Por Correveidile
Nacida Palmira, según su abuela –el nombre del árbol que extiende su copa en lo alto como la palma de la mano, sus ramas a manera de dedos, se le colgó muy pronto en el pueblo el sobrenombre de “sauce llorón”; por su destino aciago que conlleva sin querer el llanto –como el árbol de Babilonia.
En sus juegos infantiles, andando aún como quien dice a gatas, se reservaba siempre el rol de hacer “como si fuera mamá”; de no ser así rompía la baraja y se daba vuelta. De modo que bien pudo decirse de ella que no fue nunca niña, sino madre en ciernes, llamada a hacerse cuartos.
No más llegar a la pubertad quedó preñada de un lugareño acomodado. Y a lo largo de doce años concibió cuatro hijos, de los que sólo uno le vive –le mal vive. Pero no he venido aquí a ocuparme de los frutos, sino del árbol, ni siquiera de las ramas, únicamente del tronco, de la hembra brava.
En su primer embarazo concibió gemelos; y cantaron Aleluya antes de Pascua, echaron las campanas al vuelo, aguardando que nacieran los dos con alas –como los hijos del Viento Boreal. Pero sólo uno vio la luz con vida, siendo el otro mera semilla que dicen, cuajarón de nieve, que se esponja en el agua y se disuelve y se va en humo sin dejar rastro. Como cuaja la leche con la flor del cardo. Que todo es cuestión de suerte, donde unos hallan la vida, otros la muerte.
La devastadora hecatombe que debió producirse en el útero materno al segundo mes de gestación –como una presa que se raja y asola con sus aguas tormentosas la campiña y el poblado, debió afectar en gran medida al feto sobreviente, que salió como hecho a oscuras y por los rincones, lo que explica sus carencias y trastornos consiguientes, que le han dejado varado en los lindes de la anormalidad: su visión –por dar un rato, le quedó reducida al cincuenta por cien torpe y desaliñado al andar, desangelado –que si era disléxico, decían. Hizo falta ese caos para echar al mundo una estrella fugaz. Pero hoy es la madre que me quita el sueño y me dicta este canto de mineros arrastrado y triste.
Frustrada la pareja por la pérdida de la mitad de la cosecha, no tardaron en acudir al reclamo y probar por segunda vez fortuna. Y poco más de un año después destejiendo por la noche lo que se teje de día, se produjo el segundo parto. Con la criatura emponzoñada, muerta. Como el vino que se tuerce o la carne se corrompe, igual que fuera el olivo manzano, que basta con arrimarse a su sombra para acabar envenenado. Lo que cayó como una losa funeraria sobre el ánimo de ambos, que les hizo amilanarse, volver al hogar con las manos en la cabeza y desistir de plano de buscar más descendencia.
Pero quien no se arriesga no pasa la mar. Hay que dar tiempo al tiempo, que todo lo siega y sosiega, que va saturando y forma callo. Y diez años después del segundo alumbramiento, Palmira se sometió a minuciosos exámenes médicos, a toda suerte de análisis químicos y bacteriológicos, a la detección por el escáner , acudiendo al Juez para que ordenara el Municipio autorizar la exhumación de los restos de los dos fetos, con el fin de consultar a los arúspices, quienes predicen por el examen de las entrañas de las víctimas. Olvidando que se dice que náufrago que vuelve a embarcar o viudo que reincide castigo pide.
Mal aconsejados, asidos a las crines y llevados por el afán de desquite y la contumacia en torcer el curso de las cosas y dar vida a los dos niños muertos, sino el tercer embarazo y el tercer entierro con cajita blanca. Lo que no fue sino mera repetición de empeños bajo el infausto influjo de los astros o la maldición del plenilunio, retablo de duelos. Que porfiar en demasía trasluce pactos con el diablo.
Sin caer en la cuenta de que los destinos de la Naturaleza son insondables y no se la debe tentar, que es justiciera y se reserva siempre la última palabra para dejar la balanza en el fiel. Que el bien y el mal primero que vienen dan señal.
En un principio, como un volcán lanzando espumarajos por la boca, tentada estuvo Palmira de alzarse contra el cielo y pedirle cuentas de semejante iniquidad. Pero el que escupe en alto a la cara se le vuelve, llegando los cónyuges a cargar recíprocamente sobre los hombros del otro y la responsabilidad del descalabro, vapores negros que suben al corazón y a la cabeza, sacando a flor de piel enemistad antigua e ira envejecida, que acabaron con el vínculo hecho trizas.
Una vez pasa la cólera, el que amenaza se reporta, a la ira y al enfado darles vado. Así que, víctima propiciatoria, la mujer acabó llevándolo en paciencia, como hace el animal o el árbol; que de alegría y contento han muerto muchos, que de la aridez salió el manjar y de la acritud dulzura, que con el mismo aliento de la boca con que se calienta uno las manos, se enfría el caldo.
Si bien se mira, más triste es el designio de la higuera estéril o el aljibe seco que Palmira, mal que bien, dio fruto, que cada cabello hace su sombra en el suelo. Porque un hombre sin hijos es poco, una mujer sin ellos es menos todavía lo que no se dice en menoscabo de la hembra, sino bien al contrario ensalzando su destino impar de hacerse a trozos.
Dien de ella que no acaba de cuadrar y anda errática, con los dos labios heridos del espíritu, diciendo su pena a quien no le pena. Que los hay tentados de saber lo oculto de nuestros pechos y hasta, a veces, lo que Dios se reserva en el suyo. Que pasa los días sin comer apenas, pensando en penas, desbabando el hilo de su vientre se va consumiendo como gusano de seda, y si le hiendes la corteza mana una lágrima o licor viscoso, humor cuajado, su destino infame de dar a luz media vida y tres cuartos.
2 comentarios:
No hay comentarios..... si mucho dolor. q madre no desea ver su fruto y palpar sus manos con la mirada fija en los ojos màs bonitos del mundo.
Besos a correveidile.
maria dolores-
Hay historias que calan o sencillamente es la emoción que pone el que cuenta la historia al describir a sus personajes. Tu forma de contarnos ese grito de exigencia por cumplir el mandato natural del vientre de Palmira, hembra brava, me ha calado allí donde las mujeres nos identificamos de modo especial con las otras hembras de nuestra especie. Ese llanto que produce nuestro vientre cuando su fruto se nos niega y que viene a certificarnos que incluso ahí, en ese mandamiento propio que se nos exige como dadoras de vida, algunas debemos soportar el fracaso de la negada maternidad o de los frutos débiles o lesionados, porque siempre será la hembra brava quien tendrá que dar cuenta de su negación como mujer.
Tienes esa especial forma de claver tu verbo tanto en el iris de nuestros ojos como en los abismos de lo mas profundo de nuestro entendimiento y ahí se quedan, anclados en ese mar de emociones que, al fín y al cabo, es lo que nos hace estar vivos.
Preciosa la historia y más preciosa y sobrecogedora tu narrativa al más puro estilo gongoriano.
Un abrazo de quién sabe lo que es parir vidas.
Bolboreta
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