Tengo la edad de mis palabras, la intención y el destino. Tengo para quién me lo pregunta exactamente la edad de ella, ni un día más, ni un día menos, sólo la edad del encuentro, del instante, de la manera que necesitas, que cuando ella abra sus ojos se encuentre con mis besos amados, algo así como dice la imagen. La edad de la necesidad, de alargar la mano para buscar o para dar. Es difícil y bella esa edad, pero tiene el marco de la inmortalidad. La mía es tan pretenciosa que eso quiere, que me busquen, que me encuentren, que una vez hecho el trato, notado el tacto, coincidamos perfectamente en las ganas de tener la misma edad.
Con esa única edad que tienen los abrazos, hasta romper los siglos en pedazos, te equivocas a la hora de enumerar los recuerdos, te pasa un poco que acumulas tus infancias, la soledad que te quedaba en las arterias y percibes otra edad que no es nunca la real, ya quedamos que debe ser la misma al tener las manos entrelazadas, en ese estado de ánimo compartido, ese hueco insolente antes de juntar los cuerpos, ese pequeño sitio, es la edad, por lo menos es mi edad.
También me ocurre, tomo conciencia –como todos los que queremos cumplir cien años, o volver a la misma edad del quién tenemos al lado- que notamos la más hermosa posibilidad que posee el ser humano: no he terminado de aprender, luego me han devuelto de golpe la juventud que me robó alguien para consumirme de nuevo en un amor ardiente, en la sabiduría de los recuerdos ahorrados, en el aprendizaje de unos ojos abiertos sólo para mirarme. Hay un conocimiento en las personas y en las cosas que has amado que son cultura y compañía, la edad que te preguntan, la que nunca ocultas, pero que es la misma a la que engaño cada mañana, desnudo, frente al espejo de las cosas recientes.
Tengo una edad que me remite, me viene devuelta en cada carta, en cada página escrita como si tuviera lo mejor que tuve cuando tenía treinta años, es decir, tener treinta años. Me inventaba propietario de una madurez que aún no tenía, un sentido común -regular de común- me quedaba más bien con la imperiosa lujuria del tacto cada vez, las atenciones, las palabras tan nuestras cuando compartíamos cigarrillos y carmín. Por eso vuelvo atrás cada vez, no me compensan las ilusiones nuevas a costa del beneficio de una edad más templada, más juiciosa, quizá porque nunca fui templado y juicioso.
Eso sí, tengo una edad muy insistente y en realidad me gusta seguir teniendo la relación del amor, sin piedad, que nada le satisface que no puede esperar paz alguna. Pues me da lo mismo, ¿para qué quieres la paz? Si se me acaba el coraje –ay, joder que no se me termine- esa cierta edad del placer del sexo, para siempre por el tacto de las manos y por el tracto sucesivo de la entre pierna.
¿Qué edad tienes? Y al ir a responderle, se me quebró la voz definitivamente al escucharla, al decir que quiero que sea igual la mía, ese tipo de voz, que -¡maldita sea!- tiene la juventud para siempre, pausada y bella, que te lleva de parte a parte como si amar fuera poder pensar en voz alta con otro ser humano, o sino la obediencia a una voz, a una entonación. Entonces la edad, puede ser un recuerdo que guarda uno así entre la lengua, un aliento, una manera de haberle dicho exactamente la edad que tengo.
Tengo la edad más bonita de la vida por las ganas enormes que le sigo teniendo a la vida como un borracho permanente de la taberna de la esquina que sólo piensa en el vino y las mujeres. Mi bebida favorita es encontrarme las palabras que me hacen falta cada vez que hablo con las mujeres y la vida, porque también le hablo todos los días a la vida.
17 comentarios:
Escondida tras la cobardía
del anonimato, me atrevo a
decirte que no eres, ni serás
viejo jamás. Mientras haya una
mujer que te lo recuerde cada
día, mientras ella suspire con
cada palabra que inventes para
ella. No, jamás serás viejo.
Y, yo, que añoro que esa palabra
solo tenga un nombre, el mio, puedo decírtelo.
Tu palabra, dulce, a veces, o
apasionada, casi lúbrica, se
torna tan conmovedora, tan llena
de matices, que se hace para mí,
casi necesaria. Sí, las mujeres
somos cual flores que esperan
ese dulce rocío.
Y yo, que desde tan lejos, vibro
con ella, casi puedo oirla,
tocarla.
No, jamás preguntaré, qué edad
tienes? Eres tan joven como tu
bella palabra, que siempre es
caudal que se desborda...
Paso rápido antes de caer drogada por el ibuprofeno para decirte que tienes la edad que te dé la gana , y ya sé que este comentario no vale ná, para decir esto mejor no decir nada , pero sólo quería que lo supieras , que eres un seductor y los seductores no tienen edad , como tampoco las florecillas silvestres podemos convertirnos en marujonas.
Jajaja , aunque hablemos muchas horas al teléfono .
La esencia de uno sobrevive y se queda cerca , así como merodeando , yo tendré la voz tontorrona hasta cuando sea una septuagenaria dando de comer a las palomas en el parque.
Así que buenas noches tenga usté.
Caballero de la valiente figura .
Tienes la edad de tu corazón... y el corazón no tiene edad. Solamente quien se empeña en contar los años puede decir lo contrario, pero la vida no se cuenta en días, ni horas... se cuenta en suspiros y latidos del corazón.
Un abrazo,
A tan bellas y cariñosas palabras, he de reprocharte algo muy importante, no me gusta que quienes muestren su amistad o su cariño o su reproche, lo hagan bajo el anonimato. Yo no oculto nada, cuando tengo que expresar ese afecto hacia alguien no dejo de hacerlo con mi nombre y apellidos.
Quienes, por no tener cuenta en bloger, ni blog, y cuelgan sus comentarios como anónimos, ponen su nombre al final, son personas que hace muchos años me leen y lo hacen con benevolencia y afecto.
Eso me hubiera gustado en tu caso, hable de la edad o de cualquier cometido del sentimiento.
Gracias por tus palabras, pero incompletas, falta tu nombre.
Fran
¡Ay, querida Reyes, si pudiera tener la edad que quisiera, volvería atrás para hacer lo mismo probablemente. Sobre que soy un seductor y que los seductores no tienen edad, oye, ¡qué lindo! Pues me apunto a ver si al menos para seducir me aprendo la belleza de tus versos.
Tu voz ya la he escuchado por la radio, y llamarla tontorrona, dejémosla en florecilla silvestre…y bella, es preciso.
Venga, deja ya el ibuprofeno, tomo turno, te espero luego de él.
Mientras te manda un beso este caballero –de valiente figura, no creas- pero valiente, sí.
Me quedo, Claudia, con la edad del corazón, me quedo para siempre, ya que me lo permites.
Un beso
Fran querido, la gente guapa no tiene edad, tiene experiencia. Me gusta mirarme en tus ojos y hacer de tus palabras vida.
Os adoro siempre,
María
Gracias, María, sigue mirándote en mis ojos como llevas haciendo mucho tiempo, y procuraré hacerte llegar toda la felicidad que mereces.
Rectifico mi comentario anterior, tú Fran tienes la edad que te da la sabiduría, la edad de la esperanza, la de los sueños aún húmedos por esta aurora primaveral, los años de la cautivadora voz que se funde con la energía del saber querer, del querer a tope...
No diré nada más.
Feliz descanso de semana santa, SEÑOR.
Gracias, por tu último comentario, Esperanza. me quedaré con la edad de tu nombre, esas palabras me han ayudado mucho, son consecuencia de un afecto que es plenamente correspondido.
La voz da lo mismo, importa el origen, la persona, y tan SEÑOR soy yo como SEÑORA eres tú, cosa pública dicha en tu blog. Merecida y justa.
Descansa tú también que te lo mereces y llévate el abrazo de un buen amigo.
Excelentes versos... Me contagiaste tu alegría. Un placer leerte.
Me alegro que así haya sido, Salvador.
La edad de querer compartir todo... sin tasa, sin mirar q hay tras el espejo q acusa y dice solapadamente ¿q pretendes? yo quiero ignorar q existe y me acoplo a su edad con insistencia, la gran aventura, con la picardia en la palabra, para poder atraer la diferencia numerica, pero nunca en el corazòn.¿Q edad tienes? Al amor no se le pregunta la edad.
Besos maria dolores.
Precioso comentario, María Dolores. Eso haré, utilizaré la picardía de la palabra y le preguntaré la edad al amor.
¡Impecable decisión!
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