miércoles, 26 de agosto de 2009

Como una tarde sin luces


Así me siento, me vienen recuerdos de este escritorio que empecé hace casi tres años, llamándose primero “inventándose la vida” y que luego los propios tecnicismos me impidieron continuar colgándole más post, más advertencias, más maneras de reaccionar y fue ya en adelante “Mi taller de privilegio”. Recuerdos que también abrigan, no.

O en ocasiones lo contrario porque aquí he andado buscando la paz sin conseguirlo, quizá porque uno es demasiado débil para cargar con todas las certezas.

Ya hace tiempo que lo noto: a la hora de escribir aquí, no encuentro el privilegio, ni es taller, ni es enseñanza propia ni ajena, se me van cerrando los días demasiado de golpe, será por el clima, por el momento. Alguien me dijo que al final del verano a lo mejor me gustaba, y no ha sido así. Sigue sin gustarme.

He releído al azar varias veces en que conté sensaciones y aún me gustan menos, aunque me libera que el miedo a equivocarse es un derecho del poeta. Y son muchas las veces que me siento poeta sin escribir poemas, siempre los he guardado para destruirlos luego.

“Mi talle de privilegio” ha pretendido ser como una sala insonorizada de resacas, que nadie me pretenda quitar el empeño del lenguaje, pero más que aportar como una música propia, quise poder convertirla en la posibilidad de las escuchas.

Ayer lo leía en un periódico que el sexo no es solo una Y. El sexo cuando lo he notado lo he contado en formas y maneras de mujer: empalmando a un hombre en menos de treinta segundos; leyendo a cada hembra como un libro abierto y ella por dentro ardiendo para entrar en danza.

Ayer lo leía, también en un periódico, en el relato de Navellón sobre la caída de Óscar Pérez a más de 6.000 metros de altitud, explicando que “no se siente miedo, no hay tiempo para ello” y que lo último que le dijo, es cuando puedas, súbeme tabaco.

A mí también me hace falta tabaco y no estoy a 6.000 metros de altura, puedo ir a comprarlo en la calle, pero me seguirá faltando tabaco; que alguien me suprima del todo los motivos que me hagan daño, son las cosas que notas cuando no te duermes: fíjate qué raro, la falta de tabaco.

Las cosas las he hecho bien o las he hecho mal, y ya está y he estudiado cómo explicarlas en su momento. Pero una vez contadas las que aquí cuento, lo leí en un post de Carmen, una más de los blogs, “que se sentía a gusto al llegar al sofá y verlos a todos”. Yo me voy quedando, sin embargo, solo. Yo me voy siniendo cada vez más solo. Da lo mismo cerrar esta puerta y abrir luego otra. Pero es muy complicado cambiar de sitio cuando ya tienes el sitio.

Escribir lo necesito, es una ambición de durar, un atrevimiento.

viernes, 21 de agosto de 2009

En lugar de minutos, esperas, veces


Vuelvo pronto ya a la vida de después, como si fuera a ser distinta, pero ando equivocado porque el PIN sigue siendo el mismo que tenía este verano, el que marco cada mañana al teléfono móvil del propio camino. Voy a dejar atrás la belleza de las albas sin esfuerzo con el mar delante como una vegetación de los azules cargados de respuestas. Dejaré sin quedármelo, digo, todo lo que tuve bello: unos versos bien entonados que muchos no entendieron, uno luego recula, vuelve atrás, sigue teniendo miedo porque encuentra un abismo inagotable de nuevo, la manera de vejez en la vejez.


Tengo ganas de volver y un cúmulo de temores por hacerlo –alguien sabrá por qué-. Me esperarán las esperas, las veces sin saberlo, mi falta de capacidad de entendimiento en tantas ocasiones; temores hasta de estarme quieto, capaz de comprender formas con las que me quieren entender. No sirvo, no sirvo para esto, noto que me quedan tres o cuatro telediarios para matar una tarde, una escasa posibilidad de que alguien coja a la vez el mismo libro que estoy leyendo. Los siento en la página “acércate a los libros” pero pocos se acercan del todo, se me quedan antes a mí los libros en la mesa después de leerlos, veinte citas que todavía no he traspuesto de algún libro con tejuelo o de los que yo he tenido entre las manos mucho rato, ojeándolos, casi leyéndolos antes de leerlos.

Tres o cuatro telediarios con esto de la vuelta donde quiero volver para quedarme más tranquilo sobre la forma de entender la vida y a la vez mucho más lejano que podéis imaginaros. Se lo avisan al personal de la limpieza –“como conozco a mi marido querrá volverse inmediatamente de habernos quedado solos, con la casa de al lado, la nuestra, la que están los chicos, vacía-. Les llamo los “chicos” porque yo pienso que han dejado de ser hijos. Estos que ahora tengo, al contrario de los que tenía días antes, son de mucha conversación, no son tan suyos, son más nuestros.

Y en dejarme todo eso estoy, como empujando, con ganas de estar solo, recuperar áreas propias, dos butacas de cuero para que me cuenten lo que pasa, porque lo que me pase a mí es mucho mejor no contarlo, dejar pasar, igual que si fuera hacerle un hueco al tiempo, eso, tres o cuatro telediarios que antes se me escaparon.

Y esta mañana –es curioso- he venido a entrenarme yo solo a pasar un día entero dentro de mi casa, tocar sus paredes, andar descalzo por el parquet que aún no me he aprendido demasiado sus ángulos, ver si las cosas estaban como las dejamos, hasta en lugar de hacerme un café como en el sitio de verano, aquí sin el mar delante, me he hecho un nexpresso, he llorado un rato, como si fuera un “pavo” así me puede llamar quién siente ya aún más cerca el día que deje definitivamente de serlo.

He venido a crear presentimientos, tiempos con sus remansos –no sé a qué hora volveré, ni tan siquiera si comeré, es robarle tiempo al tiempo-.He venido como a inventarme un siglo, ya que a mí me cambiaron, he venido a soñar que soy parte de una tribu de los que precisamente ya no les queda casi siglo. He dejado la prehistoria que tiene el verano, el toque de maldición que decía que siempre posee, la madre de mi mujer, licenciada en Farmacia en aquellos tiempos que estudiar una mujer era motivo de castigo eterno. Ella decía, “todo lo malo ocurre en verano, hasta las guerras”. Debías tener razón, Josefina, igual que cuando afirmabas enérgicamente que por tu cadáver todos tus hijos e hijas cursarían una carrera aunque tuvieras que pedir limosna.

Me he acordado de ti, huyendo del verano. Juan Cruz dice que a ciertas alturas de la vida es la amenaza de una soledad, Mi amigo Juan Cruz que en “Lecciones y Maestros” en Santillana del Mar, con un café en la mano, se acordaba de mí, de la página de mis libros sueltos, de las veces que nos vimos en Segorbe con motivo del concurso de cuentos de Max Aub. “-Hola, acércate a los libros” me dijo, cómo andas de libros”.

Ando bien, pero ando mal del verano, de las ganas que se termine del todo y de lo que me viene luego, de la forma de apaciguar los desesperos, de arreglármelas para que no quede nada y puedan entendérmelo todo. A mí, que de mí dicen que no logro entender en muchas ocasiones, que al final canso; a mí que dejo los pedazos de la vida que me quedan sin pedírmelos, todos enteros; pero mal dejados por lo visto. Me hago más mayor y no aprendo, no aprendo a esperar los minutos, los silencios, las veces que no me pertenecen.

Tampoco he aprendido en el verano, ni he reinventando el amor hasta que llegue a las manos, hasta que entienda que como dice Umbral en un verso inédito, “vivir es amar y olvidar mucho”; o se me acabe del todo este verano y tenga que apurar antes esos tres o cuatro telediarios que me queden, muy necesarios para al menos tener una dignidad y un valor no para recular ni para volver atrás, sino para ya no estar.

Una dignidad para enamorarse como quien pilla un resfriado, sin quererlo, sin creérselo, a mi pesar y sin poder defenderme después. La dignidad para dormir bien, a pierna suelta como luego de un polvo y listo, con la varita mágica todavía enhiesta, estallante, rezumando lava y añoranza; con la posibilidad de encontrar el silencio a solas y quedármelo luego como una manera de sobrevivir al cualquier desengaño. Con la herida de la edad porque envejecer es inimagiable excepto para quién envejece.




sábado, 15 de agosto de 2009

Me he puesto un parche de mujer en el pecho


Llevo sobre el pecho un parche de un opiáceo, Transec35, para calmar el dolor, lo cambio cada tres días y medio, sólo, frente al espejo, recién salido de la ducha. Pues a la vez, estos días, que se me está acabando el verano, he decidido a la vez que calmo los dolores de mi cuerpo, adherirme así como si fuera el resultado de mis sueños de hace siglos, una fornicación del subconsciente, la manera de tener un apogeo de luz y actualidad allá donde más nos asomamos para apaciguar los desesperos. Todo eso en forma de parche de mujer.


Me sentía demasiado en la rampa de bajada, sin tener por qué, y tomé la decisión de inmediato, de adherírmelo. Se me acercó más que nunca una mujer y consideré de inmediato en besar su carne húmeda y vegetal, la que hay al final de los besos en la boca, esos besos del comienzo y del final. Ella me fue preguntando por mis cosas de fuera, intercambiamos escribirnos despacio, sabe hasta dejar un poema con dueño para siempre, un poema que nadie me había escrito parecido en los más recientes veinte años que uno siempre tiene a mano; me dijo más o menos vente aquí, luego tendremos las certezas que siempre se recuerdan luego.


Es una mujer que cubre con sus manos la lumbre de la evidencia, me pregunta cada vez que la llamo al contestarme, como quien devuelve con su seguridad la pregunta en respuesta, “¿qué pasa Fran?” Tiene belleza, maneras que no tiene nadie; “qué pasa Fran” no me lo había dicho nadie en mi vida, cada vez que lo dice, es como soñar con ella, sentirse uno necesariamente bien. “Qué pasa Fran” y ya no puede pasar nada más que un baile, ese beso de que hablaba, eliminar cualquier presente triste y pálido suyo o mío; es otra vez un retorno a las ganas de la vida nada menos.
Se me estaban yendo y sin embargo me las trajo como un obsequio para que me pegara la pegatina, el parche de felicidad para eliminar las gotas de amargura que tenía, con el parche me venía a decir, la felicidad la tienes ahí a mano, tiene un parecido a una blusa de seda, como una vuelta al sueño de las cosas insignificantes que me advirtió que podía ser capaz de hacer.


Así me siento todo yo de nuevo, entero, otra vez sobrante de caricias. El parche de ella no me puede ofrecer vivir un poco más, nadie sabe, pero sí vivir más plenamente las cosas de esta vida. Es un parche que sirve para sostener la debilidad que tengo suelta, puede hasta ser el sueño de una entrepierna a mi alcance, siempre cerca, y la lengua de su boca en la mía. Eso es entereza y fortaleza; eso, el tono que tenía que lo tengo de nuevo, es una evolución, una aproximación, un climax que se te queda para siempre.

Es, sobre todo, una cuestión de comunicación, de piel, una cuenta sílabas de las palabras que nos vamos a decir. Sé que su piel tiene sobre mi piel una línea infinita de felicidad, una tinta de saliva cada vez que uno le hable al otro, el espectáculo conmovedor de la inmediatez como sea cuando hasta las palabras fallen. Saber significa salirte de tu propia piel. Al menos intentarlo. De vez en cuando. Pues me pasa cada vez, renuevo el parche del opiáceo, le doy un mensaje de silencio al dolor, pero ella no hace falta, se pegó para quedarse como si fuera una princesa de cuento, la sinapsis de la materia unida.

Quiero, es muy sencillo, que me deje cultivar sus laderas mudándome de piel cada día para ser uno con sus cambios con sus ecos. Esa será mi manera de llevar esta adherencia. Estamos siempre buscando quiénes fuimos, en los espejos y en las sombras, aunque la piel devuelva a la realidad la evidencia de que esa juventud ya no existe. No quiero devoluciones imposibles, quedarme como estoy, sentirme propio, en cada lado un parche, pero en uno toda mi aspiración, mi existencia.

Ya lo dije: un parche se llama “Transec35”. El otro no necesita comillas: Reyes Vaccaro.

domingo, 9 de agosto de 2009

Mi depósito del tiempo vivido


No se me termina y yo mismo estoy juzgando insistentemente mis acciones y tampoco se me acaba la necesidad de que me escuchen, de colgar el post de las cosas al oído, las que considero demasiado a flor de piel y por eso no las digo, quizá porque siempre noto que me falta aunque fuera como una caricatura en la escucha. No la encuentro, por eso no escribiré esos sentimientos porque me parece que hacerlo sería como a fondo perdido, mejor callarme, quedarme con las mismas cosas –ya veréis- y soportar así lo mejor posible el tirón de vivir.

Estoy siendo incapaz de olvidar lo suficiente y presentarme aquí desnudo, sin posesiones, ni tan siquiera la palabra mal utilizada tantas veces, la posible e imposible. Y que conste que siempre llego con hambre de sabores, de armonías, de maneras de acercarme, soy capaz de decirlo al oído templado y tierno, al que se acerca antes de que yo me aproxime. No hay manera, cada vez siento lo mismo, en cada ocasión o momento, necesito lo mismo y quienes me leen se creen muchas veces que son maneras mirar la vida, y no es la vida, es mi vida.

Escribiendo aquí todas estas veces parece que no pierdo nada, mucho peor no gano nada. Uno llega a cualquier parte inacabado, incompleto, se traía tres miradas, el empeño de estar vivo, de no haberse planteado todavía siquiera esa personalización prematura de la muerte, cada uno de la manera que sea. Y cité a Molina Foix y lo traigo de nuevo, huyendo de la muerte: “Morir siempre es prematuro. Hasta para los condenados a muerte.”

Pues yo me siento condenado a vivir y una vez empiezo a contarlo, pero puestos a ello como si fuera al revés, del final incompleto hasta el principio igualmente desdibujado por la falta de memoria. Pero eso da lo mismo, me interesa sobre todo el cargamento propio de hoy y la respuesta ajena, vaciar el depósito del tiempo que he vivido y cubrir si es posible los huecos que no pude o no supe cubrir.

Y me vengo acercando, como he dicho, buscando el oído quieto. Me va faltando el eco, puede faltar del todo porque hubo un tiempo que esto sólo se apoyaba con un único apoyo. Ya sabía antes de escribirla que cada palabra tenía su analógica, su semejante, como una mano tendida siempre.


Ya está bien yo decía, si tuviera esas respuestas a mi lado sabría hacer buen uso de ellas. Podríamos fabricar dos personas juntas la metáfora del hombre que siempre sueña lo venidero, como un sistema de sombras preparado, igual que dos amantes despacio que cruzaban esa distancia de sus cuerpos aunque fueran a destinos diversos.

Por eso sigo escribiendo, pero al mismo tiempo porque falta todo lo que falta o lo que yo creo y siento que falta, no cuelgo el post más verdadero. Aparento un falso sosiego pero carezco de una paz sin cansancio, ésa que existe en el borde los besos.

Ando por el camino de que se lo vayan creyendo, no tengo un solo gesto que no sea verdadero, pero se me notan los huecos dentro de la profundidad de mi propio depósito. Pienso seguir haciéndolo –lo he dicho en muchas ocasiones- lo más despojado de incertidumbres que puedo. En la carne tengo ya muchas veces una desobediencia irremediable; conservo la soledad y su conocimiento hasta en mis manos más viejas, creo que los dedos aún están intactos empeñados en el propio tacto para buscarlo y no dejarlo.

Vengo a decirlo porque en todo ese depósito de tiempo transcurrido aún me quedan para el futuro maneras de explicar algo cansado pero bueno, para poder compartirlo como quien lo hace con el tabaco: una naturalidad, una forma de ser que enriquece, la piel tendría que estar sobre la piel, algún sueño por inventar, inventarlo, ver cómo soy capaz de colgar de una vez el post más verdadero.

sábado, 1 de agosto de 2009

Cumplo años a las 7 de la mañana, luego ya no


Luego ya no, porque no me gustará lo que me toca vivir y me lo he preparado yo mismo, me lo he hecho todos estos años anteriores, y me voy cansando de ello, hasta ya no tengo más remedio que con mis palabras, como siempre, buscar mi derecho a la felicidad porque no he hecho nada malo ni he dejado de hacer lo necesario para tenerla un rato. Una cierta felicidad que deben dar los años, antigua y profunda para poder demostrar que soy mejor de lo que puedan contar por ahí. Necesito montar como una celebración –no de los años- porque ya no necesito tartas que soplar, sino pedir y recibir una ofrenda casi divina junto a alguien algún día o al menos unos momentos, para al mismo tiempo poder así respirar a salvo de contrariedades y malos sabores.

Hace tiempo, hace ya bastante tiempo que eyaculo en mis palabras un poderío congénito, libre, tierno, vestido de estreno, utilizando incluso una especie de calzoncillos eróticos que no sé de dónde me los saco, pero así me presento, así vuelvo a estar ahora, este rato, estas siete de la mañana que eso sí, no me las quita nadie y aún me queda aunque os parezca extraño muchas palabras tiernas por estrenar: cuando estoy en la ciudad en un amplio salón, una música recién puesta cada vez, el necesario engaño al cuerpo de dos cafés bien espesos y la soledad de 200 metros para mí, el parquet para ir descalzo y a lo mejor tener la fractura de un dedo meñique como un niño jugando, pero una tranquilidad leyendo que es incapaz de mejorármela nadie de la tierra.

O si es como ahora, como en este instante, con el mar delante, intenso, pasional como me siento yo, casi como incitándome a que ofrezca de nuevo eso, lo único que tengo, las ganas de enamorarme de cualquiera: a lo mejor la muchacha que está haciendo footing en la orilla que ya ni la recuerdo, no sé quiénes son sus padres que seguro que los conozco, ni a ella por supuesto. Corre libre, debe ser con sus pensamientos, igual que hacía yo hasta que ya no pude hacerlo más.

O la mujer que tenga en sueños, -porque siempre tengo una metida entre ellos- alguien con quien inventarme un juego erótico y rasposo pero inevitable, a ver si es posible de cualquier manera llegar a tener la inagotable capacidad que otorga la esclavitud del sentimiento, el sometimiento como el medio más cercano de que no me haga daño estar ahora mismo –luego ya no- cumpliendo años y diciendo con voz muy propia, escondida de tonalidades por los años, los dos términos más hermosos que tiene el castellano, ven, te deseo. Eso me servirá para amar siempre en el obstáculo, en la dificultad, en el ansia de ser diferente, hasta que a cualquiera le cueste alcanzar quererme a fondo perdido, cada vez, a las siete de la mañana encendiendo un mundo nuevo para mí.

Ya lo sé que la felicidad al fin va ser unas frases que dije una vez y sigo diciendo, repitiendo, un surco de palabras que yo siempre tengo porque ando sobrado pero necesitado para darlas, para decirlas insistiendo, relajado en el hombro de quién sea capaz de llegar hasta aquí, hasta esta terraza a la que le sobra el mar de bella que es, hasta este desespero por sentirme mejor como un terco deseo, una solemne intuición para decirle a una mujer después, ¡qué bien estoy contigo!.

Se me está terminando el tiempo, ya empieza a no ser las siete de la mañana, ya mi cumpleaños no podré celebrarlo con nadie porque esto de escribir se va a convertir en el final de un principio. Me gustaría ser más que un inservible come mujeres, que me comieran a mí como hombre con lo que llevo puesto. Ya, ya sé que esto es como una especie de prostitución que no termino, un empeño, un hueco que no sé llenar porque es difícil hacerlo o que lo hagan por mí en una especie de sexualidad descabellada y única, libre en el mercado de palabras, en los post que cuelgo sin vergüenza, con la necesaria indecencia para que se noten que son míos.

Ya no son ni las siete y un minuto, se me ha escapado el tiempo con la hora, he terminado de una vez el rito antiguo del cumpleaños cuando tienes a todos los seres queridos. A mí me falta ya hace tiempo una hija muy bella que insistía muchas veces –siempre cuento lo mismo de ella y sin embargo las cosas que podría contar- me decía, “papá, es que tú lo lees todo”. Ya quisiera, le respondía y se marchaba con sus tacones por el pasillo de casa, bella, esbelta, reclamando su merecido descanso.

¿Pero todo esto que he escrito para qué? Pues a lo mejor tan sólo para darle la razón a Vicente Molina Foix en su libro de ensayos que ha reunido maravillosamente y que le ha puesto de título el único que se le puede poner a todo esto que nos viene haciendo daño y así tener la manera de contrarrestarlo: “Con tal de no morir”, eso que significa que nadie vuelve a verte.

Sin embargo, yo quisiera que me volvieran a ver, aproximadamente unos cien años, poder inventarme otro escrito sin pies ni cabeza, poder como estoy haciendo ahora, leyendo un nuevo libro. Con tal de no morir.