miércoles, 28 de enero de 2009

El deseo sexual de la epidermis


A cualquier hora me conmueve esa capa exterior que tenemos los animales. Quizá más en estos momentos en que me quita el sueño, los sueños, que ese comienzo de mañana –tan sugestivo para mí, en que debe estar durmiendo todo el mundo- entre las 6 y las 7, noto a la vez junto a la ambición, el sueño, para apaciguar las inquietudes que llegan a mi mente como una especie de música de jazz, desde el silencio algo, después todo.

Por eso pretendo hacer un recorrido por las pieles que toco como sedas que se secan al instante, cual la cabeza mojada de una maga “con un amor honesto y un deseo profundo”; o intento al menos ese polvo literario entre palabras sueltas al que se refería hace días una bruja, “famosa” pero “inexperta”. No voy de nuevo otra mañana inquieta a escribir ninguna carta de amor sin destinatario porque es lo que más pronto envejece. Me reconfortaré pensando de nuevo en el tacto. Ya lo tengo hace tiempo por aquí escrito, cómo al devolverme el cambio de un billete, era motivo descarado e insistente para entrelazar los dedos con una mujer.

Epidermis, la bendita piel, que me permite descubrir a una mujer cada vez, con nuevas experiencias, acomodos y sueños. La piel, tiene escrita la línea de la felicidad, la fiesta de la piel te permite desvestirse con quién estés con la solemnidad y lentitud que le pongas al preámbulo de esa gloria provinciana y propia que ya no te quitará nadie.

Yo sonrío mejor tocando a alguien, de lejos no me sale, lo arreglo todo de aquí al viernes tocando unos pezones, me hago entonces dueño de esos poderes empáticos que apenas empleamos y que forman no solo parte del placer sino del conocimiento. Yo hasta me hago ilusiones con un roce como si fuera droga dura parecida a los parches de “Transec” que me manchan la piel, precisamente, cuando con ella libre soy como una pregunta y sé siempre encontrar las respuestas.

Anticipo sexual, como una especie de permiso que nos damos a medias o la continuación y la respuesta a esa simple pregunta que puedes hacer hasta en la calle: ¿cómo estás?, ¿te gusta dar placer? La piel la llevas y pone, abarca mundos enteros que ni habías pensado imaginarte; te da calma porque te lo tomas con calma; yo de acuerdo con Alan Wats, “la gente que va con prisa, pierde la capacidad de sentir.”

La piel me ha llevado muchas veces a pedazos de amor compartidos porque luego venía la manera más profunda de enamorarse del gesto de la dueña de esa piel, de lo experta que era siempre simplemente estando al lado, sólo viviendo. Me venía una capacidad de sentimiento como un pubis sin fronteras, la capacidad de querer sin que nadie me lo impidiera.

Escribo todo esto en un presente personal y tembloroso. Pueden rasgar de nuevo la propiedad de mi piel sin haberme dado tiempo de acabar diciendo que es mi provocación –con las palabras más propias- mi provocación y mi rebeldía meditada y consciente. No es verdad que la reiteración de las cosas disminuya su efecto y entre en el orden de lo consabido y admitido. No quiero.

Si cierro mi lenguaje, si no tengo palabra a tiempo, ponerme los recuerdos en el sitio, dejarme que siga enamorado ya no sé de quién, quizá de empeñarme en estarlo. Me harán falta los amaneceres viejos, esta habitación donde escribo los renglones más popios, apagaré el iPhone para no poder hablar con nadie, prepararé 3 ó 4 libros, da lo mismo –tengo la mesa aquí cerca llena, sin leer, casi sin ojear, esa profesión de que hablaba Azorín- pero volveré a sentirme bien por lo que cada vez sólo me siento capaz, a medias, de contar aquí.

lunes, 26 de enero de 2009

Libre de vez en cuando


Para enfrentarme así a que entre cada mañana la edad por la ventana; libre pero con una atadura que me inventé: la forma de amar con una mujer apoyada entre la pared de mis sueños. Así lo escribí un día así lo repito porque ya no la tengo, tan solo apenas como la imagen de su mano, su recuerdo: la quise aquí entre estas líneas o cuando me estaba inventando la vida, compatible con la urgencia de los enamorados, como dándome ella casi sin notarlo las cavidades de su cuerpo, sus salientes, la manera de hacer que no me importara, entonces, que entrara cada mañana, la edad por la ventana.

Sigo haciendo las tentativas de siempre: la tozudez de las costumbres para disfrutar como sabe poca gente; la urgencia del café insistente inmediatamente del pie en tierra; la hora temprana con 202 metros libres; como música de fondo puse esta mañana el Adagietto de Albinoni; para leer, unos versos de Pere Gimferrer en que explica muy bien la psicología del abrazo y “Tú, mi tú” de esa danesa que no sé cómo me va poder explicar su erotismo sin fronteras junto a su anhelo de poder existir.

Pero eso ya lo sé, eso ya lo hago siempre, quiero amar otra vez, cínico, insomne, generoso. Quiero amar otra vez una concreta anatomía, saltarme los lazos de los años, la puta vejez o como dice el tango que siempre leo en las novelas argentinas de Anagrama, “veinte años no es nada.” Quiero amar otra vez con toda la energía, sin el espectáculo de la vida que ese me lo enseñaron de niño, para nada, probablemente para nada.

Amar para ser libre de vez en cuando con la importancia y la tozudez de la carne, besar una boca imperiosa y honda, sentirla encima o ponerme encima, sin turno ni maneras, seguir el sexo con la vida, que no se me termine en la cama, o a lo mejor tener una mirada, porque puede que el amor sea sólo eso: una mirada, dos o tres palabras.

Sé que entre dos pechos se entiende mejor la sucesión de las noches a los días, la llegada de la vejez como si fuera una impertinencia mal pagada, sé que hay un aprendizaje de la soledad sin tener que dar las gracias, que no basta esa soledad que me dan los libros sino que ellos me pueden dar al mismo tiempo, la libertad de vez en cuando.

Pero todo esto debe ser un horizonte de cultura que debo haberme montado. Terminaré de escribir donde estoy escribiendo, acudiré enseguida esta mañana, a mis reductos de siempre: un estante propio de mis libros en una librería pública, con la gente comprando y yo entre ellas, mis libreras, detrás del mostrador, riéndome.

-¿Cuándo dejas al novio?
-Ya sabes que no hace falta, Fran. Tienes plaza abierta.

Recomendaré en voz alta la última novela que pondré el mes que viene en la página. Alguien que estaba comprando un best seller me mirará extrañado.

Terminaré la mañana paseando por la playa de la Malvarrosa, miraré el mar que siempre tengo cerca pero al que hay que ir adrede, sentado luego dentro del coche, recordando toda esta historia que quiero amar de nuevo que me vino a la mente, justo antes de levantarme. De 6 a 7, más o mnos. Pondré en marcha el limpia parabrisas del coche para que no se me note que estoy llorando, libre, suelto, casi sin deseo por esa parte de la vida osada, trascendente, pero tan a mano siempre.

jueves, 22 de enero de 2009

Ocho horas de un tirón


Esa es la libertad que quiero porque la noche es mucho más antigua que el día y así luego, de día, podría parecer más joven. Pero considero que voy a hacer el ridículo, porque como dice Renard, hay que buscarlo en todo porque siempre lo encuentras.

Nunca pensé que añorara un día dormir ocho horas de un tirón. En esos años en los que pienso ahora, estaba en mi elección: por eso optaba demasiadas veces por aquellas veladas con el mundo de la farándula que me había llevado a ese rincón del infierno en mi propia librería, cuando habían terminado su trabajo. Era mi elección: lo más parecido al vicio con los libros por en medio, un descanso prolongado y desmedido que no tenía amanecer sino ya mediodía. Ahora nunca elijo, me viene concedido, casi siempre sin nada de vicio.

Hay razones mundanas que no lo permiten: frente a las ocho horas de un tirón, un vigilante que lo impide: el dolor físico. Hasta cuando lo soportamos bien, no acabamos de entender que es eso, dolor simplemente. Y hasta no existe ni remedio ni medicamento porque prevalece su entidad y su prestigio, la confianza que tiene con nosotros. Es almohada de nuestra almohada, vigilia, insomnio, pero nunca ocho horas de un tirón.

Ahora ya no puedo atarme a desear ese descanso que no tengo, debía hacerlo de tal manera que me fuera hasta casi indiferente pensar en un romanticismo romántico, un volver a nacer cada mañana y que diera lo mismo no nacer por lo vivido.

Quizá he estado demasiado atado a la crisálida imposible de los libros porque al final es una especie de sentimiento que cura a los flojos y lava a los malvados. ¿Qué hago pues si no me siento flojo ni malvado?

Me aumentaron la edad en esos sitios que no recomiendo, me rompieron la salud que traía intacta, bien llevada y me fueron a dar de lleno en lo más superficial y lo más propio, lo elegido por mí: no corras tanto que andarás poco luego. Pero si era mi desahogo, mi manera de ser, pues bueno. No sirven en esos momentos las excusas: que corran otros. La salud da muchas vueltas para que no tengas ocho horas de un tirón, es perversa, desordenada y perversa.

Ya voy necesitando sitios en donde se respire espacio en lugar de aire. Aire ya tengo acumulado en los pulmones, me falta sólo tiempo, porque manera de emplearlo podrían acumulárseme las clases a vientre descubierto. Todo eso se obtiene, con ocho horas de un tirón sin un solo pensamiento. Uno aprende lo que es la vida, justo cuando se le está acabando.

Necesito recuperar el equilibrio de la edad insolente, pero atemperada con la experiencia acumulada, casi recapitulando la antigüedad de cualquier noche pagana: unos precisos y preciosos pechos; un pelo de miel quemada; los altos simbolismos de su sexo donde siempre fui generoso dejando lo mejor de mi; unos ojos cargados de miradas en mi ojos.

Ojala de nuevo la fiesta de la piel, el pintalabios del día, la salud del cuerpo y sus placeres, eso, poder decirle a alguien lo maravilloso de ti es que te gusta dar placer porque quererme ya desbordaste antes tu capacidad de hacerlo; el amor sin palabras, aunque sea sólo con tentativas. Necesito, otra vez, contar al menos lo mejor de mí en estos escritos, una soledad tan concurrida que pude organizarla.

Luego vendrá lo que pueda elegir: con las palabras, mis propias incertidumbres, los centímetros cuadrados favoritos de la vida, mi zozobra o mi descanso, ocho horas de un tirón

MONOMANÍA HACIA LAS COSAS TRISTES


Colaboración de
"Liquidación por derribo"

En Cirugía general se usa en la sutura un tejido de seda dura muy resistente, tratado por uno de sus lados con cola de pescado –lo que coopera como aglutinante en la cicatrización, trabando de modo duradero los dos labios de la herida; se le dice tafetán.

Esto mismo es lo que yo necesito, pensé, aunque ignoro si surtirá efecto cuando se trata de los dos labios heridos del espíritu –que es mi caso, de los desgarros, descalabros y demás ruina, de que vas haciendo acopio con avaricia, al paso de los años.

De muy joven me recuerdo enemigo de hipocresías, de corazón cándido y sencillo, sí, yo era de fiar. Y no sé quién o quienes, que malhadadas circunstancias me han vuelto como soy, que no me reconozco ni en mis actos ni en mis más enrevesados pensamientos. "¡Ah, si pudiese amar y querer en lugar de este odio!"

Me afloraba a cada dos por tres el sentimiento. Aún me veo en los pasillos de la audiencia desierta, aguardando la salida de los Magistrados a la hora de comer, conclusas las vistas, despejado el edificio de todo personal. Defendía a un chico heroinómano al que veía como al hijo que me falta. Al salir el Presidente de Sala lo abordé y le expliqué, mostrándole una nota escrita.

-No nos pasamos recomendaciones entre nosotros, Salvador.

-Perdóneme, pues. Es que el Fiscal pide una pena muy alta. Y fue en ese mismo momento que se me quebró la voz.

Don Fernando alargó la mano y se quedó la nota.

Todos los años me ocurre lo mismo. Nací en puertas del verano y, cuando llega el Otoño, los astros están en las antípodas de la posición que ostentaban cuando me vomitaron sin pedirme parecer. Es el Otoño, lo noto en los balcones que no cierran, se hincha la madera, me asaltan por la noche pesadillas y desorden, el corazón se me impacienta. Es esta monomanía por las cosas tristes que me viene de niño, en que mis sueños acababan siempre en la locura o en la muerte.

Pero apunta ya la Primavera, agazapada entre nubes y destemple, cesa el rigor de invierno, se aproxima la posición astral del día de mi nacimiento.

En el Estadio Roger Salengro, debajo de mi ventana, jóvenes con el torso desnudo lanzan la jabalina. El cielo está azul, Marzo comienza.

martes, 20 de enero de 2009

Me perturba un cuerpo hermoso

Soy así de analfabeto, pero verídico al tiempo, precisamente ahora que se me está acabando el tiempo. No quiero ni contar ni inventarme recuerdos, sólo el hombre es el animal que tiene eso, recuerdos. Que me guste un cuerpo hermoso, cerca o desde lejos, no sé si será un vicio, pero desde luego de los menos espectaculares –en apariencia- porque acaban siendo los peores. Y además –me he dado cuenta cuando empecé escribiendo en este rincón propio que aquí he ido creando un estilo y al final es sólo lo que queda del lenguaje, lo más esencialmente humano.

Desde lejos, me perturba un cuerpo hermoso y qué hacer luego. Pues preguntarle si puedo, escuchar, aprender hasta de un verso en que una mujer los días de sol la hicieron “animal, contenta y olvidada” de no sé cuántas cosas más que explica luego. Toda prosa ajena la deformo, y si es de una mujer –no compruebo si hace sol- me la imagino, la sueño, me empecino.

Es que un día soleado –ya que me dieron el ejemplo- son muchos más los grados centígrados de unas piernas, da lo mismo, que encerradas en la tela desde donde yo la estoy viendo o imaginando. Cuando llega el momento, no tengo timidez, quizá descaro, se lo digo impertérrito a la cara porque el deseo tiene una dignidad propia que ya no me la puede quitar nadie. No sé si es como un viejo que averigua un nuevo paisaje o una partitura desconocida de antemano. La vejez no la voy a querer nunca, la novedad del cuerpo hermoso siempre, aunque sea yo el que ofrezca mal el mío, pero es mío, importante. Tengo y vivo muchos momentos en que soy quien perturba el sentimiento ajeno, por la manera de entrar en un sitio, de rozarme al coger un libro, de parecer estar fuera, pero ser parte de dentro.

Lo he pensado, quizá tenga la belleza que pueda aportar que sea generoso. Me gusta la entrega, esa perturbación, dar la imagen que me quedo, que vamos a empezar los dos, como en la esencia de esas subidas y bajadas, que no me daré a medias, sino lo que quieran. No es extraño, lo digo, lo he hecho, lo sigo haciendo. Arrincono las formas para que haya más belleza, más seducción, jamás el engaño de quedarse a medias. Esos son mis acuerdos siempre, ese es mi estilo, lo renuevo a la vez que los libros, tengo que hacerlo muchas veces porque ya leo demasiados. Jamás en este momento habrá sustitución alguna porque “a ciertas edades ni siquiera resulta fácil sustituir un cuerpo por otro.” Lo dice Chirbes.

Pues no haré ningún cambio, pero dejarme al menos la seducción desde lejos o que me quede del momento si lo tengo, la suavidad de la piel al sentirla entre mis manos, esa loza que tiene la piel. Siempre dije que el tacto es inviolable, su antigüedad, su prestigio.

No haré más cálculos, mantendré la distancia de las palabras porque a la vez puede ser una neutralidad y un abandono.

domingo, 11 de enero de 2009

Elijo el placer


Sí, y ya para siempre, aunque sea en sentido contrario a lo que me va tocando vivir; elijo el placer en cada esquina de la vida, prefiero como alguien me calificó -¡ojala que así fuera!- la loca vida de andar siempre pendiente en la búsqueda de cualquier sensación de beneficio.

Le lucho a la dureza de la vida, y así le puedo a la vida. Me atraen favores –ya lo sabéis- quizá al menos 180 minutos diarios colgado de algún libro; la sensación favorable que me une a la mujer porque nunca fue el sexo opuesto, fue el más querido, casi venerado; la compañía necesaria en cualquier acto de mi vida: lo puede ser escribiendo un correo enamorado, la mirada de complacencia de quién tenga cerca, el mismo sueño de estas cuartillas para que las lea alguien, el recuerdo y la necesidad de una cercanía que siempre se me nota entre estas mismas líneas.

Para practicar esa elección, lo primero son las ganas, sentirse confortado con sólo tenerlas como si fueran el contenido más bello de una charla entre amigos donde el punto central sea inevitablemente una mujer porque así lo quise siempre, son la mitad de la humanidad, esa parte de humanidad que prefiero, esa anatomía mezclada entre esa charla de que hablaba, o quizá más tarde compartiendo la misma almohada, preguntándole qué haces, para compartir lo que quiero hacer.

Todo eso es placer para mí y me viene siempre muy bien como forma para combatir el temor y el dolor. Teme uno muchas cosas ya a estas alturas, y del amigo el dolor, te enteras de una vez que cualquiera que sea, va coger la suficiente confianza para anclarse en tu cuerpo para siempre. El joven se lo quita de encima, eso no es nada, ni le importa saberlo, la derrota del dolor al hombre maduro, sigue haciendo daño sin respuesta.

Me enfrento así a una verdad que le he leído a Fadanelli: “es falso que uno se pudra lentamente, lo haces de cuatro o cinco golpes que además siempre te sorprenden.” De repente, sin pregunta y sin que uno pueda dar respuesta, por eso mi forma de apartarme, de que no me coja desprevenido, de no estar en el lado amargo y duro, es elegir cada vez, cada mañana mi forma de placer. Escribirla es como acariciarla, como desearla más, que alguien me la conteste la hace entrar en los mejores niveles.

Dentro de ese orden del placer, para todo y para siempre, a mí me gustan las caricias, ellas prefieren que sepas destinarlas; yo amo locamente el verbo y de mi prefieren la boca amada, hablada. Me urge cada mirada para poder sentir el placer de poder perturbar; la mujer prefiere estrenar siempre sus ganas -¿verdad?- yo gozarlas, cumplirlas, pagar el peaje del placer conmigo mismo y contra alguien.

Algo así quiero que sea mi vida ahora, pretextos para el placer inmediato de existir. Quiero tener por dentro o por fuera la sonrisa siempre despierta. Ya lo sé que eso que tanto me gusta, la lectura, a menudo es un placer que cuesta, aunque sólo sea porque supone aislamiento, concentración, esfuerzo, además de esclarecer o asumir incertidumbres, cosa que siendo placentera es también problemática. Pero es una excitación lenta y segura, me hace sentirme casi igual que los que están mejor.

No voy a aplazar el placer aunque sé que es el verdadero erotismo. Quiero no tener nunca bastante para lucharle a los golpes que me vengan y así ver el efecto cada momento en mi propio cuerpo, poder averiguarlo, al igual que nunca sabes el efecto que provocan tus manos en la mujer acariciada.

Son razones suficientes para preferir el placer y con él la carne. Si el destino de Dios era hacerse carne, el nuestro es salir por ella.