Como una segunda piel, igual que
un profundo abrazo porque cada vez la literatura me sirve más para soportar la
perversa locura de la vida. Es un invento viejo que se junta conmigo porque los
libros que he leído saben lo que he sido. Mi manera de contarlo luego, tiene
preferentemente eso, un profundo cariño a quienes los leen después, a aquellas
personas amigos y amigas, que un día me dejan en un simple pero tierno correo,
su opinión, en ocasiones su coincidencia.
De eso se trata siempre. La
literatura es mi acto de fe, mi creencia de cada momento, puede ser mi excusa y
a la vez mi esperanza y mi fundamento. Robaré una cita de Mallarmé: “el
universo existe para llegar a un libro.” Pues ya tengo desde tiempo ese amplio
mundo ajeno y propio. Llevo leyendo desde tiempos antiguos, y como recuerdo al
alcance de mis manos los lomos de esos libros poblando las paredes de mi casa,
la que he venido construyendo, como digo, con literatura y cariño.
Las palabras que voy anotando
forman a la vez mi única y gastada piel, no constituyen un disfraz entre
comillas que puede uno ponerse o no, se convierten en propias allá donde hagan
falta, donde convengan. Me dieron su permiso los autores al escribirlas y mi
licencia es, durante una vida entera ya, una prolongada base de datos de miles
y miles de registros, el cariño y el abrazo que puse primero al leerlas bien
despacio y luego al escribirlas como si fueran mi propia ficción que fui
incapaz de construir con ellas.
¿Qué he hecho, pues, leyendo
tanto? Nada menos que ir viviendo. Mi sorpresa cada vez puede estar en la
solapa de cualquier libro todavía por leer, en la sinopsis que me explica lo
que es, que me dice de qué trata. Pero no me suelen engañar, tan solo quiero,
me basta con eso, que me cuenten cómo vivir. Tras su lectura, el final ha sido
mi placer, mi forma de querer. Porque luego, ya lo sé, lo escribiré para que
los demás sepan qué es.
Las páginas que he ido leyendo
han sido como una manera de quitarles la ropa a quienes las escribieron, para
saber de su piel, sin engaños, aunque estén llenas de ficción, porque la
ficción es una manera de creerse algo para siempre, una especie de
prolongación, un festín inexplorado y cálido.
Y cada nuevo día, cada nueva
portada es parte añadida de vida para una especie de construcción definitiva a
la cual no le quisiera ver el final nunca. Alargar la mano, poner sobre la mesa
más cercana, casi sin orden ni concierto, pero sabiendo cuál será su sitio
luego la última o la primera novela que ha llegado a mis manos nunca por
sorpresa, sino a sabiendas que iba a ser necesaria, es parte de una costumbre
que nunca es rutina y siempre será placer.
Nada menos a la vez, que
literatura y cariño, sin saber por dónde empezar es una forma estática pero
vivaz de emprender y mantener los avatares que te trae la vida.
De los libros ya no me separa
nada, primero creaban aprendizaje y madurez y ahora ya forman parte de mi mejor
vejez. Vivir degrada, desgasta, hay que buscar, pues, una forma de resistencia
análoga a la que muchas veces tengo que emplear para otros menesteres como el
deterioro general del mismo cuerpo. Qué sencilla parece a veces la salida de la
vida entre las páginas de un libro. Se me escapan ya otras posibilidades muy
hermosas e ilustrativas. Lugares que no conozco, que siguen ahí hermosos,
esperándome como me esperaron aquellos a los que fui llegando.
Me pasa igual que lo dije un día
refiriéndome a la compañía de una mujer: con los libros me siento enseguida
mejor, son un mutuo homenaje que rindo a quién los han escrito y a mí mismo al
leerlos. Es mi amor, son mis posibilidades para siempre. Saco de ellos casi
todo lo que tienen, no me queda ni una oculta riqueza por descubrir.
Vale ya, me siento para seguir
leyendo. Soporto lo que tengo y lo que pueda venir luego. Es el enorme poder y
la inmena riqueza que tiene la palabra. Ya da casi lo mismo, ante cualquier
dolor, no hay duda, hay un estado previo y poderoso que tiene el lenguaje. No
quiero deudas con él, a cambio sólo tengo el cariño dentro de la mayor ternura.