lunes, 27 de abril de 2009

Demasiados avisos



Es muy preciso Luis Sepúlveda en su última novela “La sombra de lo que fuimos”. Citaré sus palabras exactamente, por eso, porque voy teniendo ya demasiados avisos:

"Un hombre sabe cuando llega al fin de su camino, el cuerpo manda avisos, el maravilloso mecanismo que te mantiene inteligente y alerta empieza a fallar, la memoria hace todo lo posible por salvarte y adorna lo que deseas recordar de manera objetiva. Nunca confíes en la memoria pues siempre está de parte nuestra; adorna lo atroz, dulcifica lo amargo, pone luz donde sólo hubo sombras. La memoria tiende a la ficción."

Tampoco es del todo exacto me parece, o es que a mí me traiciona la memoria, o yo no sé recurrir a ella para que esté completamente a mi favor. Claro que me falla el mecanismo –lo saben tres o cuatro, que ya van siendo demasiados-, y acumulo los avisos de distintas idiosincrasias. Ya me explico: ante todo, muchas veces voy a decir algo y me pregunto antes: ¿merece la pena? Lo que ocurre es que son demasiadas las ocasiones, que moviendo las palabras, como si fueran un simple dedo provocan de inmediato el estremecimiento. No me siento culpable, en todo caso inocente provocador. Pero a quien entra en esa provocación, siempre le doy algo genuino, propio.

Una manera de alcance, que me viene de pronto, es con las propias palabras, con los intactos sentimientos, al acercarme, al hacer que el roce sea un roce parece como si fingiera que soy de otro país para no entender el lenguaje. Ya sobran las palabras, es decir, casi todo y sin embargo lo que llevaban, lo dado, ahí se queda. Por eso provoco una empatía, un deseo de pregunta, casi sabiendo la respuesta. No es un simple traslado de personalidades, hay un matiz, una emoción que vale mutuamente.

Son avisos que me explican que no sirvo para ganar porque para eso hace falta un cúmulo de cosas, no pensé que sería tan hermoso y tan inalcanzable para mí. Creo que le echo la culpa a los avisos, a que siempre he sido un hombre como el árbol, hacia arriba, hacia la luz, bien pronto, bien de mañana y hace ya demasiado tiempo que he descubierto el dolor y no me queda más recurso que la paciencia, como hace días le pedía a la amistad que quería. O algunas fuerzas casi sobrenaturales que me vengan de fuera, humanas, personales.

Por eso me refugio en un mundo de palabras, libre no solo de esos avisos sino también de sospecha, un mundo para mí cargado de prestigio. Rodeado, como no de una soledad aunque no haya órgano que pueda asimilarla toda entera. A veces, todavía, en el trato con la gente me dicen que no voy a tener tiempo a envejecer, que se trata de una madurez, de una elegancia, una solemnidad particular. Yo le llamo, una generosidad ajena, preciosa y gratuita por la propia calificación.

Pero me sabría mal dejarme tantos sentimientos posibles pendientes, aquellos que están más allá de mi capacidad y de mi imaginación; hasta clases de tristeza, decepciones de la vida o alguna forma de alivio, de quitarnos los miedos. Una especie de liberación, un medio para alcanzar libertades que se me han escapado, pero se trata sólo de un sinónimo, no nos engañemos: libertades huidas, libertades perdidas. Y esos avisos son cercanías a la muerte, que nadie sabe lo que es porque sólo pertenece al muerto y su silencio está bien hecho.

Y entre las impaciencias no cumplidas siempre queda un mal recuento de esos besos hondos y cálidos que te entran hasta el alma, que paralizan. Nunca tuve bastante. Y jamás tendré suficiente, lo saben quienes me conocen. Luego me olvidaré de los avisos, seguiré siendo hasta raro, y esa rareza es que pediré que me quieran lo suficiente. ¡Qué término más impreciso!

A lo mejor se trata de cruzarse en el pasillo de los sueños que nunca cumpliré, ni me rindo ni alquilo, no tengo más tarifa que el placer, más tentativa, más explicación que el intercambio del amor. Allí una sola caricia, puede eliminar todos los avisos; solo que alguien me quiera, lo que proporciona una sabiduría que no he vuelto a encontrar. Lo que ofrezco es usado y avisado pero tengo dentro para quién quiera averiguarlo, una ternura urgente, infinita, siamesa y rara. Pero vale la pena, os lo aseguro.

viernes, 24 de abril de 2009

La amistad, su emoción, su paciencia


Debe ser, entregarse sin reserva hasta el final, como una antigua energía que uno tiene custodiada contra todo. Luego viene el tiempo caducado, invocando una prórroga diaria y por eso hay amistades como pendientes todavía. Invaden ese tiempo y la resistencia, se quedan pálidas y quietas. Vamos a ver, vamos a imaginarnos cómo es eso para que podáis entenderme lo que pienso. Me parece una especie de felicidad de la que hay que olvidarse al día siguiente, para eso, para aprender a perderla y parecer que ha durado la vida entera.

De joven fantaseas estoicamente en contacto con una mujer que te parece madura, es una especie de desarrollo del morbo materno. Luego poco a poco se te crea un entusiasmo similar a leer los versos en voz alta, una enorme empatía hacia quién te acercas, o se te hace amigo o amiga porque sino te crea un disgusto tremendo ya que forma parte de tu lenguaje, de tu cuerpo, de tu propio atractivo y si estás cediéndolo, sientes la necesidad de recogerlo en partes proporcionales, casi iguales. De joven cuentas en casa, tengo muchos amigos, da lo mismo el origen, el colectivo, lo que importa es la individualidad de acercarte y que se queden contigo. Siendo joven no me habían presentado todavía ni a la soledad ni al amor, me lo iban dejando para luego.

Y muy fuera de lugar quedaba la propia consideración de si valía la pena. Por mi parte sentía la necesidad de querer entrar. Déjame, solía decir, rasparé las soledades que te van a crecer: se lo pedí a unos pechos de veinte años; a los ratos esperando; al respeto que siempre tenía como si la amistad hacia cualquier chica tuviera que ser un trato de Alteza. Es que es culto, callado, acaricia despacio, decían de mí, no peligra tu clítoris ni en sus labios, al contrario, lo notarás más. Y así fui haciéndome muchas amigas, me valía la pena, me admiraba tan solo tenerlas a mi lado, es la amistad del roce, la amistad de puntillas, como si uno mismo estableciera la necesidad de una misma altura. Con los hombres, hay siempre como una rampa de comparación, de méritos que lo suele estropear muy pronto, se crean rivalidades, lo contrario precisamente a la amistad.

Pero me desnivelaba siempre pronto: yo me inventaba caminos, rutinas, como una manera de ir dándome, y amigos y amigas se quedaban atrás, pero no era precisamente esperándome, al contrario, significaba que estaba dando demasiado, antes de tiempo, precisamente, sin tener en cuenta el tiempo. Ahora es mucho más grave. Mirad, me explico: una carta, un retrato, un gesto, un comentario si me cuesta esperarlo, me hace roce, me duele, parecido a cuando estoy demasiado tiempo de pie. Y si me siento, es muy malo porque pienso que nunca lo voy a volver a tener ya.

Me sigue emocionando la amistad, sigo considerando que es una enseñanza ajena que los demás utilizarán de paso porque encima tienen el tiempo a su favor, les da lo mismo, el concepto de cuándo, la prisa innecesaria, equivocada y atrevida. Voy a pedir una plaza de descanso en un monasterio que establezca para todos mis gestos, las pausas, la paciencia, la táctica, que pueda ser mi dosis de amistad una propiedad particular y ya veremos quién entra y quién se queda.

Es tan importante que no pienso obsequiarla, es nada menos que un pedazo de amor, una parte de mis entrañas, un dolor de huesos, un paso mal dado. Llevo encima a estas alturas de la vida el rastro de sus calles en mis hombros; puse cada uno de los recuerdos en su sitio –los desharán en un rato como se desmonta una casa rica y vieja-.

Ha sido siempre la amistad mi finalidad, porque nunca supe vivir sin finalidad como los sabios Zen. Y hasta aviso a mis amigos: os he querido tanto que prometo escaparme de muerto y regresar a revivirme un rato con vosotros. Por eso en estos momentos previos tengo derecho a manejar esas amistades que me he labrado a mi modo y manera, con los zapatos viejos, con la impaciencia de cuando era mucho más joven, con la urgencia de sentir, de comprenderlo todo, como una palanca, como un punto de apoyo.

La amistad que me queda y ofrezco es ternura y servicio, la sensualidad que tiene mi verbo entre los senos de una mujer, lo que ninguno aceptamos necesitarlos, pero no dejamos de pensar en ellos. Mi amistad es un poco ignorante quizá en modos y maneras, pero es aún recental –como un cordero que mama y no ha pastado bastante todavía-. Pero urgente, única para explicarse con alguien los silencios de la vida, las pausas, para saber encontrarse los sitios resonantes de la piel. Yo los tengo ya muy localizables.

Eso debe ser su emoción y su paciencia.

lunes, 20 de abril de 2009

Son cosas que pasan antes y después

De la felicidad que uno no tiene, en una búsqueda idéntica a la soledad de la mía. Da lo mismo el mecanismo, cada vez me voy a ir aproximando más al silencio, a ir leyendo, perdonándonos con cualquiera los vicios, desprendiéndonos la ropa, quedándonos con la huella de los libros que tengo bien marcada desde el día que más o menos me dejaron quieto. Desde entonces me he hecho viejo, cuido mi futuro como un criado lento y fiel, con los párpados que no duermen y no lloran, casi sin tiempo, en plena prórroga, pero tengo –os lo puedo asegurar- una energía antigua, una fuerza contenida en mi interior que debe proceder de lo que estuve leyendo.

Del lenguaje siempre me gustaba el latín: bonito el dativo, teatral el vocativo, esencial el ablativo. Fue un tiempo mi estudio del lenguaje, la única forma de decir la verdad y de soportarla a la vez; y sigue sin importarme, siempre hay un gran hueco, tengas la edad que tengas, entre el conocimiento y el lenguaje. Mirar si no es verdad lo que digo: cuando nos acercamos a alguien lo hacemos más aún que con la mano y el sexo, amamos porque tenemos nada menos que el lenguaje, es como una química anhelante y quieta.

Todo esto para qué, porque vienen empujándome, porque de cualquier día que tuve la felicidad, aún me quedan los restos, las cosas que pasan después, hasta empeñarme a veces en querer a una mujer porque sin querer yo no soy nadie, no me queda ni el resto, se me acaba el tiempo. Y pienso cada vez en la hermosura del sexo, ser dueño de las vísceras de alguien, de su obscuridad con los ojos abiertos sin ver nada, como si tuvieran que ser así cada acometida. Yo insistía cuando hacía el amor en hacer el amor, hay una disciplina, un rigor, una rama histórica que tienes que saber buscarla en la mujer. Ella se deja tomar nada menos, uno es como el polen que obedece dentro.

No lo puedo evitar, pero se me está acabando todo esto. He sido el mejor porque siempre quise ser el mejor, tuve esa humildad, lo contrario que parece una especie de orgullo; escuché y fui trayendo ramas de silencio, maneras de hacer siempre feliz a una mujer; de quitarle un mal sueño, casi igual que le quitaba la ropa, un disgusto, una lágrima que se le hacía vieja con dos besos exactos, bajo de esa lágrima. Tomaba y me dejaba tomar, no sabíamos el orden.

Jamás olvidaba la felicidad al día siguiente, empeñaba el derecho de haber sido causante y la fortaleza de no poder perderla. Ahora, sin embargo, luego de leer tres veces los versos de la Vaccaro “la vida tiene un ritmo muy extraño” yo no sé tampoco relajarme, ni escuchar, ni bailar “este baile raro que nos pone a vivir”, sin volverlos a leer una y otra vez, yo no sé para qué hablé de apartarme, de que me dolían los huesos. Sin embargo necesito otra vez, cada día, las palabras, los besos y los versos, qué bonita la rima parecida a la necesidad que tengo de gozar cantidades de cariño como una propiedad particular, mis pies delgados solos de dibujo y caminata.

Ahora me importa cada vez menos el día siguiente, quiero este presente higiénico a ver si consigo ir arreglándolo y manteniéndolo, con las cosas que pasan antes y después de aquello que debe ser la felicidad. Alan Wats decía -ya lo he contado- que la gente que va con prisa pierde la capacidad de sentir. Pues sabéis que os digo, yo ando cada vez más despacio, afilo las presencias, lo que me cuentan, sustento algún pedazo de amor para poder compartirlo.

No gozo una promiscuidad al pedir a la gente que me quiera, se trata de una rebeldía meditada y consciente; me gusta la presencia del sexo, la cercanía del amor perezoso e inquieto, sin prejuicios y si alguien me pregunta, ¿es que usted no tiene principios?, le han dicho ya dos o tres veces te quiero. Me pongo muy serio, claro que los tengo, largos y quietos, lo que ocurre es que tengo una neurótica necesidad de ser querido, de querer sin preguntas, para que me quieran sin respuestas, me dejen que se formen recuerdos que no se pueden explicar luego.

Mientras más profundo llego, más me convenzo que son uno el hombre y su recuerdo.




jueves, 16 de abril de 2009

Me duelen demasiado ya los huesos

Hasta el hueco ineludible del dolor, lo he explicado aquí muchas veces, luego no es ninguna novedad, pero pretendo traer a la vez un cansancio y una honestidad que por lo visto no se entiende siempre. Hay pesadillas que nunca nos abandonan y que envejecen con nosotros, añadiéndole al terror primigenio los temores de la edad, las heridas del amor y el dolor de la experiencia.

Ando un poco cansado, el olvido se me va creando como una necesidad urgente, quiero cambiar de acera y evitar los encuentros, lo que prefiero es cargar de futuro y cada vez que escribo se me va emponzoñando de pasado. No abro ya camino nuevo y cuando pienso haberlo creado termina en acusación, en testimonio viejo. Quisiera como el poeta Juan Gelman que los años envejezcan conmigo, que no manden más los años, sino el obsequio que tengo, la rutina del cariño. Nunca es engaño, siempre es testimonio, tienen la fuerza de los amores imaginarios.

Habrá que dejar, pues, mi hueco al hueco, al que ocupe gentes de mejor hacer que el mío, se me pierden las sílabas y entre el dolor de los huesos, hasta ahora me defendía en una especie de equilibrio. Y tendía a la vez mi rostro y mi cuerpo, y pedía que me levantaran a voces, sin rencores ajenos, porque nunca tuve intención de provocarlos. Es bastante sencillo, a veces por la calle, cultivo la caricia, el gesto bello y me basta la esquina siguiente para volver a hacerlo. Ni engañé al principio, ni lo hice luego.

Sigo amando como siempre, acercando la almohada empapada de dolor quieto, ese que nos concede una inocencia ciega, unas ganas de tenerlo todo de nuevo, de acercarse a alguien, de pedirle el ápice, el ángulo del cariño que necesitaré siempre; voy cuajando con mis palabras la felicidad que se acopla, que surge, dejármela quieta, que no me la niegue nadie o dejaré para siempre el amor, al menos el tiempo que le otorgué en la red. Se quedará mi vacío, que si tuvo vicio fue lo más parecido al vicio; todo casi a oscuras –al menos para mí- como un apagón de brillo que pedí siempre, que necesité para ver si era posible que me dolieran menos los huesos; y así un poco, entre tinieblas, tocaré a la vez fondo y la ausencia de un placer inagotable.

Nada especial, pero el cansancio de mis huesos, lo que agota ese cansancio, es más profundo que cualquier literatura, que un correo bien escrito, que un montón de años de esfuerzo para no estar aquí de mirón y aportar poco. Nada diferente, los años hacen de las suyas, obligan a dejar el paso libre, aplazan las penas, incitan a soñar con las palabras sueltas ya que soy incapaz de escribir versos métricos, como un poema verdadero.

Nada diferente, aguantarme la impaciencia y olvidarme de lo que tengo fuera, de compartir a lo mejor una alegría con una alegría ajena -¿cómo estuvo la cena, dónde fuisteis?-de que dure más tiempo lo que ya viene durando mucho tiempo, estas hojas largas donde escribo sobre el amor a veces como un ejercicio antiguo que no he dejado de saber hacerlo.

Al final pasa esto, le dices a la gente, a tu gente, los mismos versos del poeta:

…”no te quiero
en mi funeral,
te quiero
en mi cerebro,”…

En el cerebro y en el alma de la gente que quiero, para que antes me duelan menos los huesos. Me quiero morir más adulto antes también de que me echen. Dicen que el dolor fomenta más el deseo, ya lo voy comprendiendo: deseo lo mejor que pedía, lo que más necesito. Por eso quizá yo mismo me estoy engañando, ando buscando excusas, como quien le dice a una mujer, “hoy no puedo salir contigo”. No es verdad, si que puedo. Arrincono el dolor siempre que quiero. No sé si recordáis una cita que he utilizado muchas veces, una sentencia de Séneca que dice “lo mejor del dolor es que si dura no es grande, y si es grande no dura."

Puede ser, pues una excusa, se me debe de haber ido, una excusa para dejar sitio a todos aquellos que más lo merecen.