sábado, 29 de septiembre de 2007

Dejar de tocarse

Cuando un hombre y una mujer dejan de tocarse con las manos, buscando el sitio, con la intención, con las palabras mismas, dejan de ser ese mundo tan sugerente que supone siempre el simple hecho de ser hombre y mujer de alguna manera unidos.

No es tan difícil, hasta puede consistir la rutina de las palabras dichas a medias o escuchadas apenas, puede ser un trámite mínimo de dejar de otorgarle el fervor que siempre debe llevar una caricia como si los dedos se detuvieran de repente y crearan un instante de espera muy distinto de cuando supone ¡quédate! y se quedan los dedos.

Es el privilegio y la obligación que tienen los cuerpos, su espectáculo conmovedor cediendo a su registro. Sin él se ha perdido un derecho sin contrato establecido desde los ojos hasta sentenciar un trazado personal entre dos personas. Los cuerpos crean a modo de citas clandestinas, poderes que vienen luego, resúmenes del mundo de cada persona, posibilidades de mejora cuando otros recursos han fallado o ni tan siquiera los tuvimos.

Los cuerpos deben hablar, hacen muchas veces daño pero son capaces de mejorar toda una vida, son zonas repartidas entre dos pieles y la piel siempre es exigente, quizá anticipe simplemente un silencio tras otro que viene luego que jamás debe producirse. Son formas siempre establecidas de deseo que un hombre y una mujer no deben perder jamás, nos es cuestión de cantidad, es que exista, que esté siempre presente.

Si dejan de tocarse se convierten en historias incompletas de amores y desamores donde éstos últimos tiene un papel destructivo y literario y digo literario porque está llena la literatura de saberse deseados fuera de toda costumbre, de todo principio en blanco para terminar el océano perdido como un personaje abierto a los fracasos.

Hace falta conservar la desnudez de desnudarse, complejo asunto, pero que nunca debe ser inútil; la palabra que haya que decir a tiempo; el interés por lo que no interesa, hasta la propia contradicción de las ideas, inválidas si uno lleva el proceso de la desnudez con rigor y sin opinión. Es preciso que sepa que me van a seguir tocando en cualquier momento o que yo pueda alargar el brazo y encontrar otro brazo, un reiterado rendimiento, una disposición inaudita, insultante, a acariciarse, a abrazarse, a hablar, a ver qué hacer con las palabras, a ver luego qué es es lo que pasa.

Sólo eso y nada menos que eso, a cambio de nada o de casi nada, balanzas de medición ninguna, rutas a seguir las que tracen las manos, los cuerpos abandonados, hasta casi viejos, un paisaje, un recorrido que nunca debe uno perder. La distinción de educarse entre los cuerpos, de saber que son importantes, que sostienen muchas veces inseguridades y dudas. Igual que cada dolor puede traer un recuerdo, forma parte de ellos saber si lo ignoraste porque supiste acercarte luego a la nostalgia que siempre dejan las manos, su poder perturbador.

Allí donde la palabra se agosta, sólo queda la corriente de una piel a otra piel, la extraña maquinaria de los cuerpos que aunque deteriorados a veces tienen nada menos que el prestigio que tuvieron un día hasta quietos. Todo lo hacían posible. Ahora sólo cabe que se sigan tocando los cuerpos aunque la memoria esté vacía de los detalles, de las posturas.

Tocarse un hombre y una mujer es el memorándum de sus vidas, una emoción que hasta desaparecida nunca debe olvidarse.

martes, 25 de septiembre de 2007

La vieja piel de las palabras


Hace un par de días escribía sobre mis ilusiones y el riesgo de ir perdiéndolas y la necesidad de echar mano de mi resistencia más antigua para que no se produjera. Nombraba alguna de ellas y hoy me he acordado de la que tiene más raigambre desde no sé cuando, como mi vieja piel debajo de la piel está mi necesidad de las palabras. Lleva razón Belén Gopegui cuando dice que “los hombres y las mujeres mueren. Las palabras duermen hasta que alguien las despierta, les da sentido, las necesita.”

Pues yo le sabría responder a su mismo proyecto narrativo que es ya historia, que yo que estoy viviendo ya la época de la madurez, de lo adulto, sobre todo de lo consumado, las necesito cada vez más, ya no como ilusión, sino como una patente de defensa frente a al tiempo que me avanza, que no puedo parar sino engañándolo, engañándolo precisamente con el uso desmesurado, con el cariño de un enamorado de las palabras.

Ya, ya sé que llevo el mañana dentro, como todos, y por eso me puse pronto a estudiar la única asignatura que me ha interesado de verdad en la enseñanza de la vida: la entrañable humedad que tienen las palabras. No me acerco ya a nadie que no sepa escucharme, pero escucharme de verdad para ver qué me pasa, lo que siento, lo que envidio no haber tenido, el periódico de la vida que no he leído todavía. O que sea otra persona con una angustia o una alegría propia quién me la cuente.

Me hago viejo, pero es curioso, tengo palabras nuevas cada día, cada vez que escribo, cuando me acerco a alguien, regreso cada vez a las palabras. Una noche de amor hace palabras aunque no te queden caricias, incluso lo que sería para mí más grave, si como una enfermedad se me acabaran las metáforas siempre podría preguntárselas a alguien, pero regresaría a las palabras, como un niño que muchas veces no sabe qué hacer con los sueños de haberse hecho hombre.

Sí, pues es una ilusión más haberme acordado de ellas, entrarme más ganas como ante la curva delicada de un pecho, el tacto de un abrazo o una forma de respirar cuando te notas mal porque no estás escribiendo. Una ilusión que cultivo cada día y que a muchas personas que quiero no le he dicho nunca. Una ilusión, egoísta, salvadora, para mí solo y unas pocas personas que me lean. Como una especie de ebriedad elijo cada día las palabras, me voy escapando de la muerte, de no haber sido elegido para nada brillante, de no importarme el fracaso, el fracaso más común de ser cualquiera.

Pero cualquiera enamorado de saber qué hacer con ellas, dejárselas a alguien, inventármelas de nuevo o que sirvan quizá en cualquier momento para un punto muerto, una pausa a destiempo, un silencio, un silencio lleno de palabras que me las están adivinando. Quiero alcanzar con ellas la manera de ganar hasta la empuñadura que me quieran, de ver cómo construyo mejor los sueños, la música que escucho cada noche, una canción, una sinfonía, un especie de mundo para alguien.

Tengo todavía un mundo de palabras obscenas por decir que pueden ser caricias, tactos sin respuestas. Tengo, tengo todavía mucha dimensión. Lo único que me da miedo es que el talmud dice que “antes de hablar eres el dueño de las palabras, al decirlas, eres prisionero.” No me importa asumiré el papel de prisionero a cambio del placer de poder escribirlas.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Mi única resistencia

Mi única resistencia es la que me permite mantener las ilusiones. Ya dije una vez que el día que perdiera una de ellas, eso tendría un gran parecido con el final. Vivo de ellas, vivo para ellas. Todo eso porque habito ya en el lado débil de la vida, porque voy tolerando cada vez peor soledades que ella misma te impone o uno las busca. Le tengo miedo al tiempo, a su poder y a su insidia, me impone ya la sensación de llegar a algún límite y no poder sobrepasarlo, como si fueran los del cuerpo, casi tan dolorosos. Al menos esos los conozco, me los sé y cómo tolerarlos.

Pero he de resistirme, digo, a perder ninguna ilusión porque no podré recuperarlas, ya no tendré tiempo ni sabré cómo hacerlo. Eso me conduciría a tal grado de abandono parecido al final, como dice Vila-Matas “con matices de desesperación absoluta” o peor aún que no quede ni la esperanza de desesperarte.

¿Y qué ilusiones puedo perder? Pues me atreveré a decirlas aquí que es como una especie de ventana medio entornada por si llueve. Me ilusiona escribir y decirle a unos pocos que me leen, qué he escrito. Escribiendo, muchas veces, evitas angustiarte del todo, sacarlo todo fuera para que el último día alguien lo borre todo también. Me ilusiona cansarme, dejar por hacer al final del día muchas cosas que quería haber hecho, cansarme de una manera quizá exagerada, impropia de los años, precisamente porque me quedan pocos años.

Me ilusiona el libro siempre abierto, que alguien cualquier día pueda leer el mismo libro porque lo avisé en mi sitio, en esa ventana de mi escritorio que no tiene vergüenzas, que se alimenta de mis propios impulsos, casi excentricidades impropias de mi persona pero que las he hecho propias, descarado, insolente, pero veraz. Cuento siempre una historia, de alguna manera mía, porque me gustaría vivirla o al menos, lo que hago, escribirla. Es mi manera de sugerir un libro, es la literatura de mi página de literatura también.

Cuando escribo algo con un tono casi impropio, el tono lo pongo yo porque tengo el legítima derecho de la palabra que no me quita nadie. Si me retrato es que es un retrato, es mi rostro, las vacilaciones de mí caminar. La forma de no dar a nadie ejemplo sino esperar quizá de una respuesta una verdad que no sabía, algo para añadir y mejorar el estilo y el contenido.

Solo quiero que me alcance mi poder de resistencia para cubrir todas esas ilusiones, las que no pueda hoy serán para mañana aunque eso no me gusta e intento acabarlas cada día con un programa duro que me marco, duro por su voluntariedad, por mi propia insistencia.
Es en mi vida la que muchas veces no entiendo qué clase de vida llevo, donde se quedarán los huecos, el cansancio de los esfuerzos, las metas a las que no llego pero acompañado de las ilusiones que me tienen que durar hasta siempre. Esa vida que no entiendo en tantas ocasiones y no sé explicar siempre con claridad en el fondo es una especie de enfrentamiento con lo que más quiero. Es verdad que la literatura desde Cervantes es una lucha contra la vida. Yo cada libro que termino me hace enfrentarme conmigo mismo, con cosas que pensaba o en las que creía. Aunque sea una novela, es una historia de la vida que podría ser mía.

Por eso quisiera, de un pequeño racimo de ilusiones no perder ninguna, tener la suficiente fuerza para ello, pero sobre todo que jamás el libro entre mis manos o lo que escriba luego se quede en el olvido antes de tiempo, antes de que lo que haya leído y escrito, que luego sea tiempo de lo que fue mi vida, ilusiones que estuve defendiendo hasta que llegara el momento de no tener ya nada que defender. Umbral ya dijo que “no sabemos si alguien representa algo o nada en nuestra vida hasta que se muere."

Mientras necesito una anónima resistencia hasta lo impensado, lo reprimido, a cualquier tipo de miedo.

martes, 18 de septiembre de 2007

La flor de su sexo


Aquel encuentro no fue un cumplimiento de la lujuria comprimida, nos lo habíamos imaginado antes, todo el tiempo, en cada abrazo inventado, en cada postura obscena, en los besos atropellados como si fuéramos a ser ambos enamorados y adúlteros. Ya era hora, quise saber de ella hacia dentro y desde dentro, dejar el gusto enredado entre sus muslos, camino obligado a ese punto inagotable de deseo que siempre tiene el hombre. Me lo había estado inventando, tenía prohibido contarlo, ni tan siquiera el sueño de mis dedos dentro en una búsqueda repetida y repartida.

Me tenía prohibido ni soñar que la soñaba, desde el día que le conté el secreto de mi deseo me convertí en su persona cautiva y vulnerable, pero con una vulnerabilidad que daba gusto hablar de ella: imponía los silencios para que cupieran los besos; cuando la tenia cerca mis manos suplicaban siempre el rigor de mis caricias más maduras, más hechas, pero que iban a tener en cada hueco de su piel la manera de recuperar una juventud que no quise nunca que se me olvidara.

Habíamos quedado en la hora inamovible del crepúsculo, un poco antes que la piel te pida el roce. Iba consistir en un acontecimiento que no podría explicar luego. Me negaste, ¿te acuerdas? que pusiera de título el hueco más íntimo que tiene una mujer y tus dos apellidos detrás, o al menos tu nombre aunque iba a ser fácil para cualquiera adivinar a que cuerpo me refería y la rotunda cercanía que íbamos ya tiempo gastando entre las palabras públicas porque se trataba de las más privadas.

Te vi llegar y a mi mente se le ha olvidado la ropa que llevabas, fijarse demasiado iba a prolongar el necesario tiempo para poder quitártela. Te vi llegar, compañera de sueños y de ratos apasionados, o a veces simples relatos de lo cotidiano rico si lo comparten dos seres encontrados, mantenidos entre los lazos de las palabras sin capricho, con cariño, con la enorme posibilidad de ayudarse.

Te vi llegar para estarte conmigo un rato, para que me enseñaras lugares de tu naturaleza en los que yo soñaba, donde dormía a veces abrazado, pero sólo eso, soñando. Lo bueno que tiene ser mujer es que cuando nos vimos tú tenías de antiguo mi reposo y mi sueño y a la vez el ansia en tu cuerpo. Yo de fuera a dentro para quedarme dentro, salir algún momento y admirarte cada línea, cada hueco obsceno, cada pliegue desplegable. Desde fuera con mi deseo ardiente, todavía joven y tú en la edad y con las formas más perfectas que puede tener una mujer.

Abrazados sin mediar palabra, renunciamos a las palabras, sin mirarnos la ropa decidimos quitarnos la ropa. Testigos habían muchos alrededor, lo recuerdas, gente de la calle que ya vaticinaban, éste hombre va a saber del todo de ella. Sólo a la vita de nuestro encuentro. Pero luego se empieza en un momento, se terminan las sábanas para perder bien la honestidad y nos espera una noche luego, donde por primera vez no iba a hacer falta el sueño.

Quise ya de una vez la flor de tu sexo, la manera de abrirte, la sugerencia contenida de que te dieras la vuelta. Quise ser contigo un poeta que con el verso de su lengua iba a hacerte temblar con tres palabras, solo con tres palabras allí dentro, en la gruta preciosa de tu cuerpo. Las caricias de tu deseo a cambio eran como carmín corrido por el mío, un lenguaje para limpiar luego el semen más hermoso de una historia de amor.

Fue necesario conocer nuestros bajos hermosos e insatisfechos, el sexo tiene zonas inevitables y cuando me hube terminado el mundo de tus senos, de tus senos completos, te requerí el camino. Traía todavía de tus pechos mis manos temblorosas, húmedas y silenciosas para buscar tus muslos calientes y solícitos. Como ves no nos importó el orden porque en cada momento de la noche conservamos un deseo semejante a un mar antiguo que propicia el amor desprovisto de vergüenza.

Recuerdo lo peor, irme entre un beso y el de después, con la lengua posada en el cielo del paladar. Fue un momento amargo de amargura. Nunca entre los dos ha habido mentiras, siempre la honestidad de un diálogo a la luz de la página suelta que se repite con tanta insistencia para que no se acabe nunca. Esta vez fue como las palabras: vuelta y vuelta, como la manera que fui conociéndote por dentro. Me quedó sólo al irme con el ruido cremoso de los besos, la manera de saber de un coño de mujer que recordaré para siempre, el enredo en el abanico de tus piernas.

Nada más, nada menos, como una forma de enriquecerme antes de la última parada.

viernes, 14 de septiembre de 2007

"Cuídate mucho"


Esta mañana en el momento de salir tras comprar en mi librería habitual la última novela de Fernando Ampuero, uno de los mejores novelistas y cuentistas peruanos de la actualidad, me han dicho, “cuídate mucho, cielo” y yo he respondido, gracias, te quiero mucho, pero no puedo. Ese término que utilizamos frecuentemente con personas a las que queremos y que sabemos que por alguna u otra razón sufren deterioros a más nivel de los que debieran, lleva una carga indudable de afecto y buen deseo, pero el que la recibe no la puede cumplir porque yo tengo que vivir de la única manera que sé vivir y no sé, no sé si es cuidarme, ni me importa demasiado.

Ya sé que alguna vez he hablado en esta página del dolor, padecerlo otorga cierta sabiduría en tus maneras de defensa propia, hasta propiamente os diré que me obliga a mecanismos de movilidad que no hubiera utilizado. El dolor acerca, acerca a cualquier cosa, hasta me puede facilitar más inventiva en las palabras del amor para seguir amando. El dolor en mi caso ya ha establecido cumpleaños, largos cumpleaños y cuando su duración se prolonga, forma parte de tu forma estropeada de vivir, es curioso, ten preguntan por él personas como hoy que saben escucharme cuando les cuento algo de un libro. Te preguntan por él si alguien te quiere sin ninguna obligación de quererte, te preguntan por él, casi extraños porque les gusta tu vida, porque se han dado cuenta que lo que haces con el dolor es dejar que pase el tiempo.

Proclamo oficialmente que no voy a cuidarme porque no sé cuidarme; porque quiero hacer las cosas sin que me duela un ápice del cuerpo; porque voy a volver a recorrer los caminos más largos que corría. Me voy a descuidar tanto que volveré a ponerme el chándal y las zapatillas New Balance que tengo escondidas en el fondo del armario y que hay muchas tardes que todavía las miro y tienen olor a no quedarse quieto, a apuntarse otra vez a la próxima maratón que organice la vida.

Tengo que volver esta tarde a la librería y decirle a esa chica que no, que no voy a cuidarme, que cuidarme es ir allí a mirar los libros, a preguntarle por alguno que todavía no ha salido, a ojear de nuevo los que he estado mirando hace rato, no sé, por ojearlos, porque no pienso comprarlos, estoy casi seguro que no son buenos.

Le daré las gracias por tu “cuídate mucho”, no sé lo que habrá notado para decírmelo tan tiernamente, -qué iluso soy aveces- pero le explicaré que uno no se puede cuidar, que prefiero encontrar, como el otro día alguien me decía que siempre escribo buscando las letras que enamoran el alma. Claro, es que eso es lo que quiero hacer y a lo mejor, enamorando a alguien todo me duele menos, es una forma de queja, una manera de no poder disimularlo.

Me ocurre que mi dolencia no deja de ser un material opaco y obstinado que he de doblegar a fuerza de obstinación y de confianza. Tengan el aniversario que tengan mis dolores, necesito estar fuerte, casi divertido para que el que venga a verme o me escriba me encuentre siempre despeinado y contento.

No, no hace falta cuidarme, eso es una debilidad que tienen a veces los débiles, los que no entienden que el propio cuidado es impotencia o una forma de egoísmo. Prefiero cuidar a quien ofrezca señas particulares de necesidad de cuidado. A mí no me hace falta, no sé cuidarme solo, por eso, por eso no me hace falta.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Ayudas para instalaciones y desinstalaciones


Todos los que utilizamos programas informáticos necesitamos muchas veces ese menú de ayuda de instalaciones y desinstalaciones. Aplicaciones que tenemos en la red hay muchas ocasiones que no sabemos del todo bien cómo utilizarlas. O terminada su función, saber dejar el hueco blanco como un tiempo pasado, ya sin resistencia, de la que queda en nuestro ordenador como una nostalgia antigua de cómo funcionaba.

Pues en la vida, nos ocurre lo mismo, ese menú de ayuda lo buscamos y lo necesitamos insistentemente: lo que haga falta antes que elegir el fracaso, la obligada lucha que en soledad nos derrumba y por eso hacen falta las ayudas. Hay trances que es el recurso de asignarle al amor palabras para amar o escucharlas y saber así de su complacencia.

Hay como errores de casting, algo funcionó mal, en el estrecho mundo de la química entre las personas, algo se nos hubiera ido al traste si no hubiéramos tenido una voz amiga al lado, la preciosa sensación de un silencio en la facultad de aprendizaje; recuperar la confianza en unas fuerzas ya gastadas pero que son las nuestras y con ellas hemos de guisar este alimento de la vida diaria.

Por eso, hay que tener muy a mano, ese menú de ayuda que quizá no conozca nadie, una ayuda para tomarse el tiempo y las palabras que hagan falta, un forma de apoyo en materia de sufrimiento que te lo hace más leve y un tono de sonrisas, válido hasta para cuando estés a solas.

No me basta la emoción pagana que extraigo de los libros, necesito esa ayuda para cuando no veo la cima o tenga el riesgo o la nada cerca. En todo caso extraigo de los libros el deseo de cercanía hacia la gente, que me crezca como un tumor de amor, insistente y maligno con el que voy a morir con él. Las ayudas, las ayudas ocultas que no sabe nadie son mi salvavidas siempre disponible para seguir queriendo, con el tacto al fin, obsceno pero nunca tardío, con el que cada noche aprendo qué es un abrazo.

Ese es únicamente el secreto que no cuento, no estoy solo, porque si estuviera tan solo no podría aguantar la inaguantable soledad de cada noche. Me hago fuerte así ayudado, pinchando ese menú de la ayudas como un F1 permanente que no requiere más que un clic y una sombra detrás y que exige a cambio que uno pueda ser feliz todos esos ratos.

Puede tener muchas formas esa clase de ayuda: el penúltimo verso de todos los versos que llevo pensando; la victoria sobre la insidia del tiempo y de la edad, el insomnio cuando tengo insomnio; el miedo a llegar a los límites y tenerlo casi todo por hacer; la necesidad de una elegancia que me ha dado la vida pareja a la generosidad como una canción de la propia vida que me he aprendido bien; un aprendizaje para los besos cuando sientes necesidad de los besos; la humildad de contar estas cosas y que alguien las lea con respeto pero sin distancia.

Menú de ayuda también para las desinstalaciones porque hay momentos en que lo que hiciste debes de dejar de hacerlo, ya no te queda derecho a seguir haciéndolo y hasta para quitarte de la vida, los huecos, los espacios míticos que hicieron soñar los sueños necesitas ayuda para desinstalarlos.

Así pues no tuve más remedio que contarlo: no se me escapa ni una sola mirada porque si no estoy perdido, no renuncio a nada y mucho menos a pedir y valorar esa ayuda. Un ineludible menú para seguir viviendo.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Nunca terminaré mi novela


La otra noche yo mismo pensaba, nunca terminaré mi novela porque nunca quise escribir una novela. He querido nutrirme en cada línea escrita de luces, momentos virtuales pero sinceros de palabras, con alguien y sin alguien, con la compañía que me resulta tan necesaria y tan interminable y con mis soledades propias y gratuitas. En esos momentos solitarios no rompo con nadie, pero hay veces en que un poco es como si cada uno fuera por su lado –eso que se llama el carácter- que choca a veces estrepitosamente pero que siempre termino besándonos un poco, abrazándonos mucho ese uno, ese otro. Luego surge una imagen y tengo bastante, todo eso, todos esos momentos, todas esas palabras son partes de mi novela.

Una novela son maneras de decir las cosas que te han pasado o que te has imaginado que te han pasado, son como modos de autoayuda, imposibilidades de no poder dejar de escribir. En la última obra de Enrique Vila-Matas, dice que cuando se creía clausurado su momento, llegado el final del recorrido y que ante él se abría un abismo, le preguntaron qué escribes y contesto “Escribo el título de un libro.” Pues yo no tengo ni título, tengo motivos y abismos, razones para novelar esos instantes, pero nunca supe hacerlo, nunca quise cerrarme en las páginas de un libro abierto, prefiero tener insistentemente pensamientos, formas frecuentes de mal dormir, caricias pendientes y dudas de quiénes me leen.

Ahora, sin embargo, he descubierto una serena manera de dormirme sin pastillas: un pequeño iPod entre mis manos, 365 canciones, dos o tres apartados de música clásica, en fin, la música, y mis dedos deslizándose por la rueda mágica del aparatito, mirando mi cuarto medio iluminado y pensando en los tópicos que siempre tienen los poetas. Vease sino a Aurora Luque: “La noche para el sueño/[…]En el día el intento./Dar vida a lo soñado/con dolor o con gozo.”

Pero todo esto no me basta para escribir una novela, nunca quise escribirla, ni supe hacerlo. Me quedan los recuerdos, los recuerdo y dejo de acordarme enseguida de ellos; saber que he contado muchas desnudeces y luego simplemente me han dicho, te leí, te leí anoche por cierto. Y sentían vergüenza los demás, yo nunca. Me queda seguir cometiendo infracciones al reglamente de mi vida, dudar, pensar que voy a tener fuerza de voluntad y al final desconocer que es eso de la voluntad. Bien descrita podría ser un capítulo de una novela, que como Vila-Matas encontraría por fin al menos el título: “dentro de ella me sentí bien en el acto.”

Me podría ser válido para cuando estuviera fuera de ella, que omitiera los motivos para siempre de no sentirme a gusto. Me serviría sino como capítulos de todas estas cosas que he venido diciendo, del amor y sus posibilidades, puestos a pensar hasta que el dolor es necesario, es siempre previo al lenguaje, a la manera de ver las cosas, a la lentitud precisamente dolorosa de que esto se acabe y todo lo que haya escrito nunca pueda ser una novela, ni tan siquiera tuviera forma de libro.

Son maneras de explicar esa soledad que no hay órgano capaz de asimilarla toda. Pero tiene tanto poder que es curioso a mi me sirve muchas veces para no cambiarme por nadie, que me lo noten, casi me lo exijan, que quieran que esté contento hasta sin ninguna canción, que no me importe nada no poder terminar la novela que lleva llenando toda mi vida, la cuente o no: la sede de mis afectos, la parte más sana de mis emociones, los abrazos sueltos y en los ojos la determinación del sosiego.

Estos días, mis historias de siempre pueden ser perfectamente capítulos novelados de lo que nunca tendrá forma de novela, en todo caso formas de pensar a solas, de alguna manera, mi memoria suelta.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Se me ha muerto Paco Umbral

Cuando pierdes a un ser querido, dices eso y dejas pasar tiempo porque tiempo tenemos todos menos los que se nos han muerto. Yo escribo porque me he leído a Umbral de cabo a rabo, porque me lo he ido aprendiendo desde “Mortal y rosa” hasta su “Amado siglo XX”. Yo escribo desde que me aprendí tres o cuatro metáforas de Umbral y me sirvieron para casi todas las demás palabras. Las cosas tienen un "como si", siempre hay un punto de referencia, una equivalencia que te deja más seguridad cuando las cuentas.

Se me ha muerto Paco Umbral sin avisar. Todavía me acuerdo cuando aseguraba que “el pelo se va, se irá, se cae, poco o mucho, pero se cae” y los que aún lo conservamos castaño mediocre, marrón vaya, “tenemos que convencernos que no vamos a llegar nunca a nada.” Te fuiste, Paco, denostado por los académicos que no te quisieron hacer académico, te fuiste eso sí en plan Cervantes y Príncipe de Asturias porque has escrito en los papeles de los periódicos, en los más de 80 libros que reposan en la estantería de mi casa, el mejor castellano de los últimos cincuenta años.

Tu figura impertinente, hostil, variante, irónica y agresiva no me importó absolutamente nada. Preferí tu castellano parecido "al whisky perfumado de Chanel que beben todos los suicidas.” Tuviste fama, Paco, para despreciar luego la fama y a los que no te la querían dar. Sólo gastabas cada día la pluma impertinente para escribir lo que no era capaz de escribir nadie. Empezaste con los versos de Salinas: “…esta corporeidad mortal y rosa/donde el amor inventa su infinito.” Terminaste con tu amado siglo XX “cambalache, problemático y feliz” y entre medio, columna de periódico, libro temblándome en la mano me incitaste a escribir sin saber escribir.

Tú lo dices: “Se escribe mucho mejor cuando no hay nada que decir”, sólo “la voluntad de hacer una novela”. Tú lo has venido diciendo por la exigente razón de que te sobraban las metáforas y no sabías que hacer con ellas. Quienes te leíamos aprendíamos a no tener nada que decir pero a sentir la necesidad de escribir. Mira, Paco, yo lo hago, sin haber visto una letra impresa, tan solo cuatro reseñas en periódicos que ya tienen muchos años, más o menos años que yo de viejo. Leyéndote aprendí a escribir sobre libros, porque leer a ratos es lo único que sé. Yo lo hago, y me leen tres o cuatro y otras cuantas veces que me leo a mí mismo. Yo lo hago porque me aprendí desde el principio tus metáforas de poeta sin ser poeta.

Se me ha muerto Paco Umbral, por un pelo con los mismos años que yo tengo y ya no sé qué decir. ¿Sabes qué hago, Paco? Desnudarme a ratos, escribir contra mí mismo con algún recurso épico, con los versos que me acuerdo desde que era niño, hasta ahora con mi derecho a la soledad a cuestas algún rato, con mi silencio de no ser oído como yo quiero que me escuchen. Ya es tan tarde que a veces cuando pregunto noto enseguida que no me quieren responder y no voy a volver a preguntar.

He pensado, Paco, si no te parece mal, dejarles a mis hijos toda tú obra. No tengo más fortuna, más recursos importantes. Que hagan con esos libros lo que ha hecho su padre: leerlos y aprendérselos, a ver si se les queda alguna metáfora buena, a ver si con ese dineral piensan que hice algo que valía la pena.

Se me ha muerto Paco Umbral. Mi admiración y respeto es tan grande que me vienen a las manos las palabras de Nicole Krauss en “La kistoria del amor”: “La muerte de una persona no pertenece a nadie más que al muerto.”