domingo, 31 de julio de 2011

CADA VERANO CUMPLO MÁS DE UN AÑO

Quizá tenga la culpa la arena y el mar o al menos su cercanía tan próxima. Aquí mis hijos dieron un paso dejando de ser niños y ahora al cumplir ellos también veranos me van dejando unos atrás; arraigaron con sus juegos la necesidad que sienten ahora de acudir siempre que pueden a este reposo, a este hueco propio porque hice camino para ellos cada vez, cada final de una semana de esfuerzo y trabajo, nada más llegar le pedía a esta ciudad de mar el necesario descanso que mi cuerpo necesitaba.

Aquí hicimos cimiento una mujer y un hombre sin que nadie nos lo hubiera obsequiado porque supimos ganarnos el aprecio ajeno, su confianza dándoles lo mejor nuestro. Lo he dicho muchas veces, la vida no regala nada, lo conseguido honestamente pide antes el canon del esfuerzo material y humano. Al final de mis estudios, el sitio en mi hogar –por acomodado que fuera- exigió de mí el trabajo propio, la ganancia estirada de la vida, por el camino que yo quisiera, pero haciendo camino.

Suertes gratuitas hay pocas y suelen perderse o malgastarse. Amo el esfuerzo, la resistencia, el aprendizaje de la vida, la dureza de cada momento, el trabajo. Ya he dicho también en más de una ocasión que cuando el físico me lo impidió, más que el dolor, fue más poderosa la negación de poder continuar mi propio trabajo, pero al menos me quedó el deseo de seguir aprendiendo, quizá por eso cuando vuelvo cada verano a lo que era el hueco de descanso, envejezco más porque traigo el descanso obligado ya puesto.

A veces he escuchado entre las gentes que me conocen hace años por los viales de este sitio hermoso de mar y playa, palabras elogiosas que no podían consistir ya en triunfos profesionales. Se me había terminado desde hacía bastantes años ese progreso que siempre obtuve allá donde tuve un puesto de trabajo. Tengo el derecho de poder decirlo. No me he jubilado de nada voluntariamente, me ha jubilado muy antes de tiempo la vida y el piropo ajeno se basa en qué he quedado mejor de lo que se pensaban mis amistades.

Naturalmente, porque acudí enseguida al cuaderno de enseñanza esforzada. Sigo teniendo las mismas reglas éticas y estéticas que tuve siempre, la misma densidad de pretensiones, el fuego de la cultura que quiero alimentar sin cesar. No soy nada listo, quiero ser listo que es mejor y a mi edad ya cada minuto es un símbolo que me advierte, vete a ver qué aprendes. No me gusta la filosofía barata de la constante queja, me quejo yo mismo cuando caigo en la tentación de hacerlo.

Quiero conservar cada verano, cada vez que pienso que me estoy haciendo más viejo donde fui tan joven y tan ganado mi derecho al descanso, lo más intacta posible la parte de mi cerebro donde residen el lenguaje, las emociones, la memoria, el deseo de lo que me quede por hacer. En absoluto, por malas que sean un día mis condiciones físicas, caeré en el descrédito propio, ese que nos fabricamos muchas veces por no dedicar un minuto más de esfuerzo en mejorar nuestra vida en la medida que pueda ser. Depende de nosotros antes que de nada ni de nadie y me atrevo a decirlo en los duros momentos que vivimos con gente sin trabajo.
Pues búscalo más, sigue desesperado anhelándolo como el único motivo de estar vivo, el único, lo otro viene luego, importa menos. Aleja de una vez los elogios o los lamentos ajenos, quédate con la rabia propia y sal a la calle con ella puesta, a cara lavada, a cuerpo erguido.

Eso hice de forma continuada–aunque fueran otros tiempos-, a eso me enseñaron porque ese anhelo siempre tendrá la antigüedad de lo auténtico.

Ya sabéis de mis constantes citas de Joyce Carol Oates: "Resolver problemas. Por supuesto. Eso es lo que significa ser humano." Sabéis que soy un adicto al lenguaje, también lo fui al trabajo, esto de ahora es una manera simple de darme cuenta que el tiempo se me agota, de preguntarme a mí mismo –y si le sirve a alguien- qué debo hacer para no estar nunca sin hacer.

Aunque esta fecha, este día 1 de Agosto cada año, junto a la playa y el mar que tanto quise, que tanto punto de encuentro me dieron entre gente que todavía me sigue queriendo y hasta me atrevería a decir admirando, es cercano a un reflejo de lo que me hubiera gustado ser muchos más años antes si hubiera podido. De momento me tendré que conformar con la parte de vida que aún me concede la vida.

viernes, 15 de julio de 2011

CUANTAS COSAS QUE NO SE DICEN


Vivimos con las cosas que contamos y nos cuentan, es una especie de intercambio humano forzoso, y mejor que lo hagamos así porque quizá, ese otro mundo oculto y propio que callamos, que no intercambiamos con nadie, esa soledad de derecho propio nos proporciona la autonomía y la libertad, constituye nuestro trabajo diario y en muchas ocasiones provoca un silencio que nos llevamos hasta el final.

No es que no lo haya dicho todo, es que no dije casi nada, ni tan siquiera con aquellos cercanos a mí, con roce del propio cariño. Ni escribiendo en un rincón fabricado por mí, limpio y privilegiado, deja de estar a solas nuestra soledad. Qué frecuente la expresión de compañía querida, ¿cómo estás? Y jamás decimos cómo verdaderamente nos sentimos. O mejor no hacerlo, a pocos le interesa.

Siento esta sensación más que nunca estos días, me refugio en la posibilidad de poder contar mis cosas más tarde, me queda tanto tiempo, ese es mi engaño, y sin embargo la medida que resta es corta, cada vez más corta. Nadie niega su mortalidad pero ninguno somos capaces de admitirla con sinceridad. La disfrazamos con la salud –mejor o peor- pero está detrás. Vivo una circunstancia a la que el diccionario de común uso informático le otorga la posibilidad de ser el resultado de estrés, heridas, cirugías o inflamaciones de origen congénito; con ella convivo ya todo el año y como final pone sin fecha. Esto sí lo he contado –hasta casi demasiado- porque está siendo parte de mi vida, de las cosas que se dicen y de las que no se dicen estos días. No me contradigo, me digo.

Estoy siendo paciente demasiado tiempo con todas las de la ley, me resta ese derecho. Es la paciencia que ya conté. Mi espera para algo mejor, se me está haciendo demasiado larga, contaba un poco con ella, pero le antepuse equivocadamente unos puntos externos, esos que ponen al final los cirujanos, y en este caso no fueron ciertos: no había que modificar el camino, siempre de dentro a fuera, encarnando buenos tejidos, granulosos, esos que sirven para que duelan los insomnios, la facilidad que siempre he arrastrado para el fracaso.

No cuento las cosas que me sirven para la vida, me entretengo en cambio, ya lo veís, en mi destino de paciente y como tal es mucho más conveniente, forma parte de ese intercambio de razones humanas que tenemos los humanos, callarlo, callar lo que forma parte de la vida más íntima, más propia. No cabe en los mails que quiero tanto, ni mucho menos en las redes sociales donde la gente se desnuda impunemente porque no sabe hacerlo en la intimidad y en la elocuencia de un abrazo que va a ser capaz de hacer memoria en mi vida. Las redes sociales me parecen una especie de prostitución que utiliza tus propias emociones.

Por eso pienso cada vez más en cumplir la riqueza del silencio. Las partículas propias que voy colgando aquí cada vez serán más parecidas y menos frecuentes. Hay razones pienso, que escribir es cosunmir la vida la vida que nos consume. Joyce Carol Oates dice, sin embargo, que “somos adictos al lenguaje porque proporciona cordura”. A mi me facilita como una especie de remordimiento por tantas cosas que no dije a tiempo.

Soy consciente que me he apoyado muchas veces en la mujer. La razón es muy simple: escribe la elegía. Yo le devuelvo con mi palabra una especie de admiración con su propio temblor y mi particular abrazo. Paso con respeto por su recuerdo siempre en busca de armonía.

Pero me voy sintiendo ya demasiado lejos, ajemo a estar aquí, extraño a mi propia palabra, acusándome a mí mismo de tantas cosas calladas, cuando si las hubiera dicho hubiera sido mejor mi condición, mis emociones como una historia de amor que en opinión del poeta, no tiene mérito –hasta se atreve a decir que no conoce ningún caso.- ¡Qué fácil enamorarse! Lo difícil es salir entero.

Me va siendo cada vez más complicado. Ya sé que envejecer es ir acumulando libros dentro, pero de ninguna manera callándose las cosas que he ido aprediendo puede ser soportable.

Estoy estudiando un nuevo sistema operativo informático: el Apple de Mac, porque a aprendiendo algo nuevo ser viejo es una conquista. Tengo una excelente amiga enseñante que puede diariamente practicar lo que dice la Oates: “Enseñar es un acto de comunicación, de empatía, un tender la mano.”

Pues a la espera siempre que alguien me tienda la mano. Mi respuesta será decir algunas cosas que no dije.

MANDELA


POR CORREVEIDILE

El próximo 18 de julio –instituido por la ONU como “día de Mandela”, cumplirá 93 años. Ayer me entero de su “delicada salud” y, lo que es peor, le veo fotografiado sin su sonrisa.

Tengo un breve póstumo para el día que se muera Mandela –por si ya no estoy:

“De buena mañana y al pasar junto al kiosco, leo que ha muerto Madiva, el gran Mandela. Meneo la cabeza con disgusto y desaprobación. Estos hombres no deberían morir –me digo. Es como si apagaran, de pronto y sin avisar, el faro que guía al navegante y le lleva a puerto en medio de la tormenta, en la noche infame de mar arbolada.

En un abrir y cerrar de ojos, se queda uno huérfano, sin la luz del gran sabio africano. Me alejo renuente, sin intento, meneando la cabeza en desacuerdo, tan desorientado, tan roto, que no sé por dónde tiro. En la ciudad donde vivo hay una plaza que lleva su nombre. Y sin marchar a lugar cierto y como quien no quiere la cosa, hasta allí me llego, alguna que otra rosa segada sobre el pavimento y bajo el rótulo, yace allí desparramada. Que sabes que, al tercer día, ni es rosa ni es nada."

Quiera Dios que no vea el día de la orfandad en que nos dejaría Mandela, si se va. Con la vista cansada, como andamos de tanto ver, el oído de tanto oír y el corazón de tanto odiar. “Mientras tengas fuerzas –no más fuera que el aliento, para ayudar a otro, no mueres” – dijo. Solo pido precederle. Ainsi.soit-il. (1)

(1) Que así sea

viernes, 1 de julio de 2011

PARA MÍ ES COMO UNA ANTIGUA RELIGIÓN


Volver a ser paciente: del latín “patior, páteris, passus sum, que significa padecer, según la Wikipedia que estamos haciendo todos en la red. Quizá porque esa religión la he vivido reiteradamente, aunque es curioso cada vez sus dogmas tienen ropajes y maneras diferentes, pero siempre, la esencia, la experiencia de esa palabra es esperar. Has de estar desde el principio sólo con el comienzo pero sin saber el final.

Se siente uno siempre mucho más vulnerable, esperando instrucciones de quien no sabes ni el mando que tiene, pero te ofrece siempre cobijo como si su función en la vida, en forma de trabajo, fuera esa: desde decirte donde debes dejar la ropa, cómo cubrir tu cabello y enseñarte a caminar con tu propio calzado pero que deje de serlo, algo lo disimula para eso. Llevaba no obstante cualquier cosa que llevo para estar por casa, me guardé las elegancias para luego.

Pero eso sí, con muy buena presencia, ese polo Hacket color rojo y el pantalón blanco hacían sitio por allí por donde pasé. No es que mi equilibrio sea muy perfecto, ni mucho menos, pero el porte lo llevo siempre puesto. Me lo ha dado la manera de leer ciertos libros con los poemas dentro, una señal para saber dónde los dejo y poder inmediatamente seguir leyéndolos.

Es un camino antiguo y áspero, una puerta conocida pero que te desorienta luego, nos juntamos un grupo con idéntica obligación y el mismo horario para llegar al final de un largo pasillo a esa Unidad que para mí tenía el prestigio de su estreno con entrada y salida, misma puerta, mismo día. Bueno eso siempre depende, porque la vida jamás tiene antes nada cierto.

No tienes que llevar que llevar ningún impreso porque ya está todo impreso y colocado en mi caso en un voluminoso sobre que junto con los demás –no se ha perdido la buena e higiénica costumbre- los desplazan con un carrito de la compra del supermercado. Porque en definitiva algo había comprado al estar allí tantas veces, algo me había llevado a casa de aprendizaje, de buenos consejos y mejores medicamentos, esos del sobre eterno que nunca quise entender por qué les llaman ofensivamente crónicos.

Será la crónica de esa parte de mi vida donde está todo preestablecido para eliminar los errores, los mismos errores que he cometido después siempre. Nunca quise empezarla, pero me la dieron hecha antes de tiempo, mucho antes de tiempo. Aquí tienes tus crónicos, aquí está tu crónica impresa, me dijeron, te lo enseñan todo, te intentan educar en esa nueva y antigua religión de que hablaba antes aunque vayas cuerpo abajo y recorras con deseo de encontrar en el final la caricia de alguien para dejar de ser paciente.

Esta vez recorrí incluso una zona que no conocía: el desconocimiento voluntario, esa sedación en que nunca te vas del todo pero sí que regresas a todo. Estudiada, señalada, como la noche de un cuerpo que ha dejado medidas en el tuyo sin manual, casi con formas de asceta.

La anestesia te anula, la sedación me parece que no es que te seda, es que deja pendiente como en una especie de alteridad que te protege. Es como un ropaje que sustituye al que había dejado antes en el vestidor con versos evocados, con sueños que empezaron tarde, con la seguridad de entenderme con todos. Te seda hasta la boca para que no busques otra boca, no hay por qué, no hay insistencias, no tienes el mando ni el dominio.

Volví de paso, pues, a esa antigua religión que tengo bien aprendida pero que en cada ocasión antes de llegar te enseña nervios nuevos que luego nada tienen que ver. Viví ese duro intervalo del antes y el después. Me aprendí otra vez y las practiqué sílabas de aprecio con la gente –aunque ese estilo siempre lo conservo-. Quienes me complementan en mi etapa más vulnerable, olvidan inmediatamente mi nombre, probablemente esa celadora que bajo su uniforme verde debía de llevar una blusa aparente, acabó enseñándome las fotos de sus dos mellizas de cinco o seis años. No sé, debe ser esas maneras que tengo de mantenerme acostado en una camilla que hacía senda inmediata a soluciones inevitables ya.

Fue en el sitio de espera donde yo miré su sonrisa, su belleza y su paciencia, su manera de hacer las cosas, como la doctora que calmaba la impaciencia y era, como digo, una sencilla celadora, que guardaba mis inquietudes y mis recelos.

Ella hacía su trabajo y a mí me tocaba vivir mi espectáculo.