
miércoles, 27 de mayo de 2009
Siempre tengo cinco centímetros vacíos

miércoles, 20 de mayo de 2009
Quizá tenga la impertinencia del poeta

Amo casi a gritos la escritura, como si quisiera desgañitarme para contar tantas cosas a la vez que están dentro y es necesaria su salida, como arañazos que tengo sin curar. Jamás supe ser novelista, ni poeta, sólo esperaba tener un sitio propio, un ángulo amargado de mi ser para enseñarlo, una soledad mal nacida, una forma de amar que nunca supe explicar pero que no deja de ser una manera exquisita para acompañar la escritura. Por eso con mis gritos sin proponérmelo quiero envolver a cualquier mujer con magia y una dulzura tan tierna que puede formar parte de sus pliegues más privados, son como trazos para enseñar las formas del amor, el acorde de un gemido, la dilatación de una vagina.
Escribo despacio, a ver si pillo algo, una mirada sin ojos bonitos, pero como dice Cristina García Morales con “poesía debajo de la cejas”; es el punto ideal para escribir, calmarte luego en la lengua y pensar que menos mal que no quise ser poeta. Hubiera aprendido, entonces, con cualquier mujer, la manera de besarla con una lentitud aplomada y grave, con cautela de ciego y herramientas de carne. Escribo con la lentitud que me da a veces la impertinencia del poeta, el haberle leído antes los versos y habérmelos creído. Escribo hasta sin miedo, como una catástrofe espléndida sabiendo que me voy a estrellar contra algo o contra alguien y no me importa mi propia decepción programada.
En mis escritos cada imagen es un intento se ser esa propia imagen desnuda de ropa y de vergüenza, un proyecto. Todo ello para explicar y poder explicarme que no sé vivir sin la vida, sin escribir de la vida, la que viví, la que quise vivir y la que no viví.
A veces me quedo incompleto, sin acabar de decir las cosas, pero casi contento -como en ese cuento que leí- donde dos amantes, celebraban el polvo que iban a echar y no echaron. Fue quizá que apenas se miraban o se tocaron muy poco; a mí como si no me acababan de llegar todas las letras, yo tampoco escribiré, lo dejaré no escrito para no complicarme más los nervios y como en el acto fisiológico del amor, echaré también de menos, contento, mi escrito. Me pasa eso, que me falta lo no escrito, la paciencia que no tuve, la angustia que no me vino, el libro demasiado abierto por los mismo sitios, entre comillas que le he ido poniendo.
Pero escribo, sobre todo, para evitar los regresos, leerlo de nuevo, recurrir a la súplica permanente de la memoria, segregar melancolía sobrada incluso de lenguaje. Se me deben notar casi siempre las pupilas viejas, la mirada lenta a falta a mi lado de una joven e intensa.
A veces casi escribo borracho, como celebrando una fiesta de inauguración de los recuerdos, persiguiendo mi pasado, tropezando por la vida para ir a parar a esos recuerdos de la infancia que tanto nos marcan. Es un vómito mis escritos en muchas ocasiones, una contracción parturienta, un carraspeo, una falta de equilibrio para intentar recuperarlo.
Perdonarme, pero eso tiene la propia literatura de uno, quién la prueba, repite. Viene a ser un hallazgo, una sed. Qué curioso, yo que tengo los huesos mal nacidos y mal arreglados, los noto al escribir como si se me volvieran tiernos capaces para el camino de nuevo. ¡Vete andando a los sitios, si es que puedes que te queda poco!
Ni yo mismo me entiendo, busco en la literatura que leo o que escribo mi alegría, mi remordimiento, mi miseria, vomito así por el mundo lo que era sólo mío, ya lo he puesto en palabras tan propias que a veces me da tanto miedo y me produce la inevitable urgencia del beso primero al escote abierto para dormirse luego en unos senos lascivos sin misterio.
sábado, 16 de mayo de 2009
Procuro que la noche me pille cerca

domingo, 10 de mayo de 2009
La vida no explica nada

Cuando uno debiera sentir ese atractivo contenido de la madurez como una forma disimulada de vejez, piensa que echando la vista atrás, preguntándole a la vida y su entorno, algo nos explicará: por qué fuimos así, por qué lo hicimos así. Pero se me está pasando el tiempo muy deprisa y no encuentro los renglones donde la propia vida me explique todo aquello que me sonó de una manera pero que también pudo ser de otra, que incluso hasta significar cualquier otra cosa.
Hasta a veces, es curioso, puede uno respirar a fondo la alegría mala de las cosas sin remedio, tragársela en un momento, como una necesaria respiración cuando no nos queda la posibilidad de hacerlo. Nos trajo los motivos la vida o los buscamos nosotros, rastreamos donde nunca debimos hacerlo, nos quedamos un rato, volvimos de nuevo una y otra vez porque hay una extraña cadencia, la etiqueta de la repetición. Ni tan siquiera punto y coma, esa manera de señalar mejor las pausas y los silencios, se trata del punto y seguido para poder hacerlo de nuevo.
Pero es un gran desacuerdo que por el camino, la vida no nos hubiera ido aportando suficientes señales de lucidez, pero precisamente es la lucidez lo que separa a las personas, los renglones por los que caminamos difícilmente, cada vez más complicados, ahí buscamos explicaciones y no las encontramos. Y la razón de no hallarlas es muy simple, se la volvía a leer hace días a David Trueba en su novela “Saber perder” -¡vaya, lo que nunca queremos aprender!-: "cada uno llevamos nuestra secreta derrota bien adentro, lo más lejos posible de la mirada de los demás."
No queremos nunca enseñar esas derrotas, nos vamos directos al ángulo más oscuro de la soledad humana, cuando si la compartiéramos del todo con alguien quizá nos daríamos cuenta que las derrotas son las únicas victorias que valen la pena, porque las tocamos, porque son la piel que nos hace daño, sus sitios resonantes. Nos abriría muchas veces la puerta del placer que lo vence todo, que le da tono a todo, sin precio ni alquiler, la única tarifa, elegirla frenética, inmensa.
Me he apartado y me seguiré apartando de esa manera civilizada y única de que habla Trueba. Lo propio, el sueño o la realidad de lo mal vivido es sólo mío; el sufrimiento me lo han dado gratuito, me lo puedo permitir, sin explicación alguna, ahí lo tuve, ahí me llegó, quizá porque antes junto a mí lo tenía una joven mujer que lo callaba una y otra vez de una manera espeluznante que era una lección, una exigencia, un turno de espera que de ella tomé con una desesperación de su parte que no supe entender, que no pude comprender. Tampoco la vida me lo ha explicado, me lo dio, como un documento adjunto que lleva durando más de veinte años y me hizo fuerte –dentro de un cuerpo dañado y débil- pero preparado para todo en un final que tengo cerca con un título inevitable: luego de mi fogosa actividad, del periodo angustioso y mal llevado me vendrá la calma para siempre.
Ya para qué quiero más explicaciones, las demás poco importan, la más sólida se me rompió a pedazos y la mía diaria más valdría no mencionarla. Me falta o me sobra un resplandor aunque sea inventado, un vicio que quitarse, un espacio de silencio demasiado lleno de libros, dejar pasar la vida para buscar otra vez la vida, los mejores enseres, la dignidad propia que muchas veces uno la hace pedazos.
Por eso en tantas ocasiones, a través de estas páginas, de la web de los libros, de la rutas desesperadas del blog, busco esos enseres que no tengo. Mientras seguiré escribiendo para comprobar como dice Pascal, que el yo no es forzosamente odioso. Quiero todavía volar, escapar, andar -¡fíjate!- vivir mi presente madurito con una voz profunda y cordial siempre al lado, una escucha tierna, una fuerte existencia con la intensidad de casi un animal.
Aunque me acuse al no explicarme nada mejor la vida, de ser yo por todas partes, egoísta y tenaz, para poder ser algún día, otra cosa mejor.
lunes, 4 de mayo de 2009
Huyendo hacia adelante

Porque no encuentro otra manera de huir que no me destruya. Se trata, a lo mejor, de engañarse, de pensar uno, qué bien lo hiciste y cuando esto termine, ya vendrá una lujuriosa mezcla de insultos y de admiraciones. Me voy a armar, antes de seguir esta andadura hacia delante, con todas esas cosas que uno se cree a solas sin que nadie te obligue ni nadie te acompañe. Podría ser como una forma de deseo. La novela de David Trueba ”Saber perder” –particular en mis manos hoy- comienza así: “El deseo trabaja como el viento, sin esfuerzo aparente.” Pues voy a ver si yo hago como el deseo, sin que los demás se den ni cuenta, ni lo noten mis huesos, hacia delante en la búsqueda de ese deseo, con las palabras que me aprendo y las que me enseñan las miradas ajenas, cuando sin tener por qué hacen que me acerque.
Y entiendo esas llamadas de los demás como una segunda piel que tengo, se lo explicaba a alguien esta mañana como desde aquí, desde dentro. Porque he de substituir con mi segunda piel, las arrugas de la primera, inventarme la forma de superar esa difícil derrota de la vejez, cómo te vas dando cuenta de ella, tú mismo, mientras los demás la ven igual pero callan por respeto, por estima, por una antigua tolerancia entre las gentes de bien, esa interminable clase media donde me incluyeron, que nos injuriamos sin que el ultrajado se entere.
Me vienen las llamadas, me las trae la cultura que no es saberse –ya es colmo de la sabiduría elemental- perfectamente, los tiempos de los verbos. (Eso me dicen por aquí, por casa) Es entrar en los sitios, es saber esperar y que te llamen enseguida, es decirle a una dependienta de poca confianza, “te has cambiado de pelo, te queda fenómeno.” Es haberse dado cuenta, es necesitar a los demás con las manos limpias, el decoro que tiene la ropa aunque sea del año pasado. Ya está hecho, sin que tengas las más mínimas posibilidades de sentirte como un galán protagonista de cine antiguo.
Son los pasos que das, estudiados, adrede, es tu manera de ser, el recurso de huir hacia adelante. Donde estoy termino, no puedo ni intentar con las palabras la perfección de soñarlas unidas a los cuerpos, el mío y el de alguien. He de seguir y huir sólo aunque me basta a veces la compañía inconmensurable de un hermoso correo con dos palabras cortas al final y al principio, la fluidez que sientes y sienten porque a veces es una forma de deseo, -que alcanza tintes de sentimiento- ése que decía Trueba que trabaja como el viento, sin esfuerzo aparente. Es así porque vive siempre en el cerebro más profundo, allí donde no existe el tiempo y todos los espacios son territorios breves. Y me he fijado, tiene señal de circulación obligatoria hacia delante. Lo que no dice es si se trata de una huida o una forma defensa casi obligatoria.
Antes de escribir estas líneas, por una especial razón que antes apunté, he repasado notas del libro de Trueba, y le he de dar la razón cuando habla de derrotas propias, de esas que todos tenemos y que él dice que llevamos bien adentro, es cierto, para evitar miradas ajenas. No tengo más medio para no hundirme con ellas que huir hacia adelante porque si me quedo en mi sitio, me sentiré sin duda el ser más vulnerable de la tierra con razón.
Ya sabéis, ya me conocéis, huiré hacia adelante porque hacia atrás ni puedo ni quiero. Me sobran, no obstante las caricias, saber dónde destinarlas. He hecho mi cultura con el verbo y el beso y busco siempre una boca amada donde dejarlo quieto, húmedo, con la humedad que tiene alguna noche que sientes más necesidad de darlo. También me urgen las miradas obscenas –una forma de religión más cercana- y el placer de perturbarlas. Yo soy siempre las ganas, igual que pasa con los pezones de una hembra enamorada y la molestia de la ropa todavía puesta.
Le diría a David Trueba o a quien tenga ese libro quizá entre sus manos que yo desabrocho el deseo, mi elegante y exquisita manera de huir hacia delante, me lo enseñó la cultura del libro abierto. Sin tener que estudiarlo, sino leerlo, entregarlo, vivirlo.