La vida en su largo desarrollo aporta
tanta pasión que uno es capaz cuando se lo reclama de eliminar lo adverso. De recuperar
energías perdidas de camino y sentirse así luego mejor, hasta más fuerte.
No tengo a mano ningún manual de instrucciones,
ni un tutorial de cómo hacerlo. Va viniendo su apreendizaje, lo vamos
encontrando. A mí me lo puede aportar la negrilla de palabras ajenas, hermosas,
de par en par, siempre insaciable de ellas y de sus posibles interpretaciones. Una pésima noche aprendo a combatirla en los
brazos de una mujer, le robo su sueño a cambio del más hermoso contacto humano.
Busco hasta en la oscuridad un rastro de ternura de los ojos, quizá esa sea la
razón por la que toda mi vida nunca supe dormir completamente a oscuras.
En esa semioscuridad lo encuentro casi
todo: el abrazo en silencio de que hablaba antes, la magia del adjetivo
posesivo que puedo anteponer a la hermosa expresión, mi mujer. Es a la vez un
respeto a la libertad ajena, ya que en ese momento estás recibiendo y devolviendo caricias sin
precio.
Pues debió de ser mi descubrimiento,
detrás de la adversidad que me traje sin darme cuenta de la cama de un
hospital. Ya en sitio propio tengo el suficiente y magistral oficio de poder
intercambiar con el deseo de la calma que tienen las caricias, la belleza de la
fortaleza.
Tengo, eso sí, el poderoso inconveniente
de la impaciencia. Para todo, para de nuevo reanudar difíciles pasos por las
calles de mi ciudad, el tono necesario de ser necesario amante sin palabras.
Amo mi estrategia de ser amante sin decirlo, de formar pareja como una de las
mitades, me enorgullezco de ese lujo de depender de la ayuda ajena, de la
impagable dependencia.
Pero tengo entre manos la casi seguridad
de volver a mi viejos recorridos de periódicos, de hornos, de comprar un libro
que tardaré un inapreciable tiempo en leer, como un turno lejano y hermoso. Siento
cerca ya de nuevo las mañanas que nadie estrena tan temprano y con tanta
riqueza: las palabras ajenas. Es como mi asilo, indudablemente, la herramienta
que utilizo para eliminar lo adverso.
Ando pensando en todo eso, como un viaje
bien hecho y que volveré a emprender. Nada me destruye si lo puedo vencer, si
me queda el lujo de contar lo que fue una adversidad, como el pasado que tiene
la memoria pero que carece de valor cuando se tinta demasiado de pasado. Pienso en lo mejor, como algo que me falta
por vivir, lo anhelo, lo sabré escribir, lo podré contar, me apropiaré de él.
Ya sé que cada vez que escribo siempre
despliego el mismo tono, la función ineludible de mi paso por la vida. Ya sé
que la vejez es dura muchas veces, pero exige un respeto desde la profundidad
de uno mismo.
Tengo cada vez las mismas respuestas, en
cada ocasión en que vuelvo a casa y me enorgullezco una vez más de haber sabido
construir un hogar. Siempre tropiezo afortunadamente con la imagen que me avisa
que aquí tengo el refugio de las palabras que no fracasan. En las paredes los
libros son como un espectáculo, un fervor, un resultado perseguido y al fin
conseguido.
Todo esto es mi forma de eliminar lo
adverso. Veo cerca adrede lo que hacía antes cada vez. Soy capaz de tener respuesta
siempre a esa vida humana indisociable de las adversidades pero con marco de
solución, siempre, entre mis deseos que persisten en encontrar cada vez la
propia gloria que me he construido muchas veces.
Sólo no hubiera podido pero en cada
momento la ayuda que recibo me produce un placer enorme. Y cada día que voy
avanzando los siento más estrecho y más
deseable entre mis manos. Pronto avisaré, pues, que he vencido de nuevo a la
más reciente adversidad con una fuerza y
una elegancia casi hasta sensual y arrogante.
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