
Ejerciendo ese código, lo ideal son ciclos alternativos de obscenidad y de ternura, invirtiendo esfuerzo y tiempo. Me he rendido muchas veces diciéndolo, pidiendo a voces la respuesta adecuada a mi empeño. He gastado lenguaje propio y ajeno, salvando en vano el tiempo que se me ha ido yendo, día a día con pérdidas amargas o con ilusiones que no iban a ser mías. Qué mal he ejercido toda esta legislación entre hombres y mujeres, al menos la mía propia.
Pero me va a dar lo mismo, cuánto más tarde en decirlo va ser peor; tengo una alameda abierta de palabras para que las coja quien quiera, quien me lea, quien me quiera, quien esté dispuesto a practicar las leyes que tienen el amor y sus leyes. Ando sobrado del placer que se necesita, lo expondré con rigor y desvergüenza; veinticuatro horas sin quejarme, sin que nada me duela, veinticuatro horas alargando los brazos para tocar a alguien.
Ya va ser manía, buscaré por todas partes, por sitios habituales en que se me conoce, confortables, casi importantes, o los más oscuros con las mujeres esperando colgarse de lo que no puede tener más significado que un cuelgue: manejo sin incidencias de palabras, esos sitios del deseo –gratuitos para los deseosos- donde esperas justo el tiempo tierno y excitante y averiguas que el universo si está bien hecho anda lleno de placer ilimitado.
No me cansaré de nada que tenga los artículos del código. Ya lo sé que hasta follar cansa, que la seducción puede ser una simple manía; que me ha entrado el viento de la edad por la ventana cuando intento volver a desnudarme lentamente para corresponder así a la otra parte contratante. Una mujer desnuda es una vocación para las manos, una fiesta, un despilfarro, yo lo he leído y confirmado en algún sitio en estos últimos cincuenta años.
Ni me engañaron los libros, ni las ganas que haya sido cierto, era como una estrategia para vivirlo, aprender a escribirlo luego mientras lo estaba leyendo y nunca tenía el final lejos. Junto al código de querer a alguien, puse al lado siempre el de la lectura, la música, los cigarrillos, la cerveza y el sexo. Si se me terminaba la cerveza siempre había un buen vino o lo cataba yo o lo cataba ella para que terminara siendo cosa de dos.
Y entre mis excentricidades o mis necesidades –llámese como se llamen- siempre estuvo gritar para que se notara, relativizar lo que estaba en juego, aprovechar los huecos, la curiosidad de todos esos huecos. Conocerlos, estar dentro de ellos exige un grito, una forma de código, es cuestión de poner entusiasmo y mi propio lenguaje que no se me acababa.
Porque con mis palabras siempre pongo promesas e ilusiones, quiero sobornar con un lirismo preciso, romántico, lleno de resaca de la última vez. Y además intencionalidad, metáfora y la sacralidad de la anatomía de una mujer. Ya me imagino unos pechos erigidos en sistema, un pelo de miel quemada, sus altos simbolismos y al final los ojos cargados de mirada.
Así no lo puedo evitar, mi código es querer.