martes, 6 de julio de 2010

MIHOMBRE


Relato de Correveidile


Se lo oí contar a Diego, siendo yo muy mayor. Lo contaba de sus padres, sin que remotamente se echara en falta el respeto y la veneración que a ambos en vida les profesó.



Los Recuejo –seis generaciones a lo menos que se sepa, eran oriundos de Calabuey un pueblecito de nada, que no pasó de ser aldea, a tres horas de Bienvenida; a tres horas de las de entonces, lo que equivalía a decir a lomo de mula o en carro. La Provincia de Albacete.


El padre de Diego –de quién él traía el nombre, trabajaba sus propias tierras y cualquiera otra que se le pudiera ofrecer en aparcería. Arrimar el hombro, de sol a sol, que la cosa no daba para más y a eso hemos venido. Había casado en primeras y únicas nupcias con Florinda y, en el tiempo del relato, vivían solos; el hijo mayor –que fue quien me contó lo sucedido, trabajando de mayoral en un Cortijo de Jaén; y las hembras, pues cada cual en su hogar y cuidando de su hombre y de la prole –que no es paja.


Tenían los padres la casa y corral en la Calle Ancha de Calabuey; y en el extremo opuesto paraba el Gervasio, casado con la María Juana, mujer metida en carnes, y en años también, aunque aún ganosa y, en el maldecir del vecindario, uva de calle.


Un mediodía de poniente, ya entrado el verano, llamaron a la puerta de Florinda. Estaba sola y su Diego, como siempre, en el campo. En los pueblos, ya se sabe, no hay mucho que hacer y siempre amaga quien se dedica a llenar el tiempo como le viene en gana, caiga quien caiga. Era el sordo.


-Florinda, buenos días.


-Buenos días nos de Dios


-¿Por dónde para tu Diego?


-Está en la Torzuela, trabajando las manzanas. Igual que todos los Jueves


-¿Tan segura estás?


A Florinda le pusieron la pulga tras la oreja


-¿Quieres verlo en la cama de la María Juana, retozando con ella como Dios los trajo al mundo? El Gervasio está en la ciudad, a rendir cuenta, que hoy es fin de mes. Y tu Diego lo aprovecha.


A la pobre mujer se le amargó lo que le quedaba de día y de vida por venir. Nos es que hubiera puesto las dos manos en el fuego por la guarda del débito en su hombre; pero enterarse así, de sopetón y, para más inri, con la golfa de la esquina, le desbarataba sus arreglos.


-Si no te atreves a ir sola, te acompaño


-A mí no me hace falta “naide”, que me basto y me sobro por mí misma


Y sin pensárselo dos veces, Florinda cerró la casa, se anudó la llave en el pañuelo y se dirigió, con paso firme y el gesto atravesao, a la otra punta de la calle, sin poder evitar que le resbalara una lágrima no sabía si de rabia o desespero, si de hambre, sueño o ruindad de dueño.


El pueblo estaba desierto a esa hora, los postigos encubiertos en reparo de la resolana. Cada uno en su quehacer, en la casa, en la tierra, o con el rebaño en el monte y Dios, o el diablo, con todos. Enfrentó la vivienda del Gervasio y golpeó con los nudillos en la puerta. No hubo respuesta. Y fue al insistir en el empeño, que apareció la María Juana en camisa y sin poder ocultar un amago de sofoco y embarazo al verla.


-Florinda, hija, ¿qué te trae por aquí, a estas horas y con la que quema?


-Sé que mi Diego está contigo en la cama


-Pero ¿qué dices, mujer. ¿Es que quieres comprobarlo?


Pero el ofrecimiento de la anfitriona sonó igual a cuando te dicen si quieres comer, sabiendo que, invariablemente, se contesta que aproveche. Ni siquiera se apartó del vano, para franquear la entrada.


A Florinda le flaquearon entonces las piernas, se dio vuelta y se fue a casa, que se las había visto peores y en cuanto atañe al sufrimiento no era lo que se dice un pardillo.


Al caer el sol de ese mismo día, a la hora en que se presumía que volvía de escarbar la tierra y aclarara el ramaje a los manzanos de La Torzuela, entró Diego en casa, como si nada. Desde hacía mucho tiempo que no se hablaban los consortes entre sí, desde que casó la última de las hijas y quedaron solos; de uvas a peras solamente, lo imprescindible y cuando era menester. Cada uno vivía su vida y cumplía con sus mandatos, sin estorbar al otro –que no es poco, ni parar mientes en él.


Florinda le preparó la sopa, se la sacó casi hirviendo –como sabe que a él le gusta, cenaron mal que bien, sin siquiera mirarse una vez a la cara y, cumplidos los últimos y más menudos negocios del día, ocuparon el tálamo, la única cama que quedaba en casa, sin compartir otra cosa que algún que otro mal olor y remordimiento.


Y a la mañana siguiente, con el alba apenas, después de haber sorbido su tazón de leche con sopas, que le había dispuesto, igual que siempre, su hembra, cargado con los aperos, doblegado por el peso de los años y a punto de traspasar el umbral, Diego se volvió, encaró a Florinda con gesto grave y le espetó:


-Que no me vuelvan a decir que andas metiendo el hocico por donde yo voy, o a donde yo paro; que a ti no se te ha perdido nada en mis negocios, ni te ha dado nadie vela en el entierro. ¿Enterada?


Su última palabra resonó algo hiriente en el silencio de aquella primera hora, quedando el eco un ratico atrapado entre los muros –aún lo siento. Y cerró de un portazo tras sí.


Florinda quedó un momento paralizada y absorta. Pensó entonces, que había mucho qué hacer toda la noche lloviendo, así debe andar todo, dar de comer a los animales, antes que nada, estar por la labor, disponerse a labrar la batalla diaria contra la misma mierda de siempre, darle cuerda a la casa, que no se pare es lo que importa.


Mientras trajinaba, se dijo que, a los hombres, a los tomas o los dejas, que el que tiene un vicio, si no lo hace en la puerta, lo hace en el quicio, que pretender cambiarles a tu aire, no es sino pugnar en balde, agua en cesto; y que el Diego, al menos, lucía agallas para hacerle frente, sin hipocresías ni tapujos mujeriles –como tantos otros. De modo en que están hoy las cosas, se sentía segura en casa mientras él estuviera, se abandonaba a su suerte y sabía que nada malo podía ocurrirle mientras él viviera. Y si era cierto que le había visto empezar a envejecer, guardaba aún, como asi lo demostraba, munición creciente en la dirección para seguir dando guerra. Tampoco iba a pretender que el árbol creciera en la dirección que a ella se le antojara.


Cuando salió al corral, escampaba.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Tremenda historia, Correveidile. Leyéndola he sentido un cúmulo de emociones encontradas que no se bien como describirlas.

Como mujer, una siente la daga clavada en el sentimiento de alguien dedicado en vida a otra persona y a la que en un momento dado han relegado a un segundo puesto en la cama y esa dureza del hombre dejando constancia de quién es el amo y señor.
Por otra parte, la admiración a la casta y señorío de esa mujer que no teniendo nada más que a su hombre y su casa, afronta con entereza quedarse al margen, en lo que ahora y en esta época, seguramente defendería con uñas y dientes.

En todo caso,este relato me ha dejado una sombra de tristeza porque me he puesto en la piel de esa mujer, he sido capaz de sentir el desprecio y la frialdad de su hombre que en no tuvo en cuenta el inmenso dolor que le estaba haciendo.

Hay mujeres con mucho coraje o muy cobardes.

Un abrazo.

Bolboreta

Fran dijo...

No sé cual será la respuesta de Correveidile que aquí transmitiré, a mí me parece justa tu respuesta, de una gran mujer en este caso. El más adecuado calificativo.

Anónimo dijo...

Mujer resignada a un siglo por fin decadente, dando paso a la determinaciòn q todos somos dignos de un trato por igual , sea del sexo q sea.Eso no le quita el valor de una historia tan real y comùn, q aun ahora la mujer se resigna a ser despreciada y maltratada.. Ya son menos., pero existen, pero parte de culpa me creo q es nuestra, la mujer q aun piensa q solo se debe a trabajar para la casa y los hijos y el jefe de la camada.
Te cuento, conozco a una Señora q una vez el esposo la dejo por otras... ella tuvo q estudiar y ponerse a trabajar para sacar a sus hijos adelante..les dio una buena carrera a cada uno y los hizo hombres de bien, ella jamas quiso otra pareja, y cuando murio su hombre, apesar de èl estar en pareja con otra , señora educada y con trabajo, nos extraño verla vestir de luto y a la pregunta de el porq se vestia de negro, su contestaciòn fue, es una promesa.. nunca dejo de amarlo y si le preguntaban el porq tenia a sus hijos y sola respondia q era viuda.Los hijos no aceptaron ese proceder del padre y como tal no fue invitado a sus bodas ni ellos al entierro.estando conviviendo en la misma ciudad de Almeria.
Aun te cuesta entender el porq hay personas tan leales al machismo.
No seria yo la q tolerarà tal desprecio, o es q no se querer con los ojos cerrados.
Hay muchas formas de amar, se puede amar hasta la muerte, pero con la consecuencia q nunca olvidas, los momentos crueles de ese amor.
Correveidile, q ya es una historia, veridica o no, pero con la grandeza de un alma repleta de amor.
Besos maria dolores.

Fran dijo...

Obviamente, quería decir que compartía tus ideas. Al leerlo me he dado cuenta que se presta a confusión.

Besos

Fran dijo...

Respuesta de Correveidile a Bolboreta:

"mi admiración a la casta y señoría de esa mujer."

Anónimo dijo...

Gracias por dar respuesta a mis opiniones, Correveidile, uno admira siempre aquello que respeta.

Un abrazo.

Bolboreta

Fran dijo...

Omití por error un rárrafo, Bolboreta, de la respuesta de Correveidile. Terminaba efectivamente cómo transcribí, pero antes señalaba:
"Estaba deseoso de encontrármelo. La historia es 100% real, de hace más de 100 años y no me has decepcionado (refiriéndose a ti):
"la admiración a la casta y señorío de esa mujer."