martes, 19 de junio de 2007

¡Qué raro soy!




Pero habrá que hacer inventario de lo extraño e intentar comprenderlo, el sentido de lo inesperado, de lo impropio para los demás, la prueba irrefutable del contacto casi de piel cuando has vivido el paraíso inefable, acogido, de ser comprendido.

Me intento convencer que debe ser así, que ni un instante, ni un roce deben quedar pendientes, limpio los rincones de los recuerdos que no me fueron gratos para estar más ancho, pero son gritos innecesarios, al fin de cuentas todavía no tengo hecho el inventario, ni he repasado la enciclopedia de las veces que he llorado, sigo intentando vivir la prosperidad de las repeticiones y no hay posibilidad de redención, qué raro me siento tantas veces.

A estas alturas de la vida ya lo hemos dejado casi todo, acumulas cicatrices que no te las entendió nadie. Pero la razón es muy simple, es uno mismo quien se hace las heridas, no acusemos a nadie, no necesitamos ayuda de nadie. Igual que somos responsables de nuestro rostro a medida se hace viejo, cada momento extraño que nos esperamos es una forma de regresar a cómo somos. La vida sólo me enseña ya el difícil arte de comprender nuestra propia historia, si es que tuve alguna vez historia y no soy simplemente duración e insistencia.

Tengo la manía de la complicidad y ser cómplice mío es un desatino, una manera de malgastar energía por alguien como yo que quizá nunca la tuvo. Para qué pues arrastrar conmigo realidades más sencillas frente a una especie de incómodo vértigo. Me conviene más la soledad y el silencio que hacerle a nadie cambiar sus frecuencias. Mi vida tiene muchas veces, demasiadas, insatisfacción y ruido, pido malgastar el tiempo ajeno y no me doy cuenta que es ajeno.

Debiera asimilar para siempre la seriedad melancólica de los hombres que acostumbran a vivir solos, que se van despidiendo de las cosas sin compañía alguna porque despedirse las cosas es una de las tareas más difíciles que tiene la vida. Debiera asumir el fracaso de la más dolorosa despedida quizá porque nunca debí buscar la compañía. Pero llego a sitios donde no suele llegar casi nadie, gozoso de saber sentirlo y decirlo, desmenuzando las palabras entre los dedos. Luego trae consigo la aniquilación que es cosa del amor y no del tiempo. Huele bien el amor, dicen todos los poetas, hay amores que crecen sin que nadie se de cuenta. Por eso el día que se me rompen las estrellas en las manos, tan solo en forma de silencio ya se te acaba para siempre el lenguaje, se acercan las cenizas de tu muerte, se te rompen más los huesos aunque se te hayan roto otras veces.

Todo esto es consecuencia de lo raro que soy y del miedo que ya tengo. El que cierta convivencia se pueda terminar, se rompa la magia de que lo semejante atrae a lo semejante, que la admiración engendra respeto, que ese momento nuevo vaya a terminarse. Ya sé que la vida a todos nos arrastra por igual, pero tengo miedo a no poder aguantar el miedo de que me llame primero y sentirme antes de esa llamada nuevamente solo, sin una letra suelta, ni una palabra bella para nadie.

Tengo miedo por lo raro que soy, por lo raro que he sido que se me acabe demasiado pronto el tiempo para los abrazos porque me venza el momento de las renuncias. Tengo miedo de irme por la puerta, no quedarme un rato más y a la vez es mi derecho a tenerle miedo al abismo, dejar para siempre atrás la seducción de la luz, de las palabras abiertas que siempre soñé poder decirlas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Alguien que ama y al que han amado nunca estará solo...

Fran dijo...

Pues amar no he dejado de hacerlo jamás en mi vida. Ni dejaré de hacerlo.

Un beso