martes, 27 de mayo de 2008

El muro, la mítica distancia


No habrá que hacer demasiada historia porque es de sobra conocida: Maratón es una ciudad situada a cuarenta y dos kilómetros de Atenas donde los atenienses le ganaron la batalla a los persas y Filípides fue el hemeródromo que dio la noticia en Atenas al tiempo que cayó muerto, aunque ésta última aseveración se ha puesto en duda. Fue en los Juegos Olímpicos de 1896 cuando se introdujo esa distancia desde las llanuras de Maratón hasta el estadio Olímpico de Atenas y los británicos en 1908 le añadieron 195 metros quedando así establecida la mítica carrera. Esta clara y sencilla explicación la he entresacado de un ensayo excelente de Vicente Verdú.

Pero no siento mis ojos aquí para narrar dos carreras en distintas ciudades –norte y este de España, así cumplidas. Quiero sacar ese recuerdo y utilizarlo ahora. Verdú explica muy bien como corredor que fue, el porqué de la existencia de ese famoso “muro” en el kilómetro 32: se le termina a nuestra musculatura el alimento de glucógeno, las piernas se nos paran -os lo puedo asegurar, y sólo queda el esfuerzo de la mente. Hay un mundo inédito detrás que nunca supe que existía cuando corría noche tras noche en mis entrenamientos, nunca he sabido que la vida me lo iba a volver a presentar muchas más veces y la llamada suena en la mente que es dónde está la solución: tenemos otro yo para toda la vida, una fuerza nueva, una manera de conversar con el dolor y ganarle la conversación.

Corrí aquellas dos veces hasta la extenuación, corrí una nueva vida durara los años que durara luego, si fui capaz de vencer aquel muro de la mítica distancia, no habrá muro ya, pausa ni parada, solo quiero empeñarme en empeñarme, llegar de alguna manera en algún aspecto de la vida donde no pueda llegar nadie. He pasado ese muro, he vencido lo invencible, pues que me den lo diario, lo más difícil del día. Volveré como muchas tardes a mirar aquellas New Balance con las que corrí. Jamás me las he vuelto a poner, las llevo en el esfuerzo, les debo mi respeto, cruzaron aquel muro, sirven solo para lo imposible, para llorar a veces recordando el abrazo que me dio un niño que estaba esperándome.

Detrás de aquel mítico muro tenía que venirme la resistencia que no me ha inventado nadie; el lenguaje que me puede servir para amar y sufrir; los besos que puse luego en alguna piel desconocida cada vez; el erotismo narrable que no se puede contar; cualquier cosa porque ya estoy detrás del muro y no necesito esfuerzo, allí fue la mente quien le quitó el sitio a la musculatura, aquí cada vez también está en mi pensamiento por una mano tendida o alguien que no conozca y que debe tener la soledad de los ojos claros.

Ya no tengo ningún muro en la vida sino los mejores intentos siempre: podría ser un coloquio de caricias inventado, -lo he dicho y lo he soñado muchas veces, la cresta de no tener placer porque ya lo tuve, esas rencillas vocacionales del amor que se terminan en los lechos sin prisa, con la música dentro en forma de hendiduras de la vida, la curva de una cintura entre mis dedos, cualquier beso pendiente que ocupó sitio en un palacio de cristal lleno de colores.

Nada me impedirá llegar a cualquier parte, no hay muros ni barreras, mi mente pudo dos veces cuando se me terminaba el glucógeno. Aquí ya no me queda hace tiempo y sigo cada vez, cada mañana, cada intento, cada recuerdo como si escribirlo fuera el destino final de mis dedos.

A todos los hombres y mujeres del mundo que han corrido y terminado alguna vez una maratón, que cruzaron aquel mítico muro y llegaron a la meta final. Siento estas palabras desde mis piernas que no correrán jamás.

BIZCOCHO DE PRIMERA COMUNIÓN


Por Limón Ceutí

A decir de cuantos le conocieron, Eustaquio malvivió de siempre en la indigencia, con una mano atrás y otra delante. Pero él juraba y perjuraba que sus antepasados permanecían cubiertos delante del Rey. Tonterías. De bacín de barbero recogí, en cambio, el rumor de que su bisabuelo gozó de unos mil acres de tierra labrantía en propiedad. Pero vino a menos, que la risa ya se sabe va por barrios y se vió obligado a malvenderlo todo y emigrar. En hacienda y bondad, la mitad de la mitad. Así que el pobre Eustaquio se pasó su puta vida trabajando para los zánganos, que comen del afán y la labor de los demás.

- De tiempo acá que vengo olfateando que me llega un golpe de fortuna; me lo dice el cuerpo.
- Lo único que llega seguro es la muerte, Eustaquio.
- Me río de los peces de colores.
- Mira bien lo que dices; que el que al cielo escupe, a la cara se le vuelve.

Y andaban los dos en lo cierto. Porque, de su coyunda con Hortensia –una aldeana cabizbaja y para poco, le vino el que luego sería vástago único, sin que hubiera que decir mala noche y parir hijo, porque fue varón.

Y le llamó “el cielo abierto”. Pero eso no es un nombre, le decían todos, me importa un bledo, eso es lo que yo ví cuando vino al mundo. Ponle Darío, como el abuelo; pero él erre que erre con su “cielo abierto”. Y, a poco de cumplir los cinco, se oyó la campana tañer a muerto; por la misma abertura por donde lo trajo, el cielo se lo llevó. Una peste súbita y nefanda, venida de ultramar, que asoló al pueblo, que empezaban a estornudar y no paraban hasta caer muertos.

Eustaquio sintió entonces que le quitaban la tierra debajo de los pies. Y enloqueció, se dio a fundar torres de viento. Con todo cuanto había ahorrao a lo largo de miles y miles de horas quebrado el espinazo sobre el terrón de sol a sol y en una joyería de la cabeza de partido, compró una corona de oro de ley, seda incrustada de pedredería y borceguíes y vistió a la criatura igual que fuera un príncipe, en un desorden de flor, quedándole a modo de mascarón de proa, altanero y de mal contento en su blanca palidez, el pelo ensortijado manchado de oro.

Y convocó a un fotógrafo de cercanías –que en el pueblo no lo había. Pero hombre, eso no tiene pies ni cabeza –le dijo éste, al saber que quería la foto del niño en pie, tal y como si estuviera vivo, que para mí lo está. Y él, erre que erre. El abuelo le cogió del brazo y Eustaquio le sostuvo la cabeza, que no se tenía, doce horas que llevaba con rigor mortis. Y el fotógrafo, allá ustedes, adelante con los faroles, decir aquí “quieto” viene sobrando, que podría tomarse a mala parte. Y disparó su fogonazo de magnesio.

Y tal cual luce la instantánea, nada más traspasar el umbral y sobre el hogar, en marco de talla labrado a mano, presidiendo la cochambre de las cuatro paredes de de la barraca: hidalgo pobre, jarra de plata olla de bronce.

viernes, 23 de mayo de 2008

Argumento: la calma del tiempo cero


Esa es la vida que quiero cerca para compensar ese otro tiempo que ya no tengo. Ahora he de buscar insistentemente una calma y una serenidad que nada me lo enturbie. Me he traído hasta aquí, nada menos, los libros que siempre llevé en la mano, la manera de subrayarlos sin que nadie pudiera notarlo luego, hasta parecían sin leerlos y conmigo me producían riqueza y prosperidad. Darle la razón a mi padre, se la tuve que dar: en la Facultad de viajante y de profesión “el pequeño lee”.

Por eso hace poco respondía en mi escritorio lo que tantas veces he predicado: la necesidad, el vicio de tener palabras donde saber darlas y que te enseñen a pedirlas. Eso lleva –adjetivos por en medio, a calma cero, al derecho del recuerdo. No es un sueño el recuerdo, es la aparición con los ojos abiertos de lo que hicimos, de nuevo, de lo que tuvimos, te llevan y te traen: unos ojos asombrados y brillantes; una axila difícil de mejorar su posición y su belleza; un empeño de ganarme cada vez la postura que puede provocar el silencio, con caracteres escritos como un invento nuevo para la mecanografía. Una manera de imponer la riqueza y la necesidad de ese silencio.

Necesito pues, luego de los recuerdos, entrar en el presente muy vivo, el que me palpita todos los días entre los dedos, las ganas de la calma, la posibilidad de llorar de nuevo porque me cuesta llorar cada vez menos y el llanto deshace nudos nerviosos que tenemos dentro, los conflictos que traen a veces un simple momento porque sin ellos sería síntoma de que no teníamos ya ni identidad ni sentido, ni vida, ni ganas de tener vida, y yo la necesito para que el argumento de la calma del tiempo cero me deje escribir luego.

No tendría escritura posible, me quedaría quieto, dejaría de ser, se me acabaría mi capacidad de arriesgarme en cada escrito con lo que yo más quiero en ese momento. Cada instante en que empiezo un momento soñado sin sueño porque quiero llenarme como un vaso de vino con la satisfacción propia que ya no me lo quitará nadie. Que lo entienda cualquiera que me lea: tengo el egoísmo de la escritura lenta, de haberme quedado con los sueños porque los sueños están dónde y cómo los tuvimos, un traje que ya era viejo y lo gastamos aún a tiempo. Si he contado los sueños es lo más parecido a lo que haya ocurrido.

La calma definitiva es que me pille a mí dentro, dentro de mí mismo como una especie de desconocimiento que estoy averiguando para explicarlo luego. Quiero saber definitivamente donde queda el sitio más decente para hacerlo depués indecente; el hueco en que un grito sea una llamada donde sentirse dentro, sea estar bien en el acto; un estado previo a mi propio lenguaje pero sabiendo que ese vicio va a ser incurable.
Así debe de ser, así me la imagino: estar en un bar de ambiente y quedarse con la vida, el coloquio que antes o después siempre tienen las caricias, que ya no se escape nada cada día como un rito obligado para poder vivir otro día, retrasarse un poco en la salida y eso que la vida no tiene salida.

Tiempo que carece de número con el propósito de conseguir un poco más de tiempo para no perder intensidad y ganas de olvidarse de contarlo. Todo mío para que pueda parecer como en voz del poeta Colinas : “Hoy parece que el tiempo/aún se anula más/ y que es mi libertad recuperada.”

Ése es el argumento.

lunes, 19 de mayo de 2008

Hiciste feliz al "colmenero"


A “Limón Ceutí”

Me escribiste que entre los dos, Limón Ceutí, ha arrancado una “colaboración provechosa.” Haz memoria: la empezaste con un libro, asombrado de tu audacia, que “regalarle un libro a un librero es como venderle miel al colmenero”. Pues entre medio de los dos ha surgido el vértigo irremediable de la palabra, un vicio que tenemos ambos desde siempre, yo la dejo mezclada en la red con el alimento inmediato de la respuesta, y tú conservas tus más de ochocientos relatos en los escasos metros cuadrados de tu casa.

Si audacia fue regalarme aquel libro, esta vez, sin embargo me has traído al señorito Umbral, engreído y agresivo, escribiendo el mejor castellano de los últimos cincuenta años, donde ha juntado esta vez su editor, ya muerto Umbral, sus “Hojas de Madrid”, los papeles sueltos de la cultura y la miseria de ésa ciudad que él se sabía, hasta el fondo. Una joya: ocho libros, que ellos sueltos reposaban ya en las estanterías de mi casa, que se han ido haciendo viejos, buen amigo –y digo buen amigo porque es lo más hermoso que un hombre le puede decir a otro hombre. Su final los dos lo sabemos: lo leíste un día en mi página en la red acércate a los libros: esa piel de mi piel terminará en manos de un librero de viejo, son los únicos que compran los libros y con ellos la historia de quien los tuvo. Te dije que no me importaba, que quizá mis hijos podrían así entender porque sus padres se hicieron antes viejos leyéndolos.

Me regalaste la otra mañana “Hojas de Madrid”. Lo tengo puesto y las estoy releyendo donde más horas estoy delante porque el mismo Umbral ya lo dijo que “afortunadamente la literatura no tiene jubilación”. Yo tampoco tengo tiempo –me parece que ninguno de los dos, para jubilarme de nada, sólo retirarme o que me retire de la vida. Dejaré poca sombra, porque lo único que he hecho ha sido ir entendiéndome con los libros que voy leyendo. Ahora me queda como si fuera una prisa que devuelve la infancia, la magistral y perfecta definición de Azorín, asimilada por el propio Umbral: “la literatura está en el adjetivo.” Por eso me suelo bastar con el adjetivo, las metáforas que se le escapaban a Umbral sin quererlo.

Me dijiste alguna vez, amigo, leyendo algún escrito mío, que voy a decir las cosas y no las digo, es que duele decirlas, que sepan los demás que tienes el derecho de sentirlas. Hasta he tenido que escribir en estas páginas lo que el propio Umbral asegura: “el hijo se pierde siempre, en la vida o en la muerte”. Voy teniendo que decir, mezclados de silencio, los más mínimos secretos. Junto a la audacia, el descaro, que todo el que nos lee ha de permitirnos, el ápice del sufrimiento de haber sabido ya de la vida sus más íntimos secretos.

Te da las gracias “el colmenero” porque fuiste a buscarme un libro bien reciente y que yo mismo no encontraba. Hago con él, con todo el derecho, lo que hago tantas veces: dejarlo cerca abierto, boca abajo sus letras, boca arriba mi ansia de leerlas. Jun Cruz me dijo un día: “eres los libros que has leído”. Pero no sé lo que pasa, dejé mi vida en ellos y no me la han devuelto. Me quedo pues, con la sugestión que tienen los libros para esforzarme entre ellos.

Por eso, Limón Ceutí, que trajiste junto al libro de Umbral, mi deseo de tenerlo, tendré que hacer lo mismo contigo aquello que hago con él tantas veces, seguir cada vez que estamos juntos explicándonos ese cariño suave y milenario como el aviso del final de algo que tiene adherido su principio.

viernes, 16 de mayo de 2008

Cómo me gustaría aprender a escribir

El título no es mío, es de alguien que tengo muy cerca. La razón tampoco: “porque la vida es tan corta que no nos permite más que ser aprendices de cualquier cosa.” (Gregorio Marañón) Aprender a escribir como si hubiera descubierto la manera de empezar, con el Diccionario al lado, como un libro de horas. Aprender un estilo: que el tiempo sea definitivamente mío así. Escribir para tener un desahogo, decir lo que no puedo decir a nadie. Luego tendré la indecencia de que lo lea el que quiera por una palabra que le llama, un gesto que sabe mío, una insistente manera que tengo de ponerme frente al papel, el papel de cristal de 17 pulgadas. Así no me angustio del todo o me como mi propia angustia, no lo sé.

En todo este tiempo no encontré otro camino: fui a ver si aprendía a escribir leyendo, por eso permito que alaben mis lecturas cuando no es nada más que pasar mis ojos por los libros. De ellos he ido sacándolo no casi todo, todo. Escribimos cada uno con las palabras que escribieron los demás, lápiz junto a cada página a ver si acaba siendo verdad lo que le ocurre a Ángel González García en sus ensayos sobre arte, “`pintar sin tener ni idea”.

Escribir sin saber hacerlo, con una inspiración como decía Umbral que dura medio folio y tres o cuatro metáforas; caminando por el mundo para explicar, más o menos, lo que le pasa a los demás que hemos leído, como un vacío del último lenguaje que nos deja la vida. Cómo me gustaría ya que soy un enamorado de la palabra, saber utilizarlas, unen y separan, pero es lo único que nos queda entre los hombres. No saber escribir es la pérdida de la felicidad, la única que hubiéramos podido llegar a sentir. Mezclados de palabras somos más, nos unimos como en un bar de ambiente que tiene la vida, la dulzura de la palabra ajena cuando ya se rompió la nuestra.

Pero no puedo aunque lo intento, tengo el lápiz a mano siempre, subrayando lo que dijeron los demás con la desvergüenza de saberlo ajeno y dejarlo escrito como propio: un coloquio de caricias, un intento de buscar la belleza ajena –dime lo que dices y pongo que lo digo. Repetirlo sin que lo note nadie es mi cresta de placer ya que no me quedan los corrientes, por eso admiro tanto estos días los regalos de “Limón Ceutí”, su memoria paciente y reciente, para ver si acordarse es lo ideal aunque a partir de cierta edad ya nada es ideal, ya se rompe cada día el proyecto de mendigarle a la vida, la vida.

Cómo me gustaría aprender a escribir pero no puedo hacerlo. Tengo demasiado cerca ya la torpeza de los viejos, las camisas de otros años, los mismos recuerdos y no saber contarlos. Necesitaría, sin acordarme ya de la edad que tengo a ver si es posible, en una especie de pathos arrebatador de tranquilidad y entusiasmo llegar o a la realidad del día y saber contarla, o a la memoria aunque tenga la barandilla demasiado alta.

Habría quizá que volver a escribir sobre el papel empeñado en ser papel, pautado para que no se me vayan demasiado las líneas, un rato luego de leer para saber explicarme a mí mismo la melodía interna que tiene cualquier vida. La mía la estoy terminando pasando por mis ojos los libros como bien me dijeron con cariño hace días y por eso me gustaría luego aprender a escribir para contarla aunque ya solo pudiera hacer llegar en verso del poeta Vicente Gallego, “el carbón de mi edad, la oscura alpaca/que ayer fuera orgullosa platería.”

Amoríos


Por Tristao


Para Fran

“El rayo y el amor
La ropa sana y quemado el corazón.”

Le conocí una tarde desapacible por demás. Me lo crucé apenas puse el pie en aquel boliche que ocupaba JARIT en la calle Buenos Aires, joven, muy joven, la ropa pegada, el pelo negro zaino ensortijado magrebí. Sobre la T-shirt, áspera y sudada que traslucía el pezón, una bandera verde y roja, con la media luna y la estrella que simboliza la libertad, bajo las siglas R.A.D.S. (1) Pasamos al bar; en una mesita verde adosada a la pared nos sentamos cuatro. Pagaba él.

Había entrado a apuntarme para hacer con ellos un Campo de Trabajo entre los refugiados de Tinduf. Y, un mes después, me lo tropecé otra vez allí, en ropa de faena, que es como decir sin ropa, sin vello, los ojos negros como las noches sin luna de Essaouira, que pasan por ser las más negras de toda el África negra.

De rodillas, como quien te está pidiendo favor, me dijo que era para él cuestión de vida o muerte adquirir la nacionalidad española, no dejar pasar la ocasión de un contrato prometedor, que te sale al paso no más que una vez en la vida; me pidió que me casara con él ese mismo mes.

Si se lo digo a mi madre me mata. Pero en la noche en claro y sofocante de Tinduf, ardí por los cuatro costados, cuerpo de muchacha núbil que lo recorre un ciempiés. Sabía un punto más que el diablo. De naturaleza eréctil y picado del alacrán, iba al rebusco en monte áspero, como hace el jabalí, fiero cuando le irritan, apacible y tierno si está saciao, escupiendo lava por allá por donde pasa. Todavía dura la calentura. Hizo bueno el proverbio de que cuando una hembra hace el amor con un árabe, ya no lo vuelve a hacer con un blanquiñoso, cuerpo de hombre y alma de mujer.

El día de clausura del campamento, resfriaba ya el tiempo. Nos despedimos con el parabrisas húmedo, el rocío que arroja de sí el áncora al zarpar. Declinaba el sol a la vez que me amortecía, cortó el aire el muecín llamando a la oración. Y no lo he vuelto a ver más. Era mucho pedir, mucho cielo. No hay noche que no ponga bajo la almohada un ramito de laurel, pensando en él.
(1) República Árabe Saharahui Democrática

martes, 13 de mayo de 2008

Lo que amo, lo que extraño


Leo de mañana para que me quede más tiempo para leer. Escucho los Adagios de Bach, sus conciertos de Brandemburgo, o confundido en el aire la voz de Pavarotti como un placer proporcional a la intensidad del deseo que crece con el tiempo de la privación. O una romanza de Sara Brigthman. Qué más dará para culminar una pasión triste, escapada o por nacer, qué más dará si no lo sé ni yo. Esa mañana empieza, como cada mañana –lo que ocurre es que lo cuento menos, como una cosecha de vértigos, un hedonismo de la calidad que siempre busco.

Alguna vez repetí las palabras de San Agustín que me recordó Marina “cada uno es lo que ama”. Amo mi deseo, mi amanecer donde empiezo con el sueño incompleto, con horas por dormirlas, pero es que me espera alguien: hoy lo fue una novela en Cagliari, un diamante tallado que me viene a la palabra que todavía tengo suelta y no sé si pronunciarla: “Si no he de conocerte nunca, haz al menos que te extrañe.”

Tengo el empeño inagotable de desear los deseos, como un ejemplo de humanidad que me trazo cada vez. No quiero un punto final por muy cerca que tenga para raya de término. Quiero obrar, apalabrar con los demás cómo va a ser esto, si todo es cosa del sueño o es mi propio deseo. O mi temperamento, término de arranque y de freno, como se formaron las páginas de este privilegio, igual que cada mañana leyendo, cada vez escribiendo.

Buscando el placer que quiero, amando lo que tuvo ese signo y esa relevancia, necesito siempre lo que me permita plantar la tienda de mis deseos, despacharlos de mañana, satisfacerlos con la palabra luego, enhebrarlos en el sueño del comienzo cuando todavía no tengo del todo sueño. Quiero además la pasión que incita al recelo, al conflicto cuando falta precisamente la pasión.

Por eso cuando se me termina el día y me llega de verdad el sueño, me viene a la memoria aquello de Ortega: la felicidad es como dormirse. Y añadiría porque te despiertas luego, comienzas otra mañana para tener tiempo y enseguida no saber qué hacer con él luego. Una vez bien despierto el reto casi olímpico ya de tener deseo, de ser lo que amo, de al menos que en mi vida siempre tenga algo de extraño, alguien a quién extrañar, como un enamorado del ocio y la palabra.

Valiente y verdadero cada mañana pronto, me ahogo entre los libros, me atormenta saberlos y no haberlos leído todavía. Acoplado a la música no menos poderosa que sé que tengo, que escucho, que recuerdo. Soy yo mismo entonces, sin contárselo a nadie, derecho a mi acabar y consumir, todo entero, apenas viejo, sin aspirar a premio, dejo esto aquí suelto, para que llegue luego y sigan en su sitio la música y los libros, las imágenes que cada día estampan las pulgadas del escenario en donde escribo.

Se me queda todo quieto, buscando un equilibrio que no tengo, el guión de una seducción que podría ser un arte si supiera hacerlo. De momento, al menos lo que amo, lo que extraño.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Nuestra propia derrota


Quien lo niegue engaña y se engaña, hay una derrota propia, inconsolable y única que todos llevamos muy adentro, lejos de cualquier mirada ajena. Son parecidas las veces que la vida nos derrota y aquellas en que nosotros cultivamos de alguna manera una forma intransferible fabricada por nosotros sin motivo aparente.

Es una derrota secreta, lejos de la mirada ajena, sin escarbar demasiado. Lloramos esas veces frente al espejo con una desesperación de quién sabe que jamás vendrá un consuelo, un sosiego, tenemos una sorda contención para saber lo que nos pasa luego, un escalón íntimo que la única manera de llegar a él es callando y hacia fuera mintiendo. Por eso me gustan los libros que tienen cuando se escribieron una intimidad dolorosa y descarada. Leo esas derrotas que allí se cuentan, me las creo, las pongo al lado exacto de las mías como la mejor manera de ser yo mismo, sin engaño posible como utilizando el derecho de terminar antes de ser derrotado.

Por eso me ahogo en la literatura porque si no me ahogarían mis actitudes, lo que se llama tener mala conciencia como si es que hubiera buena. Me gusta, pues, y me fascina la soledad que elimina los adversarios, me voy quedando quieto, voy repasando con la piel desteñida de mentiras, de deseos que nunca tuve cumplidos pero que los leo en los libros y son posibles muchas veces: esta habitación dónde escribo de la que ya he hablado otras ocasiones y que podría ser de cualquiera pero que ahora sólo puede ser mía; la belleza de una mujer sobre la que he leído hoy un tinte de comentario no sé si profano para los pintores, excitante para los mirones, una mujer guapa, “muy de cuadro de ingres, muy clásica”; la garra que le pongo en este mundo, las veces que me marea el mundo, ese destino –derrota al fin, geométrico y exacto que tenemos los hombres.

Más todo es cada vez más propio, intransferible en su tono de vergüenza, con su nostalgia, su insistencia de pensar que podríamos haberlo hecho mejor. Nuestra propia derrota no la sabrá nunca nadie, hasta casi la disfrazamos con el traje del último tramo desquiciado. Ahí llevamos escondido desnudeces y prohibiciones, palabras entrecomilladas de fracaso con toda su etimología francesa: “casser”, que significa romper y los restos de platos rotos que siempre deja.

Mi fracaso, mi derrota es mi pasado y mi futuro, todo junto, no habrá manera de separarlo, necesitaría mucho “rigor” para hacerlo y le pongo entre comillas al rigor adrede por su propia dificultad. No me queda casi ya ni fugacidad ni tránsito, mirar para dentro, donde no alcanza la mirada ajena y mi sueño sería que no pudiera llegar jamás. No sé ni lo que fue ni lo que pudo ser, sólo estoy seguro que me tiembla todo a veces, que no tengo más remedio que cerrar un libro que se ha quedado abierto o mal cerrado y aliviarme, mejorarme de no tener que contar más estropicios abriendo otro a continuación.

Nadie va a saberlo lo que queda detrás, lo que queda dentro, mi propiedad y mi sentido.

VIERNES SANTO


Por Limón Ceutí


Ayer fue Viernes Santo. Pero se me pasó la hora en que se dice y se conmemora la muerte del Señor.-”el señor” ese de la mamá que decía mi hermano pequeño.

Y en la quietud de la aldea y a la hora de siesta mora, me vino a la memoria el rito que nos gastábamos en la casa-prisión de la Plaza de América cuando aún me crecían los dientes.

Comíamos sin cruzar palabra alguna unos con otros que no fuera de reproche, como cualquier familia cristiana. Y, al dar el reloj la tres del Viernes Santo, la mamá se levantaba, entre imperativa y lastimera y nos hacía gesto, un ademán de seguirla al dormitorio.

Allí nos arrodillábamos los tres vástagos, al pie de su cama, dando cara a un crucifijo de plata sobre damasco morao. Y mi madre nos decía que debíamos pedir tres cosas, con la garantía absoluta de obtener una.

De muy pequeños, hacía de apuntador, poco menos que nos dictaba las súplicas –en las que venía siempre involucrada en su provecho. Más adelante, ya no. Quedaba a nuestro libre albedrío. Yo pedía tres veces lo mismo, por ver de amarrar la gracia. Y con los años, me he dado cuenta de que era una especie de chantaje, juego sucio al fin y al cabo.

Ni falta hace decir que el papé quedaba siempre excluido de toda esta fanfarria de exorcismos y conjuros, más propios de aquelarre de brujas que de gente en sus cabales.


Ahora, hace mucho que no pido nada. Se me da de balde. A más de que pedir es inmoral y contraproducente, blasfemar del Universo. El bien está en desear, echar de menos; si lo logras lo malogras. ¡Ay de aquellos cuyos deseos se cumplen!

viernes, 2 de mayo de 2008

Nos quitamos el miedo mutuamente


Pensándolo ahora me parece un poco como el comienzo de una historia de película antigua que luego no seguimos. No era un sitio habitual para mí, pero aquella terraza entre sol y sombra, alejada de ruido, me hizo buscar un sitio –los había suficientes, para cumplir lo que va constituyendo un rito si el tiempo me lo permite: luego de comprar la prensa me siento a tomar una cerveza. No elegí intencionadamente la mesa, pero inmediatamente me di cuenta que en la de al lado, tomándose lo que luego confirmé que era un Martini al pedirse un segundo, una bella mujer de unos 50 años cumplía idéntica misión de ocio: leerse su periódico.

No podía coincidir mi mirada del todo con sus ojos, lo que sí que coincidía era la intención, las ganas de mirarla, de pensar que –como yo, le buscaba un hueco a la soledad para hacerla propia. El motivo carecía de importancia, pero tanto ella como yo, estábamos solos y debíamos querer estar solos en ese momento al menos. La información era adicional, la bebida menos, pero la descarga propia de sentirse eso, propios, tenía todo su fundamento.

Es curioso que a medida que disponemos del día, de la vida, para hacer lo que queremos del día aunque no tanto de la vida, los pequeños detalles, los que hemos inventado son como placeres dispersos que así los recogemos. No podría describir ahora cómo era esa mujer, dónde radicaba su belleza, algún rasgo de su atuendo, pero si se me quedó de inmediato grabada en la mirada, la hermosura de sus manos, el periódico extendido, sus anillos, su porte, su estilo. Sí se me quedó de su rostro la conjunción de las líneas de sus ojos hacia su boca, y sobre todo, insisto, sus manos, la autoridad que debieron tener siempre cualquier tipo de caricia, una travesura mezclada con el deseo ajeno.

Y leyendo el periódico, pero sin leerlo, se me fue quitando el miedo que le tengo cada día al día, que me falle lo esencial, que confirme que no me gusta lo que tengo, que note más qué me falta, lo que ya no voy teniendo al hacerme viejo. Es preciso que te retiren el cabello, que te llamen con un nombre que no sea tu nombre pero con una ternura incalculable, notar unos pechos sobre tu pecho, volver a aprenderte cómo huele la mujer a mujer.

Todo eso pensaba viendo naturalmente a una mujer que quizá no la había visto nunca por mi barrio, que ni se había dado cuenta que le estaba mirando insistentemente sus manos. Tenía manos de pianista pulcra, de mujer enseñada a ser mujer y no pedir ya nada porque ya lo tiene. Tenía manos con una madurez obstinada y resistente, manos para quitarse el miedo, de pensar que ambos teníamos bien ocupado el periodo y el método de la madurez, Fue algo parecido a una emoción, a una sospecha de que esas manos, hagan lo que hagan llevaran como la casualidad de un cariño suave y milenario.

Ella se levantó para ir a pagar, yo ni me atreví a pedir mi habitual segunda cerveza, al pasar junto a mí, le dije claramente: ¿me dejas que te diga una cosa? Obviamente sin respuesta pero sin que diera un solo paso, escuchó de mis labios: tienes unas manos preciosas. Gracias, contestó, no como un gesto educado o cortés, sino con la seguridad de que había adivinado que sus manos poseían un cariño coloquial, integrador, milenario y reconfortante.

Gracias, aseguró y siguió su camino, como yo haría luego con el mío habiéndonos quitado el miedo mutuamente a todo lo viniera después.