POR CORREVEIDILE
El amor no es nada, sino una mera transformación de las
circunstancias. Pero algunos dejan cicatriz. Otros, en cambio, se esfuman como
humo de paja –por lo poco que dura y no dejan rastro. El amor no es nada, si,
no merece las lágrimas de un chico.
Jorge Patricio era un inmigrante ecuatoriano de 18 años,
al que, por un tiempo, di clases de inglés. Era pequeño y de linda presencia.
Vivía en una casita modesta –una “escaleta”, le llamamos nosotros. El primer
día estábamos solos cuando llegué y me llamó la atención una sillita de esas de
bebé, para que el nene llegue a la altura de la mesa y poder comer.
-Sí.
O sea que yo había ido a dar clase a un nene y me
enfrentaba a dársela a un nene con un nene.
Solía yo llegar antes que él, que volvía de dejar al niño
en la guardería. Me abrió la puerta del zaguán una vecina y le esperaba en la
escalera, a la altura de su piso. Un día desde la baranda, vi que al entrar él,
levantaba la cabeza con avidez hasta la escalera para haber si había llegado
ya. Eso fue todo lo que bastó y sobró para que ahora me salten las lágrimas.
Porque poco después dejó de abrirme la puerta.
En su piso quedaron todas mis pertenencias, una gramática
muy valiosa y agotada, la película del asesinato de Romero, mis vídeos,
casetes, libros, escritos, mi humilde paga, desorden de flor, mi ser hecho
pedazos, me volví llorando como un crio por el mismo trayecto de siempre que no
parecía serlo, Dios, qué desastre, me decía.
Ahora ves que tampoco fue para tanto. Todo termina, las
cosas hay que tomarlas tal y como vienen y no preguntarse nunca el porqué. Todo
acaba por ausentarse y encontrar su fin. Que el tiempo cura las cosas y traerá
las rosas.
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