Sin más, sin
hacer preguntas. Y al estar vivo estoy volviendo a los hábitos que tenía
establecidos, elegidos con la misma capacidad de satisfacción de antes. Quizá
me falte fuerza, la ilusión del descubrimiento, pero hay un rencuentro que debe
ser eso, la felicidad sin preguntas.
Es curioso, no
me cansan las repeticiones, se trata de apropiarse de nuevo de una calidad que
cuesta de mantener en este aprendizaje de vejez. Abro así la puerta cada día a
esa rica rutina que cuando no la tienes tanto echas de menos. Volver a ella se
parece a una especie de amor imprudente hacia unas pocas cosas que uno aprendió
en tiempos de partida.
Me estremecen
las huellas que voy encontrando por la calle de mí mismo, mi entrañable barrio
donde lo encuentro todo. Pequeños
cambios como si nuevos propietarios hubieran pintado a su gusto las fachadas.
Pero me quedan todavía esos importantes sitios donde entro y se me reconoce,
donde yo mismo sé decir las palabras necesarias, las que he utilizado siempre,
las que bastan, las que los demás también necesitan.
Me duran más
tiempo los recorridos, tengo una lentitud que he aprendido a la fuerza con el
tiempo, pero a la vez enriquecedora. Aún llego todavía a la vida de las
personas que siempre noté cerca. Mantengo la fuerza que me dieron las
sensaciones que ahora así, con esta especie de felicidad que parece más escasa,
me es bastante, sobre todo si no tengo preguntas detrás.
Todo lo que
quería lo sigo queriendo pero de una manera más asombrosa por el miedo de
poderlo perder.
Noto, no obstante que llevo conmigo ese inevitable temor como
sentado en un banco de la calle esperando a ver qué pasa, qué me descubren de
nuevo que no corresponde con la envidiable perfección de una juventud que ya
viví, que ya pasó.
Quiero a
estas alturas simplemente, pues eso, que me dejen estar vivo porque con lo que tengo
me basta, sólo necesito duración, como una especie de amor a la vida que necesita
esa tranquilidad a cambio. Pero es difícil cada vez que cierro la puerta a cada
día y la abro de nuevo, con esa mañana de la que sigo estando enamorado, con
las costumbres creadas y así he escrito mi propia literatura.
Pero ya
hasta mis palabras hacia fuera no hacen falta. Uno con los años tiene que
admitir lo más duro de la propia caducidad: la falta de interés en oído ajeno.
Por eso ya hasta un libro que me ha producido la enorme satisfacción de sus
páginas entre mis manos y las voces para contarlo, ha perdido interés, hay como
un egoísmo de lectura quieta, más propia, sin tiempo ni medida para contarlo a
los demás.
Tengo el
triunfo de una silenciosa compañía, la recuperación de cada camino repetido de
antes, con sonrisas ajenas, como un recibimiento permanente satisfactorio y
necesario. Pues eso a secas, me basta ya. Lo demás me parece como un
periódico del día anterior.
Recorro mi
presente intentando tener la suficiente
comodidad y conocimiento para sentirme tan bien como en mi casa más verdadera
donde siempre tengo la suficiente luz o el sentido de la orientación de tantos
años para ir a cualquier lugar y encontrarlo.
A secas con
mis libros, con las personas que me leen si escribo cuatro palabras que tengo
sueltas todavía. Con la necesaria resistencia para reclamar en cuanto me haga
falta la felicidad de estar vivo sin hacer preguntas. Es como una orilla tierna
que te deja la vida, un roce de la piel para obtener el mejor resultado formando
así una milagrosa capacidad de recuperación.
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