domingo, 13 de abril de 2014

SIEMPRE ESCRIBE A MANO


 
 


Con un viejo lápiz, para mantener inevitablemente la lentitud, igual que un fruto antiguo que recupera así cada vez la memoria de las emociones. Siempre entendí su letra porque aporta su empeño en mantener la dignidad que tienen sus creaciones. No le importa la propia, ni tampoco la ajena. Eso debe ser cosa de viejos, y no va con él, no va con nosotros.

Escribe a mano hasta sobre sus propias piernas, sin casi apoyo, el título de sus escritos. Es capaz de pegarlo, en un pequeño trozo de papel, como una pegatina sobre la imagen elegida, en un ángulo, porque se le debe de haber olvidado que puedo luego titularlos antes de insertar su texto, con una letra de mayor tamaño.

Han pasado casi cuatro años cuando juntos insertábamos cada cuento, cada narración, en mi cuarto, delante inevitablemente del ordenador. Ahora en cambio, no es lo mismo, ya que el cuarto es el suyo, aunque sea prestado. Me leyó este cuento con su voz gastada, grave, como si el sonido le saliera del final del cuerpo. Apenas le oigo, pero da lo mismo porque sus escritos  van a fondo perdido, como si ya no tuvieran remedio las historias que lleva dentro. Le entiendo sobre todo cuando sus últimas palabras las carga con la cortesía de recuperar las emociones.

Me llevé su propia emoción, con la imagen que había elegido, esa calavera que consideraba tan hermosa, tan acorde con que “ningún amor se acaba del todo, ninguno, tampoco, permanece.” Y junto con su emoción, quiero aquí apuntar, que jamás le abandonaré porque sería dejar fuera, esa perseverancia en la vida que es mi mejor parte propia. No le busquemos final a lo que no debe tenerlo porque siempre supone una derrota, se mire por donde se mire.

NINGÚN AMOR SE ACABA DEL TODO, NINGUNO, TAMPOCO, PERMANECE


 
 POR CORREVEIDILE
 
El amor no es nada, sino una mera transformación de las circunstancias. Pero algunos dejan cicatriz. Otros, en cambio, se esfuman como humo de paja –por lo poco que dura y no dejan rastro. El amor no es nada, si, no merece las lágrimas de un chico.

 Pero al menor descuido, uno ya es viejo, se amontonan entonces los recuerdos y te demoras en los gratos que te hicieron feliz y que ahora te dejan el corazón alborotado.

Jorge Patricio era un inmigrante ecuatoriano de 18 años, al que, por un tiempo, di clases de inglés. Era pequeño y de linda presencia. Vivía en una casita modesta –una “escaleta”, le llamamos nosotros. El primer día estábamos solos cuando llegué y me llamó la atención una sillita de esas de bebé, para que el nene llegue a la altura de la mesa y poder comer.

 -¿Esto es para tu hijo?- le dije en plan de coña.

-Sí.

O sea que yo había ido a dar clase a un nene y me enfrentaba a dársela a un nene con un nene.

Solía yo llegar antes que él, que volvía de dejar al niño en la guardería. Me abrió la puerta del zaguán una vecina y le esperaba en la escalera, a la altura de su piso. Un día desde la baranda, vi que al entrar él, levantaba la cabeza con avidez hasta la escalera para haber si había llegado ya. Eso fue todo lo que bastó y sobró para que ahora me salten las lágrimas. Porque poco después dejó de abrirme la puerta.

En su piso quedaron todas mis pertenencias, una gramática muy valiosa y agotada, la película del asesinato de Romero, mis vídeos, casetes, libros, escritos, mi humilde paga, desorden de flor, mi ser hecho pedazos, me volví llorando como un crio por el mismo trayecto de siempre que no parecía serlo, Dios, qué desastre, me decía.

Ahora ves que tampoco fue para tanto. Todo termina, las cosas hay que tomarlas tal y como vienen y no preguntarse nunca el porqué. Todo acaba por ausentarse y encontrar su fin. Que el tiempo cura las cosas y traerá las rosas.