos sagrados que previamente había tocado; su entrecejo, morada del tercer ojo, la raíz retorcida de su ombligo, la gravidez febril de sus pechos y finalmente, el eco que dejaban los latidos lacónicos de su corazón. Todo rubricado con la humedad de un beso, ese era el verdadero sentido de su ritual. Rendir culto al barro por el cual el alma buscó forjar su destierro transitorio en su cuerpo.






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domingo, 12 de octubre de 2008

Este sitio donde he dejado la vida


Con una belleza acentuada y cansada, la que tienen mis libros, la que yo he puesto en ellos. Hace días de una manera que parecía inagotable, una mujer, junto a ellos les iba quitando el polvo de la vida, mientras persiste, sin embargo, la alta ebriedad perenne de los símbolos que tienen cada uno. Además, puede que contengan, que esté, lo que nunca he sido y lo que quise ser, o en verso del poeta Colinas “o acaso del que fui, o del qué aún seré.” Todo puede ser.

Es curioso y hermoso hacerlo cada año. Te das cuenta de los que prestaste y aún no te los han devuelto, ni te devolverán jamás, de aquellos que se llevaron quienes aprendieron junto a nosotros esa manía de leer, de estar muchos ratos dos personas leyendo sin más autoridad que la enseñanza y el placer que estaban ofreciendo.

Es mi título, es lo más cierto, me he dejado la vida en ellos y me la han dado a cambio, porque me fueron entregando cada vez instantes y momentos, las horas del ensueño adrede para no poder dormir. ¿Qué pasará luego? Antes de pensarlo tan siquiera, me detuve en páginas gloriosas, en primeras ediciones, en colecciones completas de algún editor romántico que se arruinó con los libros, de autores, que llegaban traducidos, ignorados hasta entonces en el país donde vivía.

He dejado mezclados estos días, la añoranza, el recuerdo de su primera compra, casi en forma de caricia, de anhelo leve de mí propio ser. Le he dado la razón definitivamente a Melania Mazzucco en “Un día perfecto”: “la literatura es lo único que permite soportar esa perversa locura que es la vida”. Fue mi embriagador perfume como si estuviera oliendo permanentemente a una mujer, que huele casi siempre a incienso y a manzana y a deseo.

Siempre se me escapa el símil: al igual que una mujer, los libros me llamaban con urgencia -podría a veces ser la misma cosa, las hojas sueltas de la existencia entera. Y era urgente porque lo mismo que en el amor, cuando se demora ya suele ser otra cosa.

Me dieron el idioma, la forma de acercarme a la gente, la fortaleza que me ha negado el cuerpo tantas veces, me contagiaron como de un humo áspero y unos versos de oro que siempre llevan los poetas puestos. Fueron mi continuidad de estar aquí hablando ahora de ellos, de haber estado quitándoles el polvo que tenían porque siempre tienen su turno y su antigüedad: o no haberlos leído, o estar ya demasiado tiempo en su sitio.

No tiene que volver lo que nunca se ha ido porque es parte de nuestra recóndita riqueza. La mía tiene forma de gratitud y de silencio, es una manera de testimoniar que estamos juntos como cuando a una mujer le he pedido -al igual que ese volumen en la estantería, que me conservara el amor de siempre, que no tuviera impaciencia porque eso siempre quedaba lejos y yo en cambio me notaba muy cerca, como lo hago junto a cada estantería.

No sé quién las vaciará un día, no tendrán tiempo de hacerlo, ni sitio para ponerlos. Ni lo pienso, les hemos ido quitando el polvo que tenían de hace un año más o menos. Al tenerlos así limpios, al haberlos pasado por las manos nuevamente, me he vuelto a enamorar de cada uno de ellos. Su olor ya viejo me ha parecido como a una mujer que le gusta que la enamoren y no sabía cómo decírselo.

No sé qué harán con ellos, da lo mismo, han sido ese sitio donde he ido dejando la vida, esa razón suficiente para seguir vivo.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Escribí en una tarjeta que me cuidaran, sólo eso


No fui amante con manual de asceta, ni estudié antes posturas recomendadas, tengo el inconveniente de entregarle a quién se acerca a mi vida con el eterno ropaje válido de las palabras, de nuevo la palabra y una forma impetuosa de acercarme. Me muero de placer cada vez que me hablan de placer, tengo la piel tan cálida que busco que la noten los demás como una alteridad que a ambos nos protege.

Me enredo muchas veces con mujeres evocadas, con cualquier momento que estuve con ellas, con aquello que una serie de tardes nos fuimos escribiendo hasta hacer el guión de una novela que no quise firmar. Mejor que lo hiciera ella. Para mí, palabra contra palabra ha de ser siempre dulce, como boca contra boca, un estímulo nuevo cada vez, un imperio para construir sin que exista manera de destruirlo nunca.

Es curioso, os lo cuento: cuando he estado con alguien, cuando he tenido al menos ese tierno roce del ángulo que tienen las pieles; cuando hemos conversado, nos hemos mirado tan directo a los ojos para hacer de ellos mirada, me he aprendido esos ojos y si han sido tan bellos me han temblado cada vez las manos hasta para coger un objeto luego. Si se me ha caído al suelo -cosa que me ocurre con frecuencia, eran aquellos ojos, su insistencia, su magisterio. Porque estoy completamente seguro que los ojos de una mujer son una manual que siempre debes tener a mano, son ese diccionario de uso, son comienzo y término del camino, de la vida que hemos emprendido.

Me estrello con alegría en cada precipicio y me agrada contarlo. Siempre vuelo muy alto por eso es necesario que jamás me digan que hago daño. Llamo y pronuncio para poder existir como si la voz, traducida a palabras, adjuntara las sílabas, enhebrara los silencios huecos y sonoros que acaban siendo verbo.

No quiero incertidumbres de nadie. Cada instante que quiero -que estoy queriendo a alguien, llego hasta al fondo, sé que luego no se puede volver a la superficie, ni lo intento. Me siento como ansioso de cometer un largo y ansioso pecado, que no puede ser nunca pecado al igual que siempre son dueños de su belleza los pezones realzados de una mujer.

He pecado -si es que lo fue, y seguiré pecando, quizá con una costumbre: hacer gestos que gusten para buscar yo los que me hacen falta urgentemente. Tiempo y calma de poder hacerlo mejor aunque se viva muy poco y la vida transcurra a toda prisa. No quiero quedarme corto porque en cuestiones de amor siempre alguien anda que no llega y el otro va ya de largo.

Puedo hacerlo mejor, escribir más prieto, quedarme más noches sin sueño y sin reposo porque siempre he pensado que la noche es para amar y pensar cómo debes hacerlo. Hace días lo escribí más o menos en una tarjeta -siempre mezclando mis metáforas y mis realidades, para que me cuidaran, sólo eso. Puse un ejemplo -a ver qué os parece: las plantas que llenan toda una amplia terraza. Cuídame más que a ellas le dije, aunque sean tan bellas. Ellas pueden vivir con la luz, el sol y el agua -yo creo que ni hay que abonar la tierra. A mí en cambio me hace falta siempre el retorno, la insistencia, no haberlo terminado lo que estábamos haciendo. Me atreví hasta a decir, donde empieza tu cuidado y tu tacto, yo me estoy terminando.

Esa es mi manera de ser, la heredada y cada día cultivada. Voy a seguir insistiendo, recordando aquellos ojos perfectos, el punto de su huella que jamás la esconderé, mis instantes de admiración, los silencios que me sorprendía y que me exigía. Así estoy dispuesto a contemplar y a disponer igual que la desnudez de la piel, la de las palabras. A lo mejor son extrañas pero siempre propias y ciertas.

Os digo en dos líneas un sueño que tengo pendiente: perderme minuciosamente en las callejuelas de la ciudad que siempre tiene el cuerpo, para soñarlo, para contarlo luego. Queda pendiente que hablemos, pues, del cuerpo.

DOBLE FONDO


Por Salvador
Sentado a la mesa de despacho de mi padre y en su lugar, registro sus papeles tres días después de muerto.

En el cuerpo de armariada y cajones de la izquierda, si llegas con la mano al paño con que el mueble cierra por detrás, descubres un orificio circular por donde, al meter el dedo y tirar hacia ti, cede la chapa, apareciendo un espacio vacío a modo de doble fondo o caja fuerte, donde guardar los papeles más comprometidos.

En lugar de documentos o títulos valores, me tropiezo con mi carta de niño desde Ronda -donde hice el servicio militar, con una foto olvidada, un sobre raído rotulado por él “Recuerdos de mi pobre padre”, con recortes de la vida del abuelo, cuatro cosas que, al fin y al cabo han venido a ser tu vida, naderías que te sacaron las lágrimas un día.

Mi carta rezaba así:
“Montejaque, 3 de Agosto de 1956.
Querido papá:

Siento deciros que no me esperéis en la semana de permiso de jura. Se sorteó la permanencia de 13 cadetes para la limpieza del Campamento durante la licencia, y de más de 3000 que somos, me tocó a mí. Mala suetrte.
Mala, o buena, ve tú a saber, que no hay mal que por bien no venga. Me quedo sin ver a Lucy. Pero, de los 3 días de permiso, consumía 2 en ir y volver. Ya sabes que los viajes no son mi fuerte por el oído. Y más de 24 horas de autobús de seguro que me hubiera mareado de mala manera. Por otro lado, que habitemos 13 del Campamento, donde hemos estado 3000 amontonados, tiene también su atractivo, ver en soledad la transparencia de la Serranía al ponerse el sol, oír el toque de silencio en la tienda donde dormíamos 20, sinotra compañía que tus propias pemnas. Hay veces que no cambiaríamos por nada el bien de estar solos.
El mes y medio que queda se pasará en un vuelo y me veo ya en la estación con vosotros peleándonos. Recibe un abrazo de tu hijo.
Salvador
El chiquito no sabía que la soledad no existe sino cuando estás en mala compañía.


lunes, 6 de octubre de 2008

Con el pelo eróticamente suelto o recogido


Así me imagino a una mujer tantas veces, cada amanecer de momento incomprensible, cada rato malo en que ya no sé qué deciros, pero necesito deciros lo que sé. Así me la imagino, pero mientras, me quedo antes con mi edad que me pesa, con las ganas siempre de leer, pase lo que pase -es lo único que no se me va de la conciencia, -erótica también las misma veces, que va haciendo escuela diferente en mi lenguaje. Aunque me quede -según me dicen, en la primaria, como la axila permanente de una mujer -que hace mucho tiempo que no se la veo a hurtadillas cada tarde, pero que aprovecha un santoral a los que no les debe quedar santos para decirme nunca te he soltado, nunca te soltaré.

Eso quiero como hombre, a pesar que hubo un punto final que ha resultado algo continuo, profundamente erógeno por su insistencia como dos rodillas descubiertas -sutileza en su atractivo, estilizado y fino, que me decía que lo importante no es ser el primero, sino quedarse el último, el último con punto y seguido. A la vez la duda, la benévola duda que provoque la mujer porque hay un erotismo insalvable en la necesaria infidelidad que debe de tener. Nunca engaña, -salvo que inevitablemente lo consientas, es un rumor para tener más ganas e imaginártela somnolienta y desnuda como la mejor manera de dormir.

Eso vengo pensando porque me vienen los pensamientos cuando siempre voy a tener edad para tenerlos, y sin embargo la insistencia, el deseo de una mujer entera que en cada momento se me enrede entre el verbo para hablarle del vacío que me fabrico adrede. Tampoco cambio a posta, se me borra intencionalmente el pasado por brillante que fuera para ser también infiel y promiscuo; sigo estando en vigilia permanente sobre todo en los ratos peores donde pienso que ya casi no queda hombre.

Me han ido destruyendo los momentos que la naturaleza tiene, una capacidad para enfrentarme, un coraje, una raza culta y despiadada que me dieron los libros hasta revolcarme con ellos por el suelo. Nunca quise el éxito, me importó la dedicación, la pasión, la manera de emprender las cosas, de llamar a una mujer y quedarme con ella. Recuerdo aquella voz, sensual hasta una atrocidad inusual que me decía tiernamente, qué bien haces queriéndome pero nunca me vas a tener. Había una dominación y una hermosa sumisión luego, una forma de placer anotada en la escuela de la mujer, adorando ese omnímodo e imaginario post coito, siendo el hombre como un animal que siente así la absoluta liberación ante el amor que da la sumisión.

Lo escribí muchas veces en una página con nombre de literatura en la sobrecubierta y cuando me lo aceptaron sentí cumplir así esa dedicación, esa pasión que siempre procuro poner a la búsqueda del mejor momento que venga luego, que me traiga alguien de verdad, poderosamente, sin miedo para poder imaginarme ese pelo eróticamente recogido o tal vez suelto para con ellos hacer un rito, un rito inventado y escalofriante para estar con una mujer, o sin estar con ella encontrar el destino geométrico que tenemos cualquier hombre.

Necesito urgentemente un beso adherente a la ternura de cada pausa en la escritura, adquirir así el hábito que he perdido de gobernar las viejas dificultades que tiene la vida. Siento ya insultantes en las manos las oscuras manchas que tiene la vejez, pero a cambio pido y ofrezco compartir ese instante de sensación verdadera que estoy siempre pidiéndole a la vida.

Estos días miraba con temor y cuidado una vieja cicatriz de hace veinte años. Se parecía un poco a la que un día se inventó Umbral: “el carmín de una mujer doliéndome toda la noche como una cicatriz.” Pues de momento he decidido salir de mirar la cicatriz ya que me gusta escribir como quién sale de una frase. Ni me importa parecer viejo porque al fin y al cabo Borges reescribía lo viejo. El otro día le leía a alguien que ya dijo de él “que sólo se ama lo que no se posee totalmente”.

Pues me quedaré con lo que tenga aunque sea el recuerdo de un pelo eróticamente mal recogido o un santoral que me trajo nunca te he soltado y nunca te soltaré. Yo tampoco.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Qué gran misterio son las mujeres


Pongo siempre un beso desmesurado en cada ocasión y una intensidad concentrada para saber cómo son, en una especie de ansiedad contemporánea, y lograr así que en sus caderas jamás se ponga el sol. Porque no se puede poner, ni ocultar, se queda. Y cuando beso sus ojos y sus labios, siento cada vez que estoy besando toda una historia en lugar de a una mujer.

Empiezo cada relato intenso y breve pero al final nunca fui capaz de entender lo más hermoso que tienen de mujer. Ese beso desproporcionado para el espontáneo instante, me abre paso para aprender todo lo que me puede enseñar cada mujer. Y para ello sobre todo hace falta tiempo y calma y así poder administrar la costumbre de tenerlas siempre cerca. Te enseñan casi todo, te educan de nuevo como cuando estás sin ellas, te explican lo que es regresar a la vida, a su mundo, a la circunstancia.

Sigo, sin embargo, sin entenderlo, porque me parece una caricia que empecé antes, lenta cual un tacto que nunca estoy terminando y detrás de cada vez, luego de cada instante se pasa siempre a los momentos que tiene el cuerpo de un hombre y una mujer, dos dispositivos infalibles: el de la inercia y el del erotismo.

Nunca quise que esa mentalidad permaneciera quieta, sino consistiera en una manera de asombrarse ante cada mujer, un raro fenómeno húmedo y tranquilo delante del hombre. Conoces de verdad a una mujer cuando se siente amada. Ellas, como consecuencia viven luego del recuerdo, el hombre no, el hombre es puro instante y por eso se queda, una y otra vez sin saber bien lo qué es un mujer, dónde tiene el encanto, en qué consiste su misterio.

Me he fijado con detenimiento: hay una ley de tacto con ellas, de adoración, de respeto a la tenacidad, que no solemos tener los hombres. Ellas tienen en cambio una pose memorable, única, cada vez, cada momento; una madurez que nos cuesta cien veces más a nosotros tenerla cuando la tienen ya ellas, antes incluso de que en su mirada sobre la belleza gratuita, aunque sea a trechos. Se encienden y suenan, se encienden y huelen como si tuvieran siempre el pubis encendido.

Pienso que he explicado ya bastante lo que siento y estoy como al principio. Habría que quedarse hablando, aprendiendo porque tantas veces son adorables y proféticas. Se me acusa de mi elogio a pesar de tener el verbo triste, pero insisto, me aprenderé el gran documento de ir conociendo a una mujer y preguntarle entre sus redes, cuál es ese misterio, porque yo no puedo tenerlo, porque los hombres, callamos y perdemos. Las soñamos tantas veces desnudas desde el principio para que den sus dimensiones exactas, no ya del cuerpo, sino de esa habilidad que les proporciona su misterio. A nosotros la pasión nos entorpece, dificulta la concreción de nuestros anhelos, ellas la llevan siempre dentro, la tienen si la buscas sin tener que preguntar por ella.

No sé porque me ha salido todo este poema largo, sin maneras de poeta ni destino caso de que tuviera versos. Me quedo con la alternativa que tienen más cerebro porque tienen misterio. En mi caso no me queda más que una demanda larga, una forma de mirarlas que yo sé que les llega. Mientras, entre los verbos persiste esa constante incertidumbre que produce el porqué tiembla el alma cuando el codo roza por casualidad el brazo de una mujer que todavía es una completa desconocida.

Ya lo sé: por su misterio.