martes, 12 de febrero de 2008

CAPUCHINOS DE BRONCE


Por Tristao

Ayer llovió sangre sobre la ciudad, capuchinos de bronce le dicen en mi pueblo cuando cae recio como cayó ayer. Pero era sangre sin licuar, un gel que se pegaba a la ropa, a la piel, la ira de Dios.

El día estaba por romper, había precedido plenilunio, que es cuando los arúspices predicen los mayores males. Y cortaron la corriente eléctrica, como hacen siempre cuando se desbaratan las nubes y el cielo empieza a soltar injurias, como lo hizo ayer. Así que aguardé tendido en la oscuridad en posición fetal, allí agachado hasta que pase el nublado y poder ensillar, recorriendo errático mis pasos, arrumbado en el desván de los recuerdos el día en que alcé el vuelo y me salió al paso la libertad, rezando por lo bajito: ¡Oh Dios!, si es que hay Dios, guarda el jardín de mi alma, si es que tengo un alma. De la escalera subía llanto de niño, un recién nacido que llora suavecito al amanecer, olor de orín del hierro ensopao.

Al punto me entró un sueño atrasado. Y, cuando desperté, entraba ya por las rendijas la luz lechosa del alba, dando paso a la dejación y al olvido, cesaba el rigor de invierno, escampaba. Atrás quedaba la angustia que genera monstruos y te hace creer que es sangre lo que solo es agua, las preces con que se invocan a Santa Bárbara no más que cuando truena, que gracias pedida velas encendidas, gracia lograda, ni velas ni nada.

Bandadas de alcaravanes sobrevuelan el huerto, me reconcilio con la vida y me sosiego, el corazón a buen recaudo que, expuesto al aire húmedo, se oxida.

Para Fran. 70 años después volvemos a jugar; ahora a juntar palabras.

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