lunes, 22 de febrero de 2010

EN EL SURCO PROFUNDO DE LA ESPALDA


Es curioso el papel le he asignado a la música en mis últimos tiempos. Aquella enseñanza obligatoria de mi padre que he contado en otras ocasiones se ha convertido leyendo, a la vez, en ganancia para las palabras con un ritmo propio, casi el mismo del péndulo del reloj de la sala donde leo.



Este año dos novelas que son pura música su temática y su desarrollo me han cautivado: la gran obra de Belén Gopegui, “Deseo ser punk” de la cual ya me ocupé hace meses en mi página web de literatura, y ahora, una bellísima novela, nada punk porque según confiesa su autora, Aixa de la Cruz, una bilbaína de 21años –estudiante en la Fundación Antonio Gala- lo único de esa naturaleza que ha hecho en su vida es casarse con un dramaturgo mexicano.


A mí de su novela “De música ligera”, esas dos generaciones musicales del libro, el cuarentón profesor y su alumna, entre cerveza y cerveza en cualquier pub irlandés de Madrid, me ha llevado a darles crédito cierto las palabras de unos de sus personajes: “la educación no se hereda, se conquista”.


Una frase ajena siempre me hace pensar lo suficiente para entrar en un limbo donde me gustaría poder cambiar las cosas porque siempre fui un enamorado de los modos, esa cultura inabarcable y tan específicamente propia que no te la da nadie, que no se aprende. Me valdrán mis genes, pero ese vidrio tallado y bello, ese estilo es más infrecuente de lo que pensamos y muchas voces lo poseen seres que no llegaron a mejores niveles.


La educación es un surco profundo de la espalda, es la manera por excelencia, el relato de lo que hablamos y contamos, de las palabras que nos vuelven, un lazo de atracción única y literaria, es seguridad. La enseñanza del esfuerzo lleva de la mano las formas de hacerlo.


Igual que he leído en la novela de Aixa de la Cruz sobre la inmortalidad de la música, que marca los instantes y les quita la historia, ésa la pondremos nosotros. Yo hago de la música ahora como mi doble fondo cuando estoy leyendo, una especie de silencio propio, que es el abandono de oír.


El silencio lo gasto para mí, cuando noto a alguien cerca indefenso, necesitado, no me callo, no hago pausa ni busco tiempo muerto, es como una educación de entrega de enamoramiento que me fabrico a veces


Pero es mi mayor cultura y mayor educación, mi compañía verdadera, mi escucha tenue como una especie de sensibilidad inteligente, propia, sobre todo con alguien que no esté absolutamente cuerdo, como nadie, como yo mismo. Tomo una medida: la necesidad que siempre tienen los mejores indagándose mutuamente en la búsqueda de los gestos inauditos que siempre tiene la vida.


Me la conquisté con esos pequeños detalles inalterables que al final es lo que recordamos de las personas. Es mi maquillaje, la calidad del alma de la que saco lo que puedo para oír música leyendo; es lo que por mí está mejor imaginado, siempre que tiene más calidad que lo real; la manera que tengo de deciros no quiero la herencia, quiero la conquista, envejecer de la forma más humana que haya.


Creo que alguna vez ya lo dije: Hay una medida que no falla y es igual para todos: veinticuatro horas, para querer a alguien, para soportar el dolor, para entenderlo todo, todo el tiempo. La calidad de la vida no depende de grandes cosas: son maneras de estar, de entenderse con la gente, con los códigos que eligió uno, su educación.


Está siempre en el surco profundo de la espalda. Como una columna de luz para hacer que intervenga el equilibrio, la caricia pendiente, amplia, para sentirte al fin conquistado.







miércoles, 10 de febrero de 2010

Menos posibilidades de sentirme solo


Todo sigue su curso y, poco podemos hacer para poder cambiarlo, escribo para que sepan los demás cómo soy yo. Escribo para no estarme quieto, como un sudoku mal hecho, un testimonio inquietante de líneas de cocaina vacilantes. Quiero aferrarme a algo, si a uno se le acaba la persona, pues los ritos, el silencio, las costumbres enseñantes: el María Moliner desde la A hasta la Z puede ser un sendero, una belleza como a una mujer a la que no se le caen los pechos.



He dicho que la A es la primera letra del alfabeto. “Se pronuncia con los labios muy abiertos y los dientes separados aproximadamente 1 cm y se emplea fundamentalmente para formar el complemento indirecto”. Lo de la Z es otra cosa, la Z da miedo, tienes que coger el otro tomo, llegar hasta allí como si nada hubiera pasado, como si efectivamente cada letra te hubiera valido para estar menos solo escribiendo.


Hoy me han impuesto más obligaciones, simplemente porque he dicho que del libro de Berta Marsé “Fantasías animadas” que estoy leyendo, ya no me acordaba cómo eran sus fantasías; no cuáles (sí de algunas), sino del calificativo que la hija de Juan Marsé le había puesto en el título a su hermosa colección de cuentos. Pues vete a casa, me han dicho, andando, de vez en cuando, por el camino, te preguntas cómo se llaman las fantasías sin mirar la tapa del libro que llevas en la mano junto con el periódico que acabas de comprar. Me ha ido bien dos o tres veces –debe ser que tenía las manos húmedas del cansancio y de la soledad de no tener a nadie cerca- pero al dejar el libro en la mesilla de noche,  ya se me había quedado en solo fantasías.


Luego , lo que he hecho otras veces sencillamente, cambiar unos botones de mi página web para darle efectos especiales, yo que sé, que no sean tan rectos, que no tengan tanto empaque, como si quisiera renovarlos a ver si así renuevo mis deseos, ese zarpazo de que habla Paniker que “remite a lo que no se tiene, pero la sentencia es incompleta: el deseo también remite a lo que ya se tiene sin tenerlo”. No he podido, no he sabido, no me dejaba el programa interpretar el texto de dentro de los botones. Debía de ser lo de Paniker, que lo he tenido –el saberlo hacer- pero ya no lo tengo.


Y a veces, lo aseguro, desesperarse es solamente eso, una oscuridad como helada, una intolerable soledad, andar sobrado de posibilidades de sentirte solo simplemente porque no te sale una cosa que sabes hacer; porque estabas siempre bien (hasta cuando caminaba con unas muletas) y ya no te acuerdas de lo que es estar bien, como cualquier enamorado que pregunta a un amigo, dime qué coño es el desamor. Pues eso, le responde el amigo, debe ser como si uno siente un día un desajuste, que demasiadas cosas tuvieron su época, y eso es mala cosa, la temporalidad, que existió alguna vez, el ajuste. Saber que se va a terminar, que el baño tibio de las palabras de dentro termina siendo frio, acaba no sirviendo tampoco.


Tendré que seguir con el diccionario, irme ya a la B, más perfecta que la A, con las medidas de un beso abierto dejado sin terminar. La B como si me fuera a llegar un nuevo día –y nadie me lo va a traer sino que me lo he de buscar yo mismo- como una vocación para las manos, un destino a plazo fijo en los labios- “un fonema bilabial oclusivo y sonoro” que crea a veces pausa. Pues yo quiero, yo necesito la pausa a todo esto: acordarme de seguido de las de las fantasías “animadas” de Berta Marsé; caminar cada mañana tanto rato hasta darme cuenta que me cansa la mañana con el cariño que le tengo; levantarme por la tarde de esta butaca donde estoy escribiendo, recorrer un pasillo lleno de libros, sin que ellos se den cuenta, acariciarlos un poquito; dejar estar lo de los botones para cualquier otro rato.


Y eso sí, seguir escribiendo para desnudarme lentamente y tener menos posibilidades de sentirme solo. Las dudas las seguiré teniendo dentro, pero me tomaré la molestia de dudar. En todo caso, para eso tengo el diccionario.







miércoles, 3 de febrero de 2010

Una web sin reset


Ayer tuve que responder en un mail que en esta web, que es lo que en definitiva llamamos blog, ya quisiera conseguir con lo que escribo convertir lo cotidiano en literatura como me dijeron. Sí que intento cada día, rozado de sentimientos inevitablemente muchas veces, ir contándolo: “la web y la soledad, la soledad y la web” que prologa Juan Terranova a una hermosa colección de relatos de jóvenes autores argentinos con el pie de un link donde hallarlos en la red a diario, al final de cada hermoso cuento.



Dicen que lo que ya no tiene reset posible es cuando morimos, no hay necesidad de resetear el sistema e instalarlo de nuevo. Ni hace falta ni podemos. Pero yo tampoco en vida vacío el sistema de mi disco duro, copio y pego cuando hace falta a quien me ha aportado generosidad y cariño las mismas palabras que escribí siempre. Lo escrito ahí queda como muebles viejos, como yo, pero que ya forman parte del hogar para siempre, queda la verdad que nunca mata, ocultarla es lo que te hace miserable.


Tendré, pues, una web sin reset. Estará hasta cuando pueda, no sé si las palabras o el ánimo como una reciente permanente de peluquería. Mis largos días de silencio que vengan luego nunca tendrán rencor, tan sólo pena, mi convicción que la derrota constituye la más dura y verdadera experiencia humana.


Si no es así prefiero el cuarto totalmente vacío, lo que yo llené ya se lo llevaron, pues entonces me quedará la verdadera belleza de esa amistad que existe a veces como literaria y distinta. Os hablaba antes del libro de los escritores argentinos cuyo título “Hablar de mí” ya lo explica todo: una especie de narrativa autobiográfica, un narcisismo, un exhibicionismo, una confesión permanente, un pudor, el “voyerismo que existe entre el relato y la lectura”, la demanda hasta llegar a la web donde dentro de ella todo puede entregarse pero para quedarse.


La web de uno puede ser exigente e inmoral, tener escalones difíciles de subir, incomprensibles a veces, pero es curioso, siempre son mutuos. La web tiene respuesta o no es web, hay que hacerlo todo entre medias y destruirlo ya depende de la capacidad personal de la memoria. La web y los mails se escriben y no los borra nadie, ni los sistemas de recuperación de archivos borrados o perdidos.


Pero además, no practico el reset, porque aún intentándolo hacer siempre hay quién se da cuenta de lo que no es cierto. Lo que se oculta se ve, lo que no se quiere decir lo leen los demás enseguida sin estar escrito.


Tengo nuevos hábitos, no obstante, para mantener intacta una calidad humana que no me la va a alterar nadie. Me siento bien con esa soledad sin la web o hasta dentro de ella, qué más da. Me noto el hombre al que el físico le robó demasiado pronto facultades que cultivaba, pero que las he suplido en muchas ocasiones hasta límites nada fáciles. Me siento bien ya, no necesito que me admitan nada.


Ayer instalé veinte plug-ins nuevos en Adobe Photoshop; con él hice luego, de la mano de un maestro on line un “punto de fuga” geométrico y perfecto en una ventana con su resplandor enfrente que era mi propio resplandor ya días oscurecido; y preparé varios nuevos botones con degradado gausiano para cuando cada mes me acerque a los libros en la página web. Me deslicé en los principios de los sesenta con Patrick Modiano de la mano de René Meinthe, personaje de puro vodevil francés.


Cerré mi ordenador, al que le he eliminado de sus entrañas su stand-by para que nunca esté a la espera de nada que no debe entrar, lo apagué cuando terminó la tarde para volverlo a encender esta mañana únicamente en el momento cuando tenía que decir que soy capaz de sentir el mismo placer en darlo que en recibirlo. Pero el auténtico, el indiscutible, el que somos capaces de dejar en una web sin reset.