domingo, 6 de mayo de 2007

La poética que ya no me sirve


Cada vez que escribo pienso que utilizo muchas veces una poética que ya no me sirve, me hace falta eliminar cualquier filtro y que se convierte en ese destino que busco, rotundo, concreto, sin ningún tipo de matices. Algo parecido he dicho alguna vez y por eso lo repito. Necesito lo ideal y lo posible de lo que me quede por vivir. Y si puede ser hasta lo imposible. Yo no creo en el futuro, el tiempo juega en mi contra y el recurso final de mis palabras, es preciso que sea un auxilio verdadero como si me quedaran mil años para decirlas y escucharlas, pero me cansan ya todas las esperas sin tener nada que esperar, me siento muchas veces ya sin sitio.

Soy capaz de evitar todas las preguntas a cambio de la tranquilidad y la paciencia, de ir despacio porque no me queda prisa, de practicar el llanto cuando nadie me vea, es una expresión tan válida como la sonrisa, puede ser una escasez que libera, pero deja siempre luego una huella permanente. Todo eso en este tiempo mío en que no espero ya a nadie, ni nadie me espera como un desconocido que se explica sin saber si le entienden. Me importa poco el pensamiento ajeno por estos pensamientos míos, ando ya tan saturado de dolor y de callármelo que el juicio ajeno lo voy dejando cada vez más fuera.

Parece complicado lo que quiero, pero no es así, en el fondo necesito algo casi doméstico, propio, una puerta siempre abierta para encontrar a alguien, una palabra casi al pie de lo que escribo, una conformidad, un entendimiento. No tengo bastante con los libros que leo, luego de leerlos quisiera poder vivirlos a pedazos como una especie de hallazgo que no tuve a tiempo. Es más fácil, de verdad, lo que quiero, la poética de lo concreto, los brazos para bailar abrazados o para estarme quieto cuando me sienta mayor, cansado y que me digan en ese momento que quieren bailar conmigo.

Hay unos ápices de demandas que llevo mucho tiempo dejando sueltos, esos son los que me hacen viejo, que los sueños siempre se me estén yendo porque nunca haya podido vivir ningún sueño, que cada verso que me viene suelto entre líneas de cualquier libro, más que escribirlo, hubiera dado todo por vivirlo. Siempre me ha parecido pertenecer a ese mundo de las manos abiertas: “Lo que nos queda palpita/en lo mismo que nos damos.” Llevo dando y me palpita y lo que necesito es bien sencillo, otra cita de algún libro, notar en la escritura ajena canciones machadianas “que dejen cenizas en los labios”, que no me quede sin bailar el último baile, ese que no podía, el que no me alcanzaban ni los pies ni las manos.

No, no es esta la madurez que yo esperaba, salí a la calle cuando no podía, me asomé a la ventana y he llamado ya demasiadas veces casi a voces. Esto se parece a una vejez a la vuelta de la esquina. Ya sé que vivir degrada, pero necesito un residuo compartido frente al desgaste general que viene luego, sólo un residuo, una forma de ver lo mismo y de decirlo. Parecía sencilla la vida y luego va –lleva razón Houelleberg- y no tiene salida. Saco cuentas con él porque hace tiempo que me hice amigo de sus libros y voy entendiendo que hasta ni las palabras me sirven, destruyen cuando es lo único que queda. La búsqueda de la felicidad –es verdad- impide sentirla ya de cualquier manera aunque pueda estar cerca, te la tienen que dar más cerca, mucho más cerca para sentirte bien en el acto.

Para no tener que escribir estos falsos homenajes a lo que no puedo tener, excusándome en el dolor como si fuera un estado previo a mi lenguaje, a mi lenguaje de siempre.

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