Con un viejo lápiz, para mantener inevitablemente la
lentitud, igual que un fruto antiguo que recupera así cada vez la memoria de
las emociones. Siempre entendí su letra porque aporta su empeño en mantener la
dignidad que tienen sus creaciones. No le importa la propia, ni tampoco la
ajena. Eso debe ser cosa de viejos, y no va con
él, no va con nosotros.
Escribe a mano hasta sobre sus propias piernas, sin casi
apoyo, el título de sus escritos. Es capaz de pegarlo, en un pequeño trozo de
papel, como una pegatina sobre la imagen elegida, en un ángulo, porque se le
debe de haber olvidado que puedo luego titularlos antes de insertar su texto,
con una letra de mayor tamaño.
Han pasado casi cuatro años cuando juntos insertábamos cada
cuento, cada narración, en mi cuarto, delante inevitablemente del ordenador.
Ahora en cambio, no es lo mismo, ya que el cuarto es el suyo, aunque sea prestado.
Me leyó este cuento con su voz gastada, grave, como si el sonido le saliera del
final del cuerpo. Apenas le oigo, pero da lo mismo porque sus escritos van a fondo perdido, como si ya no tuvieran
remedio las historias que lleva dentro. Le entiendo sobre todo cuando sus
últimas palabras las carga con la cortesía de recuperar las emociones.
Me llevé su propia emoción, con la imagen que había elegido,
esa calavera que consideraba tan hermosa, tan acorde con que “ningún amor se
acaba del todo, ninguno, tampoco, permanece.” Y junto con su emoción, quiero
aquí apuntar, que jamás le abandonaré porque sería dejar fuera, esa
perseverancia en la vida que es mi mejor parte propia. No le busquemos final a
lo que no debe tenerlo porque siempre supone una derrota, se mire por donde se
mire.