lunes, 6 de mayo de 2013

QUÉ LLEVAMOS EN LOS BOLSILLOS


 
 
Llevo mi ánimo de lucha contra lo orgánico para sentir una forma de alivio al mezclar mis palabras con las de todos los demás. Por eso procuro llenarme los bolsillos de las mejores maneras amables posibles, como si fueran mis síes más rotundos en lugar de decir cada vez, lo siento. Es una especie de tacto que me queda en los dedos para poder compartirlo en forma de recuerdo, alejando cualquier tono que queja.

Ya abundan demasiado los lamentos porque cada uno tenemos un cargamento propio a medida acumulamos años que poco o nada interesa a los demás. Casi a diario nos brotan como unos dolores nuevos a añadir a los persistentes. Mejor que en una contabilidad de atrás para delante, creyendo en el futuro siempre aunque no sepamos nada de él, guardemos un elegante y beneficioso silencio. Es mejor el rechazo a voz en grito de males colectivos, callando con el silencio propio precisamente lo que encaja únicamente en nuestro esquema.
 
Esa es la especie de cultura que me salva siempre, que frena daños emocionales inmediatos e imprevistos, eso hace que el sentimiento de pesar se aminore. Porque sin embargo esa constante conversación que nos trae la gente a la que no se la pedimos, no sirve, más bien me produce un importante rechazo. Me vale, esa otra antigua como los  años, de valor y de enseñanza, positiva, que habla de las cosas buenas que llegan solas y aunque no duren sí que sirven como una riqueza para compartirla.

Me viene a la memoria, que habla de esas cosas que ocurren sin saberlo antes, el pensamiento de Borges diciendo que esas cosas comunes durarán más que nosotros, “no sabrán nunca que nos hemos ido.” Y me engancha esta idea poderosamente: la de qué sabrán de mí cuando me haya ido precisamente. Si me habrán valido para dejar recuerdo las mejores maneras en los más apreciados sitios. Qué habré dejado importante, es curioso pensarlo y quedarse con un breve espacio, en la mano con la amabilidad que hablaba antes.

Mi nivel de actividad, fuera el que fuera, siempre fue inmediato. Traje lo que se me pedía en la convivencia que iba generando sus mejores cauces. Busqué la forma de equiparar esa inmediatez con una calidad postrera más que equivalente, poderosa, importante.
 
Dejaré como préstamo permanente lo mejor que tienen quienes me siguen. Será importante resto, aunque parezca insignificante, dónde dejé mi olor, mis inconfundibles pasos, ya de tiempo, la forma de tocar las cosas, las que se me cayeron tantas veces, esa aparente torpeza que no era nada más que no aparentar un excesiva apariencia de posesión. Dejaré mi voz perdiendo tono y equilibrio, el tacto suave de mi carácter (para qué tenerlo malo, si puedes ofrecerlo mejor). La defensa de cosas y principios que quise defender siempre. Los libros que he leído y la pena que me dio los que dejé por leer.

Frente a todo lo orgánico, pues, poco presentable, la búsqueda de una civilización cómoda y de cariño. Mi costumbre de desear buenos días a cualquiera, mi insistencia en mirarle a los ojos, la poca resistencia a pedir una disculpa que me sirva de vestido general a la hora de cubrir los errores que todos vamos dejando.
 
Ya le tengo miedo a las horas, a toda clase de contabilidades, a poner tiempo para llegar a algo y no estar muy seguro de poder hacerlo porque todo me parece a plazo largo. Lo único que quiero es no cansarme de nada importante de lo que estoy haciendo, aquello que le haya otorgado la categoría de pasión ineludible.

Indudablemente lo es esa especie de diálogo con quien me cuenta su resistencia a soportar el silencio que impone tantas veces la vida, escribiendo, para que pueda yo luego leerlo. Esa es mi lucha, mi mejor tacto, mi enloquecimiento. Es también como un tesoro que llevo igualmente en los bolsillos.

 

 

 

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