lunes, 23 de febrero de 2009

La liturgia del deseo

Te acuerdas, te hablé de sus ritos, de cómo puede ser algo levemente corrupto pero convertido en un deber antes que en deseo. Estábamos sentados en aquel viejo embarcadero que persistía cada verano en el trozo de playa que hacíamos tantas veces nuestro, me empeñaba, me empeñaba que estuviera porque su antigüedad era parecida a los envites del mar durante el invierno, a la propia liturgia del deseo.

Nos poníamos sobre sus tablas con los pies colgando, a veces nos llegaban las olas de la misma orilla del mar donde nos habíamos bañado, desnudos como el viento, exigentes ante miradas ajenas. Me excitaste aquella tarde cuando me diste tus explicaciones: prefiero a los amantes maduros como tú -así los hago más propios- hacen el amor más lento, prolongan el goce y cumplen, cumplen porque yo me empeño a todas horas que me cuenten lo que saben del tema. Tú cada vez –le respondí- consigues lo mejor: que el hombre acabe siempre siendo el cabrón de ella.

Dime, mi amor, te empeñabas, has de hacerme saber todo lo que tú sabes del deseo para que cuando esté con un amante maduro sea a la vez cuerda, inteligente y valiente y ¡brutalmente lasciva! La carne –fue como mi primera lección- merece ser investigada hasta la última sensación, no dejemos los restos para nadie; si la lujuria la tienes contigo en ese momento, agótala aunque te queden todavía, sin darte cuenta, como inmediatos, sus restos en tus más profundas entrañas de mujer. Una pasión desenfrenada, inextinguible, es ventajosa para el cuerpo, el placer del amor, la inevitable liturgia del deseo la tenemos siempre cerca, y resulta singularmente reparadora.

La vida son sobras que no hay que dejar escapar, son momentos en el quicio de una puerta al quitarse la ropa, son verdades y engaños, arrastra y arrasa, son tacones altos como si fuera un imperio del mandato femenino; la vida es deseo, una manera de olvidar el día, el mes, el año, el momento. En la vida hacer el amor nos deja tan quietos que pensamos que no queda nada luego, quizá tan solo hacerlo de nuevo. Esa felicidad a pedazos que nos proporciona, nos convierte de inocentes en gloriosos aprendices de la carne, tenemos así entre las manos un permanente manual de supervivencia.

Los amantes maduros, le decía –terminaba el verano y ya se acortaba el día- conseguimos como nadie acariciar tus pechos perfectos, no es nada fácil, el tacto tiene un reinado y una disciplina, a veces un instante, simplemente una forma de dejar las manos, una exigencia en el deseo y a la vez una rendición que permite que entonces la mujer encuentre con ese mismo mundo del tacto los huecos más indecentes del hombre. Viene a ser en ella como una forma de aceptación previa y una negación rotunda a la rendición después. Tenlo presente, termina siempre triunfadora cuando te toquen.

-¿Tienes fio?
-Sí, me dijo, pero no nos marchemos. Acaba por explicarme cómo podemos comernos mutuamente, habrá algún rincón desconocido y confortable para ser más hombre y más mujer. En esa liturgia del deseo, no me hablaste nada de la paciencia que hay que poner en ello, como una sagacidad, una esclavitud sin precio, un destino que nos viene de lejos. Qué fácil cuando es fácil y qué difícil debe ser más tarde. La paciencia, le explicaba manoseando su mirada y sus nalgas, ayuda mucho a la religión que existe para desnudar el cuerpo antes de lanzarse al más excitante y desvergonzado de los coitos.

Vámonos, me dijo, ya me he aprendido la disciplina del deber, del deseo y del placer. He quedado con un amante maduro, no pregunta, como tú, hace. Debe saberse toda esa liturgia antes que venga nada luego, que viene.


miércoles, 18 de febrero de 2009

Incendiario e incendio

Como provocando y participando, consciente que es un invento mal llevado y en donde una vez dentro de él nada cambiará y nada cambiarás, te faltará el relleno igual y con una desnudez de la que tú mismo te asombrarás luego, te encontrarás como causante y a la vez arderás con tu propio fuego, un ardor antiguo que te costó mucho esfuerzo, en donde apenas estuviste menos de hora y media sin estar leyendo la tesitura que tiene cada hombre escribiendo cómo es hombre.

Pasearé, como si fuera por catre ajeno, intentos de felicidad de mi propio y más íntimo descanso. ¿Cómo era aquello de Mauriac que supe vivir luego?: “Deleitarse en los placeres del lecho no compartido”, libro cerca, algo más hermoso y más bello, algo tan propio que nadie fue capaz de ponérmelo en tela de juicio en esta vida: la calidad de la literatura que tengo siempre cerca.

O los cimientos de la entrega en necesidades ajenas, honestos,verdaderos; lo llevaba siempre puesto en la cara hasta frente a puertas cerradas que se me abrieron luego: sino, las de aquel editor con más de treinta novelas por semana en las mesas de sus colaboradores que supo al fin mientras me tendía la mano, dejarme que aparcara las dos muletas que acompañaban mi camino mientras ponía en sus manos esa típica novela de principiante que tantas tarde escribimos, una mujer con muchas pretensiones y éste colaborador con nombre anónimo hasta en la sobrecubierta. Hoy circula por las calles y ya no hace falta que chateemos mil correos cada tarde para ir haciendo cada línea y cada capítulo.

Otra manera de provocar un incendio es la investigación de la carne hasta la última sensación, sin tocar ni saber de la carne por su sola razón –inalcanzable para muchos- de poder aportarla con dos metáforas sueltas de los años que viví al costado de Umbral, con sus más de doscientas novelas, para poder escribir sin parar y sin tener jamás sueño a ver si era posible oler luego –según él- “al whisky perfumado de Chanel que tienen todos los suicidas.” Porque tú me enseñaste Paco Umbral a hacer literatura de línea recta, poniendo encanto en los renglones, sin tener nada que decir como los veinte tomos de Marcel Proust a la busca de un tiempo perdido que no encontró jamás.

Y cómo no, se me han deshecho veintitrés historias de amor entre las manos. Pero es curioso, a la vez, hay respuestas en mi blog de gente que me lleva leyendo muchos años. Salían de escribirnos cinco correos ofreciendo mis manos antiguas pero libres de sospecha con señal de prestigio: ellas me contaban el éxtasis de sus pechos asimétricos y perfectos; yo habitaba los escritos como un post con sus luces y sus sombras que me lo iban a pedir luego para saber la medida exacta de mi valor y de de mi territorio. Cada mujer para mí era un lecho vacío sin mentiras que nos llevaban a la vez al pajar del sueño.

Cada incendio ha sido como vivir un siglo entero; cada año, el que más daño me ha hecho. El fuego lo he encendido y lo seguiré encendiendo, me quedaré con algunos ojos en los míos, con esa contundencia femenina hecha a partes iguales de realidad y de sueño. Puedo seguir siendo entre el fuego ese hombre débil pero poderoso, allí entre las piernas o las nalgas sin que nadie lo sepa.

Apagaré, pues, el fuego con el fuego, como en una pasión amorosa siempre hay un amo y un vasallo, yo me acerco, lo enciendo y luego me quemo. Disfrutaré de esa felicidad fragmentaria que tenemos a veces para contrarrestar el dolor. A ratos solo buscaré la intimidad que es necesario, restaré con silencios mis palabras, esperaré una y otra vez como los amantes orientales que retrasan el orgasmo cuanto pueden.

Ya desnudos, Ososo, lo decía: “Quince días, quince orgasmos, quince palabras. Finito.” He apagado el incendio.

sábado, 14 de febrero de 2009

"Se pasa casi todo en esta vida"


Me llevé anoche a la cama los versos de un post de Reyes en "Por aquí vamos bien", que terminaba de leer. Ya no me acuerdo de lo que le dije, ni necesito acordarme. Sería una confirmación y un intento de explicar ahora, cómo lo he ido pasando, mi lealtad con la vida, mis desvaríos, el relato invisible de mis días sin argumento, sin apenas conflictos. No existen los enredos, los buscamos adrede. Yo lo hago siempre apoyándome en las palabras que de viejas y gastadas parecen versos nuevos, casi con el impudor y la codicia de los amantes veteranos. Y me viene a la memoria –en mi condición de amante- aquella intriga, -¿cómo va ser nuestro primer polvo?- Y osada fue mi respuesta: el más dulce y pedagógico del mundo.

Se pasa casi todo, como dice Reyes, te haces viejo sin querer hacerte viejo, la vida se te prolonga en su largura, como una longitud para cada dolor y cada alegría, va formándose ese mundo insólito de cada uno, hurgas un instante y cierras la puerta enseguida casi sin darte tiempo en que debes cada día soportar la vida porque es lo único que tienes, lo único que quieres, escribes tres o cuatro veces lo que sientes y así pasa casi todo, más bien todo.

Soy enemigo de los recuentos porque saldría perdiendo. Tengo instantes y momentos que supe entregarme a ellos: recuerdo cómo terminaba las semanas con unos niños corriendo en los parques que cercaban cada edificio; junto a ellos el mar estaba casi a nuestro lado, al alcance de la mano (qué comarca más propicia para un paseo y un beso). Junto a él nos dejábamos cansancios viejos y así era singularmente fácil amarse, como el sexo sin saludo, porque teníamos los esfuerzos limpios y olvidábamos todas las preguntas. Yo recuerdo que a veces lo pensaba en aquellos finales de semana de descanso: si se me había hecho posible el mar, volvería siempre luego.

Pero en este paso del casi todo de la vida, me quedan cosas que me quitaron la vida, o al menos la seguridad al vivirla, la dentellada de la respuesta: la curiosidad de los analgésicos, sorprendentes y efímeros; los hilos leves de las cremalleras de los quirófanos -fuente de fisuras indomables-; la cuenta perfecta de los dedos del propio cirujano que quiere averiguar si sabes contarlos; rehabilitar lo que no hubiera hecho falta porque lo habilitaba muchos años con suficiente éxito.

Me debieron dejar sólo con la herida de la edad, eso que es inimaginable excepto para quien envejece, como hablarle a alguien de salud con veinte años prendidos en los tirantes de una camiseta. No me respetaron, me incluyeron todo eso a las muchas cosas más para que pasara casi todo, de la vida; me engañaron –nadie puede impedir el engaño, ya lo sé. La fortaleza que tuve que tener no fue no ser nunca engañado, sino sobrevivir al engaño.

Insistieron que volvería a ser igual, que se trataba de la última caída, como la que puedes tener en el famoso “muro” del kilómetro 35 de la maratón; que llegaría hasta el final, como estoy llegando, y que de eso se trataba, de pasarlo casi todo, como el verso de mi amiga.

Y para pasarlo –como una manera de venganza momentánea- me queda un pequeño mundo de cosas imprescindibles: la insistencia de un cuerpo que suele deshacer la fascinación que nos condujo a él, pero importante conservarlo conocido e insistente; cada fracaso largo y asumido escrito en el papel; ese factor oscuro de la noche en que me llevo los versos que acabo de leer, oscuro, digo, como un fornicio descarado y olvidado; los ojos cargados de un llanto pesado no sé bien para qué.

Y acostarse siempre para que pase “casi todo en esta vida” sin ganas de morirse porque allí no deben de quedar ya respuestas. Prefiero la melancolía de ayer noche como una vida que los dioses reservan para algunos perdedores escogidos.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Ni a medias ni tres cuartos


Es lo mejor que tengo desde la primera palabra mía que se me escapó allá donde estuviera escribiendo, hablaba del amor y terminaba en el amor. Pero a la vez esa capacidad de resistencia es un hueco que hace daño, es una manera de no estar nunca bien consigo mismo. Muchas veces prevalece en mí lo sugestivo, lo milagroso con cara dura de puta mal pagada, sin una explicación a lo que no requiere nada más que el esfuerzo.

Comienzo cada mañana –lo he explicado muchas veces- con la retórica del café que me va a servir todo el día, llevo a cuestas porque quiero, porque me empeño, una soledad que no sé si me hace más valiente, pero sí más verdadero. Transcurro todo el día ahogado en la literatura que me aprendí al levantarme con la comodidad de mi butaca de cuero, un milenio de música más bien fuerte para hora tan temprana. No me importa que les moleste a los demás vecinos, somos poco vecinos y yo he terminado la noche leyendo, con el fondo impertinente de los seriales de la tele.

Hay días que ando corto de recursos, que los empiezo con explicaciones que no debieron darme porque nada es definitivo, nadie sabe probablemente nada de los demás, porque ignoran que detrás llevo los rendimientos que me gané desde joven, los que me hicieron bello y fuerte porque tengo la belleza en la insistencia de la mirada, eso que planea sobre nosotros con una crueldad constante y que de nada sirve apartarla cuando la vida muestra su imagen más sombría y paralizadora. Yo la dejo quieta como señal de poderío, casi obscenamente, explicando que estoy intentando curarme como un cabrón que no decaigo. Soy un refinado, artista con esa mirada, penetrante como si fuera a acariciar distraídamente algún escote.

Pues mejor, si noto que voy mal de prestaciones, no cambio de ordenador y tengo al lado otro, presto lo mejor de mí mismo a mí mismo; saco la más íntima dosis de poder y me lo digo enseguida en voz alta: ni mitades ni tres cuartos todo entero que puedes con ello, eso es una especie de mezcla de orgullo y orgasmo inminente, una adicción mala abierta hasta un altar de sacrificio, es malsano, pero poderoso, es como si mi cuerpo tuviera siempre un cuerpo adjunto, un patetismo de necesidades bien hechas, un amor lleno de conflictos y a la vez de esperanzas.

Derramo mi simiente en mi propio lecho siempre, vivo para poder escribir, para leer sin remedio, para tener apetito y saciarlo luego, nada me apacigua y si veo que no llego, llego. Basta con que me miren con cariño –y si no lo hago yo en el espejo- para que mis engranajes funcionen y una vez puesto en marcha es difícil que me paren.

Ya lo sé que en ese desear siempre algo más, radica la infelicidad del hombre, de ahí salen las fisuras, las malditas fisuras que te lesionan la concentración, hasta la cópula si es que estás copulando -¡mira por donde!-. Pero me da lo mismo, voy a ser infeliz tres o cuatro veces con lo que me queda y mientras pensar que soy lo que creo que soy, una de las formas de la felicidad o que cada uno haga su vida y yo me las apaño bien.

Cuando vienen las fisuras, a lo mejor hay alguien que no te deja ni hablar de ellas y tienes que echar mano de la autoridad y la ternura, de saber decir te quiero entre las manos –eso sí, con las manos a raya- todo bien elegante y bien pausado.

Hoy he encargado un libro: “Todo lleva carne” de Peio Riaño. ¡Ay, Fran, me ha dicho Bea, siempre te pierdes con la carne y yo le he contestado, es mi cólera, mi milagro aunque no me dejes la tuya que respira y se mueve. Ya quedamos, Fran, ya quedamos al salir cualquier tarde.

He tenido bastante con su risa y el libro, con las ganas de estar bien que yo llevaba puestas precisamente en mi propia carne, con que se me notaba que no me basta ni la mitad ni los tres cuartos. Lo quiero todo como si fueran asuntos propios que tiene fácil solución.

lunes, 9 de febrero de 2009

Romance completo, hasta sexual

No se sabe muy bien en qué consiste o yo me lo he preguntado muchas veces y algunas me he quedado sin respuesta. Primero –es obvio- hay que tener el romance, luego incluso cuando llegas a lo sexual, puedes hasta decir: ya está, no es la gran cosa.

El romance hay que arreglarlo bien desde su comienzo porque querer a una mujer cuando lo aprendí la primera vez, desde entonces, lo repaso a diario en el María Moliner para poder saber qué es lo que no hago como debe de ser. Bien llevado como una amistad de antigüedad del colegio –sólo de chicos, naturalmente- te puede permitir pasar la vida entera con alguien que te lea en voz alta los párrafos de los últimos versos hasta en la hora del café; cuando estás en su cama tantos días, alguno te permite hacerlo como si estuvieras de visita –curioso en cama ajena- y resulta que es la propia y esas noches hacer el amor tiene un especial privilegio: te fijas en lo sexual con detalle, como aprendiendo.

Una tarde como si no quisieras, escribes en el correo electrónico las mieles de todas las indecencias que a lo mejor no le explicaste nunca a esa mujer porque se trataba de un romance y no te habías dado cuenta, ella lo había entendido por el lado literario y tú te acababas de dejar la esencia entera. Pero sí, si que te entendió porque luego medio desnuda como si estuviera cruzando la pasarela de la ópera te fue repitiendo las obscenidades en voz alta, prodigiosamente impúdica.

Tú en esas ocasiones ni se te ocurre darle consejos porque ella sabe más, tiene más lujuria y nadie escucha consejos con el cuerpo enardecido, busca otra cosa. En esas ocasiones fue donde aprendiste y supiste enseñar el romance más completo, eras capaz de llorar sin tener que dar explicaciones porque hay una forma de llorar tan solemne que no las requiere: llorar de gozo, llorar por alguien, con la boca, con el pecho, con el sexo hecho un ovillo, con las manos crispadas y las rodillas suplicantes, la sede umbilical descompuesta. ¿Lo habéis probado? Es doctrina del romance, es un previo del paso sexual.

Pero quiero adoctrinar de verdad, de lo poco que vengo aprendiendo, cómo se forma el romance completo, hasta en lo sexual y empezaré por decir que el sexo va a pasar, acabas yendo a yoga, te masturbas, engordas un poco bebiendo lo mismo, pero sin embargo queda, queda permanentemente, años de conversación, ya lo expliqué una vez, que eso no se suple, para eso no existe ni doctrina ni remedio.

El final del romance para que se quede quieto en los pliegues más hermosos de los muslos de ella, aunque se hayan arrugado ni se les note la playa, al final es una mezcla de desventura y de calma, de los ojos y la voz que le cuentan cosas a otra persona, abrazándola a veces con la dejadez implacable de los brazos. Esa forma de mirar y hablarle y de atreverte, ¡ah, pues era eso, no era para tanto!, cuando no sabes si los pechos los tiene firmes o a ti te lo parece, pero notas los sentimientos poderosos e imbatibles, y se hace el amanecer mirándose a los ojos como un desafío a la contundencia que tienen todas las otras cosas.

Eso es un romance completo, de alma húmeda hasta en lo sexual, hablando entre los dos con una inteligencia razonable repartida como si fuéramos a llorar ya sin remedio por lo bien que lo habíamos hecho tantas veces, con algo que antes y después de quitarse la ropa, llamábamos anhelo.

jueves, 5 de febrero de 2009

Prefiero el labio superior

¿Y luego hacerle unos amores? Impensable: ella siempre fue una enamorada del ocio y las palabras y entre ellas nos quedábamos, nos entraba el sueño de los párpados caídos y mi última mirada siempre era a su labio superior, era mucho más mujer que en el resto.

Vivir con ella, era vivir conmigo mismo: tenerla cerca, era tener cerca el café de las mañanas, las toallas del baño, la fruta que me pelaba luego de cenar, era algo imprescindible, pero no urgente porque nunca me paraba a pensar qué podía pasar si no estuviera. No lo hacemos con las personas de la convivencia, están ahí, parece que van a estar siempre, son costumbre acostumbrada de la vida.

No le podía hacer a veces los amores porque nos entraba sueño contándonos los sueños, eso sí, puestos a elegir, besando su labio superior me parecía estar besando las historias de cada día en lugar de un simple labio de mujer; el inferior se perdía con algún pliegue a destiempo, pero el superior se me hacía más ancho, casi siempre acababa siendo una respuesta con la lentitud distraída a todas mis preguntas.

Sí, esta es la historia que me obliga el pensamiento luego de una noche cumpliendo obligaciones que yo mismo me he impuesto. Ayer explicaba las distancias de los objetos de mi cuarto, como un cuarto bien asistido, multifunción: para el pensamiento de lo que puede llegar en el correo; las comodidades bien ganadas y el morbo de tener un par de libros entre abiertos esperando terminar que Burroughs “En el dique seco”, su personaje acabe cada noche su botella de whisky y no le impida funcionar al día siguiente: “¿crees que es una locura lo que hay entre nosotros? –Claro, por supuesto, por eso me gusta.”

Ese camino de antesala por el día y por la noche hace que necesite como un sortilegio erótico hablar de libros y más libros en busca de palabras únicas y secretas que no haya escrito nadie y que aún nos salven. Cuando escribo, busco a la vez el problema y el placer como si las palabras para mí fueran, eso, una forma de ebriedad, a lo Bourroughs. Y necesito encontrar a un ser salvaje que me lea, adorable, inquietante para ver si me calma o aumenta mi embriaguez. Ese ser que por la noche, si tengo que hablarle me da lo mismo ganar, perder o perderme.

A qué venía, pues, la primacía del labio superior, al apremio de las bocas y la expresión de cualquier sentimiento asimétrico, un tiempo de caricias, las palabras que parece que no vienen, pero llegan al final porque entre dos seres las debilidades de uno y de otro, a pesar de todo, aproximan.

Pues eso es lo que hago, cada vez, cada día: buscar con ellas la insinuación de un pubis libertino a todas horas; soñar donde ya no me quepan más los sueños; aguantarme el espanto de la muerte porque quiero morirme cuando ya no quede nadie a quién escribirle; se me olvidan los versos que no me convienen; espero que la vida me devuelva –creo que lo dije el otro día- todo lo que no pudo ser y puede ser; ese goce inolvidable del sexo como una espalda vacía de tirantes.

Ya me callo, ya explicaré en otro momento el dolor de mi cuerpo sobre el suelo en contraste con unas tibias carnes. Se me hace tarde esta mañana para hacerla mi mejor mañana. Tengo sueño porque, lo sabéis, me quedo hasta tarde leyendo por las noches pero siempre soy capaz que al dejarme los vicios pendientes, aún me suela quedar el tiempo hasta para su silencio, porque no lo olvidemos que el vicio tiene un silencio impresionante, una duración y una jerarquía, una naturaleza impenitente. A los vicios no se les corrige con la edad, la lujuria no les mengua y los que son inconstantes siguen siéndolo siempre, hasta la muerte.

El vicio es el placer de rebajarse para enaltecerse. Siempre existe un labio superior.


martes, 3 de febrero de 2009

Tengo todavía la fuerza de un guerrero


Al amar siempre cierro los ojos para que me los abra luego el deseo, pero aún sin ello quiero explicar que todavía queda en mí como una profesión de guerrero que le vence a la vida, sin una sola queja, ni un aviso. Hay una medida que no falla y es igual para todos: veinticuatro horas, para querer a alguien, para soportar el dolor, para entenderlo todo el tiempo. La calidad de la vida no depende de grandes cosas: maneras de estar, entenderse con la gente y que lleves a buen fin tus propios códigos. No te los impone nadie, los elegiste tú.

Pero se me anda estropeando casi todo últimamente: ese estricto diálogo, tú me dices yo te cuento, me anda saliendo mal por una simple razón, por la misma que he pagado siempre: darse fácilmente como cuando una mujer se queda con la blusa abierta sin apenas darse cuenta; darse y quedarse esperando análogo lenguaje, desenfadado pero adherente. Yo le pongo una gramática enamorada entre cada palabra, un delirio sin llevar las cuentas con nadie, con la lentitud distraída que tienen para mí las mañanas, pero que me paguen igual, lo necesito. Antes era más fácil y más frívolo, se arreglaba con una copa, dos canciones y unos pocos lamentos de enamorado con su lógica, su perdón y su olvido.

El asunto anda ahora más complicado: lo inevitable son las cosas a las que no le dábamos demasiada importancia porque vivíamos igual la vida, veinticuatro horas para todos y yo le sacaba buen partido: cerca del centenar de libros al año, leídos, y los ratos que entrelazaba los dedos con quién me los había buscado; la independencia de mi cuarto, dos ordenadores encendidos, esos libros hasta en el suelo, la música fuerte cuando quiero, la compañía que me he labrado muchos años, y un único fallo: ese cuarto de al lado ahora vacío donde falta esa chica leyendo periódicos, con tacones hasta en la cocina, preguntándome ¿qué es lo que lees? O a veces escondiendo los genes con la puerta cerrada hasta que los escondió para siempre.

¿Por qué vuelvo a sacarlo? Ya lo vengo diciendo, porque esta resistencia de luchador y de guerrero pasa malos momentos y necesito que estén a todas horas haciéndome caso, todos y todas porque tengo en los ojos un apremio y en la boca un imposible. Ya no soy capaz de decirle a nadie te quiero porque el cupo está cubierto y el mío demasiado abierto. Dicen que la vida siempre devuelve, pues ¡anda ya, no sé si voy a tener sitio en mi cuarto!

Tengo todavía la misma medida que tienen las palabras, idénticos trozos de fábula y resistencia; aprendí en su día el rito del clítoris de una mujer y sus pliegues distintos; la paz y la memoria a la vez que la desmemoria porque la vida suele devolver y todo vuelve a ser. Pues si es así, necesito un abrazo que me tenga abrazado hasta el amanecer. De lo que me pueda hacer daño firmaré un constante divorcio, indecente, que quepa hasta en los buzones electrónicos; veré si es posible recuperar para siempre quererse otra vez como una infidelidad sexual que se puede quitar con un buen baño.

Ya he sido capaz de darme íntegro, de emplear mi tiempo de ese que lo decide todo con una gramática del miedo a destiempo. Sigo fuerte y duro, guerrero, como he dicho, pero es curioso puede habérseme hecho el cuerpo viejo buscando encontrar todavía la palabra precisa, la que cada cual quería. Ahora vengo repitiéndome la misma a mi propia resistencia: la vejez es así, una tarde alargándose, tiempo de sobra, prestado, decir cosas que no vienen a cuento, pero que se escapan porque sino reviento.

Más de cuarenta años de conversación, no se suple, para eso no hay remedio ni quiero, sólo seguir aprendiendo: la mujer sabe hacerse mujer mucho más pronto que nosotros los hombres.

domingo, 1 de febrero de 2009

La arquitectura de lo que me queda


En realidad me queda lo de siempre: la embocadura de mis sentimientos sobre la que tantas veces me interrogo y me preguntan. En ese cruce de palabras puede surgir –como alguien me vaticinaba- el peligro, pues lo asumo y lo disfruto. Quiero ser peligroso y vivir en el alambre del peligro ajeno, todo por el mismo motivo: el manejo de las palabras, de la forma de estar quieto a veces con ellas, o al contrario, aliado de hecho, trazar simplemente abrazos. Aquí intentaré explicar un poco, qué es lo que me queda, cómo quiero distribuirlo.

Vine día tras día del mismo sitio: de haber ido acumulando libros leídos y derivado, saber que me habían escogido, ellos sabrán por qué. Yo lo único que hice fue ir leyéndolos sabiendo que uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben, de la misma manera que uno nunca termina de vivir aunque la muerte sea un hecho cierto. Eso lo he explicado muchas veces, igual de verdadero, me ha temblado el pulso lo mismo leyendo que escribiendo, pero hoy la intención es saber de su arreglo de su más íntima y verdadera arquitectura.

Me explico: lo que más me ha tentado de la literatura –y en mi página web lo voy dejando cada mes, es decir, qué libros son los que me gustan- ha sido la sensualidad, el rito, la aproximación hacia la mujer. Si la tuve cerca siempre desabrochaba su vestido lentamente como si cada botón fuera un mundo que recorrer, como dejándola desnuda en el asiento delantero, lista para todo lo que viniera, aún en sentido contrario, yo era muy dueño al ser siempre rendido, sumiso. Parece lo contrario, pero es lo mismo, sólo tuve ganas de rendición bien asumida, disfrutada a medias; ya que era mi media humanidad preferida.

Y entre las letras que leía y las que escribía había una comunicación que sólo la permite el respeto y el sentimiento. ¡Caramba!, desde hace tiempo, sin cifras de feminismos, respeté y admiré a la mujer, fue mi salvoconducto para amarla luego: he sentido la maravilla del abrazo, soltarme luego en mitad de un beso apasionado, no hay nada más bello que cubrir el rito de las pausas; mi osadía en cualquier momento la mostraba después, siempre fui apaciguado y tierno, pero tenía conocimiento de que podía llegar lejos, y ¡qué bien se disfrutan esas interrupciones luego!

Pienso por un momento, cuando hago este repaso de las posibilidades que me quedan, arreglando todo lo que anda suelto, en los momentos que viví más tiernamente: paseando mis dedos por una boca para alimentarme de ellos; entrar en los capítulos, aparentemente sin trascendencia, cómo aplastas la cara entre unos bellos pechos y dejas la espalda descuidada; las veces que he sentido tanto miedo al querer que me podían impedir volver a ser libre, aunque pensándolo bien siempre era preferible la dependencia de una mujer.

Cuando tuve las cosas bien siempre fui un ser apasionado, casi embobado. No las tengo óptimas en este momento -inquietudes que me trae la carne cuando no la utilizas contra otra carne- hacen que repase, le llamé arquitecturas, pero puedo decir cualquier cosa. No me gustan los recuerdos sino los presentes; ni la soledad doméstica de las fotografías, ni la urgencia de los sentimientos, o las respuestas del tiempo, o una mala tarde y el cansancio de cualquier silencio.

Pues en este momento mi arquitectura es el rigor que siempre tuve, la verdad del amor que nunca escatimé, la búsqueda de la palabra precisa dependiera para quién; ser cálido, posible acompañante verdadero, la tozudez del sentimiento.

Todo eso lo tuve y lo sigo teniendo bien arreglado.