
No es tan difícil, hasta puede consistir la rutina de las palabras dichas a medias o escuchadas apenas, puede ser un trámite mínimo de dejar de otorgarle el fervor que siempre debe llevar una caricia como si los dedos se detuvieran de repente y crearan un instante de espera muy distinto de cuando supone ¡quédate! y se quedan los dedos.
Es el privilegio y la obligación que tienen los cuerpos, su espectáculo conmovedor cediendo a su registro. Sin él se ha perdido un derecho sin contrato establecido desde los ojos hasta sentenciar un trazado personal entre dos personas. Los cuerpos crean a modo de citas clandestinas, poderes que vienen luego, resúmenes del mundo de cada persona, posibilidades de mejora cuando otros recursos han fallado o ni tan siquiera los tuvimos.
Los cuerpos deben hablar, hacen muchas veces daño pero son capaces de mejorar toda una vida, son zonas repartidas entre dos pieles y la piel siempre es exigente, quizá anticipe simplemente un silencio tras otro que viene luego que jamás debe producirse. Son formas siempre establecidas de deseo que un hombre y una mujer no deben perder jamás, nos es cuestión de cantidad, es que exista, que esté siempre presente.
Si dejan de tocarse se convierten en historias incompletas de amores y desamores donde éstos últimos tiene un papel destructivo y literario y digo literario porque está llena la literatura de saberse deseados fuera de toda costumbre, de todo principio en blanco para terminar el océano perdido como un personaje abierto a los fracasos.
Hace falta conservar la desnudez de desnudarse, complejo asunto, pero que nunca debe ser inútil; la palabra que haya que decir a tiempo; el interés por lo que no interesa, hasta la propia contradicción de las ideas, inválidas si uno lleva el proceso de la desnudez con rigor y sin opinión. Es preciso que sepa que me van a seguir tocando en cualquier momento o que yo pueda alargar el brazo y encontrar otro brazo, un reiterado rendimiento, una disposición inaudita, insultante, a acariciarse, a abrazarse, a hablar, a ver qué hacer con las palabras, a ver luego qué es es lo que pasa.
Sólo eso y nada menos que eso, a cambio de nada o de casi nada, balanzas de medición ninguna, rutas a seguir las que tracen las manos, los cuerpos abandonados, hasta casi viejos, un paisaje, un recorrido que nunca debe uno perder. La distinción de educarse entre los cuerpos, de saber que son importantes, que sostienen muchas veces inseguridades y dudas. Igual que cada dolor puede traer un recuerdo, forma parte de ellos saber si lo ignoraste porque supiste acercarte luego a la nostalgia que siempre dejan las manos, su poder perturbador.
Allí donde la palabra se agosta, sólo queda la corriente de una piel a otra piel, la extraña maquinaria de los cuerpos que aunque deteriorados a veces tienen nada menos que el prestigio que tuvieron un día hasta quietos. Todo lo hacían posible. Ahora sólo cabe que se sigan tocando los cuerpos aunque la memoria esté vacía de los detalles, de las posturas.
Tocarse un hombre y una mujer es el memorándum de sus vidas, una emoción que hasta desaparecida nunca debe olvidarse.