viernes, 1 de julio de 2011

PARA MÍ ES COMO UNA ANTIGUA RELIGIÓN


Volver a ser paciente: del latín “patior, páteris, passus sum, que significa padecer, según la Wikipedia que estamos haciendo todos en la red. Quizá porque esa religión la he vivido reiteradamente, aunque es curioso cada vez sus dogmas tienen ropajes y maneras diferentes, pero siempre, la esencia, la experiencia de esa palabra es esperar. Has de estar desde el principio sólo con el comienzo pero sin saber el final.

Se siente uno siempre mucho más vulnerable, esperando instrucciones de quien no sabes ni el mando que tiene, pero te ofrece siempre cobijo como si su función en la vida, en forma de trabajo, fuera esa: desde decirte donde debes dejar la ropa, cómo cubrir tu cabello y enseñarte a caminar con tu propio calzado pero que deje de serlo, algo lo disimula para eso. Llevaba no obstante cualquier cosa que llevo para estar por casa, me guardé las elegancias para luego.

Pero eso sí, con muy buena presencia, ese polo Hacket color rojo y el pantalón blanco hacían sitio por allí por donde pasé. No es que mi equilibrio sea muy perfecto, ni mucho menos, pero el porte lo llevo siempre puesto. Me lo ha dado la manera de leer ciertos libros con los poemas dentro, una señal para saber dónde los dejo y poder inmediatamente seguir leyéndolos.

Es un camino antiguo y áspero, una puerta conocida pero que te desorienta luego, nos juntamos un grupo con idéntica obligación y el mismo horario para llegar al final de un largo pasillo a esa Unidad que para mí tenía el prestigio de su estreno con entrada y salida, misma puerta, mismo día. Bueno eso siempre depende, porque la vida jamás tiene antes nada cierto.

No tienes que llevar que llevar ningún impreso porque ya está todo impreso y colocado en mi caso en un voluminoso sobre que junto con los demás –no se ha perdido la buena e higiénica costumbre- los desplazan con un carrito de la compra del supermercado. Porque en definitiva algo había comprado al estar allí tantas veces, algo me había llevado a casa de aprendizaje, de buenos consejos y mejores medicamentos, esos del sobre eterno que nunca quise entender por qué les llaman ofensivamente crónicos.

Será la crónica de esa parte de mi vida donde está todo preestablecido para eliminar los errores, los mismos errores que he cometido después siempre. Nunca quise empezarla, pero me la dieron hecha antes de tiempo, mucho antes de tiempo. Aquí tienes tus crónicos, aquí está tu crónica impresa, me dijeron, te lo enseñan todo, te intentan educar en esa nueva y antigua religión de que hablaba antes aunque vayas cuerpo abajo y recorras con deseo de encontrar en el final la caricia de alguien para dejar de ser paciente.

Esta vez recorrí incluso una zona que no conocía: el desconocimiento voluntario, esa sedación en que nunca te vas del todo pero sí que regresas a todo. Estudiada, señalada, como la noche de un cuerpo que ha dejado medidas en el tuyo sin manual, casi con formas de asceta.

La anestesia te anula, la sedación me parece que no es que te seda, es que deja pendiente como en una especie de alteridad que te protege. Es como un ropaje que sustituye al que había dejado antes en el vestidor con versos evocados, con sueños que empezaron tarde, con la seguridad de entenderme con todos. Te seda hasta la boca para que no busques otra boca, no hay por qué, no hay insistencias, no tienes el mando ni el dominio.

Volví de paso, pues, a esa antigua religión que tengo bien aprendida pero que en cada ocasión antes de llegar te enseña nervios nuevos que luego nada tienen que ver. Viví ese duro intervalo del antes y el después. Me aprendí otra vez y las practiqué sílabas de aprecio con la gente –aunque ese estilo siempre lo conservo-. Quienes me complementan en mi etapa más vulnerable, olvidan inmediatamente mi nombre, probablemente esa celadora que bajo su uniforme verde debía de llevar una blusa aparente, acabó enseñándome las fotos de sus dos mellizas de cinco o seis años. No sé, debe ser esas maneras que tengo de mantenerme acostado en una camilla que hacía senda inmediata a soluciones inevitables ya.

Fue en el sitio de espera donde yo miré su sonrisa, su belleza y su paciencia, su manera de hacer las cosas, como la doctora que calmaba la impaciencia y era, como digo, una sencilla celadora, que guardaba mis inquietudes y mis recelos.

Ella hacía su trabajo y a mí me tocaba vivir mi espectáculo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Encantador Fran, ¡Bien escribes hombre de palabras sueltas y soñantes! Siempre tienes que volver con la mirada sentida y evocada con ternura. Volver a ese café nexpresso en compañía de tus libros y sueños. Y volver aquí. Donde siempre te espera mi cariño.
Me ha emocionado tremendamente tu columna. Gracias.

Un fuerte beso,
María

Fran dijo...

Siempre volveré además, María, a donde estém tus palabras, tu emoción y tu beso.

El mío

Anónimo dijo...

Quien se ausenta, son las horas, el tiempo q pisamos ,seguir en la brecha pensano q dejamos de utilizar en el manual diario, las noches son para recordar q nos paso, donde situarnos o hacer el recorrido en lo q hicimos y aun añoramos. Lo q nunca se olvida, los sintomas de querer acercarse a lo q nos hizo felices y no queremos apartar de nuestro dietario mental... porq si, existe en muestra mente, un diario, donde anotamos y en la noche repasamos antes de dejarla pasar, sueños. q alcanzamos con solo pasar la pagina.
besos maria dolores.

Fran dijo...

Sí, es indudable, María Dolores, que existe un dietario mental que nos acerca a los momentos que nos hizo felices.

Tú siempre sabes ahondar en los sueños.

Besos