miércoles, 26 de noviembre de 2008

Mi deseo de tocar el mundo

De no ser sólo como un individuo y puestos a ello superar todos los límites, fungirme en otro ser, para juntos poder calmar así mi sed ilimitada de la vida, mi propio talento de vivir. Viene a ser lo contrario de lo que tengo: quería escapar de la soledad y no buscar ya nada más. Y es en ese mundo que quiero tocar, por el que he de caminar a solas, majestuoso e indiferente, orgulloso y exigente para obtener así la manera de vencerlo todo. Para ello hace falta, una gran individualidad y hacerte con una historia detrás.

Instrumentos a utilizar: los libros son la mejor parte mía, me devuelven la fuerza vital que he ido perdiendo por el camino en mi cruel servidumbre al cuerpo. Ya me puede doler lo que me duela si estoy leyendo. Ese libro será entonces como dije una vez, mi tierra, mi barro, mi agua, mi deseo de una mujer. Y sobre todo, mis palabras, esas que pueden servirme un día para comerme el mundo.

Ésas que aquí me abren camino tantas veces para que una mujer diga: eres el único hombre que has sabido abrazarme, porque el abrazo tiene un misterio y un rito que hay que aprenderse antes, cuando vas por la calle inventando la manera de poder tocar al mundo y a una mujer.

Sin hacerle caso a nada: ni al tiempo, que lo cambia todo, crea nuevas conductas, modas y maneras cuando ya te habías aprendido alguna y hasta era cómoda y bonita la chaqueta de pana que llevabas puesta por un camino libre y ligero, de la mano del lenguaje, lo único verdadero que me queda al final de cada tarde.

A pesar de todos los pesares, amo tanto la aventura de la vida que me basta, comiendo hoy sin compañía, con una revista informática que dejaba poner mal el plato al camarero, quiero buscar, junto con ese abrazo tierno y único -no hay contradicción- la certeza como dice el poeta, de “estar solo para hallar lo que importa.” He hecho mal a estas alturas demasiadas cosas, no tengo vuelta atrás porque ni me he planteado que existe: solo está lo que hice, lo que dije, lo que sueño con la ventana subida cada noche.

Y después de los libros, de estar un rato aquí, me imagino de una vez aquello que fue y no pudo ser, ni es verdad: que esa chica con la ropa de marca que devolvía varias veces, se paseaba con tacones por la casa, se empeñaba que yo lo había leído casi todo, me hacía compañía con la puerta cerrada porque tenía otra razón distinta que la mía y con esa otra razón se fue un día. Así tuve que decirlo en un salón entre risas y una simple pregunta de curiosidad. Así lo contesté, ya no está, ya no está.

Tampoco ha sido verdad que me puse a rellenar una tarde este cuaderno con todas las cosas que sentía, que quería decir y no me atrevía a hacerlo hasta que alguien me dijo hazlo. No se qué lo que tenía dentro en el camino imposible entre su belleza, su sabiduría y su forma de entenderme. La parte que es verdad de todo esto está escrito, casi más la puso ella dándome el aliento, una fuerza que yo pensaba que era imposible que la tuviera una mujer junto a un mar muy distante del mío, un mar tan bello que no me puedo quedar sin ir a verlo a su lado. Ya lo conozco, pero necesito saber cómo es estando a junto a ella.

Hace díaz leía una cita de de Juan Carlos Onetti “que le gustaría sufrir de amnesia para olvidar los libros que amaba y volver a leerlos con la misma placentera sorpresa que la primera vez.” Pues es lo que tengo con ellos un pacto distinto de placer: saber los que me quedan por leer. He hecho un cálculo: los mismos más o menos que he leído en todos estos años.

Bueno, pues eso viene a ser querer tocar y comerse un poco el mundo: una vejez así, con la pequeña sabiduría del esfuerzo, del estudio, del empeño, del sueño, del deseo; una tarde alargándose, tiempo de sobra, casi prestado. Y escribir cualquier cosa que no venía a cuento.

Pero no me podido evitar, además de contaros mi deseo de poder tocar el mundo, mirar una habitación vacía, no sé por qué.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Me abandono a las palabras


Porque en ellas está mi horizonte, mi energía, la manera de borrar mis errores, todos los ideales que me sirven hasta para la salud del cuerpo. Palabras que me salvan una y otra vez como una especie de sortilegio erótico para hablar de los libros. Busco en ellas al mismo tiempo el problema y el placer, la llamada salvaje para ver si ese adorable ser me calma o aumenta mi embriaguez. Con ellas puedo prometer y prometo un año entero de caricias y escribir con la tinta guardada desde ayer las palabras que no supe decir jamás. Me temblaba el misterio de lo que vendría luego, me acogía la lucidez de hacerme nuevo, de poder cumplir aquello que ya debí hacer, un especie de sentimiento asimétrico de viene y ven.

Además, a la vez mi palabra quiero que sea ventisca y pasión, seguro que la aportaré, no haré nada más: o a falta de papel la cara cerca de una mujer; o la debilidad de ser este hombre que aquí digo que soy porque las debilidades aproximan, dejan más quieto, se alarga como estés y si luego te preguntan cómo estás tendrás el suficiente talento para convencer que te falta solo un punto para terminar en el abandono de quién quiera saberlo.

Siempre escribo con café, humo y melancolía, estoy también de acuerdo con la cita de Pascal en el “Dietario voluble” de Vila-Matas: “la mayoría de los problemas de los seres humanos vienen de no poder quedarse tranquilos en su habitación.” Pues yo tengo una habitación para estar tranquilo, el humo, el café y la melancolía, la fe en cada palabra que pongo al lado de quien se inventó las suyas para crear este cuaderno de bitácora que dice la Moliner que es un blog, la alianza de web y logbook.

Quiero obligarme a necesitar las palabras con una gramática del miedo que casi no necesita el verbo porque si pongo el verbo me quedaría conjugándolo todo el día. Y siempre estaría jugando con su compañía, con el yoismo y el tuismo de nuestra lengua, escuchándola y dándola a escuchar al borde de las cosas, siempre, constantemente.

Me abono pues a mi lenguaje porque me vale, porque me lo estuve construyendo con miles de horas leyendo, porque detrás de él para quién supo conocerlo está lo mejor de mi persona. Soy capaz de escribir con palabras sencillas y que se vuelvan lo suficientemente obscenas para que sean juegos de tacto sin respuesta.

Dejarme que vaya poniéndolas. MI palabra es más si alberga deseo y lo tiene; mi palabra se queda quieta y espera si le responde una mujer luego. Mis palabras llevan sueños si me dan alguno después, tienen mirada, se fijan en los labios ajenos para al oírlas hacerlas nuestras con el pliegue tierno que siempre tienen los labios, un momento, un instante, antes o después de decirlas.

Quisiera ser en mi abandono un animal absoluto de palabras, cansado pero rebelde, tierno pero ansioso. Sé que antes de decirlas soy su dueño, luego su prisionero, no me importa, me sentiré más como un amante vulnerable.

Me da miedo la noche porque no las tengo. No como ahora que sería capaz de decir con ellas: déjame tocarte como se debe, tengo el verbo suelto para la boca amada, un fondo de congoja como la tilde en un diptongo tierno. Ahora me las noto como si fuera el lenguaje del cuerpo que ha llegado antes. Allí me abandono.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Necesito la dignidad de rogar


Ray Loriga cuando “ya sólo habla de amor”, pide al final esa dignidad de rogar que debe buscar siempre el hombre. Pues la necesito. Todos tenemos, en efecto, una cuenta de miserias pendientes, pero bastaría que no sólo se contabilicen las miserias y tuviéramos presente la hondura de los abrazos en silencio, de cómo me importaba cada vez más el aroma secreto de una mujer. He sido capaz de soñar demasiadas veces, al menos un instante, con las manos, las caricias y los besos; fui siempre un especialista de enfrentarme así al dolor y a las derrotas, las ignoraba, las dejaba aparte. He necesitado imperiosamente la inquietud del afecto sea cual sea el tamaño o el momento.

Voy a buscar, pues, ese ruego pausado y único en cada línea, con cada libro terminado. Que me devuelvan el éxito de la vanidad que tuve de besar con amor hasta en la calle, estoy esperando todavía que me quiera todavía más una mujer que ya me quiere, tengo en la memoria sus últimas palabras: sentir que te quieren y querer, y eso lo tenemos. Pues me basta imaginar el murmullo que debe tener la tela sobre su piel, por eso necesito en mi desconcierto que me cojan la mano y me calmen así el ardor de las largar esperas.

Que me quede al menos, pues, el sonido de las horas propias, estas que aquí, me permitieron repetir las cosas que hice bien, que saldría todo otra vez, al menos igual de bien o igual a secas, es bastante. En esas horas voy a rogar -habrá que hacer bien la lista, no dejarse nada-: mirar en la mirada de diario con los ojos de diario el momento que empiece la mañana oliendo a colonia tirando a buena; esa posibilidad tan humana de acoplarse a la perfección los cuerpos y las palabras, hablando o rompiéndose las caricias; acercarme a los sueños, esos que antes de venir, ayudan. Esas son mis horas propias, con una estampida tierna dentro, asumiendo el papel de novio de la vida impaciente y antiguo.

A lo mejor en esas horas y dentro de los más necesitados ruegos, tendré que rozar la punta de los dedos para saber de los nervios del otro y encontrar definitivamente la calma. Por ejemplo el amor de toda una vida o el polvo del siglo, una u otra o las dos cosas que viene a ser lo mismo. Qué infinita paciencia, mirando por las tardes una presentación de power point que a lo mejor viene a insistir en anhelos inútiles o en errores que no está uno dispuesto a confesar ni a rectificar.

Pues todo eso constituirá el cúmulo de miserias, aquí estoy yo, aquí estás tú, porque indudablemente -otra vez con Loriga- “la vida se le hacía insoportable sin una mujer en la cabeza.” Oye, Loriga, a mí también, chico, aunque sea para las horas de pausa, cuando ruegue, y ruegue lo que ruegue. Siempre en cada escrito tengo a rastras una inexpresable tristeza que tienen las cosas, pero sigo sujeto a la vida aunque os voy a confesar -con mi derecho al ruego- mi convicción y mi empeño.

Está claro que la vida no te suelta nunca, ni tú a ella, pero los días se me acortan de tal manera que los voy convirtiendo en media jornada. Imaginaros, pues, poder escribir sólo la mitad de lo que quiero; que de las caricias que lleva mi verbo sólo pudiera poner la mitad, y a mí me gusta igual que en el verso y en el beso, la boca entera, la mirada que perturba cuando llegas al final de estrenar las ganas.


Media jornada -me he dado cuenta- solamente por mi manera de abarcar la vida, comparado en cómo me apoderaba de ella antes. Quizá tenga suerte -ya sabéis que me gusta hablar de la mujer al principio y al final- y no tenga que mover un músculo, ni un ruego, ni una hora de espera o de pausa porque puede que sea -ya que dice que eso lo tenemos - del tipo de mujer que le gusta caer sola.

MORIR DE AMOR

Por “Limón Ceutí”
Para Fran que dio asilo a mis escritos

“Lo único que me preocupa de morir es que no sea de amor” -le oí decir a mi padre al envejecer. Y fue justamente por entonces, recién terminados mis estudios, que tuve conocimiento de una leyenda ubicada en una aldea próxima a Mosul, en el Kurdistán, sobre una mujer, madre de una sola hija, quien le devolvió el favor de haber nacido dándole ocho nietos. Al último en venir -que se demoró 12 años del parto anterior, se le puso por nombre Gabriel, que significa “esposo divino”, en tanto que fue este el Ángel de la Anunciación y la Concepción. La abuela decía que Gabriel no era de este mundo, sino un enviado del más allá. Y así fue que se le fue tan pronto, como los elegidos, florecido recién.

En el Kurdistán iraquí es compulsivo incinerar los cadáveres y aventar sus cenizas en lugar de libre elección. Pero la abuela logró rescatar las de su nieto a tiempo, las disolvió en vino y se las bebió, enterrándose viva acto seguido. No encontró urna funeraria más adecuada para depositar lo poco que quedó de su Dios.
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En el reino animal supe después de la existencia del calamón, o porfirio, ave de la familia de los rapaces susceptible de domesticar y habitar entre los humanos y al que se tenía por celador y celoso del débito conyugal; de modo que, acogido en lugar ocupado por mujer que sale ventanera y no lo guarda, lo denuncia quitándose la vida. Se le conoce como el pet suicida.

Vivíamos entonces en Kirkuk -fronteriza con Irán y, puerta con puerta, habitaba una familia ucraniana que tenía un calamón. Empezó a mostrar éste signos de alteración de la conducta, descartándose de inmediato cualquier referencia a la santa esposa -mujer de vida monacal y todo un antídoto de la lujuria. Las sospechas recayeron en el vástago, por la más tierna edad que andaba, que escribía torcido y apuntaba hacia sendas que llevan al despeño y precipicio. Una mañana de domingo, cuando la madre entró a despertar al niño, encontró al pájaro -que dormía con él, inerte, cosido al pecho a picotazos y sin una gota de sangre en su interior. A lo visto no halló manera mejor de poner sobre aviso del peligro que corría el hijo de su señor.
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La historia de Nashibia es la de un amor de estrellas cruzadas, judía ella, palestino aquel por el que deliraba. Ocupaba el chico con su familia una tienda en Uasef -un acentamiento de refugiados árabes en el Líbano. Se veían al anochecer y a escondidas, sin ocultar el muchacho su condición, en tanto portaba siempre la jaifa en bandolera en sus encuentros con ella.

En un bombardeo judío de represalia, el acentamiento palestino quedó reducido a pavesas, sin que Nashibia pudiera siquiera guardar como reliquia rastro alguno de su enamorado.

Pasaron los días, los años. Y una mañana, temprano, cuando todo parecía haber quedado en olvido, la chica se encaminó, como de costumbre hacia el mercado de Benalua, tras haberse demorado más de lo común en el ajuste de su corpiño.
Se dirigió al lugar que sabía frecuentado por soldados israelíes en licencia y dónde se vendía droga. Y sin dar motivo ni preámbulo de especie alguna, rompió a llorar. Su porte candoroso movió la curiosidad de los militares judíos, que se acercaron a indagar. Y en el momento se vio rodeada por ellos, introdujo su única mano libre en el pecho y arrancó de un tirón la horqulla de la granada que portaba encorsetada, volando en pedazos junto a ella el corro íntegro de soldados.

Aún con el paso del tiempo -que dicen que arregla las cosas y trae las rosas, Nashibia no fue capaz de olvidar a su enamorado.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Mi libido, mi llanto desordenado y propio


La entropía de todas mis historias es eso, su envejecimiento o una medida de desorden. Del cuarto al salón o al sillón de leer, de los nervios a la calma como una especie de admitida decisión a una forma de ser que ya traía puesta. Y me vienen ahora de golpe historias, a la memoria, al pasado que no quiero, cuando dejaba que se hiciera más de noche para salir de casa buscando siempre la posibilidad del milagro nocturno, de ése, en el que no creo ahora en absoluto.

Salía con ropa fácil de entender -venga, os cuento- y si ahora tengo un taller de escritura, un escritorio desvergonzado y público, entonces tuve un rincón de lectura donde acudieron escritores con escritura ya estampada, cuyos libros estaban sobre mis mesas de ofrecimiento al público. Pero luego, cuando había conseguido al fin que la madrugada fuera más madrugada, aquellas figuras del teatro, disfrazadas de personajes imposibles esperaban el amanecer, terminando allí la ginebra y el whisky bien ganado; me robaban cuatro libros mientras yo le rozaba a la primera ama de la compañía su postura más provocativa y la última mirada de sus ojos de diario, la borrachera y las sobriedades que debíamos tener ambos.

Yo que soy un hombre tan amante del orden, que recojo cada noche de una mesa de estancias prolongadas, los periódicos viejos, dos ceniceros llenos de colillas, los restos de una cena que cada uno se prepara lo mejor para que pueda ser cena, allí queda sólo mi regalo en condición de colmenero, ya que los libros que leo y que anoto, que subrayo, que destrozo un poco, me los llevo puestos a la cama para poder leerlos hasta el tiempo que quiera, hasta lo que me deje lo que luego será el mejor despertar que tenga un sueño. ¿No lo habéis probado? Pregúntale a tu libro dónde te habías quedado, al levantarte, qué le pasaba a ese personaje, que hablaba poco, que esperaba junto a ella hacia dónde más se puede huir.

Se me van acabando todos los imperativos de orden, ahora ya me viene el envejecimiento del desorden. Nada menos, -casi lo escribo en cursiva, con soltura y sin especial cuidado- me voy acostumbrando a esa entropía en forma de caída porque el ser humano se acostumbra a todo y nosotros a él y no nos damos cuenta de su deterioro, de sus acumulaciones menos queridas.

A todo me estoy acostumbrando, a todo me voy a acostumbrar pero voy a conservar un pedazo propio inmaterial pero muy apreciado, poder deciros aquí lo que yo quiero: acordarme de un abrazo tierno, volver cada mañana a ver si tengo suerte con los libros y entrelazar las manos con quién tiene que dármelos; si es verdad que la vida acaba siendo algo, aunque sea lo mismo dentro de lo mismo.

A lo mejor es cierto eso que le leía hace días a Millás, en frase de un espía de John Le Carré: “nosotros no vivimos la realidad, pero la visitamos”. Pues en esa visita donde la voy limpiando de recuerdos voy a seguir explicando mi reclamación y mi queja permanente: necesito el receptáculo que es cada mujer -porque para mí todas lo son- detrás de cada escrito, de cada contestación. Me voy a detener aquí mucho más de lo que pensáis, os pienso contar una historia cuando responda cada vez, desordenado pero con la belleza propia que me otorga el lenguaje inexpresable y expresivo al mismo tiempo.

Pretendo contagiaros de palabras, ya que los besos los tenemos aparcados -no malgastarlos con cualquiera, -guardarme un poco de ellos-. Mi poso, mi descanso, mi inmortalidad va a estar aquí porque todas las enfermedades que pueda tener mi ánimo -ya se lo leí un día a Paniker- son todo enfermedades del lenguaje.

Mi libido es este sitio, mi máximo deseo, mi llanto desordenado y propio del que nunca supo nadie. Aquí, mi librería abierta toda la noche, donde gozar con los versos de los otros ya que yo no pude ser poeta. Mi camino y mi estancia hasta donde la vida me lleve. Ese llanto que he dicho, porque llorar bien cuesta, como todo.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

De acá para allá


Ando estos días leyendo unos excelentes cuentos de Juan José Millás donde a veces une un aparente despropósito con una honda filosofía. Y de uno de ellos me quedé con esta expresión, yo diría que aplicable para el día a día -por lo menos mi día- muy de lleno: “Mi madre pasó por varias etapas, como Picasso, sólo que ella, en vez de pintar, iba de acá para allá.”

Me pasa que no sé hacia dónde voy ya, no pinto tampoco, ni hago nada que valga demasiado la pena y el rumbo por factores internos y externos es de un lado a otro. Poco me vale la nostalgia del pasado, estoy como en un tránsito de autodefensa para que no se me queden demasiado pronto ya muchas cosas o momentos sin defensa.

Me valen pocas filosofías. Ya Hegel decía que la filosofía llega siempre tarde; posturas tomo las mismas; los anhelos se apagan, evoco cada vez con más insistencia estímulos que no me llegan o no son suficientes. Quisiera una eternidad que no se midiera, una evidencia de ética propia y una belleza al pasar frente a cualquier cosa: los ojos de una mujer, las palabras con parsimonia propia como una vivienda con las claves de la estética zoom permanente.

Mientras, sin embargo, de acá para allá, sin pintar nada. Lo compenso, os lo cuento, intentando hacer mucho: que si un rato escribiendo, leyendo como un vicio siempre compensado y recordando las veces que he escrito en estas mismas páginas sentimientos que jamás dije tan rotundamente. Me ha pasado porque he escrito por alguien y para alguien. Hace días escuchaba su voz de nuevo y al colgar el teléfono fue tal mi conmoción que una persona junto a mí me dijo, ¿le ocurre algo? Solamente, le contesté que he hablado con una mujer que cubrió plenamente todos los motivos que me iba inventando adrede para ella.

Me falta ese punto de anclaje, esa seguridad que se le puede llamar locura. Se me acaban los motivos de estar, hasta de desgranar palabras que poco importan ya a nadie. Quizá tenga de nuevo que convertir este escritorio público en una atrocidad a destiempo pegada al pecho y decirlo luego -como hice tantas veces- como una forma de auto absolverme.

Necesito sentir tener cerca lo que tuve tan cerca, faltó solo un pulso, una imaginación cuidada y cultivada. Necesito volver a decir lo único que supe decir: que aunque ella tenía treinta años menos y yo treinta años más, por la autoridad con que trato cualquier cosa, la amé y la he amado lentamente, con la lentitud que siempre tuve para eso. Sin saber casi de ella -eso es lo que me causaba el asombro- pero llegando hasta el fondo de sus pupilas quietas donde debe tener la vida que nunca quiso explicarme.

Por eso ahora, voy de aquí para allá, dejo el tiempo, más o menos quieto, mantengo los caprichos del asombro del prolongarse la vida, pero no me siento capaz de poder mantener y prolongar las ilusiones para siempre. Estas pausas desorientadas merman facultades, voy siendo cada vez menos, sintiéndome como en un final perezoso queriéndolo disfrazar en algo natural, que debe ser así y empeñarse en ser natural es una especie de derrota escondida e íntima.

No me hagáis ya mucho caso, ni tan siquiera a lo que diga. Os contaré: hoy he utilizado un hermoso recurso, un libro magnífico y querido que me regalaron con la excusa de “regalarle miel al colmenero”, que reposa aparte de todos los miles que cubren las pareces y las mesas de trabajo de mi casa, le he dicho a la persona que me hizo tal obsequio: cuando yo no esté llévatelo enseguida, di que es tuyo porque con él me regalaste una parte de mi vida.

Eso es ir más o menos de acá para allá, decir lo que digo.

LOS DIOSES PROTECTORES SE NOS VAN

Por "Mirlo blanco"
No había cumplido un año que su madre lo trajo, en vuelo directo Teherán-Madrid, vía Frankfort y aquí ha malvivido los trece con que cuenta. El padre quedó atrás, no guardan de él ni sus señas. La globalización nos quita la tierra de debajo de los pies, nos deja en orfandad permanente y nos hace perder, como la flor del loto, el cariño de la patria.

Pero yo veo al vástago como ido, camina errático, no acaba de encontrar definición. En Irán la prole no lleva otro apellido que el del padre. Pero bien puede decirse que le conoce sólo de oídos, se le fue sin dejar rastro, como la anguila se disuelve en el limo y desparece. De él sólo le queda el color verde olivo de su piel, su mirada tenebrosa.

Aquí se integran mal que bien, la tierra extraña quema, pero van tirando a rastras con su desarraigo y desvalimiento. Les llaman los niños del llavín, del cuello cuelga la llave de casa, no la fuera a perder, que al volver no habrá nadie que le abra. Se encuentra sólo con un perrito lanudo, verlo agitarse sin pausa, las carantoñas que se hacen, parece que hacen más llevadera la lastimosa soledad a la que está hoy condenado el hijo único.

Los dioses protectores se nos van, les veo que se alejan, oigo su música en la distancia. Y se llevan consigo un pedazo de tu ser.

La madrugada de Madrid es fría en invierno, el Colegio está distante, aprieta el paso por ver de compensar, sin saber a ciencia cierta si la opresión que sufre en el pecho proviene del medio ambiente o del vacío que siente en el lado izquierdo, donde dicen los manuales que se aloja el corazón.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Le he contestado, elige tú el sitio, yo prefiero en la boca.


Tenía que solucionar la resistencia de los recientes recuerdos para que ya no fueran recuerdos. Elegí primero esa especie de hogar que no se encuentra en el espacio sino en las personas, en la manera de estar dentro. Me compré en mi librería, desde mi estante de reserva propia, “Los objetos nos llaman” de Juan José Millás. Dice que son relatos como “cerillas viejas que iluminan habitaciones antiguas”, como un café inolvidable, ya os diré.

Lo que me urge contaros fue mi encuentro con ella, ya ni me acuerdo ni de su ropa sobre ropa porque nunca pierdo la intención de desnudarla, pero sí me queda el último contacto, no sé si al devolverme el cambio porque pienso que no había cambio. Nos dimos ambos el mismo pago: la mano sobre el mostrador, los dedos traviesamente entrecruzados, ambos pusimos codicia y buenos modales, media cuarta de mano en la otra media, hubo como una especie de fervor en la caricia mientras nos mirábamos.

Enamórate más de mí, le dije, porque yo ya cumplí la parte propia, pongo cada vez al verte toda la parsimonia, me he aprendido tu cintura suave y tu pecho vibrante. Te toca a ti convertir cada roce en un ineludible proyecto de quererme, ofréceme tu pelo recogido como una invitación en la nuca incitando tus labios abiertos y tus ojos cerrados.

De eso hablamos, descarados y tiernos, me pareció que duró mucho tiempo la mano sobre su mano, fue todo un comportamiento, exquisito, lleno de cultura y entre las palabras algún atisbo de las del sexo. Qué comedia en la tienda, sin nadie cerca, notándonos mejor, comunicándonos como una terrible coincidencia: yo comprando un libro, perturbado esta vez más por la mujer que por el libro.

Tendré además que contaros cómo terminé la mañana: ella ejerce su profesión en una clínica lujosa. Mis visitas son largas, ambos las prolongamos adrede. Existe la comunicación de treinta años entre medio, eso crea un perfil que hace del hombre para la mujer como una aparición recién llegada, plena de historia, súbita, profunda, milagrosa. Treinta años no son nada para ella si sabes ponerle tu piel cerca, tus mejores maneras educadas y tiernas hasta hacerla vulnerable, cargada de talento y de desidia.

Terminamos cada vez, cada encuentro con unos besos de despedida junto a la puerta. Ayer no podía ser, había gente fuera y me dijo, nos besamos aquí, a lo que yo le contesté equivocando la intención, elige tú el sitio, yo prefiero en la boca.

La abracé de tal manera que tuvo que preguntarme, ¿te quedan fuerzas para hacerlo de nuevo? Claro que sí, le respondí, esta vez será más fácil. Juntamos el abrazo y el beso, casi sin utilizar las manos, sin pizca de oposición. La abracé y la besé con esos besos adherentes en que uno espera que precisamente se adhiera la ternura. Le enseñé cómo se deben abrazar y besar los desconocidos: que la boca del hombre parezca tener siempre pendiente algo que llevarse a su boca, el cielo del paladar de ella, los pezones claros, transparentes, con urgencia, como una garantía de placer no pactado.

Le dejé mi confianza, mi amistad, la saliva todavía joven y permanente de mis labios, la manera de terminar un beso para que vuelva a repetirse; la profundidad de mi boca, hasta imaginarme siempre hablándole, como una vida en caída libre que ella supo detener preguntándome ¿dónde nos besamos de nuevo?, aturdida de ganas, sin saber bien el sitio y la boca entre abierta.

Ya he cumplido mi pacto: las razones son esas, del beso, tener que preguntar el sitio y la boca mejor dispuesta. Y lo que sea el abrazo,-antes o luego, porque a la vez tiene demasiado fuego- que nada se oponga, que lo sostenga la lujuria y el deseo.