lunes, 27 de febrero de 2012

LA NOBLEZA DEL LIBRO



La nobleza del libro está en las manos del lector. Y por eso se han quedado conmigo, llenando mi casa. Pero cuando llevo una vida íntegra leyendo, y más de veinte años ya junto a uno u otro ordenador, expresando lo que siento y contando lo que he leído en ellos, no podía quedarme fuera de esa “herramienta excelente”, como muy bien la califica Antonio Muñoz Molina en el último “Babelia”, al libro digital.
Sí, aunque cada vez en mi hogar sea más difícil encontrarle un hueco a la última novela que acabo de comprar, o sitio a los versos de Vicente Gallego, (“Nada cuesta aclararse, y cuesta todo,/y todo adquiere luego el mismo precio”) esa no ha sido la verdadera razón para acercarme a la lectura digital que proporciona cualquier dispositivo ebook de los que hay en el mercado.
En el artículo que menciono de Muñoz Molina, “Libros, bicicletas, tranvías”, entiendo su sorpresa ante un amigo que hablaba con devoción de su iPhone y su iPad. Dice que parecía referirse en lugar de a un medio técnico para recibir información sino a algo como “al santo Grial o a la ampolla de vidrio en la que se licua cada año la sangre de San Pancracio.” Es verdad lo que dice Antonio, porque lo que estoy viviendo con la tecnología de Apple que es casi litúrgica, es un modo de ser entrar en una AppleStore, aprender en sus talleres, “one to one”.

Yo no me he abrazado a esa nueva fe en la tecnología para tener que abjurar de convicciones y hábitos anteriores como la tinta y el papel. Todo lo contrario, la autoridad y la nobleza del libro siguen estando en tenerlo en las manos, en hojear sus páginas, en empezar a leer un párrafo suelto, en la travesura de comprarlo. Y para eso hace falta que el libro sea impreso.

Pero he tenido que traicionar, en algunas ocasiones ya, la nobleza del libro editado, por la página electrónica –iluminada incluso de forma que tampoco moleste a tu acompañante de cama a la hora de dormir-.Un simple toque de un dedo sobre la esquina inferior de la pantalla de fibra de carbono que estoy leyendo es suficiente para situarme en la página siguiente. No le pido a este magnífico medio técnico su derecho a la invasión para eliminar el tradicional. Quiero que sea una ayuda, a las de “más calado", a las necesarias, pero que mis manos tengan su antiguo derecho adquirido con tintes de siglos, sigan aportando una nobleza y un estilo al libro impreso, y siempre tengan sitio.

No me he querido quedar fuera, no he podido, igual que hice hace ya más de veinte años, cuando incompletas mis horas y mis ansiedades con sólo el libro en la mano, la red me ofreció una ventana exterior, una tecnología que fue una tentación, mucho más que un entretenimiento. Fue como salir de nuevo al exterior, porque frente al libro no tenía suficiente. No podía llegar, ni caminar hasta la calle desde la inmovilidad de mi asiento.
Gracias a Internet, a tantas horas de estudio cuando ya no tenía ninguna obligación de hacerlo, sino esa especie de gusanillo de cultura que llevamos dentro; gracias a tantas personas que leyeron mis textos o se enteraron de lo que estaba leyendo, me llamaron de lejos, me escribieron, me quisieron. Me pillaban siempre con la quietud del libro quieto, me mimaron con la rigurosa razón de que los mimos no estropean a nadie.

Tampoco me va a deteriorar mi culto a la lectura, el  libro electrónico. Su autoridad la aporta la ventaja tecnológica, su nobleza, trasmitir cultura. Pero quiero advertir mi rechazo a tantas y tantas páginas, lo mismo que ha ocurrido con la música y está acabando con el cine en las salas de cine, donde esa lectura suponga una infracción al derecho a la propiedad intelectual. (Art. 270 y siguientes del Código Penal) Otra cosa es cuando cualquier obra, la propia editorial la ofrece –como está ocurriendo-  a un precio inferior al de su adquisición en papel. En ese pago menor, está el autor, su derecho a la propiedad, y en el lector la honesta lectura.
Eliminemos esa costumbre que ya prolifera de acumular obras y obras gratuitamente pirateadas, cientos y cientos, acumuladas en medios digitales de lectura para no leerlas nunca. Igual que con los películas, uno a veces pregunta a un amigo por un determinado film y su contestación, es "ya la tengo", no si la ha visto o piensa hacerlo o se trata de una buena película. Simplemente está en el disco duro de su ordenador.

Cualquier medio de lectura que tenga en mi mano, no lo voy a utilizar para coleccionar libros en él, sino para leer, para seguir leyendo, siendo como “La hermana de Katia” de Andrés Barba, “con las caderas suaves, con los pechos cayéndole sin prisa.” ¡Qué hermosa metáfora! Sin prisa. No pongo, pues, fronteras a los nuevos medios, es mi total aprobación, mi respuesta, mantener de alguna manera en la lectura mi narcisismo, como una catástrofe espléndida. Es lo que busco leyendo, lo haga con el medio con que lo haga.

jueves, 16 de febrero de 2012

QUIERO VIVIR CIEN AÑOS MÁS



En la calle, en la red, en el papel. No sé cómo lo haré, pero ando metido en este proyecto para que me quede aún tiempo para gestos de amor perdidos, caricias no dadas, comprensiones que llegaron tarde. Se trata de una terquedad mía, de esas que se alimentan por sí mismas y son a la vez la mejor nutrición. Si lo miras bien, cien años es poco tiempo.
Vamos a ver cómo lo hago porque yo traigo también, como dice una amiga poeta, “la obligación de ser fuerte y generoso”. Pero no me vino de golpe, la fortaleza la fui aprendiendo a medida me iba negando recursos la vida; la fortaleza me la he ido fabricando. Han influido a veces motivos que parecen intrascendentes, cosas que nunca estropean a nadie: de joven, la cantidad de sueños, de viejo, la memoria, la insistente memoria de haber podido hacer cuatro cosas al menos, mejor hechas. Me ha servido muchas veces para sentirme fuerte esa razón tan sencilla que tiene la vida, pasarlo putas sin decírselo a nadie, volver la cara contra la almohada y esperar a la siguiente. Porque sí, siempre hay –sobre todo a partir de un determinado momento- la siguiente.

Nadie se conoce del todo a sí mismo hasta que ha sufrido, entonces estás seguro de cómo eres y practicas una maestría que no te han regalado. Porque  no te regalan tu historia, tienes que contarla y yo encontré en la red, a solas con ella, motivos para poder hacerlo. Me he dedicado muchas veces a escribir sin saber el porqué de los pliegues de mi historia, los sitios donde sabía que algo me dolía.

Pero desde ese punto, como si ya hubiera cumplido otros cien años y fuera imposible hacer valer a mis piernas, dar un pasomás a ellas solas, desde ese momento, os cuento, he decidido emprender la tarea de cumplirlos. Me lo dijo hace poco un amiga para que resistiera otros cien inviernos, Y aquí estoy, voy a hacerlo en esos tres espacios: en la calle, los pocos ratos que estoy con ella; en la red donde siempre tendré gente leyéndome, y en el papel, el que han escrito los demás para que yo luego de leerlo, sea únicamente la herencia, la enseñanza que os dejo, a quienes queráis saber de mi propio papel.

No tengo otra manera de poder hacerlo: copular cada mañana con la vida, ver por donde me duele mientras me hago yo mismo el mejor café que se puede hacer en el mundo; tomo una pequeña tostada de pan con aceite y con sabor de queso (ya contaré un día lo que es la empresa de irme a comprar quesos); un pan os decía, que busco adrede en un horno francés. Leo un par de horas, teniendo a Mozart cerca, escuchándolo apenas para no despertar a quienes duermen, a quienes todavía no se han enfrentado a la vida, Me siento delante de un ordenador de mi sala de máquinas: puede ser uno de los dos pc, un Mac o un iPad con quien mantengo una emocionante historia de amor de descubrimientos a base de “App’s”. En mi buzón de correo siempre hay alquilen con quien poder hablar como si hubieras hecho el amor varias veces, con la misma naturalidad.
Luego me espera la calle. Allí siento más aguda la necesidad de tener fortaleza porque me pregunto a cada paso cómo voy a dar el siguiente. (Últimamente he descubierto la mejor manera de hacerlo: igual que hace veinte años cuando cada noche corría 6 u 8 kilómetros junto al cauce del nuevo rio) Es una forma de engañarme, de decirle al dolor de cada uno de los pasos que doy, mereces la pena, mereces cada día más la pena.

Me gusta entrar en las tiendas a comprar lo que haga falta, y si no es preciso es mucho mayor su encanto; hablar con la gente que hay en ellas, que se fijen en mí, que se den cuenta de lo que me duelen mis caderas, mis caderas perpetuas, porque yo no me doy cuenta, a mí ya no me duelen. Que sepan que tienen delante a un hombre importante aunque al final como otro día decía voy a dejar pocas cosas: los libros que he leído y la manera de hacer amigos con ellos.
No le tengo miedo a nada, porque necesito vivir cien años más nuevamente; sólo necesito el equilibrio del cariño, la manera de mirarme como si fuera hace más de veinte años que estoy viviendo en la red, en la calle, en el papel, con mi manera de ser.

Aquí estoy, antiguo por los años, joven porque soy pertinaz, porque me empeño. Necesito en estos otros cien años dejar una señal entre la gente, un deseo de mí, grande, acogedor como es mi hogar, un rincón cómodo para todos los que me quieren.