
No habrá que hacer demasiada historia porque es de sobra conocida: Maratón es una ciudad situada a cuarenta y dos kilómetros de Atenas donde los atenienses le ganaron la batalla a los persas y Filípides fue el hemeródromo que dio la noticia en Atenas al tiempo que cayó muerto, aunque ésta última aseveración se ha puesto en duda. Fue en los Juegos Olímpicos de 1896 cuando se introdujo esa distancia desde las llanuras de Maratón hasta el estadio Olímpico de Atenas y los británicos en 1908 le añadieron 195 metros quedando así establecida la mítica carrera. Esta clara y sencilla explicación la he entresacado de un ensayo excelente de Vicente Verdú.
Pero no siento mis ojos aquí para narrar dos carreras en distintas ciudades –norte y este de España, así cumplidas. Quiero sacar ese recuerdo y utilizarlo ahora. Verdú explica muy bien como corredor que fue, el porqué de la existencia de ese famoso “muro” en el kilómetro 32: se le termina a nuestra musculatura el alimento de glucógeno, las piernas se nos paran -os lo puedo asegurar, y sólo queda el esfuerzo de la mente. Hay un mundo inédito detrás que nunca supe que existía cuando corría noche tras noche en mis entrenamientos, nunca he sabido que la vida me lo iba a volver a presentar muchas más veces y la llamada suena en la mente que es dónde está la solución: tenemos otro yo para toda la vida, una fuerza nueva, una manera de conversar con el dolor y ganarle la conversación.
Corrí aquellas dos veces hasta la extenuación, corrí una nueva vida durara los años que durara luego, si fui capaz de vencer aquel muro de la mítica distancia, no habrá muro ya, pausa ni parada, solo quiero empeñarme en empeñarme, llegar de alguna manera en algún aspecto de la vida donde no pueda llegar nadie. He pasado ese muro, he vencido lo invencible, pues que me den lo diario, lo más difícil del día. Volveré como muchas tardes a mirar aquellas New Balance con las que corrí. Jamás me las he vuelto a poner, las llevo en el esfuerzo, les debo mi respeto, cruzaron aquel muro, sirven solo para lo imposible, para llorar a veces recordando el abrazo que me dio un niño que estaba esperándome.
Detrás de aquel mítico muro tenía que venirme la resistencia que no me ha inventado nadie; el lenguaje que me puede servir para amar y sufrir; los besos que puse luego en alguna piel desconocida cada vez; el erotismo narrable que no se puede contar; cualquier cosa porque ya estoy detrás del muro y no necesito esfuerzo, allí fue la mente quien le quitó el sitio a la musculatura, aquí cada vez también está en mi pensamiento por una mano tendida o alguien que no conozca y que debe tener la soledad de los ojos claros.
Ya no tengo ningún muro en la vida sino los mejores intentos siempre: podría ser un coloquio de caricias inventado, -lo he dicho y lo he soñado muchas veces, la cresta de no tener placer porque ya lo tuve, esas rencillas vocacionales del amor que se terminan en los lechos sin prisa, con la música dentro en forma de hendiduras de la vida, la curva de una cintura entre mis dedos, cualquier beso pendiente que ocupó sitio en un palacio de cristal lleno de colores.
Nada me impedirá llegar a cualquier parte, no hay muros ni barreras, mi mente pudo dos veces cuando se me terminaba el glucógeno. Aquí ya no me queda hace tiempo y sigo cada vez, cada mañana, cada intento, cada recuerdo como si escribirlo fuera el destino final de mis dedos.
A todos los hombres y mujeres del mundo que han corrido y terminado alguna vez una maratón, que cruzaron aquel mítico muro y llegaron a la meta final. Siento estas palabras desde mis piernas que no correrán jamás.