jueves, 27 de diciembre de 2007

La clara sensación de los finales

No se sabe qué es mejor si las idas o las vueltas. Uno ha entrado ya en esa etapa de la vida, que no tiene edad, que todo aquello que se pensaba que era para siempre, ya no es así, tienes la clara la sensación de los finales.

Valoras hasta el fondo lo que tú creías que era tuyo, y ni tan siquiera era así, lo demás, la escritura ajena deja de aparecer como un juicio demasiado severo apoyado en un alejamiento. Y en aquello que pusiste un esfuerzo y una ilusión desde su inicio tampoco era tuyo, entregaste hasta el desarrollo de tu propia vida.

Un viaje que me ha llevado a la auténtica Umbría, a una casa acogedora y única en Marina Velca, a unos abrazos que no necesitan lenguajes, dejan pendiente el temor de que un día ya no haya un después, ni para las páginas que cuento en la red ni para esa especie de útero semántico que son las que están por escribir.

He tenido la oportunidad de pensar estos días cómo escribir el relato más triste de mi vida: tuve entre mis manos la caricia desenfadada pero enfática de unas niñas a las que enseñé a escribir en su teléfono móvil las palabras más tiernas para contar un abrazo: pon tu mano derecha sobre tu hombro izquierdo, de inmediato, tu mano izquierda sobre tu hombro derecho, piensa en el ser que amas y lo sentirás dentro.

Es posible escribir ese relato con el que sueño como un final anticipado de que llegue el final para alargar la sensación de afecto de estos días en que hasta los cuentos de una mujer diseñadora de excepción, en las manos de unas niñas más pequeñas, llevaban además en la dedicatoria el testimonio de tantas palabras que ya he cruzado con su autora hasta dejarme en la despedida humedad en la mirada. Ya me pasa, ya me pasa demasiadas veces.

Y entre los dos hijos que me rodearon estos días hubo templanza y alegría. A una hija que casi nunca veo –seis países en dos días- prudente y silenciosa, le he mandado un corto e-mail: lo mejor de estos días ha sido verte a ti.

Pero he de terminar este escrito con un texto de Kallil Gibran, inconfundible de veracidad. Intercalaré en cada línea su traducción porque no me resisto a la belleza de su idioma italiano original:

I tuo figli non sono figli.
Tus hijos no son tuyos.

Sono i figli e le figle de la vita stessa
Son los hijos e hijas de la vida misma.

Tu le metti al mondo, ma non li crei.
Tú los traes al mundo, pero no los creas.
Sono vicinia te, non sono cosa tua.
Están cerca de ti, no son cosa tuya.

Puoi dar loro tutto il tue amore, non le tue idee.
Puedes darle todo tu amor, no tus ideas.

Perché essi hanno le loro propie idee.
Porque ellos tienen sus propias ideas.

Tu puoi dare dimora al loro corpo, non alla lora anima.
Tú puedes dar cobijo a sus cuerpos, no a sus almas.

Perché la loro anima abita nella casa dell’avvenire.
Porque sus almas viven en la casa del porvenir.

Dove a te non è dato entrare, neppure col sogno.
Donde a ti no te es dado entrar, ni siquiera en sueños.

Puoi cercare si somigliare loro, ma non volere che somiglino a te.
Puedes buscar parecerte a ellos, pero no querer que ellos se parezcan a ti.

Perché la vita no, non ritorna indrietto e non si ferma a irie.
Porque la vida no va hacia atrás y no se para en el ayer.

Tu sel l’arco lancia i figli verso il domani.
Tú eres el arco que lanza los hijos hacia el mañana.


sábado, 22 de diciembre de 2007

No es preciso que sea Navidad


Ando escaso estos días de voz y sobrado de preguntas, tengo el gesto cansado como si me faltara un universo entero, la causa es que no soy fiel a Heráclito de Éfeso, amo y lo cuento, siempre lo he contado. Es curioso, leyendo ese hermoso cuento Menéndez Salmón “Gritar” quizá me haría falta acudir a ese anuncio:

“Se alquila habitación para gritar.
Económica. Absoluta discreción.”

No me basta ese rincón que tengo en casa, paredes tapizadas con software y con libros, una cómoda butaca de cuero, mi ordenador donde suspiro a veces y allí junto a una mesa la paradoja de los libros pendientes porque todo, todos los tengo pendientes.

Necesitaría una habitación como esa que alquilan para gritar lo que estalla ya en las grietas de la piel, agonizante de las buenas costumbres para poder gritar sin avergonzarme, no sé, lo que me viene a la mente: que ya no me escribe una mujer, que se me quedan casi todas las cosas por hacer y ya no las voy a poder hacer. Son palabras del cuento: “Gritamos lo que no tenemos”.

No, no hace falta que sea Navidad para mirar unos ojos hermosos, comprarle unos cuentos a Irene, sentir el vértigo de hacerse viejo, marcharse lejos a ver a la familia y llevar los regalos de siempre, a mí sólo me enseñaron a regalar algunos libros. Voy a probar empezando con los cuentos de quien más sabe convencerte que son cuentos, el sueño para los niños de que ya son libros.

Quiero como en esa habitación alquilada gritar ¡feliz Navidad! pero como un grito, sin que haga falta un beso, más bien un eco, un roce entre las manos, un te quiero, insistente y verdadero que no se me va a terminar mientras viva. Hablando de las manos no hace falta que sea Navidad para tener las manos lentas porque yo siempre las dejo cuando alguien sabe recogerlas. Debe ser como esa especie de analgesia de los sentimientos para poder recuperar el sueño.

Perdonarme todos pero no se me va de la cabeza: necesito alquilar esa habitación para gritar, momentos, casi monosílabos, el ceño un poco triste pero las ganas de que todos tengáis no sé si en Navidad, pero por si fuera Navidad que no dejéis a nadie fuera. Meterlos todos dentro, en esa cabida insólita que tiene el corazón como si la vida no pidiera soluciones sino convencimientos.

En la misma medida que todo lo que hagáis todas las cosas ya son, no es una evolución, es un destino. Estos días, que no hace falta que sea Navidad, cada cosa: sobre todo, cada persona que tengáis a vuestro lado o quisierais tenerla va a a ser eso en el segundo supuesto, la intolerable soledad de no tenerla porque al revés es antinatural, no se puede desear lo que se tiene.

Yo os deseo a todos eso que se llama a veces la felicidad que se esparce y cuaja, una cosa delicada que se tiene pocas veces, un inicio, un recuerdo que nunca olvidaremos, una confianza de que todos los días la buscamos y la deseamos y no hace falta que sea Navidad.

Os mando a todos un abrazo, un abrazo casi adolescente, porque hay mil modos de abrazarse que uno no conoce, ya estás entre los brazos, parece que te escurres hasta que llega a ser el contacto cálido de las anatomías encajadas cada pieza donde debe de estar.

Un abrazo, pues, y no sé, no sé si hasta luego. Es lo que se dice siempre.

martes, 18 de diciembre de 2007

Se me da ya peor la vida

Le compré sus “Confesiones de amor” al poeta argentino Juan Pedro Molina. Junto a la puerta de la librería combatía el frío repartiendo pequeños cuadernillos con sus versos:

“Inténtalo…/Inténtalo una vez más/si lo hubieses podido amar, /Inténtalo, mírale a los ojos, dile la verdad…/que sólo a él lo quieres/y solamente a él lo puedes amar”

Puso su dedicatoria: “que halles en estos versos un lugar bonito del mundo”. Escribiste Juan Pedro con ese bolígrafo que yo llevo, lo miras para un lado y es trazo negro, para el otro, tan solo lápiz de pasajera anotación; me preguntaste la fecha, ninguno de los dos sabía bien en qué día estábamos, sacaste tu móvil y afirmaste sonriendo pero un poco avergonzado: maravillas de la técnica que no tiene nada que ver con los versos.

Me dijiste que mirarías mis escritos en Internet, mi página de libros, yo te hablé de aquella librería, de los versos de León Felipe en la puerta: “ser en la vida romero, solo romero/que camina siempre por caminos nuevos”, de mis noches de ginebra y libros, de mis sueños incumplidos de hacerme para siempre librero: “hijo, ganarás dinero vendiendo libros; no lo creo mamá, respondí, no lo creo”.

De todo aquello queda la hora de pensar, de recordar y de temer, de soñar que los versos de “Inténtalo” pudieran ser ciertos, hubieran ocultado todo este tiempo el amor de una mujer para remediar los males que tengo por estarme tanto quieto. Yo le estuve dando mientras mi estupor y mi experiencia, mi madura manera de no hacerme viejo, mi verbo suelto, mi memoria, antes que morirme sea perder definitivamente la memoria.

Tengo ya estos días los ojos lentos, cargados de mirada mirando menos. Ya no puedo guardar por las noches esa música quieta, de las cosas que a veces nos decíamos. Ya he dejado definitivamente mudo y apagado hasta un pequeño aparato de origen tierno: dos niñas de quince años, dos vidas con genes propios me lo regalaron.

No tengo sitio, poeta argentino del frío y de la calle para ese lugar bonito que tú imaginas en tus “Confesiones de amor.” Se me da ya peor la vida porque he dejado de agarrarla con ambos manos. Me he quedado vacío de emociones y palabras.

Yo era verbo, palabra, ahora voy prefiriendo el silencio, la serenidad, quedarme pasmado quieto, encontrar en la generosidad de alguien con todos los demás -deben ser viejos a su cuidado- un aprieto, una manera de acercarme luego.

Será, al final de este escrito, de nuevo tu poema, poeta, un poema de recuerdo que se estalla en las arrugas de mi piel:

“Si me voy, si estos días llegan
no quiero que te olvides de mí
cuando lejos esté de aquí,
no quiero me olvides
aunque no seas para mí.”

viernes, 14 de diciembre de 2007

"A menos bultos, más claridad"

No son palabras mías, ésta página las tendrá enseguida de quien las trajo también a toda prisa. Me quedan pocos bultos pero claridad no tengo. Como ese mendigo de la vida ignorado e ignorante, quiero primero salir con dignidad, las donaciones ya las hice y no puedo pedir nada más a cambio de lo que tuve. Bajaré por la escalera donde no suelen caber las desdichas y salir fuera así, “a menos bultos, más claridad.”

En el primer espacio de intermedio de mi historia del llanto, mi práctica de siempre no tiene remedio: prefiero darlo todo afuera, como la primavera, no quiero que algo dentro se me muera. Porque cuando siento el alma sola, llora sola, llora. Hasta que nazcan cosas nuevas, sin que las entienda. No quiero más que lo que puedo dar, pero a lo mejor puedo llenar estampas que no tenían todavía primavera. Hoy se te da, hoy se te quita, igual que el mar, como la vida.

Lo mismo que jamás pude ser poeta, aunque se me echara tantas veces la poesía encima, es el mismo negociado, y las palabras no son mías, me condenaron a leerlas de por vida con claridad y disciplina, con serenidad, tal vez hasta felicidad. Pero crearon las cadenas: la generosidad de entregarlas. con una mirada ya vieja, pero una esquina sosegada.

Debí aprender, antes de darlas de la vieja sabiduría de Heráclito de Éfeso: desde hace más de dos mil quinientos años: la naturaleza ama, pero la sabiduría está en saber ocultarla, no entregarla.

Pero como no supe aprenderlo, expulsado ahora de donde estuvo la belleza, voy a sentarme -mal que bien aunque no pueda levantarme luego- en el propio suelo, de la propia vida y mendigar otra vez lo que cada vez que tuve me sirvió para vivir. Mendigaré el amor porque no me vale ningún otro alimento, no lo ocultaré, manos viejas ya cuando las extienda porque alguien me las pida, en cada arruga en cada corteza existe la mejor manera que tengo para vivir de cerca.

Mendigaré el amor, mendigaré a la mujer hasta que muera. Luego saldré, “a menos bultos, más claridad.” No entendí y no me entendieron: puede quien quiere no quién puede. A final la imagen que me ayuda: la crispación del niño: “Scissola. Correccional para niños. Brasil”

domingo, 9 de diciembre de 2007

Trajiste más certezas


Trajiste como haces cada vez un anzuelo invisible de certezas, de memorias que a ambos nos convienen. Pienso que lo que está en uno mismo está en otros –mal que nos pese, que dices tú, en la dedicatoria de uno de tus relatos. Esta ocasión en “Oficio de brevezas” o en “Brevario de relatos” o “¡Cuanto cuento!” que nunca serán para mi tus cuentos, sino síntomas, maneras de acercarnos con las palabras que me echas porque se nos hace el tiempo encima. Cada placer tuyo es ya también mío, serenidad hasta tal vez felicidad de los instantes aunque la dicha es inverosímil por excelencia.

De entrada, sin embargo, empezaste por la escalera de valores de Fernando Vallejo: “Claro que existe una jerarquía entre los seres vivos, pero es la del dolor.” Mejor ya tenemos recuerdos de dolores que permanecen. ¡Qué le vamos a hacer! Cadenas que unen.

Me quedaré para siempre de tu relato del "Doctor Janusz Korczak" su epitafio hacia todos los niños de la tierra; de “Contribución al análisis de la ceguera”, fíjate, tu hábito para “encarar la certeza de la mísera noche." Yo aún no he aprendido a tener miedo a cierta dificultad de que no me venga el día. Y ojala tuviera como el emperador "Atajerjes" manos que me ofrecieran siempre agua, porque de todos modos tengo “carga” y tengo “pena”.

Si soy el único que te queda, yo necesito que a ti te sienta cerca.

Certamen de relatos Hiperbreves de Publicaciones Acumán

Por Salvador Martínez Romero

DOCTOR JANUSK KORCZACK
Seis de agosto de 1942. En el anden donde embarcaban entrenes de ganado a más de doscientos niños del orfanato del doctor Janusz Korczack (el menor de tres años, el mayor de quince), con destino a los sótanos de Treblinka, a morir lentamente respirando el monóxido de carbono de los tubos de escape de los camiones, el oficial nazi de las S.S comunica al doctor que contra él no hay crago alguno y queda en libertad.
-No, yo muero con mis niños.
Tan cobarde como soy y creo que, en su lugar, hubiese hecho lo mismo. Qué otra cosa cabía hacer. Lo que me pareció en un principio, un acto de coraje envidiable, con los años he llegado a comprender que fue justamente lo contrario, una prueba de extrema debilidad, no tener el valor suficiente para dejarlos solos de camino a aquella muerte tan atroz. Lucir agallas hubiera sido dar media vuelta, marcharse a casa y ¡santas pascuas! Pero se hace lo que se puede.
En la piedra que cubre su nicho, y bajo su nombre, se consigna la fecha fatal y, a continuación, el nombre y edad de los doscientos niños que murieron con él el mismo día. Al pie un simple epitafio: “Los amó con esa ternura impersonal que tienen quienes, por no haber sido padres, parecen capaces de derramarla sobre todos los niños de la tierra.”


CONTRIBUCIÓN AL ANÁLISIS DE LA CEGUERA
De tiempo acá que tengo el hábito malsano, cuando la tarde se te queda entre las manos, dejarme caer por la estación, a ver qué pasa: antes de volver a casa, a encarar allí le certeza de la misma noche.
El crepúsculo viene hoy teñido de color naranja, presagio de vendaval e infortunio, de ínfimos augurios. En el umbral mismo de la estación un chico reparte propaganda; le cojo. Y, acto seguido, cuando accedo a los andenes, se la doy a un mendigo echado en el suelo, pecho por tierra en un rincón, sin una manta, ni nada, para guardarse del frío.
-¿De cuánto es?
Lo ha tomado por un billete. es ciego.
-No, sólo es propaganda.
-¡Ah!, gracias.
De mi parte, fue un acto reflejo, mera alternativa a echarla en la papelera. de la suya, me enseñó, sin querer, que hay quien se contenta con poco, a mí, no me basta con nada.
Llaga ajena no me quita la cena. Pero aquella noche, a adelfa me supo el agua.


ARTAJERJES
Cuentan de Artajerjes, emperador malsano y tirano redomado, que, cabalgando que iba al frente del grueso de su tropa y del vuelta de una campaña en Asia Menor causando estrago y mortandad a propios y extraños, llegó a parte no pensada al despuntar el alba, caído el sobrecejo, hosco y repudrido y con el santo de espaldas.
Un campesino cubierto de andrajos, de los que por cien partes asoman las carnes, que le vio venir, se llegó al arroyo, tentó el vado y haciendo cuenco con sus manos, acarreó un poco de agua y se la ofreció al monarca.
-No tengo otra cosa que darte, mi señor.
Artajerjes apuró el agua hasta rozar con sus labios las manos mugrientas, al tiempo que le miraba largamente a los ojos; y antes de reanudar la marcha, echó mano a su faltriquera y le dejó su bolsa repleta de moendas de oro, que le hizo rico en un soplo. Con lo que el rey aligeró talega y al labriego le quedó la carga, le pasó sin saberlo, la pena.


miércoles, 5 de diciembre de 2007

Aún tengo


Capacidades de deseo: de la silueta estremecida de una mujer en blanco y negro, de esa prosa que cuido o me cuida ella a mí, de tenerlo todo cerca para estar bien seguro cuando lo necesite, de que aún me queda también la palabra que he aprendido de estar con las mujeres y unos cuantos libros. Aún, la capacidad de venerar a una heroína con la axila inmensa, lo que quedaba de su prisa, de su disciplina, de un adiós, de las horas que lloraré después como un deber auto impuesto sin derecho a devolución.


Aún tengo la gramática enamorada del ocio y las palabras, el delirio de una vida sin llevar las cuentas como se debe porque todo tiene su lógica, su perdón y su olvido, la manera de aparcarlo para seguir viviendo. Sigo teniendo ese estilo de vida ese apremio en los ojos por estar entre la gente, la lógica imposible hasta de la palabra obscena e insistente para llevarme alguien cerca por lo menos hasta la mitad de la gente.


Pienso que la vida a su vez siempre devuelve: es un pliegue de un gesto, una forma de saludarte y hablando de pliegues a lo mejor es cierto lo que dice Ángeles Mastretta “que es dogma de fe: ninguna mujer tiene el clítoris en el mismo lugar y muchas lo tienen cada vez en un pliegue distinto”. Quizá vaya a ser una facultad de memoria y desmemoria que se nota muchas veces.


Hay regresos de momentos, de comodidades, de formas de ponerse que uno no tenía antes que son esas devoluciones de que hablaba antes, remites de la vida o precipitaciones en la ida. Todo para poder vencer si acaso, por un ritual mal tomado, o empezáramos a envejecer con una serie de debilidades que vienen sin llamarlas o fragilidades que no tienen ni las mujeres con tacones.


Aún me queda –me lo he preguntado muchas veces- como una especie de romance de anochecer y amanecer, nada menos, cada vez. La extrañeza de una noche que llega y no sé entender aún su silencio y el jolgorio quieto del amanecer que eso si que me lo sé. Esa apertura cada vez de la vida, es enamorarse de ella como de una mujer que tuviera siempre mis manos en sus caderas, que yo insistiera una y otra vez en su manera de ser con una carta tras otra cada vez más indecente. Pues aún lo puedo hacer.


Busco ya de la vida por lo que aún tengo de ella maravillas para beberlas íntegramente, abrazado con la dejadez impasible de los abrazos que ella tiene. Todo ello por una sola razón: me sobra mucho, mucho corazón y del todo, del todo todavía no sé qué hacer con él. No sé lo que me falta: el sexo se te olvida y tiene unos implantes de masturbación propia. Quizá a todos ya nos falte, ratos de conversación en que sea de verdad querer a las palabras que uno tiene, dejarlas con cuidado por si alguien las quiere, no como consejos sino como las consecuencias de un cuerpo enardecido que piensa en lo que aún tiene y lo puede compartir más despacio.


Ya no puedo mirar atrás más que el tiempo inevitable, quiero el presente que aún tengo. El pasado es sólo un ámbito, la manera que estuvimos en ese momento, vete a saber por qué, se quita con el tiempo, con la vejez, con dejar las cosas fuera de sitio. El presente te lo tienes que hacer, personal, higiénico, como una fiesta de la piel arrugada que tienes, igual a la elegía del pintalabios del día en las mujeres. Como una perversión para ver aún lo que tienes.