viernes, 25 de junio de 2010

IBA DESCUIDANDO MI SOSIEGO



Y nada que produzca inquietud o fatiga aunque pueda disfrazarlo el placer lo justifica. Ni el delirio de la propia escritura, esa razón de escribir como un medio más de vida para poder explicar una temperatura fuera, de sentimientos no explícitos y que uno los comparte escribiendo.



Que la escritura es delirio lo reafirmaban ayer en Santillana del Mar en el Curso de “Lecciones y Maestros” –que disfruté el año anterior-, con la propia prueba de Cervantes y como asegura Sergio Pitol. Igual la propia Rosa Montero dijo que intentaba mitigar así el dolor y buscar una luz. Hay otras formas de acallar el dolor: admitir su jerarquía sobre la que tantas veces he insistido. Lo que me duela tiene derecho a doler, a lo mejor es una especie de pesadilla que envejece con nosotros, es carrera, parte de camino con su impudicia y su deleite.


He terminado precisamente estos días una gran primera novela de un hombre, David Monteagudo, de cerca de 50 años ,“Fin”, que como él mismo reconoce, resulta extraña su vena literaria de alto nivel ya reconocido, trabajando desde las seis de la mañana en una fábrica, manejando una máquina sofisticada, acudiendo cada día con su potente moto. Su delirio literario, sacándole al día el enorme provecho de un sustento y dos o tres horas luego al mundo de la escritura, es tal, que puedes entender que este hombre llegue a perder su sosiego y escriba una gran novela.


Pero a quién le pilla ya tarde, más bien terminándosele, quién supo mejor leer lo que otros le dijeron por dónde acercarse más a la vida, necesita esa calma interna, no perderla por nada y resulta más gratificante que uno se solace ahora de los silencios a tiempo, de las cartas ya no escritas, de no adelantarte porque aquello que tenga validez propia te proporciona siempre una experiencia tranquila.


Ya lo sé que como consecuencia a que ha sido el amor casi el único asunto sobre el que me ha interesado la lectura, porque detrás estaban todos los demás, eso era vértice de pérdidas que tenía que aprender, como las habrá ido padeciendo a lo mejor, un autor novel de casi cincuenta años. Mientras yo aquí he ido dejando a dónde me han llamado, lo mejor de mi persona, lo más tierno al menos. Si me iban mal las cuentas, es que debía de ser así porque las entregas a plena madrugada, con las sábanas inquietas del sueño que no reposa ni cuando está soñando; mis pasos por la casa, por los metros que no tienen más medida que los libros; mi pantalla apagada, pero probablemente con acuse recibo de recibo detrás, todo ello tenía y tengo que escribirlo.


Lo único que a estas alturas ya quiero es algo de sosiego, es al menos el simbolismo de un pago a algo bien hecho, y como vivo de palabras, pues siempre demando las palabras. Yo ando escaso de gestos grandilocuentes, ni me gustan, ni sé hacerlos; remos mal manejados; cansancio a veces que se me nota en las pausas sin alegrías ciertas.


Pues yo mismo me he hecho ese pacto, respiraré tranquilo, esperaré lo que sé que viene con el justo dominio de la comodidad que me hace falta, la que debe proporcionar al menos los sitios, las gentes que los ocuparon, por donde estuve y dejé señal de estancia muchas veces hermosa y siempre suficiente. Se puede compaginar el delirio de seguir escribiendo, con el sosiego que necesitamos luego.


Todos podemos en algún momento aparecer con la cara cambiada, a cualquiera le podemos encontrar motivos para modificársela, pero es de nobleza y buen nacimiento, en los sitios en que hubo generosidad y rendimiento escoger la mejor y dejar esa puesta. Siempre me resistiré al cambio de enseñar lo peor cuando existió andadura de lo mejor y entonces se utilizó, se compartió.


Mi delirio necesita que continúe, escribiendo, hacerlo con las palabras más justas, o al menos más aproximadas, para que sepáis lo que quiero, porque os quiero. Detrás está quizá el misterio de por qué no huyo, suelo volver a decirlo casi todo de nuevo con parecidas imágenes y necesite otra vez el sosiego porque cada uno de nosotros somos esas señales en busca del reflejo de una especie de obstinación a donde van a parar todos los sueños.


Yo me detengo, pero sigo teniéndolos.

JUNIO


Imagen aportada por Fran


Por Correveidile

Al mes siguiente se le dijo Junio, en honor de los mancebos, cuando empieza a verdear la sementera. Las plantas han ido tomando virtud durante todo el año, a la par que los días crecían hasta llegar al solsticio de verano –a poquito de cumplir el mes su mitad, en que el sol parece ser por un instante quedarse quieto –tal como lo detuvo Josué para poder dar paso a sus tropas antes de que anocheciera, siendo el día más largo del año, la noche se empezara a venir y la ves como arrinconada.



Y a partir de ahí las horas de luz decrecen y las plantas se enjugan y recogen, la serpiente pierde su piel y se vuelve ciega hasta la remota Primavera, en que restriega sus ojos con el hinojo y ve luego. De ahí también que sea del vulgo en que las hierbas cogidas de la mañana de San Juan tienen más virtud, por haber florecido en el apogeo astral; y que “riña por San Juan, paz para todo el año.”
El vencejo –el que duerme en vuelo, que emigró para invernar en tierras cálidas, ha vuelto ya donde solía, la algarabía de pájaros descontentos que anidan en los magnolios de la Gran Vía al atardecer, el aire plagado de semilla de los plátanos de sombra, que allí les dicen manilos, la noche de San Juan en llamas, la dulzura de vivir.
La misma raíz de la palabra Junio dice relación a lo que es joven, a la fugitiva tiranía de la lozanía, que es como humo de pajas por lo poco que dura, que “el mozo y el gallo, un año”; después le sigue el largo crespúsculo de los dioses. Al igual que el que pone la rosa segada en un vaso con agua, que sabe que, al tercer día, ni es rosa ni es nada; como un tacho de jazmín nevado que guarda su frescura sólo unas horas, desde que el sol se pone hasta que amaga la unánime noche, que se marchita y se te queda entre las manos.


Y no creo que fuera por azar el que, un 14 de Junio, al mediodía, abriera los ojos por primera vez. Después, vino la vida a enlodarlo todo. Que sólo tres días gozarás de esta luz y, al tercero te recibirá la muerte.

jueves, 17 de junio de 2010

LA ILUSIÓN DE PERMANENCIA



Aunque me vaya quedando sin ideas quiero ir conservando siempre un rincón propio con un ápice de bondad al menos, un arte al alcance de unos pocos. Sirve para limpiar la piel de aquellas ocasiones que culminaron dentro de uno en una especie de protesta por la vida corriente. Cuando ocurre me siento ajeno al momento, rotundamente extraño y todo deriva curiosamente de haber vivido esos instantes en sitios donde no debía estar. Me doy cuenta enseguida, no tengo plaza allí aunque me solace una y otra vez, estudié otras materias, igual de profundas y liberales, pero es sumamente fácil equivocarse de redacción y pensamiento.

No quiero errar ni de lugar ni de gentes, me da lo mismo que me encuentre ya en un ascensor de bajada, quiero poder levantar la mirada y que se noten los antecedentes, que no los estropeen el error que se calcula al comprobar que no era ese piso, el lugar ni la residencia. Antes de volver a equivocarme, estar sólo si hace falta, que se parece a ser libre, y eso hay veces que no hay bicho viviente que lo aguante.


Un artículo de Elvira Lindo del pasado domingo, hablaba que no le gustaría ser más joven, que quería “estancarse, hacer eterno este presente”; que añoraba la lozanía física y notaba que era cierto que ser viejo duele en los huesos –yo te tomé tiempo y me dolieron mucho antes de hacerme viejo-. Se lamentaba que “al parecer provoca más dolor el deseo frustrado de tener una vida distinta de la que nos ha tocado en suerte.”


Y le quiero contradecir: me quedo, Elvira, con la vida que he tenido y que tengo, no le voy a pedir prestado nada a nadie si no es mío, tendría que morirme antes; ni hasta, a veces, a la mujer que llevo al lado como un brazo cómodo dónde apoyarme siempre cuando subo precisamente escalones con ella, sin escalera, sólo quiero evitar o salir de ellos, de los tropezones, las maneras habituales de equivocarse. Me sujetaré con la larga retahíla de los cariños leales de siempre, evitando impacientarme, voy a estancarme en el presente porque es el sitio dónde voy a pasar el resto de mi vida.


No pasará nada si se me acaban las ideas, siempre me quedarán los libros para buscar nuevas en ellos, pero quiero ser bueno, bueno hasta la médula, sin tener que rascar nada luego; bueno con quien tengo cerca, bueno en sitios como éste que se escribe y se lee y luego hace cada uno lo que mejor piense. Pero no bueno como una estampita del colegio, sino ejerciendo la calidad que tuve y puse en marcha en tantas ocasiones, desde el comienzo, a pesar que el paso del tiempo a una cierta belleza, de origen, de expresión, cualquiera puede notarla acentuada pero cansada. En definitiva, bueno con quién lo merece.


Pues no me voy a cansar de intentar ser lo mejor que pueda, como si fuera mi forma de seducción, mi libertad interior y exterior prestada a los demás. Quiero que se note entre las mismas hojas donde escribo un intento de conquista con la mirada, un momento oportuno que alargue su oportunidad hasta que haga falta pero dónde desarrollarse a gusto, ya lo dije: en piso, lugar y residencia adecuada.


La claridad y la verdad en cada palabra escrita, que nadie me pille con el paso cambiado porque lo tuve siempre recto y sorbo a sorbo ese ha sido mi pasado. Donde puse la entrada, tuve luego la salida, nadie me dijo es por otro lado, eres ex de nada y entonces es absurdo que la confusión la provoque yo mismo. Me suenan extrañas las relaciones entre la gente que fueron de una manera muy gloriosa y se acabaron enseguida.


Quiero que lo que reste sea, una vida normal, me doy cuenta que no existe para mi vuelta atrás porque lo que no puede volverse de nuevo es el tiempo. He gastado a la vez montañas de ingenuidad, entregar más de lo que podía. Necesito ordenar mis cosas, darle paciencia a la salud por si hay alguien que le importe saberlo cierto. Sacarle todo el partido al café de esta mañana, a las seis y media, casi cien páginas de una excelente novela de Marta Sánz; dejar que me llegue la tarde como muy de media tarde, leer luego por la noche antes de dormirme engañándole a los dolores de los huesos.


Necesito lealtades de admiración y de paciencia; siempre supe devolverlas; una confianza de gente buena que sea a mí a quién le pregunte, ¿necesitas algo?; vivir con pasos adelante, malos y breves como suelo darlos, pero seguros que hasta desnudo de ideas nunca perderé la de ayudar a la gente. No quiero sentir penas y menos de mí mismo, la pena no puedo permitírmela, quiero valer lo que valga más o menos pero que sirva para formar parte de esos pequeños actos repetidos que consigue transmitir la ilusión de la permanencia.


Eso venía a decir, como si ya fuera la última idea para ir a parar a la monotonía establecida de las vidas en orden, un amor a esa vida sin que nos exceda, que suponga una garantía para preservarla, por si acaso.

AÑORANZA DE MI PADRE



Por Correveidile


Durante mi niñez y adolescencia, mi padre se hizo más de temer que de querer; después pasó por desentendido, como si con él no fuera la cosa, ausente siempre. El miedo con que me acercaba a la clínica del papá, en el extremo norte de la casa, cuando entraba a pedirle dinero para reponer ropa interior rota. Claro está que hubiese preferido mil veces llevar el calzoncillo a trozos con tal de ahorrarme el mal rato; pero me obligaba a hacerlo mi madre, por joderlo a él también. Con lo que, entre uno y otro, dejaban al pobre crío atrapado entre dos fuegos. Qué te voy a decir cuando había que pasarle a la firma algún suspenso. Todo ello con el olor penetrante de los rayos ultravioleta, que emanaba de la clínica e impregnaba la casa entera y que doy por seguro que sería cancerígeno.
El día que me pegó con furia, esquivando yo los golpes como pude detrás de la máquina de coser, bajo el influjo de ve tú a saber qué hados malignos o conjunción astral que le hizo descargar su cólera sobre mí, me quedó de mi padre la imagen de un ser abominable, más que otra cosa. Lo mismo que me embutió de niño el judaísmo, del Dios padre, justiciero y vengativo, implacable del rayo que no cesa y fulmina con el rechinar de dientes y la perdición eterna. Cuando, bien al contrario, Dios es el bálsamo que te hace llevadera la carga.


El pánico y la peste a rayos ultravioletas han quedado, medio siglo después, fosilizados en mi memoria.
Demonizado por mi madre en el feudo interminable y cruento que fue su vida conyugal, jugó el papel del “malo” en la película. Y, como ocurre siempre, acabé por alistarme en su bando. Y llamo al feudo cruento porque, como es de ley, fuimos nosotros los que pagamos: la prole. Con eso y todo, hoy lo añaro.


“Haz tu casa al solano y vivirás sano”. Y así lo hizo el abuelo paterno, que edificó donde cara al levante en una de las colinas que circundan la ciudad. Después de comer, la fachada de “Villa Zoraida”, el chalet de los veranos de mi infancia, queda en sombra y yo, que era de los que en viendo gente huye, me salía a sentarme en el antepecho de la verja –un poco incómodo a la larga, pero, para un niño, venía sobrando: me salía a disfrutar de lo que no cambiaba entonces por nada: del bien de estar solo. Después de comer, nosotros. Porque, en el tren de las 3, por el fondo de la Plaza de la Concordia, subía pesaroso el papá, que venía de pasar consulta en la ciudad, enchaquetado, anudada la corbata, bajo el sol cegador del ferragosto y de la plaza sin un solo arbolillo. Y le veía venir cansino y disminuido, sinque ni una sola vez me levantara a acostarle la distancia, a aligerarle la carga de los años y el desengaño con un beso.
Le vuelvo a ver, en las raras noches de crudo invierno, ponerse una casaca militar para andar por casa, de lana azul y trabilla trenzada de pasamanería negro, más propio de remero del Volga que de un médico que hizo la guerra de África y volvió tan trastornao que, al llegar la lucha hasta las puertas de casa, salió huido y buscó asilo en un Convento.


Son cosas, todas ellas, que te vienen a la memoria, una y otra vez, a lo largo de los años, igual que cuesta quitarse de encima un trapo mojao y mugriento, que afloran cuando ya nada tiene remedio y ves que te has equivocado en todo, que te apenan como un lujo burgués añadido para más inri –que poder encerrarse en una habitación a llorar, ya no es sufrimiento.

martes, 8 de junio de 2010

"CUÁNTO HE LLORADO PORQUE CUÁNTO HE TRABAJADO"

Fueron palabras de Rafa Nadal al término de la Final de Rollan Garros en que además de obtener la quinta victoria en esa especie de Champion del tenis, recuperaba el número uno del ranking mundial que la lesión de su rodilla le había hecho perder meses antes. La figura emocionado del tenista español, me hizo la otra tarde llorar a mí con él.



Soy un predicador del esfuerzo, de la convicción, de la lucha. La vida a nadie le da nada, le puede quitar, le puede dejar lejos del sitio que le conviene, pero hay camino, senda dura por dónde se puede conquistar ese espacio. La jerarquía del dolor se establece de pronto por algo y para algo. Todo es hermoso y todo merece la pena de ser vivido en esa andadura, hasta el propio dolor, porque detrás de él está la vida. Lo mejor surge del dolor y detrás de cada uno hay un recuerdo, una especie de tatuaje en la piel.


El tenista que lloraba el domingo al final de la victoria, lloraba su dolor –el de su lesión- su esfuerzo, su trabajo, eso que goza de tan mala prensa cuando se tiene y que no siempre somos capaces de emplearlo, de sacarle el debido partido entonces. Su tiempo en la cumbre social y económica pudo emplearlo para un ocio más relajado. Lo empleó en el trabajo para poder llorarlo luego.


Cierto que hay muchos caminos, que yo mismo estoy fuera de una ortodoxia cuando me la han querido imponer y no es de mi agrado; que me quedo en ocasiones como lento en la lentitud, que finjo ser lo que no soy porque hay un placer que está lejos de líneas trazadas, paralelas y brillantes. La debilidad puede aportar la singularidad más íntima porque hay goce débil, inconfesable y callado. Y mezclado puede haber un amor tan palpable y tan humano que te de acceso al dolor, comienzo de la otra ruta para poder soportarlo todo llorando después.


Perderé la compostura, pues, cuando sienta la necesidad de perderla, seré obsceno, suplicante, renegante del esfuerzo y el trabajo. No renuncio a nada, pero ni mucho menos a las lágrimas, a la manera profunda de llorar cuando nadie me lo mande. Que no de señales jamás de la aceptación de perder, porque perder no sé, no hay ni que pensarlo para que jamás se te note. Únicamente en los más obscenos y necesitados momentos puede uno rendirse y humillarse.


No sé, es como una doble cara, como el rostro desesperado que se tapaba el tenista enamorado de su triunfo con la tolla sucia con la propia tierra batida que aplastaron sus zancadas al sacar o devolver cada pelota. Por eso al final lloraba, se le juntaba el precio y el premio de su constante esfuerzo, lo que había trabajado. Le daba al mismo el excelso valor cuando pudo tener otro empleo de su tiempo.


Me viene ahora el recuerdo cuando la vida me negó a mí demasiado pronto el propio esfuerzo diario de mi trabajo. Me sentó en una butaca movible, que pudo ser para siempre con un libro en la mano. Entendí que había terminado mi trabajo, no por voluntad propia, sino por uno de esos avisos que llegan para marcarle de repente a cada uno sus posibles límites, como una enseñanza y poder saber que puedes tener que pararte en cualquier momento.


Empecé a recuperar lo que me habían quitado, sino todo una parte al menos que me dejara seguir para ver lo que quisiera ver y no tuviera que ser desde la ventana de mi cuarto. Luché contra muchas cosas, trabajé de otra manera, me empeñé sobre todo en no hacerme viejo. Me acordé de las palabras de Gala: “¿Un viejo tú? No hay nadie que lo sea si no quiere.” Me aproximé de nuevo a muchas cosas que tuve antes, empecé a notarlas tan cerca que eran ya una certeza.


Certezas he ido construyendo de cada manera. Me he ido inventando el trabajo porque no me queda trabajo. He pecado en solitario a mi manera, he gozado de lejos, he establecido mi propia competición. La estoy haciendo larga y bella y corrupta a veces porque la belleza siempre tiene un fondo de corrupción. He vivido cada momento oportuno, haciéndolo oportuno, cuando ha sido error es que tocaba error, porque hay que contar con la soledad que te lleva al error; si me quedaba en los ojos esa brillantez que tienen algunos momentos, supe exigir la mirada ajena para que aprendieran cuál era mi éxito, dónde estaba mi trabajo y mi esfuerzo.


Por eso comprendí las lágrimas de un hombre de 24 años pasmado de sí mismo, loco de futuro, pero antes orgulloso de su presente. Lloré junto con él por la esencia más brillante que puede tener el hombre: gustarse tanto a veces que significa poder vencerle a la vida, esa que en ocasiones nos puede.


Contra ello se me ocurre como una final explicación, acercarme a ella para salir ganador como se debe hacer con una mujer: mirada, caricia y cópula. Miro así a la vida con la amplitud inaudita que puede tener a veces la mirada; la acaricio, si parece que hasta lo reclama, o hasta cuando renuncie al hueco de mi mano; y copulo como la necesidad para hacer más amplio y más profundo mi propio camino.