Ya abundan demasiado los lamentos porque cada uno tenemos un
cargamento propio a medida acumulamos años que poco o nada interesa a los demás.
Casi a diario nos brotan como unos dolores nuevos a añadir a los persistentes.
Mejor que en una contabilidad de atrás para delante, creyendo en el futuro
siempre aunque no sepamos nada de él, guardemos un elegante y beneficioso
silencio. Es mejor el rechazo a voz en grito de males colectivos, callando con
el silencio propio precisamente lo que encaja únicamente en nuestro esquema.
Me viene a la memoria, que habla de esas cosas que
ocurren sin saberlo antes, el pensamiento de Borges diciendo que esas cosas
comunes durarán más que nosotros, “no sabrán nunca que nos hemos ido.” Y me
engancha esta idea poderosamente: la de qué sabrán de mí cuando me haya ido
precisamente. Si me habrán valido para dejar recuerdo las mejores maneras en
los más apreciados sitios. Qué habré dejado importante, es curioso pensarlo y
quedarse con un breve espacio, en la mano con la amabilidad que hablaba antes.
Mi nivel de actividad, fuera el que fuera, siempre fue
inmediato. Traje lo que se me pedía en la convivencia que iba
generando sus mejores cauces. Busqué la forma de equiparar esa inmediatez con
una calidad postrera más que equivalente, poderosa, importante.
Frente a todo lo orgánico, pues, poco presentable, la
búsqueda de una civilización cómoda y de cariño. Mi costumbre de desear buenos
días a cualquiera, mi insistencia en mirarle a los ojos, la poca resistencia a
pedir una disculpa que me sirva de vestido general a la hora de cubrir los
errores que todos vamos dejando.
Indudablemente lo es esa especie de diálogo con quien me
cuenta su resistencia a soportar el silencio que impone tantas veces la vida,
escribiendo, para que pueda yo luego leerlo. Esa es mi lucha, mi mejor tacto,
mi enloquecimiento. Es también como un tesoro que llevo igualmente en los
bolsillos.
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