Por Correveidile
Escribir, de por sí, es algo funéreo, sí, guarda concomitancias con la muerte, en tanto es la antítesis de la vida; vivir es otra cosa, está vinculado a la acción, al ser desnudo de los aditamentos, de la lencería femenina que vienen a ser las palabras.
La exigua minoría de los que viven “en directo”, no escribe ni lee, ni va al cine, ni deja que se lo cuenten, lo protagoniza; mientras una abrumadora mayoría saca entrada, entra y se sienta a verlo, a que se lo den “en diferido”, envasado, muerto.
Sucedáneos: el que tiene prohibido el café se contenta con un remedo vulgar: malta. Para suplir las carencias del que es para poco y se acobarda de cualquier cosita, se le cuentan cuentos, leyendas mitológicas, hazañas bélicas o de cualquier superhéroes, romances de amores de estrellas cruzadas. A falta de pan, buenas son tortas.
Bien mirado, las religiones al uso no son otra cosa que sucedáneos. El que ejerce dominio y guarda control sobre su propia vida, no necesita ponerla en manos de ninguna deidad.
Quien no se entiende con la mujer y/o con los hijos, mete en casa un “pet”, restableciendo algo de lo poco que dábamos por vencido: la esclavitud. Sin saber que el remedio no es la mascota, sino vivir solo, no poder ejercer crueldad sobre nadie –ni que la ejerzan sobre ti.
Así que estoy en duda, de si seguir con esto, o mandarlo todo a rodar y poner pies en polvorosa.
Entretanto, salgo a la calle y, de pronto, oigo el tris tras de un desusado trajín, alguien que huye del edificio de Capitanía, tropa que corre detrás, oigo una explosión, veo la deflagración, le ha estallado encima la bomba que llevaba destinada al cuartel, o la ha hecho estallar, se ha inmolado para no ser torturado.
Un atentado frustrado, me entero por los corrillos, un chiquillo, que ni pinta tenía de terrorista, pudiera ser que un sicario pagado por peces gordos, quién iba a sospechar, con esa pinta de querubín, cuando entró en Capitanía sorteando al centinela con una panera de ensaimadas en la cabeza y con aire despistado de repartidor de horno.
La policía había detenido el tráfico en las dos direcciones, provocando un atasco. Bocinazos de protesta.
Vuelve la luz verde, se reanuda la marcha, que es la hora de entrada y hay que fichar. Salen todos zumbando, sin otra preocupación que no sea no encontrar ningún fuego, toda la avenida en verde; han olvidado por entero lo que acababa de ocurrir, a mí que me registren, de mis viñas vengo, ya se apañarán.
Y el chiquillo, ¿qué? ¿le estalló la bomba encima, o se inmoló, buscando del mal el menos? Nos quedamos con la duda, es nuestro sino fatal, no ver nunca claro, se lleva cada cual su secreto a la tumba. Y así andamos, dando palos de ciego, huérfanos, sin padre ni madre ni perro que nos ladre.
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